Los Miserables

II. El señor Magdalena

Los Miserables

II. El señor Magdalena

Era un hombre de unos cincuenta años, reconcen­trado, meditabundo y bueno. Esto es todo lo que de él podía decirse.

Gracias a los rápidos progresos de aquella in­dustria que había restaurado tan admirablemente, M. se había convertido en un considerable centro de negocios. Los beneficios del señor Magdalena eran tales que al segundo año pudo ya edificar una gran fábrica, en la cual instaló dos amplios talleres, uno para los hombres y otro para las mujeres. Allí podía presentarse todo el que tenía hambre, seguro de encontrar trabajo y pan. Sólo se les pedía a los hombres buena voluntad, a las mujeres costumbres puras, a todos probidad. Era en el único punto en que era intolerante.

Antes de su llegada, el pueblo entero langui­decía. Ahora todo revivía en la vida sana del tra­bajo. No había más cesantía ni miseria.

En medio de esta actividad, de la cual era el eje, este hombre se enriquecía, pero, cosa extra­ña, parecía que no era ése su fin. Parecía que el señor Magdalena pensaba mucho en los demás y poco en sí mismo. En 1820 se le conocía una suma de seiscientos treinta mil francos colocada en la casa bancaria de Laffitte; pero antes de ahorrar estos seiscientos mil francos había gasta­do más de un millón para la aldea y para los pobres.

Como el hospital estaba mal dotado, había costeado diez camas más. Abrió una farmacia gra­tuita. En el barrio que habitaba no había más que una escuela, que ya se caía a pedazos; él constru­yó dos escuelas, una para niñas y otra para niños. Pagaba de su bolsillo a los dos maestros una gratificación que era el doble del mezquino suel­do oficial. Como se sorprendiera alguien por esto, le respondió: "Los dos primeros funcionarios del Estado son la nodriza y el maestro de escuela". Fundó a sus expensas una sala de asilo, cosa hasta entonces desconocida en Francia, y un fon­do de subsidio para los trabajadores viejos a im­pedidos.

En los primeros tiempos, cuando se le vio empezar, las buenas almas decían: "Es un sinver­güenza que quiere enriquecerse". Cuando lo vie­ron enriquecer el pueblo antes de enriquecerse a sí mismo, las mismas buenas almas dijeron: "Es un ambicioso". En 1819 corrió la voz de que, a pro­puesta del prefecto y en consideración a los servi­cios hechos al país, el señor Magdalena iba a ser nombrado por el rey alcalde de M. Los que ha­bían declarado ambicioso al recién llegado apro­vecharon dichosos la ocasión de exclamar: "¡Vaya! ¿No lo decía yo?" Días después apareció el nom­bramiento en el Diario Monitor. A la mañana si­guiente renunció el señor Magdalena.

Ese mismo año, los productos del nuevo siste­ma inventado por el señor Magdalena figuraron en la exposición industrial. Por sugerencia del ju­rado, el rey nombró al inventor caballero de la Legión de Honor. Nuevos rumores corrieron por el pueblo. "¡Ah, era la cruz lo que quería!" Al día siguiente, el señor Magdalena rechazaba la cruz.

Decididamente aquel hombre era un enigma. Pero las buenas almas salieron del paso diciendo: "Es un aventurero".

Como hemos dicho, la comarca le debía mu­cho; los pobres se lo debían todo. En 1820, cinco años después de su llegada a M., eran tan nota­bles los servicios que había hecho a la región que el rey le nombró nuevamente alcalde de la ciu­dad. De nuevo renunció; pero el prefecto no ad­mitió su renuncia; le rogaron los notables, le su­plicó el pueblo en plena calle, y la insistencia fue tan viva, que al fin tuvo que aceptar. El señor Magdalena había llegado a ser el señor alcalde.

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