Los Miserables

V. Eclipse

Los Miserables

V. Eclipse

Comiendo se abre el apetito, y en amor sucede lo que en la mesa. Saber que Ella se llamaba Ursula era mucho y era poco. Marius en tres o cuatro semanas devoró aquella felicidad; deseó otra, y quiso saber dónde vivía.

Cometió un tercer error: siguió a Ursula.

Vivía en la calle del Oeste, en el sitio menos frecuentado, en una casa nueva de tres pisos, de modesta apariencia. Desde aquel momento, Marius añadió a su dicha de verla en el Luxemburgo la de seguirla hasta su casa.

Su hambre aumentaba. Sabía dónde vivía, qui­so saber quién era.

Una noche, después de seguir al padre y a la hija hasta su casa, entró al edificio y preguntó valientemente al portero:

—¿Es el señor del piso principal el que acaba de entrar?

—No —contestó el portero—. Es el inquilino del tercero.

Había dado un paso; este triunfo alentó a Ma­rius.

—¿Quién es ese caballero? —preguntó.

—Un rentista. Es un hombre muy bondadoso, que ayuda a los necesitados, a pesar de que no es rico.

—¿Cómo se llama? —insistió Marius.

El portero alzó la cabeza, y dijo:

—¿Acaso sois polizonte?

Marius se fue un poco mohíno, pero encanta­do. Progresaba.

Al día siguiente, el señor Blanco y su hija sólo dieron un pequeño paseo en el Luxembur­go; todavía era de día cuando se marcharon. Marius los siguió a la calle del Oeste como acos­tumbraba. Al llegar a la puerta, el señor Blanco hizo pasar primero a su hija; luego se detuvo antes de atravesar el umbral, se volvió y miró fijamente a Marius.

Al día siguiente no fueron al Luxemburgo, y Marius esperó en balde todo el día. Por la noche fue a la calle del Oeste y contempló las ventanas iluminadas.

Al día siguiente tampoco fueron al Luxembur­go. Marius esperó todo el día, y luego fue a po­nerse de centinela bajo las ventanas.

Así pasaron ocho días. El señor Blanco y su hija no volvieron a aparecer por el Luxemburgo. Marius se contentaba con ir de noche a contem­plar la claridad rojiza de los cristales. Veía de cuando en cuando pasar algunas sombras, y el corazón le latía con este espectáculo.

Al octavo día, cuando llegó bajo las venta­nas, no había luz en éstas. Esperó hasta las diez, hasta las doce, hasta la una de la mañana; pero no se encendió ninguna luz. Se retiró muy triste.

AI anochecer siguiente volvió a la casa. El piso tercero estaba oscuro como boca de lobo.

Marius llamó a la puerta y dijo al portero:

—¿El señor del piso tercero?

—Se mudó ayer —contestó el portero.

Marius vaciló, y dijo débilmente:

—¿Dónde vive ahora?

—No lo sé.

—¿No dejó su nueva dirección?

El portero reconoció a Marius.

—¡Ah, usted de nuevo! ¡Entonces es decidida­mente un espía!

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