Los Miserables

X. Gervasillo

Los Miserables

X. Gervasillo

Jean Valjean salió del pueblo como si huyera. Caminó precipitadamente por el campo, tomando los caminos y senderos que se le presentaban, sin notar que a cada momento desandaba lo andado. Así anduvo errante toda la mañana, sin comer y sin tener hambre. Lo turbaba una multitud de sensaciones nuevas. Sentía cólera, y no sabía con­tra quién. No podía saber si estaba conmovido o humillado. Sentía por momentos un estremecimiento extraño, y lo combatía, oponiéndole el endureci­miento de sus últimos veinte años. Esta situación lo cansaba. Veía con inquietud que se debilitaba en su interior la horrible calma que le había hecho adquirir la injusticia de su desgracia. Y se preguntaba con qué la reemplazaría. En algún ins­tante hubiera preferido estar preso con los gendar­mes, y que todo hubiera pasado de otra manera; de seguro entonces no tendría tanta intranquilidad. Todo el día lo persiguieron pensamientos imposi­bles de expresar.

Cuando ya el sol iba a desaparecer en el hori­zonte y alargaba en el suelo hasta la sombra de la menor piedrecilla, Jean Valjean se sentó detrás de un matorral en una gran llanura rojiza, enteramen­te desierta. Estaría a tres leguas de D. Un sendero que cortaba la llanura pasaba a algunos pasos del matorral.

En medio de su meditación oyó un alegre ruido. Volvió la cabeza, y vio venir por el sendero a un niño saboyano, de unos diez años, que iba cantando con su gaita al hombro y su bolsa a la espalda.

Era uno de esos simpáticos muchachos que van de pueblo en pueblo, luciendo las rodillas por los agujeros de los pantalones.

El muchacho interrumpía de vez en cuando su marcha para jugar con algunas monedas que lle­vaba en la mano, y que serían probablemente todo su capital. Entre estas monedas había una de plata de cuarenta sueldos.

Se detuvo cerca del arbusto sin ver a Jean Valjean y tiró las monedas que hasta entonces había cogido con bastante habilidad en el dorso de la mano. Pero esta vez la moneda de cuarenta sueldos se le escapó y fue rodando por la hierba hasta donde estaba Jean Valjean, quien le puso el pie encima. Pero el niño había seguido la moneda con la vista. No se detuvo; se fue derecho hacia el hom­bre.

El sitio estaba completamente solitario. El mu­chacho daba la espalda al sol, que doraba sus cabellos y teñía con una claridad sangrienta la salvaje fisonomía de Jean Valjean.

—Señor —dijo el saboyano con esa confianza de los niños, que es una mezcla de ignorancia y de inocencia—: ¡Mi moneda!

—¿Cómo lo llamas? —preguntó Jean Valjean.

—Gervasillo, señor.

—Vete —le dijo Jean Valjean.

—Señor, dadme mi moneda volvió a decir el niño.

Jean Valjean bajó la cabeza y no respondió.

El muchacho volvió a decir:

—¡Mi moneda, señor!

La vista de Jean Valjean siguió fija en el suelo.

—¡Mi moneda! —gritó ya el niño—, ¡mi moneda de plata! ¡Mi dinero!

Parecía que Jean Valjean no oía nada. El niño le cogió la solapa de la chaqueta, y la sacudió, haciendo esfuerzos al mismo tiempo para separar el tosco zapato claveteado que cubría su tesoro.

—¡Quiero mi moneda! ¡Mi moneda de cuarenta sueldos!

El niño lloraba. Jean Valjean levantó la cabeza; pero siguió sentado. Sus ojos estaban turbios. Miró al niño como con asombro, y después llevó la mano al palo gritando con voz terrible:

—¿Quién anda ahí?

—Yo, señor —respondió el muchacho—. Yo, Ger­vasillo. ¿Queréis devolverme mis cuarenta suel­dos? ¿Queréis alzar el pie?

