Los Miserables

II. Reclutas

Los Miserables

II. Reclutas

Al momento de estallar la insurrección, un niño andrajoso bajaba por Menilmontant con una vara florida en la mano. Vio de pronto en el suelo una vieja pistola inservible; arrojó lejos su vara, reco­gió la pistola, y se fue cantando a todo pulmón y blandiendo su nueva arma. Era Gavroche que se iba a la guerra.

Nunca supo que los dos niños perdidos a quienes acogiera una noche eran sus propios her­manos. ¡Encontrar en la noche dos hermanos y en la madrugada un padre! Después de ayudar a Thenardier, volvió al elefante, inventó algo de co­mer y lo compartió con los niños y después salió, dejándolos en manos de la madre calle. Al irse les dio este discurso de despedida: "Yo me largo, hijitos míos. Si no encontráis a papá y mamá, volved aquí en la tarde. Yo os daré algo de comer y os acostaré". Pero los niños no regresaron. Diez o doce semanas pasaron y Gavroche muchas ve­ces se decía, rascándose la cabeza:

—¿Pero dónde diablos se metieron mis dos hijos?

Y ahora caminaba, muerto de hambre, pero alegre, en medio de una muchedumbre que huía despavorida. El iba cantando versos de la Marse­llesa interpretados a su manera. En una calle en­contró un guardia nacional caído con su caballo. Lo recogió, lo ayudó a poner de pie a su cabalga­dura, y continuó su camino pistola en mano.

En el mercado, cuyo cuerpo de guardia había sido desarmado ya, se encontró con un grupo guia­do por Enjolras, Courfeyrac, Combeferre, Feuilly, Bahorel y Prouvaire. Enjolras llevaba una escopeta de caza de dos cañones; Combeferre, un fusil de guardia nacional y dos pistolas, que se le veían bajo su levita desabotonada; Prouvaire, un viejo mosquetón de caballería, y Bahorel una carabina; Courfeyrac bland'ia un estoque; Feuilly con un sable desnudo marchaba delante gritando: ¡Viva Polonia!

Venían del muelle Morland, sin corbata y sin sombrero, agitados, mojados por la lluvia, y con el fuego en los ojos. Gavroche se acercó a ellos con toda calma.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Ven —dijo Courfeyrac.

Un cortejo tumultuoso les seguía; estudiantes, artistas, obreros, hombres bien vestidos, armados de palos y de bayonetas, algunos con pistolas. Un anciano que parecía de mucha edad iba también en el grupo. No tenía armas y corría para no quedarse atrás, aunque parecía pensar en otra cosa y su andar era vacilante.

Era el señor Mabeuf. Courfeyrac lo había reco­nocido por haber acompañado muchas veces a Marius a su casa.

Conociendo sus costumbres pacíficas y extra­ñado al verlo en medio de aquel tumulto, se le acercó.

—Señor Mabeuf, volvéos a casa.

—¿Por qué?

—Porque va a haber jarana.

—Está bien.

—¡Sablazos, tiros, señor Mabeul

—Está bien.

—¡Cañonazos!

—Está bien. ¿Adónde vais vosotros?

—Vamos a echar abajo el gobierno.

—Está bien.

Y los siguió sin volver a pronunciar una pala­bra. Su paso se había ido fortaleciendo; algunos obreros le ofrecieron el brazo y lo había rechaza­do con un movimiento de cabeza. Iba casi en la primera fila de la columna ya. Empezó a correr el rumor de que era un antiguo regicida.

Mientras tanto el grupo crecía a cada instante. Gavroche iba delante de todos, cantando a gritos.

En la calle Billettes, un hombre de alta esta­tura, que empezaba a encanecer y a quien nadie conocía, se sumó al grupo. Gavroche, distraído con sus cánticos, sus silbidos y sus gritos, con ir el primero, y con llamar en las tiendas con la culata de su pistola sin gatillo, no se fijó en aquel hombre.

Al pasar por la calle Verrerie frente a la casa de Courfeyrac, su portera le gritó:

—Señor Courfeyrac, adentro hay alguien que quiere hablaros.

—¡Que se vaya al diablo! —dijo Courfeyrac.

—¡Pero es que os espera hace más de una hora! —exclamó la portera.

Y al mismo tiempo un jovencillo vestido de obrero, pálido, delgado, pequeño, con manchas rojizas en la piel, cubierto con una blusa agujerea­da y un pantalón de terciopelo remendado, que tenía más bien facha de una muchacha vestida de muchacho que de hombre, salió de la portería, y dijo a Courfeyrac con una voz que no era por cierto de mujer:

—¿Está con vos el señor Marius?

—No.

—¿Volverá esta noche?

—No lo sé. Y lo que es yo, no volveré.

El muchacho le miró fijamente, y le preguntó:

—¿Adónde vais?

—Voy a las barricadas.

—¿Queréis que vaya con vos?

—¡Si tú quieres! —respondió Courfeyrac— La ca­lle es libre.

Y junto a sus amigos se encaminaron hasta la calle de la Chanvrerie, en el barrio de Saint—Denis.

Download Newt

Take Los Miserables with you