Los Miserables

XII. La emboscada

Los Miserables

XII. La emboscada

La puerta del desván acababa de abrirse brusca­mente para .dar paso a tres hombres con camisas de tela azul, cubiertas las caras con máscaras de papel negro. El primero era flaco y portaba un largo garrote de hierro; el segundo, una especie de coloso, llevaba una maza para matar bueyes; el tercero, menos delgado que el primero y menos macizo que el segundo, empuñaba una enorme llave robada de alguna puerta de prisión.

Parecía que Jondrette esperaba la llegada de estos hombres. Se inició un diálogo rápido entre él y el hombre flaco que llevaba un garrote.

—¿Está todo pronto?

—Sí —contestó el flaco.

—¿Dónde está Montparnasse?

—El joven galán se ha quedado conversando con vuestra hija mayor.

—¿Hay abajo un cabriolé?

—Sí.

—¿Está enganchado el carricoche?

—Enganchado está.

—¿Con dos buenos caballos?

—Excelentes.

¿Espera donde he dicho que espere?

—Sí.

—Bien —dijo Jondrette.

El señor Blanco estaba muy pálido. Miraba todos los objetos de la cueva en torno suyo, como hombre que comprende dónde ha caído, y su mirada atenta se dirigía sucesivamente hacia todas las cabezas de los que lo rodeaban. Estaba sor­prendido, pero sin que hubiese nada en él pareci­do al miedo.

Este anciano, tan valiente ante aquel peligro, enorgullecía a Marius. Al fin y al cabo era el padre de la mujer amada. Marius pensó que en pocos segundos llegaría el momento de intervenir, y levantó la mano derecha en dirección al corredor, listo a lanzar su disparo.

Tres de los hombres que Jondrette llamaba deshollinadores sacaron del montón de hierros al­gunos implementos: uno tomó unas grandes tije­ras, el otro unas tenazas y el tercero un martillo. Terminado el coloquio con el hombre del garrote, Jondrette se volvió de nuevo hacia el señor Blanco, y repitió su pregunta, acompañán­dola con esa risa baja, contenida y terrible que le era peculiar:

—¿No me reconocéis?

—No.

Entonces Jondrette se inclinó por encima de la vela, cruzó los brazos, aproximó su mandíbula angulosa y feroz al rostro sereno del señor Blan­co, acercándosele lo más posible sin que éste se echara hacia atrás, en una postura de fiera salvaje que se apronta a morder, y le gritó:

—¡No me llamo Fabontou, ni me llamo Jondrette, me llamo Thenardier! ¡Soy el posadero de Montfer­meil! ¿Oís bien? ¡Thenardier! ¿Me conocéis ahora?

Un imperceptible rubor pasó por la frente del señor Blanco, que contestó, sin que la voz le temblara, sin alzarla, con su acostumbrada afabi­lidad:

—Tampoco.

Marius no oyó esta respuesta. Parecía herido por un rayo. En el momento en que Jondrette había dicho: Me llamo Thenardier, Marius se ha­bía estremecido y había tenido que apoyarse en la pared, como si hubiera sentido el frío de una espada que le atravesara el corazón. Luego su brazo derecho, pronto a dar la señal, había bajado lentamente, y en el momento en que Jondrette había repetido: ¿Oís bien? ¡Thenardier!, los desfa­llecidos dedos de Marius habían estado a punto de dejar caer la pistola.

Jondrette, al confesar quién era, no había con­movido al señor Blanco, pero había trastornado a Marius. La recomendación sagrada de su padre retumbaba en sus oídos. El nombre de Thenardier formaba parte de su alma, se mezclaba con el nombre de su padre dentro del culto que tenía a su memoria.

¡Cómo! ¡Era aquél el Thenardier, el posadero de Montfermeil, a quien había buscado en vano durante largo tiempo! ¡Lo hallaba al fin! ¿Pero qué hallaba? El salvador de su padre era un bandido; aquel hombre por el que Marius hubiera querido sacrificarse, era un monstruo. Aquel salvador del coronel Pontmercy estaba a punto de cometer un asesinato. ¡Y el asesinato de quién, gran Dios! ¡Qué fatalidad! ¡Qué amarga burla de la suerte! Su padre le decía ¡Socorre a Thenardíer! Y él contes­taba a esta voz adorada y santa destruyendo a Thenardier.