Y después irritado ya y casi en tono amenaza­dor, a pesar de su corta edad, le dijo:

—Pero, ¿quitaréis el pie? ¡Vamos, levantad ese pie!

—¡Ah! ¡Conque estás aquí todavía! —dijo Jean Valjean; y poniéndose repentinamente de pie, sin descubrir por esto la moneda, añadió—: ¿Quieres irte de una vez?

El niño lo miró atemorizado; tembló de pies a cabeza, y después de algunos momentos de estu­por, echó a correr con todas sus fuerzas sin volver la cabeza, ni dar un grito.

Sin embargo a alguna distancia, la fatiga lo obligó a detenerse y Jean Valjean, en medio de su meditación, lo oyó sollozar.

Algunos instantes después, el niño había des­aparecido.

El sol se había puesto. La sombra crecía alre­dedor de Jean Valjean. En todo el día no había tomado alimento; es probable que tuviera fiebre.

Se había quedado de pie, y no había cambiado de postura desde que huyó el niño. La respiración levantaba su pecho a intervalos largos y desiguales. Su mirada, clavada diez o doce pasos delante de él, parecía examinar con profunda atención un peda­zo de loza azul que había entre la hierba. De pronto, se estremeció: sentía ya el frío de la noche.

Se encasquetó bien la gorra; se cruzó y aboto­nó maquinalmente la chaqueta, dio un paso, y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la moneda de cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba entre algunas piedras. "¿Qué es esto?", dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo sin poder separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momen­to, como si aquello que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en él.

Después de algunos minutos se lanzó convulsi­vamente hacia la moneda de plata de dos francos, la cogió, y enderezándose miró a lo lejos por la llanu­ra, dirigiendo sus ojos a todo el horizonte, anhelan­te, como una fiera asustada que busca un asilo.

Nada vio. La noche caía, la llanura estaba fría, e iba formándose una bruma violada en la clari­dad del crepúsculo.

Dio un suspiro y marchó rápidamente hacia el sitio por donde el niño había desaparecido. Des­pués de haber andado unos treinta pasos se detu­vo y miró. Pero tampoco vio nada.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

—¡Gervasillo! ¡Gervasillo!

Calló y esperó. Nadie respondió. El campo estaba desierto y triste.

El hombre volvió a andar, a correr; de tanto en tanto se detenía y gritaba en aquella soledad con la voz más formidable y más desolada que pueda imaginarse:

—¡Gervasillo! ¡Gervasillo!

Si el muchacho hubiera oído estas voces, de seguro habría tenido miedo, y se hubiera guarda­do muy bien de acudir. Pero debía de estar ya muy lejos.

Jean Valjean encontró a un cura que iba a caballo. Se dirigió a él y le dijo:

—Señor cura: ¿habéis visto pasar a un mucha­cho?

—No —dijo el cura.

—¡Uno que se llama Gervasillo!

—No he visto a nadie.

Entonces Jean Valjean sacó dos monedas de cinco francos de su morral, y se las dio al cura.

—Señor cura, tomad para los pobres. Señor cura, es un muchacho de unos diez años con una bolsa y una gaita. Iba caminando. Es uno de esos saboyanos, ya sabéis...

—No lo he visto.

Jean Valjean tomó violentamente otras dos mo­nedas de cinco francos, y las dio al sacerdote.

—Para los pobres —le dijo.

Y después añadió con azoramiento:

—Señor cura, mandad que me prendan: soy un ladrón.

El cura picó espuelas y huyó atemorizado.

Jean Valjean echó a correr. Siguió a la suerte un camino mirando, llamando y gritando; pero no encontró a nadie. Al fin se detuvo. La luna había salido. Paseó su mirada a lo lejos, y gritó por última vez:

—¡Gervasillo! ¡Gervasillo! ¡Gervasillo!

