Los Miserables

I. Bien cortado y mal cosido

Los Miserables

I. Bien cortado y mal cosido

1831 y 1832, los dos años que siguieron inmedia­tamente a la Revolución de Julio, son uno de los momentos más particulares y más sorprendentes de la historia. Tienen toda la grandeza revolucio­naria. Las masas sociales, que son los cimientos de la civilización, el grupo sólido de los intereses seculares de la antigua formación francesa, apare­cen y desaparecen a cada instante a través de las nubes tempestuosas de los sistemas, de las pasio­nes y de las teorías. Estas apariciones y desapari­ciones han sido llamadas la resistencia y el movi­miento. A intervalos se ve relucir la verdad, que es el día del alma humana.

La Restauración

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había sido una de esas fases intermedias difíciles de definir. Así como los hom­bres cansados exigen reposo, los hechos consu­mados exigen garantías. Es lo que Francia exigió a los Borbones después del Imperio.

Pero la familia predestinada que regresó a Fran­cia a la caída de Napoleón tuvo la simplicidad

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El período de la Restauración abarca los reinados de Luis XVIII, 1815—1824, y de Carlos X, 1824—1830.

fatal de creer que era ella la que daba, y que lo que daba lo podía recuperar; que la casa de los Borbones poseía el derecho divino, que Francia no poseía nada.

Creyó que tenía fuerza, porque el Imperio ha­bía desaparecido delante de ella; no vio que esta­ba también ella en la misma mano que había hecho desaparecer a Napoleón.

La casa de los Borbones era para Francia el nudo ilustre y sangriento de su historia, pero no era el elemento principal de su destino. Cuando la Restauración pensó que su hora había llegado, y se supuso vencedora de Napoleón, negó a la na­ción lo que la hacía nación y al ciudadano lo que lo hacía ciudadano.

Este es el fondo de aquellos famosos decretos llamados las Ordenanzas de Julio.

La Restauración cayó, y cayó justamente, aun­que no fue hostil al progreso y en su época se hicieron grandes obras y la nación se acostumbró a la discusión tranquila y a la grandeza de la paz.

La Revolución de Julio es el triunfo del dere­cho que derroca al hecho. El derecho que triunfa sin ninguna necesidad de violencia. El derecho que es justo y verdadero.

Esta lucha entre el derecho y el hecho dura desde los orígenes de las sociedades. Terminar este duelo, amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar pacíficamente el derecho en el hecho y el hecho en el derecho, es el trabajo de los sabios.

Pero ése es el trabajo de los sabios, y otro el de los hábiles.

La revolución de 1830 fue rápidamente deteni­da, destrozada por los hábiles, o sea los medio­cres. La revolución de 1830 es una revolución detenida a mitad de camino, a mitad de progreso. ¿Quién detiene la revolución? La burguesía. ¿Por qué? Porque la burguesía es el interés que ha llegado a su satisfacción; ya no quiere más, sólo conservarlo. En 1830 la burguesía necesitaba un hombre que expresara sus ideas. Este hombre fue Luis Felipe de Orleáns.

En los momentos en que nuestro relato va a entrar en la espesura de una de las nubes trágicas que cubren el comienzo del reinado de Luis Feli­pe, es necesario conocer un poco a este rey. Ante todo, Luis Felipe era un hombre bueno. Tan digno de aprecio como su padre, Feli­pe—Igualdad, lo fue de censura. Luis Felipe era sobrio, sereno, pacífico, sufrido; buen esposo, buen padre, buen príncipe. Recibió la autori­dad real sin violencia, sin acción directa de su parte, como una consecuencia de un viraje de la revolución, indudablemente muy diferente del objetivo real de ésta, pero en el cual el duque de Orleans no tuvo ninguna iniciativa personal.

Sin embargo, el gobierno de 1830 principió en seguida una vida muy dura; nació ayer y tuvo que combatir hoy. Apenas instalado, sentía ya por to­das partes vagos movimientos contra el sistema, tan recientemente armado y tan poco sólido. La resistencia nació al día siguiente; quizá había naci­do ya la víspera. Cada mes creció la hostilidad, y pasó de sorda a patente.

En lo exterior, 1830 no siendo ya revolución y haciéndose monarquía, se veía obligado a seguir el paso de Europa. Debía, pues, conservar la paz, lo que aumentaba la complicación. Una armonía deseada por necesidad pero sin base es muchas veces más onerosa que una guerra.

Mientras tanto al interior, pauperismo, proleta­riado, salario, educación, penalidad, prostitución, situación de la mujer, consumo, riqueza, reparti­ción, cambio, derecho al capital, derecho al traba­jo; todas estas cuestiones se multiplicaban por en­cima de la sociedad, con todo su terrible peso.

Luis Felipe sentía bajo sus pies una descom­posición amenazante.

A la fermentación política respondía una fer­mentación filosófica. Los pensadores meditaban; removían las cuestiones sociales pacífica pero pro­fundamente. Dejaban a los partidos políticos la cuestión de los derechos, y trataban de la cuestión de la felicidad. Se proponían extraer de la socie­dad el bienestar del hombre.

Tenebrosas nubes cubrían el horizonte. Una sombra extraña se extendía poco a poco sobre los hombres, sobre las cosas, sobre las ideas.

Apenas habían pasado veinte meses desde la Revolución de Julio y el año 1832 comenzaba con aspecto de inminente amenaza. La miseria del pue­blo, los trabajadores sin pan, la enfermedad políti­ca y la enfermedad social, se declararon a la vez en las dos capitales del reino: la guerra civil en París, en Lyón la guerra servil. Las conspiraciones, las conjuras, los levantamientos, el cólera, añadían al oscuro rumor de las ideas el sombrío tumulto de los acontecimientos.

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