Los Miserables

IV. Principio de un enigma

Los Miserables

IV. Principio de un enigma

Jean Valjean se encontró en una especie de jardín muy grande, cuyo fondo se perdía en la bruma y en la noche. Sin embargo, se distinguían confusa­mente varias tapias que se entrecortaban como si hubiese otros jardines más allá.

Es imposible figurarse nada menos acogedor y más solitario que este jardín. No había en él na­die, lo que era propio de la hora; pero no parecía que estuviera hecho para que alguien anduviera por él, ni aún a mediodía.

Lo primero que hizo Jean Valjean fue buscar sus zapatos y calzarse, y después entrar en el cobertizo con Cosette. El que huye no se cree nunca bastante oculto. La niña continuaba pen­sando en la Thenardier, y participaba de este de­seo de ocultarse lo mejor posible. Se oía el ruido tumultuoso de la patrulla que registraba el callejón y la calle, los golpes de las culatas contra las piedras, las voces de Javert que llamaba a los espías que había apostado en las otras callejuelas, y sus imprecaciones mezcladas con palabras que no se distinguían. Al cabo de un cuarto de hora pareció que esta especie de ruido tumultuoso principiaba a alejar­se. Jean Valjean no respiraba.

De pronto se dejó oír un nuevo ruido; un ruido celestial, divino, inefable, tan dulce como horrible era el otro. Era un himno que salía de las tinieblas; un rayo de oración y de armonía en el oscuro y terrible silencio de la noche. Eran voces de mujeres. Este cántico salía de un sombrío edifi­cio que dominaba el jardín. En el momento en que se alejaba el ruido de los demonios, parecía que se aproximaba un coro de ángeles.

Cosette y Jean Valjean cayeron de rodillas.

No sabían lo que era, no sabían dónde esta­ban; pero ambos sabían, el hombre y la niña, el penitente y la inocente, que debían estar arrodi­llados. Mientras cantaban, Jean Valjean no pensaba en nada. No veía la noche, veía un cielo azul. Le parecía que sentía abrirse las alas que tenemos todos dentro de nosotros. El canto se apagó. Había durado tal vez mu­cho tiempo; Jean Valjean no hubiera podido decir­lo. Las horas de éxtasis son siempre un minuto. Todo había vuelto al silencio; nada se oía en la calle, nada en el jardín. Todo había desapareci­do, así lo que amenazaba como lo que inspiraba confianza. El viento rozaba en lo alto de la tapia algunas hierbas secas que producían un ruido suave y lúgubre.

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