Aquel fue su último intento. Sus piernas se do­blaron bruscamente, como si un poder invisible lo oprimiera con todo el peso de su mala conciencia. Cayó desfallecido sobre una piedra con las manos en la cabeza y la cara entre las rodillas, y exclamó:

—¡Soy un miserable!

Su corazón estalló, y rompió a llorar. ¡Era la primera vez que lloraba en diecinueve años!

Cuando Jean Valjean salió de casa del obispo, estaba, por decirlo así, fuera de todo lo que había sido su pensamiento hasta allí. No podía explicar­se lo que pasaba en él. Quería resistir la acción angélica, las dulces palabras del anciano: "Me ha—

béis prometido ser hombre honrado. Yo compro vuestra alma. Yo la libero del espíritu de perversi­dad, y la consagro a Dios". Estas frases se presen­taban a su memoria sin cesar. Comprendía clara­mente que el perdón de aquel sacerdote era el ataque más formidable que podía recibir; que su endurecimiento sería infinito si podía resistir aquella clemencia; pero que si cedía, le sería preciso re­nunciar al odio que había alimentado en su alma por espacio de tantos años, y que ahora había comenzado una lucha colosal y definitiva entre su maldad y la bondad del anciano sacerdote.

Deslumbrado ante esta nueva luz, caminaba como un enajenado. Veía sin duda alguna que ya no era el mismo hombre; que todo había cambia­do en él, y que no había estado en su mano evitar que el obispo le hablara y lo conmoviera.

En este estado de espíritu había aparecido Ger­vasillo y él le había robado sus cuarenta sueldos. ¿Por qué? Con toda seguridad no hubiera podido explicarlo. ¿Era aquella acción un último efecto, un supremo esfuerzo de las malas ideas que había traído del presidio?

Jean Valjean retrocedió con angustia y dio un grito de espanto. Al robar la moneda al niño ha­bía hecho algo que no sería ya más capaz de hacer. Esta última mala acción tuvo en él un efec­to decisivo. En el momento en que exclamaba: "¡Soy un miserable!", acababa de conocerse tal como era. Vio realmente a Jean Valjean con su siniestra fisonomía delante de sí, y le tuvo horror.

Vio, como en una profundidad misteriosa, una especie de luz que tomó al principio por una antorcha. Examinando con más atención esta luz encendida en su conciencia, vio que tenía forma humana, y que era el obispo.

Su conciencia comparó al obispo con Jean Valjean. El obispo crecía y resplandecía a sus ojos y Jean Valjean se empequeñecía y desaparecía. Después de algunos instantes sólo quedó de él una sombra. Después desapareció del todo. Sólo quedó el obispo. El obispo, que iluminaba el alma de aquel miserable con un resplandor magnífico.

Jean Valjean lloró largo rato. Lloró lágrimas ardientes, lloró a sollozos; lloró con la debilidad de una mujer, con el temor de un niño.

Mientras lloraba se encendía poco a poco una luz en su cerebro, una luz extraordinaria, una luz maravillosa y terrible a la vez. Su vida pasada, su primera falta, su larga expiación, su embruteci­miento exterior, su endurecimiento interior, su li­bertad halagada con tantos planes de venganza, las escenas en casa del obispo, la última acción que había cometido, aquel robo de cuarenta suel­dos a un niño, crimen tanto más culpable, tanto más monstruoso cuanto que lo ejecutó después del perdón del obispo; todo esto se le presentó claramente; pero con una claridad que no había conocido hasta entonces.

Examinó su vida y le pareció horrorosa; exa­minó su alma y le pareció horrible. Y sin embar­go, sobre su vida y sobre su alma se extendía una suave claridad.

¿Cuánto tiempo estuvo llorando así? ¿Qué hizo después de llorar? ¿Adónde fue? No se supo. Sola­mente se dijo que aquella misma noche, un co­chero que llegaba a D. hacia las tres de la maña­na, al atravesar la calle donde vivía el obispo vio a un hombre en actitud de orar, de rodillas en el empedrado, delante de la puerta de monseñor Bienvenido.

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