Los Miserables

V. Vagos relámpagos en el horizonte

Los Miserables

V. Vagos relámpagos en el horizonte

Poco a poco, y con el tiempo, se fueron disipan­do todas las oposiciones. El respeto por el señor Magdalena llegó a ser unánime, cordial, y hubo un momento, en 1821, en que estas palabras, "el señor alcalde", se pronunciaban en M. casi con el mismo acento que estas otras, "el señor obis­po", eran pronunciadas en D. en 1815. Llegaba gente de lejos a consultar al señor Magdalena. Terminaba las diferencias, suspendía los pleitos y reconciliaba a los enemigos.

Un solo hombre se libró absolutamente de aquella admiración y respeto, como si lo inquieta­ra una especie de instinto incorruptible a imper­turbable. Se diría que existe en efecto en ciertos hombres un verdadero instinto animal, puro a ín­tegro, como todo instinto, que crea la antipatía y la simpatía, que separa fatalmente unas naturale­zas de otras, que no vacila, que no se turba, ni se calla, ni se desmiente jamás. Pareciera que advier­te al hombre—perro la presencia del hombre—gato.

Muchas veces, cuando el señor Magdalena pa­saba por una calle, tranquilo, afectuoso, rodeado de las bendiciones de todos, un hombre de alta estatura, vestido con una levita gris oscuro, arma­do de un grueso bastón y con un sombrero de copa achatada en la cabeza, se volvía bruscamen­te a mirarlo y lo seguía con la vista hasta que desaparecía; entonces cruzaba los brazos, sacu­diendo lentamente la cabeza y levantando los la­bios hasta la nariz, especie de gesto significativo que podía traducirse por: "¿Pero quién es ese hom­bre? Estoy seguro de haberlo visto en alguna par­te. Lo que es a mí no me engaña".

Este personaje adusto y amenazante era de esos que por rápidamente que se les mire, llaman la atención del observador. Se dice que en toda manada de lobos hay un perro, al que la loba mata, porque si lo deja vivir al crecer devoraría a los demás cachorros. Dad un rostro humano a este perro hijo de loba y tendréis el retrato de aquel hombre.

Su nombre era Javert, y era inspector de la policía en M.

Cuando llegó a M., estaba ya hecha la fortuna del gran manufacturero y Magdalena se había con­vertido en el señor Magdalena.

Javert había nacido en una prisión, hijo de una mujer que leía el futuro en las cartas, cuyo marido estaba también encarcelado. Al crecer pensó que se hallaba fuera de la sociedad y sin esperan­zas de entrar en ella nunca. Advirtió que la socie­dad mantiene irremisiblemente fuera de sí dos clases de hombres: los que la atacan y los que la guardan; no tenía elección sino entre una de estas dos clases; al mismo tiempo sentía dentro de sí un cierto fondo de rigidez, de respeto a las reglas y de probidad, complicado con un inexplicable odio hacia esa raza de gitanos de que descendía. Entró, pues, en la policía y prosperó. A los cuarenta años era inspector.

Tenía la nariz chata con dos profundas venta­nas, hacia las cuales se extendían unas enormes patillas. Cuando Javert se reía, lo cual era poco frecuente y muy terrible, sus labios delgados se separaban y dejaban ver no tan sólo los dientes sino también las encías, y alrededor de su nariz se formaba un pliegue abultado y feroz como sobre el hocico de una fiera carnívora. Javert serio era un perro de presa; cuando se reía era un tigre. Por lo demás, tenía poco cráneo, mucha mandí­bula; los cabellos le ocultaban la frente y le caían sobre las cejas; tenía entre los ojos un ceño cen­tral permanente, la mirada oscura, la boca frunci­da y temible, y un gesto feroz de mando.

Estaba compuesto este hombre de dos senti­mientos muy sencillos y relativamente muy Bue­nos, pero que él convertía casi en malos a fuerza de exagerarlos: el respeto a la autoridad y el odio a la rebelión. Javert envolvía en una especie de fe ciega y profunda a todo el que en el Estado des­empeñaba una función cualquiera, desde el pri­mer ministro hasta el guarda rural. Cubría de des­precio, de aversión y de disgusto a todo el que una vez había pasado el límite legal del mal. Era absoluto, y no admitía excepciones.

Era estoico, austero, soñador, humilde y alta­nero como los fanáticos. Toda su vida se compen­diaba en estas dos palabras: velar y vigilar. ¡Des­graciado del que caía en sus manos! Hubiera sido capaz de prender a su padre al escaparse del presidio y denunciar a su madre por no acatar la ley; y lo hubiera hecho con esa especie de satis­facción interior que da la virtud. Añádase que llevaba una vida de privaciones, de aislamiento, de abnegación, de castidad, sin la más mínima distracción.

Javert era como un ojo siempre fijo sobre el señor Magdalena; ojo lleno de sospechas y conje­turas. El señor Magdalena llegó al fin a advertirlo; pero, a lo que parece, semejante cosa significó muy poco para él. No le hizo ni una pregunta; ni lo buscaba ni le huía, y aparentaba no notar aque­lla mirada incómoda y casi pesada.

Por algunas palabras sueltas escapadas a Ja­vert, se adivinaba que había buscado secretamen­te las huellas y antecedentes que Magdalena hu­biera podido dejar en otras partes. Parecía saber que había tomado determinados informes sobre cierta familia que había desaparecido. Una vez dijo hablando consigo mismo: "Creo que lo he cogido". Luego se quedó tres días pensativo sin pronunciar una palabra. Parecía que se había roto el hilo que había creído encontrar.

Javert estaba evidentemente desconcertado por el aspecto natural y la tranquilidad de Magdalena. No obstante, un día su extraño comportamien­to pareció hacer impresión en Magdalena.

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