Pero, por otra parte, ¡cómo asistir a aquel ase­sinato premeditado y no impedirlo! ¡Cómo conde­nar a la víctima, y salvar al asesino! ¿Le debía gratitud a semejante miserable? ¿Qué partido ele­gir? ¿Faltar al testamento de su padre, o dejar que se consumara un crimen? Todo estaba en sus ma­nos. Pero no tuvo tiempo de pensar, pues la esce­na que tenía ante sus ojos se precipitó con furia.

Thenardier, a quien ya no nombraremos de otro modo, se paseaba por delante de la mesa en una especie de extravío y de triunfo frenético.

Cogió el candelero v lo colocó sobre la chime­nea, dando con él un golpe tan violento que la vela estuvo a punto de apagarse, y la pared que­dó salpicada de sebo.

Luego se volvió hacia el señor Blanco, y más bien vomitó que pronunció estas palabras:

—¡Al fin os encuentro, señor filántropo, señor millonario raído! ¡Señor regalador de muñecas! ¡Vie­jo imbécil! ¡No me conocéis! ¡No sois vos quien fue a Montfermeil, a mi posada hace ocho años la noche de Navidad de 1823! ¡No sois vos quien se llevó de mi casa a la hija de la Fantina, la Alondra! ¡No sois vos el que llevaba un paquete lleno de trapos en la mano, como el de esta mañana! ¡Mira, mujer! ¡Parece que es su manía llevar a las casas paquetes llenos de medias de lana! ¡El viejo carita­tivo! ¡Yo sí que os reconozco!

Se detuvo, y pareció hablar consigo mismo. Luego, golpeó con fuerza la mesa y gritó:

—¡Con ese aire bonachón! ¡Demonios! En otro tiempo os burlasteis de mí; sois causa de todas mis desgracias. Por mil quinientos francos com­prasteis una muchacha que yo tenía, que segura­mente era de gente rica, que me había producido ya mucho dinero, y a costa de la cual debía vivir toda mi vida. Una niña que me hubiera indemni­zado de todo lo perdido en ese abominable bode­gón. ¡Cretino! ¡Y ahora me trae cuatro malos lui­ses! ¡Canalla! ¡Ni aun ha tenido la generosidad para llegar a los cien francos! Pero yo me reía, y pensaba: Te tengo, estúpido. Esta mañana te la­mía las manos; pero esta noche te arrancaré el corazón.

Thenardier calló. Se ahogaba. Su pecho mez­quino y angosto resollaba como el fuelle de una fragua. Su mirada estaba llena de esa innoble feli­cidad de una criatura débil, cruel y cobarde, que consigue al fin echar por tierra al que ha temido.

El señor Blanco no lo interrumpió, pero le dijo cuando acabó:

—No sé lo que queréis decir. Os equivocáis. Soy un hombre pobre, y nada más lejano de mí que ser millonario. No os conozco, creo que me tomáis por otro.

—¡Ah! —gritó Thenardier—. ¡Os empeñáis en seguir la broma! ¡Ah! ¡Palabras vanas, mi viejo! ¿Conque no me recordáis? ¿Conque no sabéis quién soy?

—Perdonad —respondió el señor Blanco con gran gentileza, gentileza que tenía en tal momen­to algo de extraño y de poderoso—, ya veo que sois un bandido.

Al oír esto, Thenardier tomó la silla como si la fuera a quebrar con las manos.

