Los Miserables

VII. El corazón viejo frente al corazón joven

Los Miserables

VII. El corazón viejo frente al corazón joven

El señor Gillenormand tenía entonces noventa y un años cumplidos. Seguía viviendo con la señori­ta Gillenormand en la calle de las Hijas del Calva­rio, número 6, en su propia y vieja casa. Hacía cuatro años que esperaba a Marius con la convic­ción de que aquel pequeño picarón extraviado llamaría algún día a la puerta; pero en sus mo­mentos de tristeza llegaba a decirse que si Marius tardaba en venir... Y no era la muerte lo que temía, sino la idea de que no vería más a su nieto. No volver a ver a Marius era un triste y nuevo temor que no se le había presentado nunca hasta ahora; esta idea que empezaba a aparecer en su cerebro, le dejaba helado.

El señor Gillenormand era, o se creía por lo menos, incapaz de dar un paso hacia su nieto. "Antes moriré", decía; pero sólo pensaba en Marius con profundo enternecimiento, y con la muda desesperación de un viejo que se va entre las tinieblas.

Su ternura dolorida concluía por convertirse en indignación. Se encontraba en esa situación en que se trata de tomar un partido, y aceptar lo que mortifica. Estaba ya dispuesto a decirse que no había razón para que Marius volviese, que si hu­biera debido volver lo habría hecho ya, y que por consiguiente era preciso renunciar a verle. Trataba de familiarizarse con la idea de que todo había concluido, y que moriría sin ver a "aquel caballe­rete".

Pero toda su naturaleza se rebelaba; y su vieja paternidad no podía consentirlo.

—¡No vendrá! —repetía.

Un día que estaba en lo más profundo de esta tristeza, su antiguo criado Vasco entró y preguntó:

—Señor, ¿podéis recibir al señor Marius?

El viejo se incorporó pálido y semejante a un cadáver que se levanta a consecuencia de una sacudida galvánica. Toda su sangre había refluido a su corazón y murmuró:

—¿Qué señor Marius?

—No sé —respondió Vasco, intimidado y des­concertado por el aspecto de su amo. Nicolasa es la que acaba de decirme: ahí está un joven, que dice que es el señor Marius.

El señor Gillenormand balbuceó en voz baja:

—Que entre.

Y permaneció en la misma actitud, con la ca­beza temblorosa y la vista fija en la puerta. Se abrió ésta, y entró un joven: era Marius.

Marius se detuvo a la puerta como esperando que le dijeran que entrase. Su traje, casi miserable, apenas se veía en la semipenumbra que producía la lámpara. Sólo se distinguía su rostro tranquilo y grave, pero extra­ñamente triste. El señor Gillenormand, sobrecogido de estu­por y de alegría, permaneció algunos momentos sin ver más que una claridad, como cuando se está delante de una aparición. Estaba próximo a desfallecer; era él; era Marius.

¡Al fin, después de cuatro años! Quiso abrir los brazos; se oprimió su corazón de alegría; mil pala­bras de cariño le ahogaban y se desbordaban den­tro de su pecho. Toda esta ternura se abrió paso y llegó a sus labios, y por el contraste que consti­tuía su naturaleza, salió de ellas la dureza, y dijo bruscamente:

—¿Qué venís a hacer aquí?

—Señor... —empezó a decir Marius, turbado.

El señor Gillenormand hubiera querido que Marius se arrojara en sus brazos, y quedó descon­tento de Marius y de sí mismo. Reconoció que él había sido brusco y Marius frío; y era para él una insoportable a irritante ansiedad sentirse tan tier­no y tan conmovido en su interior, y ser tan duro exteriormente. Volvió a su amargura, a interrum­pió a Marius con aspereza:

—Pero entonces, ¿a qué venís?

Este entonces significaba: si no venís a abra­zarme, ¿a qué venís?

Marius miró a su abuelo, que con su palidez parecía un busto de mármol.

El viejo dijo con voz severa:

—¿Venís a pedirme perdón? ¿Habéis reconocido vuestra falta?

Creía con esto poner a Marius en camino para que el "niño" se disculpara. Marius tembló; le exigía que se opusiese a su padre; bajó los ojos, y respondió:

—No, señor.

—Y entonces —exclamó impetuosamente el vie­jo con un dolor agudo y lleno de cólera—¿qué queréis?

Marius juntó las manos, dio un paso y dijo con voz débil y temblorosa:

—Señor, tened compasión de mí.

Estas palabras conmovieron al señor Gillenor­mand; un momento antes lo hubieran enterneci­do, pero ya era tarde. El abuelo se levantó y apoyó las dos manos en el bastón; tenía los labios pálidos, la cabeza vacilante; pero su alta estatura dominaba a Marius, que estaba inclinado.

