Los Miserables

I. Una tempestad interior

Los Miserables

I. Una tempestad interior

El lector habrá adivinado que el señor Magdalena era Jean Valjean.

Ya hemos sondeado antes las profundidades de su conciencia; volvamos a sondearlas otra vez. No lo haremos sin emoción, porque no hay nada más terrible que semejante estudio.

Jean Valjean, después de la aventura de Ger­vasillo, fue otro hombre. El deseo del obispo se vio realizado; en el criminal se verificó algo más que una transformación, se efectuó una transfigu­ración.

Logró desaparecer; vendió la platería del obis­po, conservando los candelabros como recuerdo. Vino a M. tranquilizado ya, con esperanzas, sin tener más que dos ideas: ocultar su nombre y santificar su vida. Huir de los hombres y volver a Dios.

Algunas veces estas dos ideas disentían; y en­tonces el hombre conocido como Magdalena no dudaba en sacrificar la primera a la segunda, su seguridad a su virtud. Así, a pesar de toda su prudencia, había conservado los candelabros del obispo, había llevado luto por su muerte, había interrogado a los saboyanos que pasaban, había pedido informes sobre las familias de Faverolles, y había salvado la vida del viejo Fauchelevent, a pesar de las terribles insinuaciones de Javert.

Sin embargo, hasta entonces no le había pasa­do nada semejante a lo que ahora le sucedía.

Las dos ideas que gobernaban a este hombre, cuyos sufrimientos vamos relatando, no habían sostenido nunca lucha tan encarnizada. El lo com­prendió confusa pero profundamente desde las primeras palabras de Javert en su escritorio. Y cuando oyó el nombre que había sepultado bajo tan espesos velos, quedó sobrecogido de estupor, y trastornado ante tan siniestro a inesperado gol­pe del destino.

Al escuchar a Javert, su primer pensamiento fue ir a Arras, denunciarse, sacar a Champmathieu de la cárcel y reemplazarlo. Esta idea fue doloro­sa, punzante como incisión en carne viva; pero pasó, y se dijo: "Veremos, veremos." Reprimió este primer movimiento de generosidad y retrocedió ante el heroísmo.

Sin duda era más perfecto que, después de las santas palabras del obispo, después de una peni­tencia tan admirablemente empezada, ese hom­bre, ante una coyuntura tan terrible, no dudara un momento y marchara hacia el precipicio en cuyo fondo estaba el cielo.

Pero es preciso saber qué pasaba en su alma. En el primer momento, el instinto de conserva­ción alcanzó la victoria; recogió sus ideas, ahogó sus emociones; consideró la presencia de Javert conociendo la magnitud del peligro; aplazó toda resolución con la firmeza que da el espanto; con­fundió lo que debía hacer, y así recobró su calma, como un gladiador que recoge su escudo.

El resto del día lo pasó en el mismo estado: un torbellino por dentro y una aparente tranquilidad por fuera. Todo estaba confuso; sus ideas se agolpaban dentro de su cerebro. Sólo sabía que había recibido un gran golpe.

Fue a ver a Fantina, y prolongó su visita al lado de aquel lecho de dolor. La recomendó a las Hermanas por si llegaba el caso de tener que ausentarse. Sentía vagamente que tal vez tendría que ir a Arras; y sin haber decidido hacer este viaje, se dijo que como estaba al abrigo de toda sospecha, que no habría inconveniente en ser testigo de lo que pasara. Pidió, por tanto, un carruaje.

Volvió a su cuarto y se concentró en sus pen­samientos.

Examinó su situación y le pareció inaudita. Sintió un temor casi inexplicable, y echó cerrojo a la puerta, como si temiera que entrara algo. Des­pués apagó la luz. Le estorbaba; creía que podrían verlo. Pero lo que quería que no entrara, ya había entrado; lo que quería cegar, lo miraba fijamente: su conciencia. Su conciencia, es decir Dios.

Su mente había perdido la fuerza necesaria para retener las ideas, y pasaban por ella como las olas. Así transcurrió la primera hora.

Pero poco a poco empezaron a formarse y a fijarse en su meditación algunos conceptos vagos. Principió por reconocer que, por más extraordina­ria y crítica que fuera esta situación, era dueño absoluto de ella. Esto no hizo sino aumentar su estupor.