—¡Bandido! ¡Sí, soy bandido como me llamáis vosotros, los ricos! Claro, es cierto, me he arruinado, estoy escondido, no tengo pan, no tengo un centa­vo, soy un bandido. Hace tres días que no como, soy un bandido. Vosotros os calentáis los pies en la chimenea, tenéis abrigos forrados, habitáis mansio­nes con portero, coméis trufas, y cuando queréis saber si hace frío, consultáis el periódico. ¡Nosotros somos los termómetros! Para saber si hace frío no tenemos que consultar a nadie, sentimos helarse la sangre en las venas y el hielo llegamos al corazón, y entonces decimos: ¡no hay Dios! ¡Y vosotros venís a nuestras cavernas a llamamos bandidos!

Aquí Thenardier se aproximó a los hombres que estaban cerca de la puerta y agregó con un estremecimiento:

—¡Cuando pienso que se atreve a hablarme como a un zapatero remendón!

Luego se dirigió nuevamente al señor Blanco, con renovada furia:

—¡Y sabed también esto, señor filántropo! ¡Yo no soy un hombre cualquiera cuyo nombre se ignora, que va a robar niños a las casas! Yo soy un soldado francés. ¡Yo debiera estar condecora­do! ¡Yo estuve en Waterloo, y salvé en la batalla a un general llamado el conde de Pontmercy! Este cuadro que veis, y que ha sido pintado por David, ¿sabéis lo que representa? Pues es a mí. Yo tengo sobre los hombros al general Pontmercy y lo llevo a través de la metralla. Esa es la historia. ¡Ese general nunca hizo nada por mí! No valía más que los otros. No por eso dejé de salvarle la vida poniendo en peligro la mía. Y ahora que he teni­do la bondad de deciros todo esto, acabemos. ¡Necesito dinero, muchísimo dinero, u os extermi­no, por los mil demonios!

Marius había recuperado algún dominio sobre sus angustias, y escuchaba. La última posibilidad de duda acababa de desvanecerse. Era aquél efec­tivamente el Thenardier del testamento. Marius se estremeció al oír la reconvención de ingratitud dirigida a su padre y que él estaba a punto de justificar tan fatalmente. Su perplejidad no hacía más que redoblarse.

El famoso cuadro de David no era, como el lector adivinará, otra cosa que la muestra de la taberna pintada por el propio Thenardier. Hacía algunos instantes que el señor Blanco parecía seguir y espiar todos los movimientos de Thenar­dier, el cual, cegado y deslumbrado por su pro­pia rabia, iba y venía por el cuarto con la con­fianza de tener la puerta guardada, de estar armado contra un hombre desarmado, y de ser nueve contra uno, aun suponiendo que la The­nardier no se contase más que por un hombre. Al terminar de hablar, Thenardier daba la espal­da al señor Blanco.

Este aprovechó la ocasión, empujó con el pie la silla, la mesa con la mano; y de un salto, con prodigiosa agilidad, antes que Thenardier hubiera tenido tiempo de volverse, estaba en la ventana. Abrirla, escalarla, meter una pierna por ella, fue obra de un momento. Ya tenía la mitad del cuer­po fuera, cuando seis robustos puños lo cogieron y lo volvieron a meter enérgicamente en el antro. Eran los tres "deshollinadores" que se habían lan­zado sobre él. Uno de ellos levantaba sobre la cabeza del señor Blanco una especie de maza, formada por dos bolas de plomo en los dos extre­mos de una barra de hierro.

Marius no pudo resistir este espectáculo.

—Padre mío —pensó—, ¡perdonadme!

Y su dedo buscó el gatillo de la pistola. Iba ya a salir el tiro, cuando la voz de Thenardier gritó:

—¡No le hagáis daño!

De un puñetazo derribó al hombre de la maza. Aquella tentativa desesperada de la víctima, en vez de exasperar a Thenardier, lo había calmado.

—Vosotros —añadió— registradlo.

El señor Blanco parecía haber renunciado a toda resistencia. Se le registró; no tenía más que una bolsa de cuero que contenía seis francos y su pañuelo. Thenardier se guardó el pañuelo en el bolsillo.

—¿No hay cartera? —preguntó.

—Ni reloj.

Thenardier fue al rincón y allí cogió un pa­quete de cuerdas, que les arrojó.

