Los Miserables

III. Cuán útil es ir a misa para hacerse revolucionario

Los Miserables

III. Cuán útil es ir a misa para hacerse revolucionario

Marius había conservado los hábitos religiosos de la infancia. Un domingo que fue a misa a San Sulpicio, a la misma capilla de la Virgen a que lo llevaba su tía cuando era pequeño, estaba distraí­do y más pensativo que de ordinario y se arrodi­lló, sin advertirlo, sobre una silla de terciopelo en cuyo respaldo estaba escrito este nombre: "Señor Mabeuf, administrador". Apenas empezó la misa, se presentó un anciano y le dijo:

—Caballero, ése es mi sitio.

Marius se apartó en seguida, y el viejo ocupó su silla.

Cuando acabó la misa, Marius permaneció me­ditabundo a algunos pasos de distancia; el viejo se acercó otra vez y le dijo:

—0s pido perdón de haberos molestado antes y molestaros otra vez en este momento, pero tal vez me habréis creído impertinente y debo daros una explicación.

—No hay necesidad, caballero —dijo Marius.

—¡Oh, sí! —contestó el viejo—. No quiero que os forméis mala idea de mí. Este sitio es mío. Me parece que desde él es mejor la misa. ¿Y por qué? Voy a decíroslo. A este mismo sitio he visto venir por espacio de diez años, cada dos o tres meses, a un pobre padre que no tenía otro medio ni otra ocasión de ver a su hijo, porque se lo impedían, problemas de familia. Venía a la hora en que siempre traían a su hijo a misa. El niño no sabía que su padre estaba ahí, ni aun sabía, tal vez, el inocente, que tenía padre. El padre se ponía detrás de esta columna para que no lo vieran, miraba a su hijo y lloraba. ¡Adora­ba a ese niño el pobre hombre! Yo fui testigo de todo eso. Este sitio está como santificado para mí, y he tomado la costumbre de venir a él a oír la misa. Traté un poco a ese caballero de que os hablo. Tenía un suegro y una tía rica que amenazaban desheredar al hijo si él lo veía; y se sacrificó para que su hijo fuese algún día rico y feliz. Parece que los separaban las opi­niones políticas. ¡Dios mío! Porque un hombre haya estado en Waterloo no es un monstruo; no por eso se debe separar a un padre de su hijo. Era un coronel de Bonaparte, y ha muerto, se­gún creo. Vivía en Vernon, donde tengo un her­mano cura, y se llamaba algo así como Pontma­rie o Montpercy. Tenía una gran cicatriz en la cara.

—Pontmercy —dijo Marius, poniéndose pálido.

—Precisamente, Pontmercy. ¿Lo conocéis?

—Caballero —dijo Marius—, era mi padre.

El viejo juntó las manos, y exclamó:

—¡Ah, sois su hijo! Sí, ahora debía de ser ya un hombre. Pues bien, podéis decir que habéis teni­do un padre que os ha querido mucho.

Marius ofreció el brazo al anciano y lo acom­pañó hasta su casa.

Al día siguiente dijo al señor Gillenormand:

—Hemos arreglado entre algunos amigos una partida de caza. ¿Me dejáis ir por tres días?

—¡Por cuatro! —respondió el abuelo—. Anda, di­viértete.

Y, guiñando el ojo, dijo en voz baja a su hija: —Algún amorcillo.

El joven estuvo tres días ausente, después vol­vió a París, se fue derecho a la biblioteca de Jurisprudencia y pidió la colección del Monitor.

En él leyó la historia de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena, todo lo de­voró. La primera vez que encontró el nombre de su padre en los boletines del gran ejército, tuvo fiebre durante una semana. Visitó a todos los ge­nerales a cuyas órdenes había servido Jorge Pont­mercy. El señor Mabeuf, a quien había vuelto a ver, le contó la vida en Vernon, el retiro del coro­nel, sus flores, su soledad. Marius llegó a conocer íntimamente a aquel hombre excepcional, sublime y amable, a aquella especie de león—cordero, que había sido su padre.

