Los Miserables

XI. Las dos sillas de Marius frente a frente

Los Miserables

XI. Las dos sillas de Marius frente a frente

De súbito, la lejana y melancólica vibración de una campana hizo temblar los vidrios. Daban las seis en Saint—Médard.

Jondrette marcó cada campanada con un mo­vimiento de cabeza. Cuando dio la sexta, despabi­ló la vela con los dedos. Después se puso a andar por el cuarto, escu­chó en el corredor, se paseó y escuchó nueva­mente.

—¡Con tal que venga! —masculló.

Y se volvió a sentar.

Apenas se había sentado, se abrió la puerta.

La Jondrette la había abierto, y permanecía en el corredor, haciendo una horrible mueca amable, iluminada de abajo arriba por uno de los agujeros del farol.

—Entrad, mi bienhechor —dijo Jondrette, levan­tándose precipitadamente.

Apareció en la puerta el señor Blanco. Tenía una expresión de serenidad que lo hacía singular­mente venerable. Puso sobre la mesa cuatro lui­ses, y dijo:

—Señor Fabontou, aquí tenéis para el alquiler y para vuestras primeras necesidades. Después ya veremos.

—Dios os lo pague, mi generoso bienhechor —dijo Jondrette.

Y, acercándose rápidamente a su mujer, aña­dió:

—Despide el coche.

La mujer desapareció en tanto que el marido ofrecía una silla al señor Blanco, y poco después volvió a aparecer, y le dijo al oído:

—Ya está.

La nieve que había caído todo el día era tan espesa, que no se oyó al carruaje llegar ni mar­charse. El señor Blanco se sentó y Jondrette se sentó frente a él. La escena era siniestra. El lector puede imagi­nar lo que era esa noche helada, la soledad de las calles donde no pasaba un alma, el caserón Gor­beau casi en ruinas y sumido en el más profundo silencio de horror y de sombra, y en medio de esa sombra, el cuchitril de Jondrette iluminado sólo por una vela, donde dos hombres estaban senta­dos ante una mesa; el señor Blanco tranquilo, Jondrette sonriente y aterrador; la Jondrette, la madre loba, en un rincón; y detrás del tabique, Marius, invisible, de pie, sin perder una palabra ni un movimiento, al acecho, empuñando la pistola.

Marius sentía la emoción de aquel horror, pero no experimentaba ningún temor. "Detendré a este miserable cuando quiera", pensaba. Sabía que la policía estaba emboscada en los alrededores, es­perando la señal convenida.

El señor Blanco volvió la vista hacia los dos camastros vacíos.

—¿Cómo está la pobre niña herida? —preguntó.

—Mal —respondió Jondrette con una. sonrisa de tristeza—, muy mal, mi digno señor. Su hermana mayor la ha llevado para que la curen.

—La señora Fabontou parece algo mejor que esta mañana.

—Está muriéndose, señor —repuso Jondrette—; pero, ¡qué queréis! es tan animosa esa mujer, que no es mujer, es un buey.

La Jondrette, halagada por el cumplido, excla­mó con un melindre de fiera acariciada:

—¡Ah, Jondrette! Eres demasiado bueno conmigo.

—¡Jondrette! —exclamó el señor Blanco—; yo creía que os llamabais Fabontou.

—Fabontou alias Jondrette —replicó vivamente el marido—. Es un apodo de artista.

Y empezó a relatar las peripecias de su carrera teatral.

En ese momento Marius alzó los ojos y vio en el fondo del cuarto un bulto, que hasta entonces no había visto. Acababa de entrar un hombre sigilosamente. Se sentó en silencio y con los brazos cruzados sobre la cama más próxima, y como estaba detrás de la Jondrette, sólo se le distinguía confusamente. Tenía la cara tiznada de negro.

Esa especie de instinto magnético que advierte a la mirada hizo que el señor Blanco se volviese casi al mismo tiempo que Marius, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó.

—¿Ese? —exclamó Jondrette—. Es un vecino, no le hagáis caso.

—Perdonad, ¿de qué me hablabais, señor Fa­bontou?

—0s decía, mi venerable protector —contestó Jondrette apoyando los codos en la mesa, y fijan­do en el señor Blanco una mirada tierna, semejan­te a la de la serpiente boa—, os decía que tenía un cuadro en venta.

Hizo la puerta un ligero ruido. Un hombre acababa de entrar y se sentó junto al otro. Tenía la cara tiznada con tinta a hollín, como el prime­ro. Aun cuando aquel hombre, más bien que en­trar, se deslizó por el cuarto, no pudo impedir que el señor Blanco lo viera.

—No os preocupéis —dijo Jondrette—, son per­sonas de la casa. Decía, pues, que me quedaba un cuadro muy valioso. Vedlo, caballero, vedlo.

Se levantó, se dirigió a la pared contra la cual estaba apoyado un bastidor. Era, en efecto, una cosa que se parecía a un cuadro, iluminado ape­nas por la luz de la vela. Marius no podía distin­guir nada, porque Jondrette se había colocado entre el cuadro y él.

—¿Qué es eso? —preguntó el señor Blanco.

Jondrette exclamó:

—¡Una obra maestra! Un cuadro de gran pre­cio, mi bienhechor; lo quiero tanto como a mis hijas; despierta en mí tantos recuerdos..., pero yo no me desdigo de lo dicho; estoy tan necesitado de dinero que me desharé de él...

Fuese casualidad, fuese que hubiera en él un principio de inquietud, al examinar el cuadro, el señor Blanco volvió la vista hacia el interior de la habitación. Había ahora cuatro hombres, tres sen­tados en la cama y uno en pie cerca de la puerta, todos con los rostros tiznados. Uno de los que estaban en la cama se apoyaba en la pared y tenía los ojos cerrados; se hubiera dicho que dormía. Era viejo, y su cara negra rodeada de cabellos blancos era horrible.

Jondrette observó que la mirada del señor Blan­co se fijaba en esos hombres.

—Son amigos, vecinos —dijo—. Están tiznados porque trabajan con el carbón. Son deshollinado­res. No hagáis caso de ellos, mi bienhechor; pero compradme mi cuadro. Compadeceos de mi mise­ria. No os lo venderé caro. A vuestro ver, ¿cuánto vale?

—Pero —dijo el señor Blanco, mirando a Jon­drette con ceño y como hombre que se pone en guardia—, eso no es más que una muestra de taberna y valdrá unos tres francos.

Jondrette replicó con amabilidad:

—¿Tenéis ahí vuestra cartera? Me contentaré con mil escudos.

El señor Blanco se levantó, apoyó la espalda en la pared y paseó rápidamente su mirada por el cuarto. Tenía a Jondrette a su izquierda, del lado de la ventana, y la Jondrette y los cuatro hombres a la derecha, por el lado de la puerta. Los cuatro hombres no pestañeaban, y ni siquiera parecían verle. Jondrette había comenzado de nuevo su arenga con acento tan plañidero, miradas tan va­gas y entonación tan lastimera, que el señor Blan­co podía creer muy bien que la miseria lo había vuelto loco.

—Si no me compráis el cuadro, mi querido bienhechor —decía Jondrette—, no tengo ya recur­sos para vivir y no me queda más que tirarme al río.

Al hablar, Jondrette no miraba al señor Blan­co. La mirada del señor Blanco estaba fija en Jondrette y la de Jondrette en la puerta.

De repente su apagada pupila se iluminó con un horrible fulgor; se enderezó con el semblante descompuesto; dio un paso hacia el señor Blanco, y le gritó con voz tonante:

—¿Me reconocéis?

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