—Atadle al banquillo —dijo.

Y viendo al viejo que permanecía tendido en medio del cuarto después del puñetazo que el señor Blanco le había dado, y notando que no se movía:

—¿Acaso está muerto Boulatruelle? —preguntó.

—No —contestó el del garrote—; está borracho.

—Barredle a un rincón —dijo Thenardier.

Empujaron al borracho con el pie cerca del montón de hierros.

—Babet, ¿por qué has traído tanta gente? —dijo Thenardier por lo bajo al hombre del garrote—; no era necesario.

—¡Qué quieres! Todos han querido ser de la partida; los tiempos son malos, y apenas se hacen negocios.

El camastro en que habían tirado al señor Blanco era una especie de cama de hospital, sos­tenida por un par de banquillos de madera y toscamente labrada. El señor Blanco dejó que hi­cieran de él lo que quisieran; los ladrones le ata­ron sólidamente, de pie, y con los pies sujetos al banquillo más distante de la ventana y más cerca­no a la chimenea.

Cuando terminaron el último nudo, Thenar­dier cogió una silla y fue a sentarse casi enfrente del señor Blanco. Se había transformado en algu­nos instantes; su fisonomía había pasado de la violencia desenfrenada a la dulzura tranquila y astuta. Marius apenas podía conocer en esa sonri­sa cortés la boca casi bestial que momentos antes echaba espuma; contemplaba estupefacto aquella metamorfosis fantástica a inquietante.

—Caballero... —.dijo Thenardier.

Y apartando con el gesto a los ladrones, que aún tenían puesta la mano sobre el señor Blanco, añadió:

—Apartaos un poco, y dejadme hablar con este caballero.

Todos se retiraron hacia la puerta, y él conti­nuó:

—Caballero, habéis hecho mal en querer saltar por la ventana, porque habríais podido romperos una pierna. Ahora, si lo permitís, vamos a hablar tranquilamente. Ante todo debo daros cuenta de una observación que he hecho, y es que todavía no habéis lanzado el menor grito. Os felicito por ello y voy a deciros lo que deduzco. Cuando se grita, mi buen señor, ¿quién acude? La policía. ¿Y después de la policía? La justicia. Pues bien; vos no habéis gritado: es que os interesa muy poco que acudan la justicia y la policía. Hace tiempo que sospecho que tenéis algún interés en ocultar alguna cosa. Por nuestra parte, tenemos el mismo interés, conque podemos entendernos.

La fundada observación de Thenardier oscure­cía aún más para Marius las misteriosas sombras bajo las cuales se ocultaba aquella figura grave y extraña a la que Courfeyrac había puesto el apo­do de señor Blanco. Pero no podía sino admirar en semejante momento aquel rostro soberbiamen­te impasible y melancólico. Era evidentemente un alma que no sabía lo que era la desesperación. Era uno de esos hombres que dominan las situa­ciones extremas. Thenardier se levantó sin afectación, fue a la chimenea, separó el biombo y dejó al descubierto el brasero lleno de ardientes brasas, donde el pri­sionero podía ver perfectamente el cincel al rojo. Luego volvió a sentarse cerca del señor Blanco.

—Continúo —dijo—. Podemos entendernos; arre­glemos esto amistosamente. Hice mal en incomo­darme hace poco; no sé dónde tenía la cabeza; he ido demasiado lejos y he dicho mil locuras. Por ejemplo, porque sois millonario, os he dicho que exigía dinero, mucho dinero, enorme cantidad de dinero. Esto no sería razonable, tenéis la suerte de ser rico, pero tendréis vuestras obligaciones, ¿quién no tiene las suyas? No quiero arruinaros; al fin y al cabo, yo no soy un desollador. Mirad, yo cedo algo y hago un sacrificio por mi parte. Necesito solamente doscientos mil francos.