Mientras tanto, ocupado en este estudio que le consumía todo su tiempo y todos sus pensamientos, casi no veía al señor Gillenormand. Iba a casa sólo a las horas de comer. Gillenormand se sonreía.

—¡Bien! Está en la edad de los amores —mur­muraba.

Un día añadió:

—¡Demonios! Creía que esto era una distrac­ción; pero voy viendo que es una pasión.

Era una pasión, en efecto. Marius comenzaba a adorar a su padre.

Al mismo tiempo se operaba un extraordinario cambio en sus ideas. Se dio cuenta de que hasta aquel momento no había comprendido ni a su patria ni a su padre. Hasta entonces palabras como república a imperio habían sido monstruosas. La república, una guillotina en el crepúsculo; el im­perio, un sable en la noche. De pronto vio brillar nombres como Mirabeau, Vergniaud, Saint Just, Ro­bespierre, Camille Desmoulins, Danton, y luego vio elevarse un sol, Napoleón. Poco a poco pasó el asombro, se acostumbró a esta nueva luz, y la revolución y el imperio tomaron una muy diferen­te perspectiva ante sus ojos.

Estaba lleno de pesares, de remordimientos; pensaba desesperado que no podía decir todo lo que tenía en el alma más que a una tumba. Ma­rius tenía un llanto continuo en el corazón.

Al mismo tiempo se hacía más formal, más serio, se afirmaba en su fe, en su pensamiento. A cada instante un rayo de luz de la verdad venía a completar su razón; se verificaba en él un verdadero crecimiento interior. Donde antes veía la caída de la monarquía, veía ahora el porvenir de Francia; había dado una vuelta com­pleta.

Todas estas revoluciones se verificaban en él sin que su familia lo sospechara.

Cuando en esta misteriosa metamorfosis hubo perdido completamente la antigua piel de borbó­nico y de ultra; cuando se despojó del traje de aristócrata y de realista; cuando fue completamen­te revolucionario, profundamente demócrata y casi republicano, mandó hacer cien tarjetas con esta inscripción: El barón Marius Pontmercy.

Pero, como no conocía a nadie a quien darlas, se las guardó en el bolsillo.

Como consecuencia natural, a medida que se aproximaba a su padre, a su memoria, a las cosas por las cuales el coronel había luchado veinticin­co años, se alejaba de su abuelo. Ya hemos dicho que hacía tiempo que no le agradaba el carácter del señor Gillenormand. Entre ambos existían to­das las disonancias que puede haber entre un joven serio y un viejo frívolo.

Mientras que habían tenido unas mismas opi­niones políticas a ideas comunes, Marius se en­contraba como en un puente con el señor Gille­normand. Cuando se hundió el puente, los separó el abismo. Sentía profunda rebelión cuando recor­daba que el señor Gillenormand lo había separa­do sin piedad del coronel, privando al hijo de su padre y al padre de su hijo.

Por compasión hacia su padre, llegó casi a tener aversión a su abuelo. Pero nada de esto salía al exterior. Solamente se notaba que cada día se mostraba más frío, más lacónico en la mesa, y con más frecuencia ausente de la casa. Marius hacía a menudo algunas escapatorias.

—Pero, ¿adónde va? —preguntaba la tía.

En uno de estos viajes, siempre cortos, fue a Montfermeil para cumplir la indicación que su padre le había hecho, y buscó al antiguo sargento de Waterloo, al posadero Thenardier. Thenardier había quebrado; la posada estaba cerrada, y nadie sabía qué había sido de él.

—Decididamente —dijo el abuelo—, el joven se mueve.

Había notado que Marius llevaba bajo la cami­sa, sobre su pecho, algo que pendía de una cinta negra que colgaba del cuello.

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