Los Miserables

I. El pilluelo

Los Miserables

I. El pilluelo

París tiene un hijo y el bosque un pájaro. El pájaro se llama gorrión, y el hijo pilluelo.

Asociad estas dos ideas, París y la infancia, que contienen la una todo el fuego, la otra toda la aurora; haced que choquen estas dos chispas, y el resultado es un pequeño ser.

Este pequeño ser es muy alegre. No come todos los días, pero va a los espectáculos todas las noches, si se le da la gana. No tiene camisa sobre su pecho, ni zapatos en los pies, ni techo sobre la cabeza, igual que las aves del cielo. Tie­ne entre siete y trece años; vive en bandadas; callejea todo el día, vive al aire libre; viste un viejo pantalón de su padre que le llega a los talones, un agujereado sombrero de quién sabe quién que se le hunde hasta las orejas, y un solo tirante amarillo. Corre, espía, pregunta, pierde el tiempo, sabe curar pipas, jura como un condena­do, frecuenta las tabernas, es amigo de ladrones, tutea a las prostitutas, habla la jerga de los bajos fondos, canta canciones obscenas, y no tiene ni una gota de maldad en su corazón. Es que tiene en el alma una perla, la inocencia; y las perlas no se disuelven en el fango. Mientras el hombre es niño, Dios quiere que sea inocente.

Si preguntamos a esta gran ciudad: ¿Quién es ése? respondería: es mi hijo. El pilluelo de París es el hijo enano de la gran giganta.

Este querubín del arroyo tiene a veces camisa, pero entonces es la única; usa a veces zapatos, pero no siempre con suela; tiene a veces casa, y la ama, porque en ella encuentra a su madre; pero prefiere la calle, porque en ella encuentra la libertad. Sus juegos son peculiares. Su trabajo con­siste en proporcionar coches de alquiler, bajar el estribo de los carruajes, establecer pasos de una acera a otra en los días de mucha lluvia, lo que él llama "hacer el Puente de las Artes"; también pre­gonar los discursos de la autoridad en favor del pueblo francés; ahondar las junturas del empedra­do. Tiene su moneda, que se compone de todos los pedazos de cobre que se encuentra en la calle. Esta curiosa moneda, llamada "hilacha", posee una cotización invariable entre esta bohemia infantil.

Tiene su propia fauna, que observa cuidado­samente por los rincones. Buscar salamandras en­tre las piedras es un placer extraordinario, y no menor lo es el de levantar el empedrado y ver correr las sabandijas.

Por la noche el pilluelo, gracias a algunas mo­nedas que siempre halla medio de procurarse, va al teatro, y allí se transfigura. También basta que él esté allí con su alegría, con su poderoso entu­siasmo, con sus aplausos, para que esa sala estre­cha, fétida, obscura, fea, malsana, repugnante, sea el paraíso.

Este pequeño ser grita, se burla, se mueve, pelea; va vestido en harapos como un filósofo; pesca y caza en las cloacas, saca alegría de la inmundicia, aturde las calles con su locuacidad, husmea y muerde, silba y canta, aplaude a insulta, encuentra sin buscar, sabe lo que ignora, es loco hasta la sabiduría, poeta hasta la obscenidad, se revuelca en el estiércol, y sale de él cubierto de estrellas.

El pilluelo ama la ciudad y ama también la soledad; tiene mucho de sabio.

Cualquiera que vagabundee por las soledades contiguas a nuestros arrabales, que podrían lla­marse los limbos de París, descubre aquí y allá, en el rincón más abandonado, en el momento más inesperado, detrás de un seto poco tupido o en el ángulo de una lúgubre pared, grupos de niños malolientes, llenos de lodo y polvo, andrajosos, despeinados, que juegan coronados de florecillas: son los niños de familias pobres escapados de sus hogares. Allí viven lejos de toda mirada, bajo el dulce sol de primavera, arrodillados alrededor de un agujero hecho en la tierra, jugando a las boli­tas, disputando por un centavo, irresponsables, felices. Y, cuando os ven, se acuerdan de que tienen un trabajo, que les hace falta ganarse la vida, y os ofrecen en venta una vieja media de lana llena de abejorros, o un manojo de lilas. El encuentro con estos niños extraños es una de las experiencias más encantadoras, pero a la vez de las más dolorosas que ofrecen los alrededores de París.

Son niños que no pueden salir de la atmósfera parisiense, del mismo modo que los peces no pueden salir del agua. Respirar el aire de París conserva su alma.

El pilluelo parisiense es casi una casta. Pudie­ra decirse que se nace pilluelo, que no cualquiera, sólo por desearlo, es un pilluelo de París. ¿De qué arcilla está hecho? Del primer fango que se encuentre a mano. Un puñado de barro, un soplo, y he aquí a Adán. Sólo basta que Dios pase. Siem­pre ha pasado Dios junto al pilluelo.

El pilluelo es una gracia de la nación, y al mismo tiempo una enfermedad; una enfermedad que es preciso curar con la luz.

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