El señor Blanco no dijo una palabra. Thenar­dier prosiguió:

—Una vez fuera de vuestro bolsillo esa bagate­la, os respondo de que todo ha concluido y de que no tenéis que temer ni lo más mínimo. Me diréis: ¡pero yo no tengo aquí doscientos mil fran­cos! ¡Oh!, no soy exagerado; no exijo eso. Sólo os pido una cosa. Tened la bondad de escribir lo que voy a dictaros.

Colocó un papel y una pluma delante del señor Blanco.

—Escribid —.dijo.

El prisionero habló, por fin.

—¿Cómo queréis que escriba, si estoy atado?

—Es cierto, perdonad —dijo Thenardier—; tenéis mucha razón.

Y ordenó:

—Desatad el brazo derecho del señor.

Cuando vio libre la mano derecha del prisio­nero, Thenardier mojó la pluma en el tintero y se la presentó.

—Notad bien que estáis en nuestro poder —dijo—, a nuestra discreción; que ningún poder humano puede sacaros de aquí, y que nos afligi­ría verdaderamente el vernos obligados a recurrir a desagradables extremos. No sé ni vuestro hom­bre, ni las señas de vuestra casa; pero os preven­go que seguiréis atado aquí hasta que vuelva la persona encargada de llevar esta carta. Ahora dignaos escribir.

El señor Blanco, cogió la pluma. Thenardier comenzó a dictar.

—“Hija mía..."

El prisionero se estremeció, y alzó los ojos hacia Thenardier.

—Poned mejor, "Mi querida hija" —dijo Thenar­dier.

Él señor Blanco obedeció.

—¿La tuteáis, verdad?

—¿A quién?

A la niña, caramba.

—No entiendo lo que queréis decir.

—No importa —gruñó Thenardier, y continuó—, escribid: "Ven al momento. Te necesito. La perso­na que lo entregará esta carta está encargada de conducirte adonde yo estoy. Te espero. Ven con confianza".

El señor Blanco había escrito todo. Thenardier añadió:

—Borrad "ven con confianza"; eso podría hacer suponer que la cosa no es natural, y que la des­confianza es posible.

El señor Blanco borró las tres palabras.

—Ahora —prosiguió Thenardier— firmad... ¿Cómo os llamáis?

El prisionero dejó la pluma, y preguntó:

—¿Para quién es esta carta?

Ya lo sabéis —respondió Thenardier—; para la niña.

Era evidente que Thenardier evitaba nom­brar a la joven de que se trataba. Decía la Alon­dra, decía la niña, pero no pronunciaba el nom­bre. Precaución de hombre hábil que guarda su secreto delante de sus cómplices. Decir el nom­bre hubiera sido entregarles todo el negocio, y darles a conocer más de lo que tenían necesi­dad de saber.

Replicó:

—Firmad: ¿cuál es vuestro nombre?

—Urbano Fabre —dijo el prisionero, con serena decisión.

Thenardier, con el movimiento propio de un gato, se metió la mano en el bolsillo, y sacó el pañuelo del señor Blanco. Buscó la marca y se aproximó a la luz.

—U. F Eso es. Urbano Fabre. Pues bien, firmad

U. F.

El prisionero firmó.

—Como hacen falta las dos manos para cerrar la carta, dádmela, la cerraré yo.

Hecho esto, Thenardier añadió:

—Poned en el sobre: Señorita Fabre. Como no habéis mentido al decir vuestro nombre, tam­poco mentiréis con vuestras señas. Ponedlas vos mismo.

El prisionero permaneció un momento pensa­tivo, luego cogió la pluma y escribió:

"Señorita Fabre, casa del señor Urbano Fabre, calle Saint—Dominique d'Enfer, número 17".

Thenardier cogió la carta con una especie de convulsión febril.

—¡Mujer! —gritó.

La Thenardier acudió.

—Toma esta carta. Ya sabes lo que tienes que hacer. Abajo hay un cabriolé esperándote, parte de inmediato y vuelve volando.

Y, dirigiéndose al hombre de la maza, añadió:

—Tú, acompaña a la ciudadana. Irás en la parte trasera. ¿Recuerdas dónde dejé el carricoche?

—Sí —contestó el hombre.

