Los Miserables

III. Marius ataca

Los Miserables

III. Marius ataca

Un día el señor Gillenormand, mientras que su hija arreglaba los frascos y las tazas en el mármol de la cómoda, inclinado sobre Marius, le decía con la mayor ternura:

—Mira, querido mío, en lo lugar preferiría aho­ra la carne al pescado. Un lenguado frito es bue­no al principio de la convalecencia; pero después al empezar a levantarse el enfermo, no hay como una chuleta.

Marius, que había recobrado ya casi todo su vigor, hizo un esfuerzo, se incorporó en la cama, apoyó las manos en la colcha, miró a su abuelo de frente, frunció el seño, y dijo:

—Esto me ayuda a deciros una cosa.

—¿Cuál?

—Que quiero casarme.

—Lo había previsto —dijo el abuelo soltando una carcajada.

—¿Cómo previsto?

Marius, atónito y sin saber qué pensar, se sin­tió acometido de un temblor.

El señor Gillenormand, continuó:

—Sí; verás colmados tus deseos; tendrás a esa preciosa niña. Ella viene todos los días, bajo la forma de un señor ya anciano, a saber de ti. Desde que estás herido pasa el tiempo en llorar y en hacer vendas. Me he informado, y resulta que vive en la calle del Hombre Armado, número 7. ¡Ah! ¿Conque la quieres? Perfectamente; la tendrás. Esto destruye todos tus planes, ¿eh? Habías forma­do lo conspiracioncilla, y lo decías: "Voy a impo­nerle mi voluntad a ese abuelo, a esa momia de la Regencia y del Directorio, a ese antiguo pisaver­de, a ese Dorante convertido en Geronte. Tam­bién él ha tenido sus veinte años; será preciso que se acuerde." ¡Ah! Te has llevado un chasco, y bien merecido. Te ofrezco una chuleta y me res­pondes que quieres casarte. Golpe de efecto. Con­tabas con que habría escándalo, olvidándote de que soy un viejo cobarde. Estás con la boca abier­ta. No esperabas encontrar al abuelo más borrico que tú, y pierdes así el discurso que debías dirigir­me. ¡Imbécil! Escucha. He tomado informes, pues yo también soy astuto, y sé que es hermosa y formal. Vale un Perú, te adora, y si hubieras muer­to, habríamos sido tres; su ataúd hubiera acompa­ñado al mío. Desde que lo vi mejor, se me ocurrió traértela, pero una joven bonita no es el mejor remedio contra la fiebre. Por último, ¿a qué hablar más de eso? Es negocio hecho; tómala. ¿Te parez­co feroz? He visto que no me querías, y he dicho para mis adentros: ¿qué podría hacer para que ese animal me quiera? Darle a su Cosette. Caballero, tomaos la molestia de casaros. ¡Sé dichoso, hijo de mi alma!

Dicho esto, el anciano prorrumpió en sollo­zos. Cogió la cabeza de Marius, la estrechó contra su pecho y los dos se pusieron a llorar. El llanto es una de las formas de la suprema dicha.

—¡Padre! —exclamó Marius.

—¡Ah! ¡Conque me quieres! —dijo el anciano.

Hubo un momento de inefable expansión, en que se ahogaban sin poder hablar.

Por fin, el abuelo tartamudeó:

—Vamos, ya estás desenojado, ya has dicho padre.

Marius desprendió su cabeza de los brazos del anciano y dijo alzando apenas la voz:

—Pero, padre, ahora que estoy sano, me pare­ce que podría verla.

—También lo tenía previsto. La verás mañana.

—¡Padre!

—¿Qué?

—¿Por qué no hoy?

—Sea hoy, concedido. Me has dicho tres veces padre y vaya lo uno por lo otro. En seguida lo la traerán. Lo tenía previsto, créeme.

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