Los Miserables

X. Socorro de abajo puede ser socorro de arriba

Los Miserables

X. Socorro de abajo puede ser socorro de arriba

Una tarde, el pequeño Gavroche no había comido y recordó que tampoco había cenado el día ante­rior, lo que era ya un poco cansador. Tomó, pues, la resolución de buscar algún medio de cenar. Se fue a dar vueltas más allá de la Salpétrière, por los sitios desiertos, donde suele encontrarse algo; y así llegó hasta unas casuchas que le parecieron ser el pueblecillo de Austerlitz.

En uno de sus anteriores paseos había visto allí un jardín cuidado por un anciano y donde crecía un buen manzano. Una manzana es una cena, una manzana es la vida. Lo que perdió a Adán podía salvar a Gavroche.

Se dirigió entonces hacia el jardín; reconoció el manzano, identificó la fruta, y examinó el seto; se aprestaba a saltarlo, pero se detuvo de repente. Escuchó voces en el jardín, y se puso a mirar por un hueco.

A dos pasos de él, al otro lado del seto, estaba sentado el viejo dueño del jardín, y delante de él había una anciana que refunfuñaba.

Gavroche, que era poco discreto, escuchó.

—¡Señor Mabeuf! —decía la vieja.

—¡Mabeuf —pensó Gavroche—; ese nombre es un chiste.

El viejo, sin levantar la vista, respondió:

—¿Qué pasa, señora Plutarco?

—¡Señora Plutarco! —pensó Gavroche—. Otro chiste.

—El casero no está contento —dijo ella—. Se le deben tres plazos.

—Dentro de tres meses se le deberán cuatro.

—Dice que os echará a la calle.

—Y me iré.

—La tendera quiere que se le pague; ya no nos fía leña. ¿Con qué os calentaréis este invierno? No tendremos lumbre.

—Hay sol.

—El carnicero nos niega el crédito.

—Está bien. Digiero mal la carne; es muy pesada.

—¿Y qué comeremos?

—Pan.

—El panadero quiere que se le dé algo a cuen­ta, y dice que si no hay dinero, no hay pan.

—Bueno.

—¿Y qué comeremos?

—Nos quedan las manzanas del manzano.

—Pero, señor, no se puede vivir así, sin dinero.

—¡Y si no lo tengo!

La anciana se fue, y el anciano se quedó solo meditando. Gavroche meditaba por otro lado. Era ya casi de noche.

El primer resultado de la meditación de Ga­vroche fue que en vez de escalar el seto, se acu­rrucó debajo, donde las ramas se separaban un poco en la parte baja de la maleza. Estaba casi afirmado contra el banco del señor Mabeuf.

—¡Qué buena alcoba! —murmuró.

La calle formaba una línea pálida entre dos filas de espesos arbustos.

De repente, en. esa línea blanquecina, apare­cieron dos sombras. Una iba delante y la otra algunos pasos detrás.

—¡Vaya, dos personajes! —susurró Gavroche.

La primera sombra parecía la de algún viejo encorvado y pensativo, vestido con sencillez, que andaba con lentitud a causa de la edad, y que paseaba a la luz de las estrellas.

La segunda era recta, firme, delgada. Acomo­daba su paso al de la primera; pero en la lentitud voluntaria de la marcha se descubría la esbeltez, la agilidad, la elegancia de aquella sombra. Levita impecable, fino pantalón. Por debajo del sombre­ro se entreveía en el crepúsculo el pálido perfil de un adolescente. Tenía una rosa en la boca.

Esta segunda sombra era conocida de Gavroche: era Montparnasse, el bandido de Patrón—Minette, el amigo de Thenardier.

En cuanto a la otra, sólo podía decir que era un anciano.

Gavroche se puso al momento a observar. Uno de los dos tenía evidentemente proyectos sobre el otro y Gavroche estaba muy bien situado para ver el resultado.

Montparnasse de cacería, a aquella hora y en aquel lugar, era algo amenazador. Gavroche sentía que su corazón de pilluelo se conmovía de lásti­ma por el viejo.

Pero ¿qué hacer? ¿Intervenir? ¿Había de soco­rrer una debilidad a otra? Sería sólo dar motivo para que se riera Montparnasse. Gavroche sabía muy bien que para aquel terrible bandido de die­ciocho años, el viejo primero, y el niño después, eran dos buenos bocados.

Mientras que Gavroche deliberaba, tuvo efecto el ataque brusco y tremendo. Montparnasse de súbito tiró la rosa, saltó sobre el viejo y le agarró del cuello. Un momento después, uno de estos hombres estaba debajo del otro, rendido, jadean­te, forcejeando, con una rodilla de mármol sobre el pecho. Sólo que no había sucedido lo que Gavroche esperaba. El que estaba en tierra era Montpernasse; el que estaba encima era el viejo. Todo esto ocurría a algunos pasos de Gavroche.