Y dejando su maza en un rincón, siguió a la Thenardier.

Cuando ya se iban, Thenardier sacó la cabeza por la puerta entreabierta, y gritó en el corredor:

—Cuidado con perder la carta; piensa que lle­vas en ella doscientos mil francos.

Tranquilo —respondió la voz ronca de su mu­jer—, me la puse en la panza.

Un minuto después se sintió el chasquido del látigo del cochero.

—¡Bien! —masculló Thenardier—. Van a buen paso. Con ese galope, la ciudadana estará de vuelta en tres cuartos de hora más.

Acercó una silla a la chimenea, y se sentó cruzando los brazos, y apoyando sus botas enlo­dadas en el brasero.

—Tengo frío en los pies —dijo.

Una sombría calma había sucedido al feroz estrépito que llenaba el desván momentos antes. No se oía más ruido que la respiración acompasa­da del borracho que dormía en el suelo. Marius esperaba con ansiedad siempre cre­ciente. El enigma era más impenetrable que nun­ca. ¿Quién era aquella niña a quien Thenardier había llamado la Alondra? ¿Era su Ursula? Pero el señor Blanco había dicho que no la conocía. Por otra parte, las dos letras u. F. estaban explicadas; era Urbano Fabre, y Ursula no se llamaba ya Ur­sula. Esto era lo único que Marius veía con mayor claridad.

—De cualquier modo —decía—, si la Alondra es Ella, la veré, porque la Thenardier va a traerla aquí. Entonces todo acabará: daré mi vida y mi sangre si es preciso, pero la libertaré. Nada me detendrá.

Pasó así media hora. Thenardier parecía ab­sorto en una tenebrosa meditación; el prisionero no se movía. Sin embargo, Marius creía oír por intervalos, y desde hacía algunos instantes, un pequeño ruido sordo hacia el lado donde éste se hallaba.

De improviso Thenardier dijo al señor Blanco con tono duro:

—Señor Fabre, escuchad lo que voy a deciros.

Estas pocas palabras parecían dar principio a una aclaración que despejaría el misterio. Marius prestó oído. Thenardier continuó:

—Mi mujer va a volver, no os impacientéis. Estoy convencido de que la Alondra es vuestra hija, y sé que querréis protegerla. Con vuestra carta mi mujer la irá a buscar. Le ordené que se vistiera como la habéis visto para inspirarle con­fianza y así la niña la seguirá sin dificultad. Vendrán ambas en el cabriolé, con mi amigo detrás. En cierto lugar hay un carricoche con dos buenos caballos; allí subirá vuestra hija acompañada de mi camarada, y mi mujer volverá aquí a decirnos: "todo va bien". En cuanto a vuestra hija no se le hará ningún daño; el carricoche la llevará a un sitio donde estará tranquila, y en cuanto me ha­yáis dado esos miserables doscientos mil francos, os será devuelta. Si hacéis que me prendan, mi camarada dará el golpe de gracia a la Alondra, y todo habrá concluido.

Imágenes espantosas pasaron por la imagina­ción de Marius. ¡Cómo! Aquella joven a quien rap­taban, ¿no iba a ser llevada allí? ¿Uno de aquellos monstruos iba a esconderla en la oscuridad? ¿Dón­de? Marius sentía paralizarse los latidos de su cora­zón. ¿Qué hacer? ¿Disparar el tiro? ¿Poner en manos de la justicia a todos aquellos miserables? Pero no por eso dejaría la joven de estar en poder de ese horrible hombre del garrote. Y Marius pensaba en estas palabras de Thenardier cuya sangrienta signi­ficación entreveía: "Si me hacéis prender, mi cama­rada dará el golpe de gracia a la Alondra".

Ahora ya no lo detenía sólo el testamento del coronel, sino también el peligro en que estaba la que amaba. Esta aterrante situación duraba ya hacía más de una hora. En medio del silencio se oyó el ruido de la puerta de la calle, que se abría y luego se cerraba.

El prisionero hizo un movimiento en sus liga­duras.

