IV. Aparición a Marius
Los Miserables
IV. Aparición a Marius
Algunos días después, Marius había ido a pasearse un rato antes de ir a dejar la moneda para Thenardier. Era lo que hacía siempre. Apenas se levantaba, se sentaba delante de un libro y una hoja de papel para concluir alguna traducción; trataba de escribir y no podía y se levantaba de la silla, diciendo: "Voy a salir un rato, así me darán ganas de trabajar". Y se iba al Campo de la Alondra.
Esa mañana, en medio del arrobamiento con que iba pensando en Ella mientras paseaba, oyó una voz conocida que decía:
—¡Al fin, ahí está!
Levantó los ojos y reconoció a la hija mayor de Thenardier, Eponina. Llevaba los pies descalzos a iba vestida de harapos. Tenía la misma voz ronca, la misma mirada insolente. Además, oscurecía su rostro ese miedo que añade la prisión o la miseria.
Llevaba algunos restos de paja en los cabellos, no como Ofelia por haberse vuelto loca con el contagio de la locura de Hamlet, sino porque había dormido en algún pajar. Y a pesar de todo, estaba hermosa.
Se quedó algunos momentos en silencio.
—¡Os encontré! —dijo por fin—. Tenía razón el señor Mabeuf. ¡Si supieseis cuánto os he buscado! ¿Sabéis que he estado en la cárcel quince días? Me soltaron por no haber nada contra mí, y porque además no tenía edad de discernimiento. ¡Oh, cómo os he buscado desde hace seis semanas! ¿Ya no vivís allá?
—No —dijo Marius.
—¡Oh! Ya comprendo. A causa de aquello. ¿Dónde vivís ahora?
Marius no respondió.
—Parece que no os alegráis de verme. Y, sin embargo, si quisiera os obligaría a estar contento.
—¿Contento —preguntó Marius—, qué queréis decir?
—¡Ah! ¡Antes me llamabais de tú!
—Pues bien; ¿qué quieres decir?
Eponina se mordió el labio, parecía dudar como si fuera presa de una lucha interior; por fin, pareció decidirse.
—Bueno, peor para mí, qué vamos a hacer. Estáis triste y quiero que estéis contento. ¡Pobre señor Marius! Ya sabéis, me habéis prometido que me daríais todo lo que yo quisiera...
—¡Sí, pero habla de una vez!
Ella miró a Marius fijamente a los ojos y le dijc
—¡Tengo la dirección!
Marius se puso pálido. Toda su sangre refluyó al corazón.
—¿Qué dirección?
—Ya sabéis, las señas de la señorita.
Y así que pronunció esta palabra, suspiró profundamente.
Marius le cogió violentamente la mano.
—¡Llévame! ¡Pídeme todo lo que quieras! ¿Dónde es?
—Venid conmigo. No sé bien la calle ni el número; es al otro extremo, pero conozco bien la casa.
Retiró entonces la mano, y dijo en un tono que hubiera lacerado el corazón de un observador, pero que no llamó la atención de Marius, embriagado y loco de felicidad:
—¡Ah! ¡Qué contento estáis ahora!
Una nube pasó por la frente de Marius.
—¡ Júrame una cosa! —dijo cogiendo a Eponina del brazo.
—¡Jurar! —dijo ella—; ¿qué quiere decir eso? ¡Vaya! ¿Queréis que jure?
Y se echó a reír.
—¡Tu padre! ¡Prométeme, Eponina, júrame que no darás esa dirección a lo padre!
Eponina se volvió hacia él con una mirada de asombro.
—¿Cómo sabéis que me llamo Eponina?
—¡Respóndeme, en nombre del cielo! ¡ Júrame que no se lo dirás a lo padre!
—¡Mi padre! ¡Ah, sí, mi padre! Estad tranquilo. Está preso a incomunicado.
—¿Pero no me lo prometes? —exclamó Marius.
—¡Sí, sí os lo prometo! ¡Os lo juro! ¡Qué me importa! ¡No diré nada a mi padre!
—Ni a nadie —dijo Marius.
—Ni a nadie.
—Ahora, llévame.
—Venid. ¡Oh, qué contento está! —dijo la joven.
A los pocos pasos se detuvo.
—Me seguís muy de cerca, señor Marius. Dejadme ir delante de vos y seguidme así no más, como si tal cosa. No deben ver a un caballero como vos con una mujer como yo.
Ningún idioma podría expresar lo que encerraba la palabra mujer dicha así por aquella niña. Dio unos pasos, y se detuvo otra vez.
—A propósito, ¿recordáis que habéis prometido una cosa?
Marius registró el bolsillo. No poseía en el mundo más que los cinco francos destinados a Thenardier; los sacó, y los puso en la mano de Eponina.
Ella abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo, y dijo mirando a Marius con aire sombrío:
—No quiero vuestro dinero.