Quedó todo en silencio. Montparnasse cesó de forcejear, y Gavroche se dijo: ¡Estará muerto!

El viejo no había pronunciado una palabra, ni lanzado un grito; se levantó, y Gavroche oyó que decía a Montparnasse:

—Párate.

Montparnasse se levantó, sin que el viejo lo soltara; tenía la actitud humillada y furiosa de un lobo mordido por un cordero.

Gavroche miraba y escuchaba; se divertía a morir.

El viejo preguntaba y Montparnasse respondía. —¿Qué edad tienes?

—Diecinueve años.

—Eres fuerte, ¿por qué no trabajas?

—Porque me aburre.

—¿Qué eres?

—Holgazán.

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué quieres ser?

—Ladrón.

Mirando fijamente a Montparnasse, el viejo elevó con suavidad la voz y le dirigió en aquella sombra en que estaban una especie de sermón solemne, del que Gavroche no perdió ni una slaba.

—Hijo mío: tú entras por pereza en la existen­cia más laboriosa. ¡Ah! Tú lo declaras holgazán, pues prepárate a trabajar. No has querido tener el honrado cansancio de los hombres, tendrás el su­dor de los condenados. Donde los demás canten, tú gruñirás. Verás de lejos trabajar a los demás hombres, y lo parecerá que descansan. Para salir a la calle, cualquiera no tiene que hacer más que bajar la escalera, pero tú romperás las sábanas, harás con sus tiras una cuerda, pasarás por la ventana, lo suspenderás colgado de ese hilo sobre un abismo, de noche, en medio de la tempestad, en medio de la lluvia, en medio del huracán, y si la cuerda es corta, sólo encontrarás un medio de bajar: tirarte. Tirarte a ciegas en el precipicio, des­de una altura cualquiera a lo desconocido. ¡Ah! ¡No lo gusta trabajar! No tienes más que un pensa­miento: beber bien, comer bien, dormir bien. Pues beberás agua, comerás pan negro, dormirás en una tabla con una cadena ceñida a tus piernas. Romperás esa cadena y huirás. Bien; pero lo arras­trarás entre las matas y comerás hierba como los animales del monte. Y volverás a caer preso; y entonces pasarás los años en una mazmorra. Quie­res lucir buena ropa, zapatos lustrosos, pelo riza­do, usar en la cabeza perfumes, agradar a las jóvenes, ser elegante; pues bien, lo cortarán el pelo al rape, lo pondrás una chaqueta roja y unos zuecos. Quieres llevar sortijas en los dedos, y tendrás una argolla al cuello; y si miras a una mujer, lo darán un palo. Entrarás allí a los veinte años, y saldrás a los cincuenta. Entrarás joven, sonrosado, fresco, con ojos brillantes, dientes blan­cos, y hermosa cabellera, saldrás cascado, encor­vado, lleno de arrugas, sin dientes, horrible, y con el pelo blanco. ¡Ah, pobre niño!, lo equivocas; la holgazanería lo aconseja mal; el trabajo más rudo es el robo. Créeme, no emprendas la penosa pro­fesión del perezoso; no es cómodo ser ratero. Menos malo es ser hombre honrado. Anda ahora, y piensa en lo que lo he dicho. Pero, ¿qué que­rías? ¿Mi bolsa? Aquí la tienes.

Y el viejo, soltando a Montparnasse, le puso en la mano su bolsa, a la que Montparnasse tomó el peso; después de lo cual, con la misma precau­ción maquinal que si la hubiese robado, la dejó caer suavemente en el bolsillo de atrás de su pantalón.

Hecho esto, el anciano volvió la espalda, y siguió su paseo.

—¡Viejo imbécil! —murmuró Montparnasse.

¿Quién era aquel viejo? El lector lo habrá adi­vinado sin duda.

Montparnasse, estupefacto, miró cómo desapa­recía en el crepúsculo; pero esta contemplación le fue fatal.

Mientras que el viejo se apartaba, Gavroche se aproximaba.

Saliendo de la maleza, se arrastró en la som­bra por detrás de Montparnasse que seguía in­móvil. Así llegó hasta él sin ser visto ni oído. Metió suavemente la mano en el bolsillo de atrás de su pantalón, cogió la bolsa, retiró la mano y volviendo a la rastra, hizo en la oscuridad una evolución de culebra. Montparnasse, que no te­nía motivo para estar en guardia, y que meditaba quizás por primera vez en su vida, no notó nada. Gavroche, así que llegó donde estaba el señor Mabeuf, tiró la bolsa por encima del seto, y huyó a todo correr.

La bolsa cayó a los pies del señor Mabeuf. El ruido lo despertó; se inclinó, la cogió y la abrió sin comprender nada. Era una bolsa que contenía seis napoleones. El señor Mabeuf, muy asustado, la llevó a su criada.

—Esto viene del cielo —dijo la tía Plutarco.

Download Newt

Take Los Miserables with you