Los Miserables

VI. La vuelta del hijo prodigo

Los Miserables

VI. La vuelta del hijo prodigo

A cada vaivén del carruaje una gota de sangre caía de los cabellos de Marius.

Era noche cerrada cuando llegaron al número 6 de la calle de las Hijas del Calvario.

Javert fue el primero que bajó, y después de cerciorarse de que aquella era la casa que busca­ba, levantó el pesado aldabón de hierro de la puerta cochera. El portero apareció bostezando, entre dormido y despierto, con una vela en la mano.

—¿Vive aquí alguien que se llama Gillenormand? —preguntó Javert.

—Sí, aquí vive.

—Le traemos a su hijo.

—¡Su hijo! —dijo el portero atónito.

—Está muerto. Fue a la barricada y ahí le tenéis.

—¡A la barricada! —exclamó el portero.

—Se dejó matar. Id a despertar a su padre.

El portero no se movía.

—¡Id de una vez!

El portero se limitó a despertar a Vasco, Vasco despertó a Nicolasa y Nicolasa despertó a la seño­rita Gillenormand. En cuanto al abuelo, lo dejaron dormir, pensando que sabría demasiado pronto la desgracia.

Mientras subían a Marius al primer piso, Jean Valjean sintió que Javert le tocaba el hombro. Comprendió, y salió seguido del inspector de policía.

Subieron al carruaje, y el cochero ocupó su asiénto.

—Inspector Javert —dijo Jean Valjean—, conce­dedme otra cosa.

—¿Cuál? —preguntó con dureza Javert.

—Dejad que entre un instante en mi casa. Des­pués haréis de mí lo que os acomode.

Javert permaneció algunos segundos en silen­cio, con la barba hundida en el cuello de su abrigo; luego corrió el cristal delantero, y dijo:

—Cochero, calle del Hombre Armado, número siete.

No volvieron a despegar los labios en todo el camino.

¿Qué quería Jean Valjean? Acabar lo que había principiado; advertir a Cosette; decirle dónde esta­ba Marius, darle quizá alguna otra indicación útil, tomar, si podia, ciertas disposiciones supremas. En cuanto a él, en cuanto a lo que le concernía personalmente, era asunto concluido; Javert lo ha­bía capturado y no se resistía.

A la entrada de la calle del Hombre Armado, el coche se detuvo; Javert y Jean Valjean descendieron. Javert despidió al carruaje. Jean Valjean supuso que la intención de Javert era conducirle a pie al cuerpo de guardia. Se internaron en la calle, que, como de costumbre, se hallaba desierta. Llegaron al número 7; Jean Valjean llamó y se abrió la puerta.

—Está bien —dijo Javert—; subid.

Y añadió con extraña expresión, y como si le costase esfuerzo hablar así:

—Os aguardo.

Jean Valjean miró a Javert. Aquel modo de obrar desdecía los hábitos del inspector de poli­cía; pero, resuelto como se mostraba a entregarse y acabar de una vez, no debía sorprenderle mu­cho que Javert tuviese en aquel caso cierta con­fianza altiva, la confianza del gato que concede al ratón una libertad de la longitud de su garra.

Subió al primer piso. Una vez allí, hizo una corta pausa. Todas las vías dolorosas tienen sus estaciones. La ventana de la escalera, que era de una sola pieza, estaba corrida. Como en muchas casas antiguas, la escalera tenía vista a la calle. El farol situado enfrente de la casa número 7, comu­nicaba alguna claridad a los escalones, lo que equivalía a un ahorro de alumbrado.

Jean Valjean, sea para respirar, sea maquinal­mente, sacó la cabeza por la ventana y miró la calle, que es corta y bien iluminada. Quedó atóni­to: no se veía a nadie.

Javert se había marchado.

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