—Aquí está la ciudadana —dijo Thenardier.

Apenas acababa de hablar cuando la Thenar­dier se precipitó en el cuarto, amoratada, jadean­te, sofocada, llameantes los ojos.

—¡Señas falsas! —gritó.

El bandido que había ido con ella entró detrás.

¿Señas falsas? —repitió Thenardier.

—La mujer replicó:

—¡Nadie! En la calle de Saint—Dominique, nú­mero 17, no vive ningún Urbano Fabre.

La Thenardier se interrumpió para recuperar el aliento, y luego continuó, acezando:

—¡Thenardier, eres demasiado bueno! Ese viejo lo engañó. ¡Si fuera yo, lo habría cortado en cua­tro para empezar, y si se portaba mal, lo habría hecho hervir vivo! Y que diga dónde está esa niña y dónde está la pasta. ¡Así hay que hacerlo! ¡Mire que dar señas falsas, el viejo infame!

Marius respiró. Ella, Ursula o la Alondra, aque­lla a quien no sabía cómo llamar, estaba a salvo. Thenardier dijo al prisionero con una inflexión de voz lenta y singularmente feroz:

—¿Señas falsas? ¿Qué es, pues, lo que esperabas?

—¡Ganar tiempo! —gritó el prisionero con voz tonante.

Y al mismo instante sacudió sus ataduras; esta­ban cortadas. El prisionero sólo estaba sujeto a la cama por una pierna.

Antes de qué los siete hombres hubiesen teni­do tiempo de comprender la situación y de lan­zarse sobre él, el señor Blanco se inclinó hacia la chimenea, extendió la mano hacia el brasero y levantó por encima de su cabeza el cincel hecho ascua.

Es probable que cuando los bandidos registra­ron al prisionero, éste llevara consigo una mone­da de las que cortan y pulen los presidiarios, con infinita paciencia, hasta darles una forma especial para que sirvan como sierra en el momento de su evasión. Seguramente conseguiría ocultarla en su mano derecha, y al tenerla libre, la usó para cortar las cuerdas que lo ataban, lo cual explicaría el ligero ruido y los movimientos casi imperceptibles que Marius había observado. Como no se atrevió a inclinarse para no trai­cionar sus intentos, no pudo cortar las ligaduras de la pierna. Los bandidos se rehicieron de su primera sor­presa.

—Descuidad —dijo Bigrenaille a Thenardier—. Está todavía sujeto por una pierna, y no se irá, yo respondo; como que yo le até a esa pata.

Sin embargo, el prisionero alzó la voz:

—¡Sois unos miserables, pero mi vida no vale la pena de ser tan defendida! En cuanto a imagi­naros que me haréis hablar, que me haréis escribir lo que yo no quiero escribir, que me haréis decir lo que yo no quiero decir, eso sí que no.

Subió la manga de su brazo izquierdo y agregó:

—Mirad.

Extendió el brazo y apoyó sobre la piel des­nuda el cincel candente.

Se escuchó el chirrido de la carne quemada y se sintió el olor de las cámaras de tortura. Marius se tambaleó, horrorizado y hasta los bandidos se estremecieron. El anciano, en cambio, fijó su mi­rada serena en Thenardier, sin odios.

—Miserables —dijo— no me temáis, así como yo no os temo.

Y arrancando el cincel de la herida, lo lanzó por la ventana, que había quedado abierta.

—Haced de mí lo que queráis —dijo.

—¡Sujetadle! —gritó Thenardier.

Dos bandidos lo tomaron de los hombros y el ventrílocuo se paro frente a— él, dispuesto a hacerle saltar el cráneo con su llave al menor movi­miento.

Marius escuchó en el extremo inferior del tabi­que este coloquio sostenido en voz baja:

—No hay más que una cosa que hacer.

—¡Abrirlo de un tajo!

—Eso.

Eran el marido y la mujer que celebraban con Thenardier fue lentamente hacia la mesa, abrió el cajón y cogió el cuchillo.