Independientemente del objetivo severo y reli­gioso que se proponía en sus acciones, todo lo que había hecho hasta aquel día no había tenido más fin que el de ahondar una fosa para enterrar en ella su nombre. Lo que siempre había temido en sus horas de reflexión, en sus noches de in­somnio, era oír pronunciar ese nombre; se decía que eso sería el fin de todo; que el día en que ese nombre reapareciera, haría desaparecer su nueva vida, y quién sabe si también su nueva alma. La sola idea de que esto ocurriera lo hacía temblar.

Y si en tales momentos le hubieran dicho que llegaría un día en que resonaría ese nombre en sus oídos; en que saldría repentinamente de las tinieblas y se erguiría delante de él; en que esa gran luz encendida para disipar el misterio que lo rodeaba resplandecería súbitamente sobre su ca­beza, pero le aseguraran que tal nombre no le amenazaría, que semejante luz no produciría sino una oscuridad más espesa, que aquel velo roto aumentaría el misterio, que aquel terremoto con­solidaría su edificio; que aquel prodigioso inci­dente no tendría más resultado, si él quería, que hacer su existencia a la vez más clara y más impe­netrable, y que de su confrontación con el fantas­ma de Jean Valjean el bueno y digno ciudadano señor Magdalena saldría más tranquilo y más res­petado que nunca; si alguien le hubiera dicho esto, lo habría tomado como lo más insensato que escuchara jamás.

Pues bien, todo esto acababa de suceder; toda esta acumulación de imposibles era un hecho. ¡Dios había permitido que estos absurdos se con­virtieran en realidad!

Su divagación se aclaraba. Le parecía que aca­baba de despertar de un sueño; veía en la sombra a un desconocido a quien el destino confundía con él y lo empujaba hacia el precipicio en lugar suyo. Era preciso para que se cerrara el abismo que cayera alguien, o él a otro. Sólo tenía que dejar que las cosas sucedieran.

La claridad llegó a ser completa en su cerebro; vio que su lugar estaba vacío en el presidio, y que lo esperaba todavía; que el robo de Gervasillo lo arrastraba a él. Se decía que en aquel momento tenía un reemplazante, y que mientras él estuviese representado en el presidio por Champmathieu, y en la sociedad por el señor Magdalena, no tenía nada que temer, mientras no impidiera que cayera sobre la cabeza de Champmathieu esa piedra de infamia que, como la del sepulcro, cae para no volver a levantarse.

Encendió la luz.

—¿Y de qué tengo miedo? —se dijo—. Estoy salva­do, todo ha terminado. No había más que una puer­ta entreabierta por la cual podría entrar mi pasado; esa puerta queda ahora tapiada para siempre. Este Javert que me acosa hace tanto tiempo, que con ese terrible instinto que parecía haberme descubierto me seguía a todas partes, ese perro de presa siempre tras de mí, ya está desorientado. Está satisfecho y me dejará en paz. ¡Ya tiene su Jean Valjean! Y todo ha sucedido sin intervención mía. La Providencia lo ha querido. ¿Tengo derecho a desordenar lo que ella ordena? ¿Y qué me pasa? ¡No estoy contento! ¿Qué más quiero? El fin a que aspiro hace tantos años, el objeto de mis oraciones, es la seguridad. Y ahora la tengo, Dios así lo quiere. Y lo quiere para que yo continúe lo que he empezado, para que haga el bien, para que dé buen ejemplo, para que se diga que hubo algo de felicidad en esta penitencia que sufro. Está decidido: dejemos obrar a Dios.

De este modo se hablaba en las profundida­des de su conciencia, inclinado sobre lo que po­dría llamarse su propio abismo. Se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.

—No pensemos más —dijo—. ¡Ya tomé mi deci­sión!

Mas no sintió alegría alguna. Por el contrario. Querer prohibir a la imaginación que vuelva a una idea es lo mismo que prohibir al mar que vuelva a la playa.

Al cabo de pocos instantes, por más que hizo por evitarlo, continuó aquel sombrío diálogo con­sigo mismo.

Se interrogó sobre esta "decisión irrevocable", y se confesó que el arreglo que había hecho en su espíritu era monstruoso, porque su "dejar obrar a Dios" era simplemente una idea horrible. Dejar pasar ese error del destino y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, era una im­perdonable injusticia, el colmo de la indignidad hipócrita, un crimen bajo, cobarde, abyecto, vil.

