Los Miserables

VI. Jondrette casi llora

Los Miserables

VI. Jondrette casi llora

A tal punto estaba oscuro el tugurio, que las per­sonas que venían de fuera experimentaban al en­trar en él lo mismo que hubieran sentido al entrar en una cueva. Los dos recién llegados avanzaron con cierta vacilación, distinguiendo apenas formas vagas en tomo suyo, en tanto que eran perfecta­mente vistos y examinados por los habitantes del desván, acostumbrados a aquel crepúsculo.

El señor Blanco se aproximó a Jondrette con su mirada bondadosa y triste, y dijo:

—Caballero, en este paquete hallaréis algunas prendas nuevas; medias y cobertores de lana.

—Nuestro angelical bienhechor nos abruma —dijo Jondrette inclinándose hasta el suelo.

Luego acercándose a su hija mayor mientras que los dos visitantes examinaban aquel lamenta­ble interior, añadió en voz baja y hablando con rapidez:

—¿No lo decía yo? Trapos, pero no dinero. Todos son iguales. A propósito, ¿cómo estaba fir­mada la carta para este viejo zopenco?

—Fabontou —respondió la hija.

Ah, el artista dramático.

A tiempo se acordó Jondrette, porque en aquel momento el señor Blanco se volvió hacia él y le dijo con ese titubeo de quien busca un nombre:

—Veo que sois muy digno de lástima, señor...

—Fabontou —respondió vivamente Jondrette.

—Señor Fabontou, sí, eso es. Ya lo recuerdo.

—Artista dramático, señor, que ha obtenido al­gunos triunfos.

Aquí Jondrette creyó evidentemente llegado el momento de apoderarse del filántropo. Exclamó, pues, con un acento que mezclaba la charla del titiritero de las ferias y la humildad del mendigo en las carreteras:

—La fortuna me ha sonreído en otro tiempo, señor. Ahora ha llegado su turno a la desgracia; ya lo veis, mi bienhechor, no tengo ni pan ni fuego. ¡Mis pobres hijas no tienen fuego! ¡Mi única silla sin asiento! ¡Un vidrio roto! ¡Y con el tiempo que hace! ¡Mi esposa en la cama, enferma!

—¡Pobre mujer! —dijo el señor Blanco.

—¡Mi hija herida! —añadió Jondrette.

La muchacha, distraída con la llegada de los dos extraños, se había puesto a contemplar a la señorita y había dejado de llorar.

—¡Llora, chilla! —le dijo por lo bajo Jondrette.

Y al mismo tiempo le pellizcó la mano herida, sin que nadie lo notara.

La niña lanzó un alarido.

La adorable joven que Marius llamaba en su corazón su Ursula se acercó a ella.

—¡Pobrecita! —dijo.

—Ya lo veis, hermosa señorita —prosiguió Jon­drette—; su puño está ensangrentado. Es un acci­dente que le ha sucedido trabajando en una in­dustria mecánica para ganar seis centavos al día. Quizás habrá necesidad de cortarle el brazo.

—¿De veras? —dijo el señor Blanco, alarmado.

La chica, tomando en serio estas palabras, co­menzó a llorar con más fuerza.

—¡Ah, sí, mi bienhechor! —respondió el padre.

Desde hacía algunos momentos, Jondrette con­templaba al visitante de un modo extraño. Mien­tras hablaba, parecía escudriñarlo con atención, como si tratara de buscar algo en sus recuerdos. De pronto, aprovechando el momento en que los visitantes preguntaban con interés a la niña sobre la herida de su mano, pasó cerca de su mujer, que seguía tirada en la cama, y le dijo vivamente y en voz baja:

—¡Mira bien a ese hombre!

Luego continuó con sus lamentaciones:

—¿Sabéis, mi digno señor, lo que va a pasar mañana? Mañana es el último plazo que me ha concedido mi casero. Si esta noche no le pago, mañana mi hija mayor, yo, mi esposa con su fie­bre, mi hija menor con su herida, los cuatro sere­mos arrojados de aquí y echados a la calle, en medio de la lluvia y de la nieve. Debo cuatro trimestres, es decir, ¡sesenta francos!

Jondrette mentía. Cuatro trimestres no hubie­ran hecho más que cuarenta francos, y no podía deber cuatro, puesto que no hacía seis meses que Marius había pagado dos.

El señor Blanco sacó cinco francos de su bol­sillo, y los puso sobre la mesa.

Jondrette tuvo tiempo de murmurar al oído de su hija mayor:

—¡Tacaño! ¿Qué querrá que haga yo con cinco francos? Con eso no me paga ni la silla ni el vidrio.

—Señor Fabontou —dijo el señor Blanco—, no tengo aquí más que esos cinco francos; pero vol­veré esta noche. ¿No es esta noche cuando debéis pagan..?

La cara de Jondrette se iluminó con una extra­ña expresión, y contestó con voz trémula:

—Sí, mi respetable bienhechor. A las ocho debo estar en casa del propietario.

Vendré a las seis, y os traeré los sesenta francos.

—¡Oh!, ¡mi bienhechor! —exclamó Jondrette de­lirante.

Y añadió por lo bajo:

—Míralo bien, mujer.

El señor Blanco había cogido el brazo de su hermosa hija, y se dirigía hacia la puerta.

—Hasta la noche, amigos míos —dijo.

En aquel momento la Jondrette mayor se fijó que el abrigo del visitante estaba sobre la silla.

—Señor —dijo—, olvidáis vuestro abrigo.

Jondrette dirigió a su hija una mirada furi­bunda.

—No lo olvido, lo dejo —contestó el señor Blan­co sonriendo.

—¡Oh, mi protector! ¡Mi augusto bienhechor! —dijo Jondrette—, voy a llorar a lágrima viva con tantas bondades. Permitid que os acompañe hasta vuestro carruaje.

—Si salís —dijo el señor Blanco—, poneos ese abrigo. En verdad hace mucho frío.

Jondrette no se lo hizo repetir dos veces y los tres salieron del desván, Jondrette precediendo a los visitantes.

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