—¡Compasión de vos, señorito! ¡Un adolescente que pide compasión a un anciano de noventa y un años! Vos entráis en la vida, y yo salgo de ella; vos sois rico, tenéis la única riqueza que existe, la juventud; y yo tengo todas las pobrezas de la vejez, la debilidad, el aislamiento. Estáis enamora­do, eso no hay ni qué decirlo, ¡a mí no me ama nadie en el mundo! ¡Y venís a pedirme compa­sión! Pero vamos, ¿qué es lo que queréis?

—Señor —dijo Marius—, sé que mi presencia os molesta; pero vengo solamente a pediros una cosa; después me iré en seguida.

—¡Sois un necio! —dijo el anciano—. ¿Quién os dice que os vayáis?

Estas palabras eran la traducción de este tier­no pensamiento que tenía en el corazón: "¡Píde­me perdón de una vez! ¡Echate a mis brazos!" El señor Gillenormand sabía que Marius iba a aban­donarlo dentro de algunos instantes, que su mal recibimiento lo enfriaba, que su dureza lo cerra­ba; pensaba todo esto, y aumentaba su dolor;

pero éste se transformaba en cólera. Hubiera que­rido que Marius comprendiera, y Marius no com­prendía.

—¡Cómo! ¿Me habéis ofendido, a mí, a vuestro abuelo; habéis abandonado mi casa para iros no sé dónde; habéis querido llevar la vida de joven independiente; no habéis dado señal de vida; ha­béis contraído deudas sin decirme que las pague, y al cabo de cuatro años venís a mi casa, y no tenéis que decirme nada más que eso?

Este modo violento de empujar al joven hacia la ternura sólo produjo el silencio de Marius.

—Concluyamos. ¿Venís a pedirme algo? Decidlo. ¿Qué queréis? Hablad.

—Señor —dijo Marius—, vengo a pediros permi­so para casarme.

—El señorito se quiere casar —exclamó el ancia­no, cuya voz breve y ronca anunciaba la plenitud de su ira.

Se afirmó en la chimenea.

—¡Casaros! ¡A los veintiún años! ¡No tenéis que hacer más que pedirme permiso! Una formalidad. Sentaos, caballero. Habéis pasado por una revolu­ción desde que no he tenido el honor de veros, y han vencido en vos los jacobinos. Debéis estar muy contento. ¿No sois republicano desde que sois barón? ¿Conque queréis casaros? ¿Con quién? ¿Puedo preguntar, sin ser indiscreto, con quién?

Y se detuvo; pero, antes de que Marius tuviera tiempo de responder, añadió con violencia:

—¡Ah! ¿Tendréis una posición? ¿Una fortuna he­cha? ¿Cuánto ganáis en vuestro oficio de abogado?

—Nada —dijo Marius con una especie de firme­za y de resolución casi feroz.

—¿Nada? ¿No tenéis para vivir más que las mil doscientas libras que os envío?

Marius no respondió. El señor Gillenormand continuó:

—Entonces ya comprendo. ¿Es rica la joven?

—Como yo.

—¡Qué! ¿No tiene dote?

—No.

—¿Y esperanzas?

—Creo que no.

—¡Enteramente desnuda! ¿Y qué es su padre?

—No lo sé.

—¡Y cómo se llama?

—La señorita Fauchelevent.

—Pst —dijo el viejo.

—¡Señor! —exclamó Marius.

El señor Gillenormand prosiguió como quien se habla a sí mismo:

Así que veintiún años, sin posición, mil dos­cientas libras al año y la señora baronesa de Pont­mercy irá a comprar dos cuartos de perejil a la plaza.

—¡Señor! —dijo Marius con la angustia de la última esperanza que se desvanece—; os suplico en nombre del cielo, con las manos juntas, me pongo a vuestros pies. ¡Permitidme que me case!

El viejo lanzó una carcajada estridente y lúgu­bre, en medio de la cual tosía y hablaba:

—¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Os habéis dicho: "Voy a bus­car a ese viejo rancio, a ese absurdo bobalicón, y le diré: Viejo cretino, eres muy dichoso en ver­me; mira, tengo ganas de casarme con la señorita Fulana, hija del señor Fulano; yo no tengo zapa­tos, ella no tiene camisa; pero quiero echar a un lado mi carrera, mi porvenir, mi juventud, mi vida; deseo hacer una excursión por la miseria con una mujer al cuello; esto es lo que quiero y es preciso que consientas. Y el viejo fósil consentirá". Anda hijo, como tú quieras, átate, cásate con tu Pousselevent, con tu Coupelevent. ¡Nun­ca, caballero, nunca!

—Padre mío...

—Nunca.

Marius perdió toda esperanza al oír el acento con que fue pronunciado este nunca.

Atravesó el cuarto lentamente con la cabeza inclinada, temblando, y más semejante al que se muere que al que se va.

