Los Miserables

VII. El abuelo

Los Miserables

VII. El abuelo

Marius seguía inmóvil en el canapé donde lo habían tendido a su llegada. El médico estaba ya allí. Lo examinó y, después de cercionarse de que continua­ban los latidos del pulso, de que el joven no tenía en el pecho ninguna herida profunda, y de que la sangre de los labios provenía de las fosas nasales, lo

hizo colocar en una cama, sin almohada, con la cabeza a nivel del cuerpo, y aun algo más baja y el busto desnudo, a fin de facilitar la respiración.

El cuerpo no había recibido ninguna lesión interior; una bala, amortiguada al dar en la carte­ra, se había desviado y al correrse por las costi­llas, había abierto una herida de feo aspecto, pero sin profundidad y por consiguiente sin peligro. El largo paseo subterráneo había acabado de dislo­car la clavícula rota, y esto presentaba serias com­plicaciones. Tenía los brazos acuchillados; pero ningún tajo desfiguraba su rostro. Sin embargo, la cabeza estaba cubierta de heridas. ¿Serían peligro­sas estas heridas? ¿Eran superficiales? ¿Llegaban al cráneo? No se podía decir aún.

El médico parecía meditar tristemente. De tiem­po en tiempo hacía una señal negativa con la cabeza, como si respondiera a alguna pregunta interior. Estos misteriosos diálogos del médico con­sigo mismo son mala señal para el enfermo. En el momento en que limpiaba el rostro y tocaba ape­nas con el dedo los párpados siempre cerrados de Marius, la puerta del fondo se abrió, y apareció en el umbral una figura alta y pálida. Era el abuelo.

Sorprendido de ver luz a través de la puerta, se dirigió a tientas hacia el salón.

Vio la cama y sobre el colchón a aquel joven ensangrentado, blanco como la cera, con los ojos cerrados, la boca abierta, los labios descoloridos, desnudo hasta la cintura, lleno de heridas, inmóvil y rodeado de luces.

El abuelo sintió de los pies a la cabeza un estremecimiento. Se le oyó susurrar:

—¡Marius!

—Señor —dijo Vasco—, acaban de traer al señori­to. Estaba en la barricada, y...

—¡Ha muerto! —gritó el anciano con voz terri­ble—. ¡Ah, bandido!

Se torció las manos, prorrumpiendo en una carcajada espantosa.

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Se ha dejado ma­tar en las barricadas... por odio a mí!, ¡por vengar­se de mí! ¡Ah, sanguinario! ¡Ved cómo vuelve a casa de su abuelo! ¡Miserable de mí! ¡Está muerto!

Se dirigió a la ventana, abrió las dos hojas como si se ahogara.

—¡Traspasado, acuchillado, degollado, extermi­nado, cortado en trozos, ¿no lo veis? ¡Tunante! ¡Sabía que lo esperaba, que había hecho arreglar su cuarto y colgar a la cabecera de mi cama su retrato de cuando era niño! ¡Sabía que no tenía más que volver, y que no he cesado de llamarlo en tantos años, y que todas las noches me senta­ba a la lumbre, con las manos en las rodillas, no sabiendo qué hacer, y que por él me había con­vertido en un imbécil! ¡Sabías esto, sabías que con sólo entrar y decir soy yo, eras el amo y yo lo obedecería, y dispondrías a lo antojo del bobali­cón de lo abuelo! ¡Y lo has ido a las barricadas! ¡Uno se acuesta y duerme tranquilo, para encon­trarse al despertar con que su nieto está muerto!

Se volvió al médico y le dijo con calma:

—Caballero, os doy las gracias. Estoy tranquilo, soy un hombre; he visto morir a Luis XVI, y sé sobrellevar las desgracias. Pero, ved como le traen a uno sus hijos a casa. ¡Es abominable! ¡Muerto antes que yo! ¡Y en una barricada! ¡Ah, bandido! No es posible irritarse contra un muerto. Sería una estupidez. Es un niño a quien he criado. Yo había entrado ya en años cuando él todavía era peque­ñito. Jugaba en las Tullerías con su carretoncito, y para que los inspectores no gruñeran, iba yo tapando con mi bastón los agujeros que él hacía en la tierra. Un día gritó: ¡Abajo Luis XVIII! y se fue. No es culpa mía. Su madre ha muerto. Es hijo de uno de esos bandidos del Loira; pero los niños no pueden responder de los crímenes de sus padres. Me acuerdo cuando era así de chiquitito. ¡Qué trabajo le costaba pronunciar la d! En la dulzura del acento se le hubiera creído un pájaro. Por la mañana, cuando entraba en mi cuarto, yo solía refunfuñar, pero su presencia me producía el efecto del sol. No hay defensa contra esos mocosos. Una vez que os han cogido, ya no os vuelven a soltar. La verdad es que no había otra cosa más querida para mí que ese niño.

Se acercó a Marius, que seguía lívido a inmóvil.

—¡Ah! ¡Desalmado! ¡Clubista! ¡Septembrista! ¡Cri­minal!

Eran reconvenciones en voz baja dirigidas por un agonizante a un cadáver.

En aquel momento abrió Marius lentamente los párpados, y su mirada, velada aún por el asom­bro letárgico, se fijó en el señor Gillenormand.

—¡Marius! —gritó el anciano—. ¡Marius! ¡Hijo de mi alma! ¡Hijo ,adorado! Abres los ojos, me miras, estás vivo, ¡gracias!

Y cayó desmayado.

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