Los Miserables

IV. La fiera en su madriguera

Los Miserables

IV. La fiera en su madriguera

Marius era pobre, y su cuarto era pobre; pero su pobreza era noble y su buhardilla era limpia. El tugurio en que su mirada se hundía en aquel momento era abyecto, sucio, fétido, infecto, tene­broso y sórdido. Por todo amoblado una silla de paja, una mesa coja, algunos viejos tiestos, y en dos rincones dos camastros indescriptibles. Por toda claridad, una ventanilla con cuatro vidrios, adornada de telarañas. Por aquel agujero entraba la luz suficiente para que una cara de hombre pareciera la faz de un fantasma.

Cerca de la mesa, sobre la cual Marius divisa­ba pluma, tinta y papel, estaba sentado un hombre de unos sesenta años, pequeño, flaco, pálido, huraño, de aire astuto, cruel a inquieto: un bribón repelente. Escribía, probablemente, alguna carta como las que Marius había leído.

Una mujer gorda, que lo mismo podría tener cuarenta años que ciento, estaba acurrucada cerca de la chimenea. Tampoco ella tenía más traje que una camisa y un vestido de punto, remendado con pedazos de paño viejo. Un delantal de gruesa tela ocultaba la mitad del vestido. Era una especie de gigante al lado de su marido.

En uno de los camastros, Marius entrevió a una muchacha larguirucha, sentada, casi desnuda, con los pies colgando; era la hermana menor, sin duda, de la que había estado en su cuarto. Ten­dría unos catorce años.

Marius, con el corazón oprimido, iba a bajarse de su observatorio, cuando un ruido atrajo su atención, y lo obligó a permanecer en el sitio que estaba.

La puerta del desván acababa de abrirse brus­camente. La hija mayor apareció en el umbral. Llevaba puestos gruesos zapatos de hombre, man­chados de barro, y estaba cubierta con una vieja manta hecha jirones, que Marius no le había visto una hora antes, pero que probablemente dejaría a la puerta para inspirarle más piedad, y que sin duda había recogido al salir. Entró, cerró la puerta tras sí, se detuvo para tomar aliento, porque esta­ba muy fatigada, y luego gritó con expresión de triunfo y de alegría:

—¡Viene!

El padre volvió los ojos; la madre la cabeza; la chica no se movió.

¿Quién? —preguntó el padre.

—El viejo de la iglesia Saint Jacques.

—¿Segura?

—Segura. Viene en un coche de alquiler.

—¡En coche! ¡Es Rothschild!

El padre se levantó.

—¿Con que estás segura? Pero si viene en co­che, ¿cómo es que has llegado antes que él? ¿Le diste bien las señas? ¡Con tal que no se equivo­que! ¿Qué ha dicho?

—Me ha dicho: "Dadme vuestras señas. Mi hija tiene que hacer algunas compras, tomaré un ca­rruaje, y llegaré a vuestra casa al mismo tiempo que vos".

—¿Y estás segura de que viene?

—Viene pisándome los talones.

El hombre se enderezó; había una especie de iluminación en su rostro.

—Mujer gritó—, ya lo oyes. Viene el filántropo. Apaga el fuego.

La madre estupefacta no se movió.

El padre, con la agilidad de un saltimbanqui, agarró un jarro todo abollado que había sobre la chimenea, y arrojó el agua sobre los tizones.

Luego dirigiéndose a su hija mayor:

—Quítale el asiento a la silla —añadió.

Su hija no comprendió.

Cogió la silla, y de un talonazo le quitó, o mejor dicho le rompió el asiento. Su pierna pasó por el agujero que había abierto.

Al retirarla, preguntó a la muchacha:

—¿Hace frío?

—Mucho. Está nevando.

Se volvió él padre hacia la hija menor, y le gritó con voz tonante:

—¡Pronto! Fuera de la cama, perezosa; nunca servirás para nada. Rompe un vidrio.

La niña se levantó tiritando.

—¡Rompe un vidrio! —repitió él—. ¿No me oyes? Te digo que rompas un vidrio.

La niña, con una especie de obediente pavor, se alzó sobre la punta de los pies y pegó un puñetazo en uno de los vidrios, el cual se rompió y cayó con estrépito.

—¡Bien! —dijo el padre.

Su mirada recorría rápidamente los rincones del desván. Se diría que era un general haciendo los últimos preparativos en el momento en que va a comenzar la batalla.

Mientras tanto se oyeron sollozos en un rin­cón.

—¿Qué es eso? —preguntó el padre.

La hija menor, sin salir de la sombra en que se había guarecido, enseñó su puño ensangrentado. Al romper el vidrio se había herido; había ido a colocarse cerca del camastro de su madre, y allí lloraba silenciosamente.

La madre se levantó y gritó:

—¡No haces más que tonterías! Al romper ese vidrio la niña se ha cortado la mano.

—¡Tanto mejor! —dijo el hombre—. Es lo que quería.

—¿Cómo tanto mejor? —replicó la mujer.

—¡Calma! —replicó el padre—. Suprimo la liber­tad de prensa.

Y desgarrando la camisa de mujer que tenía puesta, sacó de ella una tira de tela, con la cual envolvió el puño ensangrentado de la niña.

Miró a su alrededor. Un viento helado silbaba al pasar por el vidrio quebrado.

Todo tiene un aspecto magnífico —murmuró—. Ahora podemos recibir al filántropo.

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