Los Miserables

I. Miedos de Cosette

Los Miserables

I. Miedos de Cosette

En el jardín de la calle Plumet y cerca de la verja, había un banco de piedra defendido de las mira­das de los curiosos por un enrejado de cañas.

Una tarde de ese mismo mes de abril había salido Jean Valjean; Cosette, después de puesto el sol, fue al jardín y se sentó en el banco de piedra. Sintiendo refrescar el viento que penetraba entre los árboles, Cosette meditaba. Esa tristeza invenci­ble que trae el atardecer iba apoderándose poco a poco de ella. Acaso Fantina la rondaba desde la sombra.

Cosette se levantó, dio lentamente una vuelta por el jardín sobre la hierba mojada de rocío.Después volvió al banco.

En el momento en que iba a sentarse, observó en el sitio que había ocupado recién, una gran piedra que no estaba antes.

Contempló aquella piedra preguntándose qué significaba. Pero, de repente, la idea de que aque­lla piedra no se había ido sola al banco, de que alguien la había puesto allí, de que un brazo había pasado a través de la verja, le dio miedo; un miedo verdadero esta vez porque la piedra estaba allí, y no era posible dudar como en otras ocasio­nes cuando le pareció divisar siluetas cerca del jardín. No la tocó y huyó sin atreverse a mirar hacia atrás, se refugió en la casa y cerró en segui­da con cerrojos la puerta—ventana.

Al día siguiente, después de una noche de pesadillas, el sol que entraba por las junturas de los postigos la tranquilizó de tal manera que todo se borró de su imaginación; hasta la piedra.

Se vistió, bajó al jardín, corrió al banco, y sintió un sudor frío. La piedra estaba allí.

Pero aquello sólo duró un momento; lo que es miedo de noche es curiosidad de día. Levantó la piedra, que era bastante grande. Debajo había un sobre. Contenía un cuadernillo de hojas nume­radas, en cada una de las cuales había algunas líneas escritas con una letra que le pareció a Co­sette bonita y elegante.

Buscó un nombre, pero no lo había; buscó una firma, tampoco la había. ¿A quién iba dirigi­do? A ella probablemente, ya que una mano había depositado aquel paquete en su banco. ¿De quién venía?

Una fascinación irresistible se apoderó de ella; trató de separar los ojos de aquellos papeles que temblaban en su mano, miró al cielo, a la calle, a las acacias llenas de luz, a las palomas que vola­ban sobre un tejado cercano, y después se dijo que debía leer lo que contenía.

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