Los Miserables

I. Fantina feliz

Los Miserables

I. Fantina feliz

Principiaba a apuntar el día. Fantina había pasado una noche de fiebre a insomnio, pero llena de dulces esperanzas; era de mañana cuando se dur­mió. Sor Simplicia, encargada de cuidarla, pasó con ella toda la noche y, al dormirse la paciente, fue al laboratorio a preparar una dosis de quinina. De pronto volvió la cabeza y dio un grito. El señor Magdalena había entrado silenciosamente y estaba delante de ella.

—¡Por Dios, señor Magdalena! —exclamó la reli­giosa—. ¿Qué os ha sucedido? Tenéis el pelo ente­ramente blanco.

—¿Blanco? —dijo él.

Sor Simplicia no tenía espejo; le pasó el vidrio que usaba el médico para constatar si un paciente estaba muerto y ya no respiraba. El señor Magdale­na se miró y sólo dijo, con profunda indiferencia:

—¡Vaya!

Sor Simplicia le informó que Fantina había estado mal la víspera, pero que ya se encontraba mejor porque creía que el señor alcalde había ido a buscar a su hija a Montfermeil.

—Habéis hecho bien en no desengañarla.

—Sí, pero ahora que va a veros sin la niña, ¿qué le diremos?

El alcalde se quedó un momento pensativo.

—Dios nos inspirará —dijo.

—Pero no le podremos mentir —murmuró la religiosa a media voz.

El señor Magdalena entró en la habitación y se paró junto a la cama; miraba alternativamente a la enferma y al crucifijo, lo mismo que dos meses antes cuando la visitó por primera vez. El rezaba, ella dormía, pero en aquellos dos meses los cabe­llos de Fantina se habían vuelto grises y los de Magdalena blancos.

Fantina abrió entonces los ojos, lo vio, y dijo sonriendo:

—¿Y Cosette?

El señor Magdalena respondió maquinalmente algunas palabras que nunca pudo recordar. Por fortuna el médico, que llegaba en ese momento y que sabía la situación, vino en su auxilio.

—Hija mía, calmaos; vuestra hija está acá.

Los ojos de Fantina se iluminaron y cubrieron de claridad todo su rostro. Cruzó las manos con una expresión que contenía toda la violencia y la dulzura de una ardiente oración.

—¡Por favor —exclamó—, traédmela!

—Aún no —dijo el médico—; en este momento no. Tenéis un poco de fiebre y el ver a vuestra hija os agitaría y os haría mal. Ante todo es preci­so que estéis bien.

Ella lo interrumpió impetuosa.

—¡Ya estoy bien! ¡Os digo que estoy bien! ¡Este médico es un burro, no entiende nada! ¡Lo único que quiero es ver a mi hija!

—Ya veis —dijo el médico— cómo os agitáis. Mientras sigáis así, me opondré a que veáis a la niña. No basta que la veáis, es preciso que viváis para ella. Cuando estéis tranquila, os la traeré yo mismo.

La pobre madre bajó la cabeza.

—Señor doctor, os pido perdón; os pido per­dón humildemente. Esperaré todo el tiempo que queráis, pero os aseguro que no me hará mal ver a Cosette. Ya no tengo temperatura, casi estoy sana. Pero no me moveré para contentar a los que me cuidan, y cuando vean que estoy tranquila dirán: hay que traerle su hija a esta mujer.

El señor Magdalena se sentó en una silla junto a la cama. Fantina se volvió a él, esforzándose por parecer tranquila.

—¿Habéis tenido buen viaje, señor alcalde? De­cidme sólo cómo está. ¡Cuánto deseo verla! ¿Es bonita?

El señor Magdalena tomó su mano y le dijo con dulzura:

—Cosette es bonita, y está bien, pero tranquili­zaos. Habláis con mucho apasionamiento y eso os hace toser.

Ella no podía calmarse y siguió hablando y haciendo planes.

—¡Qué felices vamos a ser! Tendremos un jar­dincito, el señor Magdalena me lo ha prometido. Cosette jugará en el jardín. Ya debe saber las letras; después hará su primera comunión.

Y se reía, feliz.

El señor Magdalena oía sus palabras como quien escucha el viento, con los ojos bajos y el alma sumida en profundas reflexiones. Pero de pronto levantó la cabeza porque la enferma había callado.

Fantina estaba aterrorizada. No hablaba, no respiraba, se había incorporado; su rostro, tan ale­gre momentos antes, estaba lívido; sus ojos desor­bitados estaban fijos en algo horrendo.

—¿Qué tenéis, Fantina? —preguntó Magdalena.

Ella le tocó el brazo con una mano, y con la otra le indicó que mirara detrás de sí.

Se volvió y vio a Javert.

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