Por primera vez en ocho años acababa de sentir aquel desdichado el sabor amargo de un mal pensamiento y de una mala acción. Los re­chazó y los escupió asqueado.

Y siguió cuestionándose. Reconoció que su vida tenía un objetivo, pero ¿cuál? ¿Ocultar su nombre? ¿Engañar a la policía? ¿No tenía otro ob­jetivo su vida, el objetivo verdadero, el de salvar no su persona sino su alma, ser bueno y honrado, ser justo? ¿No era esto lo que él había querido y lo que el obispo le había mandado? Sintió que el obispo estaba ahí con él, que lo miraba fijamente, y que si no cumplía su deber, el alcalde Magdale­na con todas sus virtudes sería odioso a sus ojos, y en cambio el presidiario Jean Valjean sería un ser admirable y puro. Los hombres veían su más­cara, pero el obispo veía su conciencia. Debía, por lo tanto, ir a Arras, salvar al falso Jean Valjean y denunciar al verdadero.

¡Ah! Este era el mayor de los sacrificios, la victoria más dolorosa, el último y más difícil paso, pero era necesario darlo. ¡Cruel destino! ¡No po­der entrar en la santidad a los ojos de Dios sin volver a entrar en la infamia a los ojos del mundo!

—Esto es lo que hay que hacer —dijo—. Cumpla­mos con nuestro deber, salvemos a ese hombre.

Ordenó sus libros, echó al fuego un paquete de recibos de comerciantes atrasados que le de­bían, y escribió y cerró una carta dirigida al ban­quero Laffitte, y la guardó en una cartera que contenía algunos billetes y el pasaporte de que se había servido ese año para ir a las elecciones.

Volvió a pasearse.

Y entonces se acordó de Fantina.

Principió una nueva crisis.

—¡Pero no! —gritó—. Hasta ahora sólo he pensa­do en mí, si me conviene callarme o denunciar­me, ocultar mi persona o salvar mi alma. Pero es puro egoísmo. Aquí hay un pueblo, fábricas, obre­ros, ancianos, niños desvalidos. Yo lo he. creado todo, le he dado vida; donde hay una chimenea que humea yo he puesto la leña. Si desaparezco todo muere. ¿Y esa mujer que ha padecido tanto? Si yo no estoy, ¿qué pasará? Ella morirá y la niña sabe Dios qué será de ella. ¿Y si no me presento? ¿Qué sucederá si no me presento? Ese hombre irá a presidio, pero ¡qué diablos!, es un ladrón, ¿no? No puedo hacerme la ilusión de que no ha roba­do: ha robado. Si me quedo aquí, en diez años ganaré diez millones; los reparto en el pueblo, yo no tengo nada mío, no trabajo para mí. Esa pobre mujer educa a su hija, y hay todo un pueblo rico y honrado. ¡Estaba loco cuando pensé en denun­ciarme! Debo meditarlo bien y no precipitarme. ¿Qué escrúpulos son estos que salvan a un culpable y sacrifican inocentes; que salvan a un viejo vagabundo a quien sólo le quedan unos pocos años de vida y que no será más desgraciado en el presidio que en su casa, y sacrifican a toda una población? ¡Esa pobre Cosette que no tiene más que a mí en el mundo, y que estará en este momento tiritando de frío en el tugurio de los Thenardier! Ahora sí que estoy en la verdad; ten­go la solución. Debía decidirme, y ya me he decidido. Esperemos. No retrocedamos, porque es me­jor para el interés general. Soy Magdalena, seguiré siendo Magdalena.

Se miró en el espejo que estaba encima de la chimenea, y dijo:

—Me consuela haber tomado una resolución. Ya soy otro.

Dio algunos pasos y se detuvo de repente.

—Hay todavía hilos que me unen a Jean Val­jean, y es necesario romperlos. Hay objetos que me acusarían, testigos mudos que deben desapa­recer.

Sacó una llavecita de su bolsillo, y abrió una especie de pequeño armario empotrado en la pa­red. Sólo había en ese cajón unos andrajos: una chaqueta gris, un pantalón viejo, un morral y un grueso palo de espino. Los que vieron a Jean Valjean en la época en que pasó por D. en octu­bre de 1815, habrían reconocido fácilmente aque­llas miserables vestimentas.

