Los Miserables

III. Peripecias de la evasión

Los Miserables

III. Peripecias de la evasión

Esto es lo que había pasado esa misma noche en la cárcel de la Force:

Babet, Brujon, Gueulemer y Thenardier ha­bían concertado su evasión. Babet lo hizo por la mañana, como le contara Montpamasse a Gavroche. Montparnasse debía apoyar la fuga de los otros desde fuera.

Brujon, en su mes de calabozo, tuvo tiempo para trenzar una cuerda y madurar un plan. Como se ve, lo malo de los calabozos es que dejan soñar a seres que deberían estar trabajando.

Considerado altamente peligroso, Brujon, al salir del calabozo, pasó al Edificio Nuevo, donde lo primero que encontró fue a Gueulemer. Estaban en el mismo dormitorio.

Thenardier se hallaba recluido en la parte alta del Edificio Nuevo, justo encima de la habitación de sus amigos, desde donde, y no se sabe cómo, logró comunicarse con ellos.

Esa noche, Brujon y Gueulemer, sabiendo que afuera, en la calle, los esperaban Babet y Mont­parnasse, horadaron la pared, al amparo del fuer­te aguacero que caía. Con la ayuda de la cuerda de Brujon, que ataron a un barrote de la chime­nea, saltaron al patio de los baños, abrieron la puerta de la casa del portero y se hallaron en la calle. Instantes después se les unían Babet y Mont­parnasse que rondaban a la espera. Al tirar de la cuerda, ésta se rompió y quedó un pedazo col­gando de la chimenea.

Thenardier vio pasar por el tejado las sombras de sus amigos y, como estaba prevenido, com­prendió de qué se trataba. Hacia la una de la madrugada, con una barra de hierro aturdió al guardián, abrió un boquete en el techo y salió al tejado.

Eran ya las tres cuando logró llegar, de tejado en tejado, al caballete del techo de una pequeña barraca abandonada. Allí se quedó aguardando, helado, agotado, temeroso. Se preguntaba si sus cómplices habrían tenido éxito en su empresa y si vendrían en su auxilio. Al dar los relojes las cuatro de la mañana, estalló en la cárcel ese rumor despavorido y con­fuso que sigue al descubrimiento de una evasión. Thenardier se estremeció. Se hallaba en la cima de una pared altísima, tendido bajo la lluvia, sin poder moverse, víctima del vértigo de una caída posible y del horror de una captura segura.

En medio de su angustia, divisó de pronto en la calle las siluetas de cuatro hombres que se deslizaban a lo largo de las paredes, con infinitas precauciones. Se detuvieron debajo del tejado don­de colgaba Thenardier.

Por el característico argot que hablaba cada uno reconoció a Babet, a Brujon y a Gueulemer; y a Montparnasse, por su correcto francés. Decían que seguramente el viejo tabernero no había 1o­grado escapar, o que tal vez lo hizo y lo volvieron a capturar; que tendría para veinte años; que era mejor alejarse de allí.

—No se deja a los amigos en el peligro —pro­testó Montparnasse.

Thenardier no se atrevía a gritar para llamarlos. En su desesperación, se acordó del trozo de la cuerda de Brujon que sacara del barrote en el Edificio Nuevo, y que aún guardaba en su bolsillo. La arrojó con fuerza a los pies de los hombres.

—¡Mi cuerda! —exclamó Brujon.

Y levantando los ojos vieron a Thenardier. Ataron el trozo al que tenía Brujon, pero no po­dían lanzársela.

—Es preciso que uno de nosotros suba a ayu­darlo —dijo Montparnasse.

—¡Tres pisos! —replicó Brujon—. ¡Jamás! Sólo un niño podría hacerlo.

—¿Y de dónde sacamos un niño ahora? —añadió Gueulemer.

—Esperad —dijo Montparnasse—. Yo lo tengo.

Echó a correr hacia la Bastilla y a los pocos minutos volvía con Gavroche.

—A ver, mocoso, ¿eres hombre? —dijo Gueule­mer, despectivo.

—Un mocoso como yo es un hombre, y hombre como vosotros sois mocosos —replicó Gavroche—. ¿Qué hay que hacer?

—Trepar por ese tubo, llevar esta cuerda y ayu­dar a bajar al que está allá arriba.

Trepó Gavroche y reconoció el rostro despa­vorido de Thenardier.

—¡Caramba! —se dijo—. ¡Es mi padre! Bueno, qué importa.

En pocos instantes Thenardier se hallaba en la calle.

—¿Y ahora, a quién nos vamos a comer? —fueron sus primeras palabras.

Inútil es explicar el sentido de esta palabra, de horrorosa transparencia, que significa a la vez ase­sinar y desvalijar.

—Había un buen negocio —dijo Brujon—, en la calle Plumet; calle desierta, casa aislada, verja an­tigua y podrida que da a un jardín, mujeres solas.

—¿Y por qué no?

—Tu hija Eponina fue a ver y trajo bizcocho.

—La niña no es tonta —dijo Thenardier—, pero de todos modos será conveniente ver lo que hay allí.

—Sí, sí —repuso Brujon—, habría que ir a ver.

Gavroche estaba sentado en el suelo, esperan­do tal vez que su padre lo mirara, pero al cabo de un rato se levantó y dijo:

—¿No necesitan nada más de mí? Me voy.

Y se marchó. Babet llevó a Thenardier aparte.

—¿Viste a ese harapiento? —le preguntó.

—¿Cuál?

—El que subió y lo llevó la cuerda.

—No me fijé mucho.

—No estoy seguro, pero creo que es tu hijo.

—¡Vaya! —dijo Thenardier—. ¿Tú crees?

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