Los Miserables

IV. Algún amorcillo

Los Miserables

IV. Algún amorcillo

El señor Gillenormand tenía un sobrino, el tenien­te Teódulo Gillenormand, que los visitaba en París en tan raras ocasiones que Marius nunca había llegado a conocerlo. Teódulo era el favorito de la tía Gillenormand, que tal vez lo prefería porque no lo veía casi nunca. No ver a las personas es cosa que permite suponer en ellas todas las perfecciones.

Una mañana, la señorita Gillenormand mayor estaba bordando en su cuarto y pensando con curiosidad en las ausencias de Marius. Este acababa de pedir permiso al abuelo para hacer un corto viaje, y saldría esa misma tarde. De pronto se abrió la puerta; levantó la mirada y vio al teniente Teó­dulo ante ella haciéndole el saludo militar. Dio un grito de alegría. Una mujer puede ser vieja, mojiga­ta, devota, tía, pero siempre se alegra al ver entrar en su cuarto a un gallardo oficial de lanceros.

—¡Tú aquí, Teódulo! —exclamó.

—¡De paso no más, tía! Parto esta tarde. Cam­biamos de guarnición y para ir a la nueva tene­mos que pasar por París, y me he dicho: Voy a ver a mi tía.

—Pues aquí tienes por la molestia.

Y le puso diez luises en la mano.

—Por el placer querréis decir, querida tía.

Teódulo la abrazó por segunda vez y ella tuvo el placer de que le rozara un poco el cuello con los cordones del uniforme.

—¿Haces el viaje a caballo con lo regimiento?

—No, tía. Como quería veros, tengo un permi­so especial. El asistente lleva mi caballo, y yo voy en la diligencia. Y a propósito, tengo que pregun­taros una cosa. ¿Está de viaje también mi primo

Marius Pontmercy? Pues al llegar fui a la diligencia a tomar mi asiento en berlina y he visto su nom­bre en la hoja.

—¡Ah, el sinvergüenza! —exclamó— ella—. ¡Va a pasar la noche en la diligencia!

—Igual que yo, tía.

—Pero tú vas por deber, en cambio él va por una aventura.

Entonces sucedió una cosa notable: a la seño­rita Gillenormand se le ocurrió una idea.

—¿Sabes que lo primo no lo conoce? —preguntó repentinamente a Teódulo.

—Sí, lo sé. Yo lo he visto, pero él nunca se ha dignado mirarme.

—¿Y vais a viajar juntos?

—El en imperial, y yo en berlina.

—¿Adónde va esa diligencia?

—A Andelys.

—¿Es allí donde irá Marius?

—Sí, como no sea que haga como yo, y se quede en el camino. Yo bajo en Vernon para tomar el coche de Gaillon. No sé el itinerario de Marius.

—Escucha, Teódulo.

—Os escucho, tía.

—Lo que pasa es que Marius se ausenta a me­nudo, y viaja, y duerme fuera de casa. Quisiéra­mos saber qué hay en esto.

Teódulo respondió con la calma de un hom­bre experimentado:

—Algún amorío.

—Es evidente —dijo la tía, que creyó oír hablar al señor Gillenormand. Después añadió:

—Haznos el favor. Sigue un poco a Marius; esto lo será fácil porque él no lo conoce; y si se trata de una mujer, haz lo posible por verla. Nos escribirás contándo­nos la aventura, y se divertirá el abuelo.

No le gustaba mucho a Teódulo este espiona­je; pero los diez luises lo habían emocionado y creía que podrían traer otros detrás. Aceptó, pues, la comisión y su tía lo abrazó otra vez.

En la noche que siguió a este diálogo, Marius subió a la diligencia sin sospechar que iba vigila­do. En cuanto al vigilante, la primera cosa que hizo fue dormirse con un sueño pesado y largo. Al amanecer el día, el mayoral de la diligencia gritó:

—¡Vernon! ¡Relevo de Vernon! ¡Los viajeros de Vernon!

Y el teniente Teódulo se despertó.

—¡Bueno! —murmuró medio dormido aún— aquí es donde me bajo.

Después empezó a despejarse su memoria poco a poco y se acordó de su tía, de los diez luises y de la promesa que había hecho de contar los hechos y dichos de Marius. Esto le hizo reír.

—Ya no estará tal vez en el coche —pensó abo­tonándose la casaca del uniforme—. ¿Qué diablos voy a escribir ahora a mi buena tía?

En aquel momento apareció en la ventanilla de la berlina un pantalón negro que descendía de la imperial.

—¿Será Marius? —se dijo el teniente.

Era Marius.

Al pie del coche, y entre los caballos y los postillones„ una jovencita del pueblo ofrecía flores a los viajeros.

—Flores para vuestras damas, señores —gritaba.

Marius se acercó a la joven y le compró las flores más hermosas que llevaba en la cesta.

—Vamos bien —dijo Teódulo saltando de la ber­lina—, esto ya me está gustando. ¿A quién diantre va a llevar esas flores? Es preciso que sea una mujer muy linda para merecer tan hermoso rami­llete. Hay que conocerla.

Y no ya por mandato, sino por curiosidad personal, como los perros que cazan por cuenta propia, se puso a seguir a su primo.

Marius no lo vio, a él ni a las elegantes muje­res que pasaban a su lado; parecía no ver nada a su alrededor.

—¡Está enamorado! —pensó Teódulo.

Marius se dirigió a la iglesia, pero no entró; dio la vuelta por detrás del presbiterio, y desapa­reció.

—La cita es fuera de la iglesia —dijo Teódulo—. ¡Magnífico! Veamos quién es esa mujer.

Y se adelantó en puntillas hacia el sitio en que había dado la vuelta Marius.

Cuando llegó allí se quedó estupefacto.

Marius, con la frente entre ambas manos, esta­ba arrodillado en la hierba, junto a una tumba. Había deshojado el ramo sobre ella. En el extre­mo de la fosa había una cruz de madera negra, con este nombre escrito en letras blancas: El coro­nel barón de Pontmercy.

Oyó los sollozos de Marius.

La mujer era una tumba.

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