Los Miserables

IX. Un policía da dos puñetazos a un abogado

Los Miserables

IX. Un policía da dos puñetazos a un abogado

Por más soñador que fuese Marius, ya hemos dicho que era de naturaleza firme y enérgica. Los hábitos de recogimiento habían disminuido tal vez su facultad de irritarse, pero habían dejado intacta la facultad de indignarse. Se apiadaba de un sapo, pero aplastaba a una víbora. Ahora su mirada había penetrado en un agujero de víbo­ras; era un nido de monstruos el que tenía en su presencia.

—¡Es preciso aplastar a esos miserables! —dijo.

Se bajó de la cómoda lo más suavemente que pudo.

En su espanto por lo que se preparaba, y en el horror que los Jondrette le causaban, sentía una especie de alegría con la idea de que le sería dado prestar un gran servicio a la que amaba. Pero, ¿qué hacer? ¿Advertir a las personas ame­nazadas? ¿Dónde encontrarlas? No sabía sus señas. ¿Esperar al señor Blanco a la puerta a las seis, al momento de llegar, y prevenirle del lazo? Pero Jondrette y su gente lo verían espiar. Era la una; la emboscada no debía verificarse hasta las seis. Ma­rius tenía cinco horas por delante.

No había más que una cosa que hacer.

Se puso su traje presentable y salió, sin hacer más ruido que si hubiese caminado sobre musgo y descalzo. Caminaba lentamente, pensativo; la nieve amor­tiguaba el ruido de sus pasos. De pronto oyó voces que hablaban muy cerca de él, por encima de una pared que bordeaba la calle. Se asomó.

Había allí, en efecto, dos hombres apoyados en la pared, sentados en la nieve, y hablando bajo. Uno tenía los cabellos muy largos y el otro llevaba barba. El cabelludo empujaba al otro con el codo, y le decía:

—Con el Patrón—Minette la cosa no puede fa­llar.

¿Tú crees? —dijo el barbudo.

—Será un grande de quinientos francos de un paraguazo para cada uno, y lo peor que nos pue­de pasar, serían cinco, o seis, o diez años a lo más.

—Eso sí que es algo real y no hay que ir a rebuscarlo.

Te digo que el negocio no puede fallar. Sólo hay que enganchar al fulano.

Luego se pusieron a hablar de un melodrama que habían visto la víspera en el teatro de la Gaîté.

Marius continuó su camino.

Al llegar al número 14 de la calle Pontoise, subió al piso principal, y preguntó por el comisa­rio de policía.

—El señor comisario de policía no está —con­testó un ordenanza de la oficina—, pero hay un inspector que lo reemplaza. ¿Queréis hablar con él? ¿Es cosa urgente?

—Sí —dijo Marius.

El ordenanza lo introdujo en el gabinete del comisario. Un hombre de alta estatura estaba allí de pie, detrás de un enrejado, junto a una estufa. Tenía cara cuadrada, boca pequeña y firme, espe­sas patillas entrecanas, muy erizadas, y una mira­da capaz de registrar hasta el fondo de los bolsi­llos.

Aquel hombre tenía un semblante no menos feroz y no menos temible que Jondrette; algunas veces causa tanta inquietud un encuentro con un perro de presa como con un lobo.

—¿Qué queréis?

Ver al comisario de policía.

—Está ausente, yo lo reemplazo.

—Es para un asunto muy secreto.

—Hablad.

—Y muy urgente.

—Entonces, hablad rápido.

Marius relató los sucesos. Al mencionar la en­trevista de Jondrette con Bigrenaille, el policía asin­tió con la cabeza. Cuando Marius dio la dirección, el inspector levantó la cabeza y dijo fríamente:

—¿Es, pues, en el cuarto del extremo del corre­dor?

—Precisamente —dijo Marius, y añadió—: ¿Por ventura conocéis la casa?

El inspector permaneció un momento silencio­so; luego contestó, calentándose el tacón de la bota en la puertecilla de la estufa:

—Así parece.

Y continuó entre dientes, hablando, más que a Marius, a su corbata.

—Por ahí debe de andar el Patrón—Minette.

Esta palabra llamó la atención de Marius.

—¡El Patrón—Minette! —dijo—; en efecto, he oído pronunciar esta palabra.

Y refirió al inspector el diálogo que tenían el hombre cabelludo y el hombre barbudo en la nieve, detrás de la tapia.

—El peludo debe ser Brujon y el barbudo Demi­liard, llamado Deux—Milliards.

El inspector volvió a guardar silencio; luego dijo:

—Número 50—52; conozco ese caserón. Imposi­ble que nos ocultemos en el interior sin que los artistas lo noten, y entonces saldrían del paso con dejar ese vaudeville para otro día. Nada, nada. Quiero oírlos cantar y hacerlos bailar.

Terminando este monólogo, se volvió hacia Marius, y le dijo, mirándolo fijamente:

—Los inquilinos de esa casa tienen llaves para entrar por la noche en sus cuartos. Vos debéis tener una.

—Si —dijo Marius.

—¿La lleváis por casualidad?

—Sí.

—Dádmela —dijo el inspector.

Marius sacó su llave del bolsillo, se la dio al inspector y añadió:

—Si me queréis creer, haréis bien en ir acom­pañado.

El inspector dirigió a Marius la misma mirada que habría dirigido Voltaire a un académico de provincia que le hubiera aconsejado una rima. De los dos inmensos bolsillos de su abrigo sacó dos pequeñas pistolas de acero, de esas que llaman puñetazos, y se las pasó a Marius, diciéndole:

—Tomad esto. Volved a vuestra casa. Ocultaos en vuestro cuarto de modo que crean que habéis salido. Están cargados, cada uno con dos balas. Observaréis por el agujero en la pared. Esa gente llegará allá; dejadla obrar, y cuando juzguéis la cosa a punto, y que es tiempo de prenderlos, tiraréis un pistoletazo; no antes. Lo demás es cosa mía. Un tiro al aire, al techo, adonde se os antoje. Sobre todo, que no sea demasiado pron­to. Aguardad a que hayan principiado la ejecu­ción. Vos sois abogado, y sabéis lo que esto quiere decir.

Marius cogió las pistolas y se las guardó en el bolsillo del pantalón.

A propósito —le dijo al salir el policía—, si tuvierais necesidad de mí, venid o mandadme re­cado; preguntaréis por el inspector Javert.

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