El señor Gillenormand lo siguió con la vista, y en el momento en que se cerraba la puerta, y en que Marius iba a desaparecer, dio cuatro pasos con esa viveza senil de los viejos impetuosos y coléricos, cogió a Marius por el cuello, lo arrojó en un sillón y le dijo:

—¡Cuéntamelo!

Sólo estas palabras, "padre mío", que se le es­caparon a Marius, habían causado esta revolución. Marius lo miró asustado. El abuelo se había convertido en padre.

Vamos a ver, habla ¡cuéntame tus amores! Dímelo en secreto; dímelo todo. ¡Caramba, qué tontos son los jóvenes!

—¡Padre! —volvió a decir Marius.

Todo el rostro del anciano se iluminó con un indecible resplandor.

—Sí, eso es; ¡llámame padre y verás!

Había en estas frases algo tan bueno, tan dul­ce, tan franco, tan paternal, que Marius pasó re­pentinamente del desánimo a la esperanza.

—Y bien, padre... —dijo Marius.

—¡Ah! —dijo el señor Gillenormand—, no tienes ni un ochavo. Estás vestido como un ladrón.

Y abriendo un cajón, sacó una bolsa que puso sobre la mesa.

Toma, ahí tienes cien luises; cómprate un sombrero.

—Padre —continuó Marius—, mi buen padre, ¡si supieseis! La amo. No podéis figuraros. La primera vez que la vi fue en el Luxemburgo, adonde ella iba a pasear; al principio no le puse atención, pero después yo no sé cómo me he enamorado. ¡Oh! ¡Cuánto he sufrido! Pero, en fin, ahora la veo todos los días en su casa; su padre no lo sabe, nos vemos en el jardín. Y ahora, figuraos que van a partir; su padre quiere irse a Inglaterra, y yo me he dicho: voy a ver á mi abuelo y a contárselo. Me volveré loco, me moriré, caeré enfermo, me arrojaré al río. Es preciso que me case porque si no, no sé qué haré. Esta es la verdad; creo que no he olvidado nada. Vive en la calle Plumet, cerca de los Inválidos.

El señor Gillenormand se había sentado ale­gremente al lado de Marius. Al mismo tiempo que le escuchaba y saboreaba el sonido de su voz, saboreaba también un polvo de tabaco.

—¡Conque la niña lo recibe a escondidas de su padre! Es como debe ser. A mí me han pasado historias de ese género, y más de una. ¿Y sabes lo que se hace? No se toma la cosa con ferocidad; no se precipita uno en lo trágico, no se concluye por un casamiento; es preciso tener sentido co­mún. Tropezad, mortales, pero no os caséis. Cuan­do llega un caso como éste, se busca al abuelo, que es un buen hombre en el fondo, y que tiene siempre algunos cartuchos de luises en un cajón y se le dice: abuelo, esto me pasa. Y el abuelo dice: es muy natural. Es preciso que la juventud se divierta, y que la vejez se arrugue. Yo he sido joven, y tú serás viejo. Anda, hijo mío que ya dirás esto mismo a tus nietos. Aquí tienes doscientas pistolas. ¡Diviértete, caramba! Así debe llevarse este negocio. No se casa uno, pero eso no impi­de... ¿Me comprendes?

Marius, petrificado y sin poder pronunciar una palabra hizo con la cabeza un movimiento nega­tivo. El viejo se echó a reír, guiñó el ojo, le dio un golpecito en la rodilla, lo miró con aire misterioso y le dijo:

—¡Tonto! ¡Tómala como querida!

Marius se puso pálido. Al principio no com­prendió lo que acababa de decir su abuelo, pero la frase, "tómala como querida", había entrado en su corazón como una espada.

Se levantó, cogió el sombrero que estaba en el suelo y se dirigió hacia la puerta con paso fume y seguro. Allí se volvió, se inclinó profunda­mente ante su abuelo, levantó después la cabeza y dijo:

—Hace cinco años insultasteis a mi padre; hoy habéis insultado a mi esposa. No os pido nada más, señor. Adiós.

El señor Gillenormand, estupefacto, abrió la boca, extendió los brazos y trató de levantarse; pero, antes de que hubiera podido pronunciar una palabra, se había cerrado la puerta, y Marius había desaparecido.

El anciano permaneció algunos momentos in­móvil, como si hubiera caído un rayo a sus pies, sin poder hablar ni respirar, como si una mano vigorosa le apretase la garganta.

Por fin, se levantó del sillón y gritó:

—¡Está loco! ¡Se va! ¡Ay, Dios mío! ¡Ahora ya no volverá! ¡Marius! ¡Marius! ¡Marius! ¡Marius!

Pero Marius ya no podía oírle.

Download Newt

Take Los Miserables with you