Las conservó, lo mismo que los candelabros de plata, para tener siempre presente su punto de partida. Pero ocultaba lo que era del presidio, y dejaba ver lo que era del obispo.

Sin mirar aquellos objetos que guardara por tantos años con tanto cuidado y riesgo, cogió harapos, palo y morral, y los arrojó al fuego.

El morral, al consumirse con los harapos que contenía, dejó ver una cosa que brillaba en la ceniza. Era una moneda de plata. Sin duda la moneda de cuarenta sueldos robada al saboyano.

Pero no miraba el fuego; se seguía paseando. De repente su vista se fijó en los dos candeleros de plata.

—Aún está allí Jean Valjean —pensó—. Hay que destruir eso.

Y tomó los candelabros. Removió el fuego con uno de ellos.

En ese momento le pareció oír dentro de sí una voz que gritaba: ¡Jean Valjean! ¡Jean Valjean!

Sus cabellos se erizaron.

—Muy bien —decía la voz—. Completa lo obra. Destruye esos candelabros. ¡Aniquila el pasado! ¡Ol­vida al obispo! ¡Olvídalo todo! ¡Condena a Champ­mathieu! ¡Apláudete! Ya está todo resuelto; un hom­bre, un inocente, cuyo único crimen es lo nombre, va a concluir sus días en la abyección y en el horror. ¡Muy bien! Sé hombre respetable, sigue siendo el señor alcalde, enriquece al pueblo, ali­menta a los pobres, educa a los niños, vive feliz, virtuoso y admirado, que mientras tú estás aquí rodeado de alegría y de luz, otro usará lo chaqueta roja, llevará lo nombre en la ignominia y arrastrará lo cadena en el presidio. Sí, lo has solucionado muy bien. ¡Ah, miserable! Oirás acá abajo muchas bendiciones, pero todas esas bendiciones caerán a tierra antes de llegar al cielo, y allá sólo llegará la maldición.

Esta voz, débil al principio, se había elevado desde lo más profundo de su conciencia y llegaba a ser ruidosa. Se aterró.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó en voz alta. Y después añadió, con una risa que parecía la de un idiota—: ¡Qué tonto soy! ¡No puede haber nadie aquí!

Había alguien. Pero el que allí estaba no era de los que el ojo humano puede ver.

Dejó los candeleros en la chimenea. Volvió a su paseo monótono y lúgubre.

Pensó en el porvenir. ¡Denunciarse! Se pintó con inmensa desesperación todo lo que tenía que abandonar y todo lo que tenía que volver a vivir.

Tendría que despedirse de esa vida tan buena, tan pura; de las miradas de amor y agradecimien­to que se fijaban en él. En vez de eso pasaría por el presidio, el cepo, la chaqueta roja, la cadena al pie, el calabozo, y todos los horrores conocidos. ¡A su edad y después de lo que había sido! Si fuera joven todavía, pero anciano y ser tuteado por todo el mundo, humillado por el carcelero, apaleado; llevar los pies desnudos en los zapatos herrados; presentar mañana y tarde su pierna al martillo de la ronda que examina los grilletes.

¿Qué hacer, gran Dios, qué hacer?

Así luchaba en medio de la angustia aquella alma infortunada. Mil ochocientos años antes, el ser misterioso en quien se resumen toda la santi­dad y todos los padecimientos de la humanidad, mientras que los olivos temblaban agitados por el viento salvaje de lo infinito, había también él apar­tado por un momento el horroroso cáliz que se le presentaba lleno de sombra y desbordante de ti­nieblas en las profundidades cubiertas de estre­llas.

De pronto llamaron a la puerta de su cuarto.

Tembló de pies a cabeza, y gritó con voz terrible:

—¿Quién?

—Yo, señor alcalde.

Reconoció la voz de la portera, y dijo:

—¿Qué ocurre?

—Señor, van a ser las cinco de la mañana y aquí está el carruaje.

—Ah, sí —contestó—, ¡el carruaje!

Hubo un largo silencio. Se puso a examinar con aire estúpido la llama de la vela y a hacer pelotitas con el cerote. La portera esperó un rato hasta que se atrevió a preguntar:

—Señor, ¿qué le digo al cochero?

—Decidle que está bien, que ahora bajo.

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