Los Miserables

II. Alegre fin de la alegría

Los Miserables

II. Alegre fin de la alegría

Aquel día parecía una aurora continua. Las cuatro alegres parejas resplandecían al sol en el campo, entre las flores y los árboles. En aquella felicidad común, hablando, cantan­do, corriendo, bailando, persiguiendo mariposas, cogiendo campanillas, mojando sus botas en las hierbas altas y húmedas, recibían a cada momento los besos de todos, excepto Fantina que permane­cía encerrada en su vaga resistencia pensativa y respetable. Era la alegría misma, pero era a la vez el pudor mismo.

—Tú —le decía Favorita—, tú tienes que ser siem­pre tan rara.

Fueron al parque a columpiarse y después se embarcaron en el Sena. De cuando en cuando, preguntaba Favorita:

—¿Y la sorpresa?

Paciencia —respondía Tholomyès.

Cansados ya, pensaron en comer y se diri­gieron a la hostería de Bombarda. Allí se instala­ron en una sala grande y fea, alrededor de una mesa llena de platos, bandejas, vasos y botellas de cerveza y de vino. Prosiguieron la risa y los besos.

En eso estaba, pues, a las cuatro de la tarde el paseo que empezara a las cinco de la madrugada. El sol declinaba y el apetito se extinguía. En ese momento Favorita, cruzando los brazos y echando la cabeza atrás, miró resueltamente a Tholomyês y le dijo:

—Bueno pues, ¿y la sorpresa?

Justamente, ha llegado el momento —respon­dió Tholomyès—. Señores, la hora de sorprender a estas damas ha sonado. Señoras, esperadnos un momento.

—La sorpresa empieza por un beso —dijo Bla­chevelle.

—En la frente —añadió Tholomyès.

Cada uno depositó con gran seriedad un beso en la frente de su amante. Después se dirigieron hacia la puerta los cuatro en fila, con el dedo puesto sobre la boca.

Favorita aplaudió al verlos salir.

—No tardéis mucho —murmuró Fantina—, os es­peramos.

Una vez solas las jóvenes se asomaron a las ventanas, charlando como cotorras.

Vieron a los jóvenes salir del brazo de la hos­tería de Bombarda; los cuatro se volvieron, les hicieron varias señas riéndose y desaparecieron en aquella polvorienta muchedumbre que invade semanalmente los Campos Elíseos.

—¡No tardéis mucho! —gritó Fantina.

—¿Qué nos traerán? —dijo Zefina.

—De seguro que será una cosa bonita —dijo Dalia.

Yo quiero que sea de oro —replicó Favorita.

Pronto se distrajeron con el movimiento del agua por entre las ramas de los árboles, y con la salida de las diligencias. De minuto en minuto algún enorme carruaje pintado de amarillo y ne­gro cruzaba entre el gentío.

Pasó algún tiempo. De pronto Favorita hizo un movimiento como quien se despierta.

—¡Ah! —dijo—, ¿y la sorpresa?

—Es verdad —añadió Dalia—, ¿y la famosa sorpresa?

—¡Cuánto tardan! —dijo Fantina.

Cuando Fantina acababa más bien de suspirar que de decir esto, el camarero que les había servi­do la comida entró. Llevaba en la mano algo que se parecía a una carta.

—¿Qué es eso? —preguntó Favorita.

El camarero respondió:

—Es un papel que esos señores han dejado abajo para estas señoritas.

—¿Por qué no lo habéis traído antes?

—Porque esos señores —contestó el camarero— ­dieron orden que no se os entregara hasta pasada una hora.

Favorita arrancó el papel de manos del cama­rero. Era una carta.

—¡No está dirigida a nadie! —dijo—. Sólo dice: Esta es la sorpresa.

Rompió el sobre, abrió la carta y leyó:

"¡Oh, amadas nuestras! Sabed que tenemos pa­dres; padres, vosotras no entenderéis muy bien qué es eso. Así se llaman el padre y la madre en el Código Civil. Ahora bien, estos padres lloran; estos ancianos nos reclaman; estos buenos hom­bres y estas buenas mujeres nos llaman hijos pró­digos, desean nuestro regreso y nos ofrecen matar corderos en nuestro honor. Somos virtuosos y les obedecemos. A la hors en que leáis esto, cinco fogosos caballos nos llevarán hacia nuestros pa­pás y nuestras mamás. Nos escapamos. La diligencia nos salva del borde del abismo; el abismo sois vosotras, nuestras bellas amantes. Volvemos a en­trar, a toda carrera, en la sociedad, en el deber, y en el orden. Es importante para la patria que seamos, como todo el mundo, prefectos, padres de familia, guardas campestres o consejeros de Estado. Veneradnos. Nosotros nos sacrificamos. Llo­radnos rápidamente, y reemplazadnos más rápida­mente. Si esta carta os produce pena, rompedla. Adiós. Durante dos años os hemos hecho dicho­sas. No nos guardéis rencor.

Firmado: Blachevelle, Fameuil, Listolier, Tho­lomyès.

Post—scriptum. La comida está pagada".

Las cuatro jóvenes se miraron.

Favorita fue la primera que rompió el silencio.

—¡Qué importa! —exclamó—. Es una buena broma.

—¡Muy graciosa! —dijeron Dalia y Zefina.

Y rompieron a reír.

Fantina rió también como las demás.

Pero una hora después, cuando estuvo ya sola en su cuarto, lloró. Era, ya lo hemos dicho, su primer amor. Se había entregado a Tholomyès como a un marido, y la pobre joven tenía una hija.

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