Marius oprimía la culata de la pistola. ¡Perpleji­dad inaudita! Hacía una hora que se elevaban dos voces en su conciencia; la una le decía que respeta­se el testamento de su padre, la otra le gritaba que socorriera al prisionero. Aquellas dos voces conti­nuaban sin interrupción su lucha, que lo hacía ago­nizar. Había esperado vagamente, hasta aquel mo­mento, hallar un medio de conciliar los dos deberes, pero nada posible había surgido. Entretanto el peli­gro apremiaba; había ya traspasado el último límite de la espera. Thenardier, a pocos pasos del prisione­ro, pensaba, con el cuchillo en la mano.

Marius, desesperado, paseaba sus miradas en tomo suyo. De repente se estremeció. A sus pies, sobre la cómoda, un rayo de clara luna iluminaba una hoja de papel, en la que leyó esta línea escrita en gruesos caracteres aquella misma mañana por la mayor de las hijas de Thenardier: "Las sabuesos están ahí ".

Una idea, una luz atravesó la imaginación de Marius; era el medio que buscaba, la solución de aquel horrible problema. Cogió el papel, arrancó suavemente un pedazo de yeso del tabique, lo envolvió en el papel, y lo arrojó por el agujero en medio del tugurio vecino.

Ya era tiempo. Thenardier había vencido sus últimos escrúpulos o sus últimos temores, y se dirigía hacia el prisionero.

—¡Algo han tirado! —gritó la Thenardier.

—¿Qué es? —dijo el marido.

La mujer se lanzó a recoger el yeso envuelto en el papel y lo entregó a su marido.

—¿Por dónde ha venido? —preguntó Thenardier.

—¿Por dónde quieres que haya entrado? Por la ventana.

—Yo lo vi caer —dijo Bigrenaille.

Thenardier desenvolvió rápidamente el papel, y se acercó a la luz.

—Es la letra de Eponina. ¡Diablo!

Hizo una seña a su mujer que se acercó viva­mente, y le mostró lo escrito en el papel, añadien­do luego con voz sorda:

—¡Pronto! ¡La escalera de cuerda! Dejemos el tocino en la ratonera, y abandonemos el campo.

—¿Sin cortarle el pescuezo al hombre? —pre­guntó la Thenardier.

—No tenemos tiempo.

—¿Por dónde? —preguntó Bigrenaille.

—Por la ventana —respondió Thenardier—. Pues­to que Eponina ha tirado la piedra por la ventana, es que la casa no está cercada por ese lado.

El bandido con voz de ventrílocuo dejó en el suelo su enorme llave, levantó los dos brazos y abrió y cerró tres veces las manos sin decir una palabra. Fue como la señal de zafarrancho para una tripulación. Los que sujetaban al prisionero lo solta­ron; en un abrir y cerrar de ojos fue desenrollada la escala hacia fuera de la ventana y sujetada sólidamente al marco con los dos ganchos de hierro.

El prisionero no ponía atención a lo que pasa­ba en torno suyo. Parecía soñar o rezar.

Una vez lista la escala, Thenardier gritó:

—Ven, mujer.

Y se precipitó hacia la ventana. Pero cuando iba a saltar por ella, Bigrenaille lo cogió brusca­mente del cuello:

—Todavía no, viejo farsante; después de que nosotros hayamos salido.

—Después que nosotros —aullaron los demás bandidos.

—Parecéis niños asustados —dijo Thenardier—; estamos perdiendo tiempo. Los polizontes nos es­tán pisando los talones.

—Pues bien —dijo uno de los bandidos—, eche­mos a la suerte quién pasará primero.

Thenardier exclamó:

—¡Estáis locos! ¡Estáis borrachos! ¡Perder así el tiempo! Echar a la suerte, ¿no es verdad? Escribire­mos nuestros nombres y los pondremos en una gorra...

—¿Queréis mi sombrero? —gritó una voz desde el umbral de la puerta.

Todos se volvieron. Era Javert. Tenía el sombrero en la mano, y lo ofrecía sonriendo.

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