Los Miserables

IV. El señor Faucbelevent con un bulto debajo del brazo

Los Miserables

IV. El señor Faucbelevent con un bulto debajo del brazo

Cosette y Marius se volvieron a ver. Toda la familia, incluso Vasco y Nicolasa, esta­ba reunida en el cuaito de Marius cuando entró Cosette.

Precisamente en aquel instante iba a sonarse el anciano y se quedó parado, cogida la nariz, y mirando a Cosette por encima del pañuelo.

—¡Adorable! —exclamó.

Después se sonó estrepitosamente.

Cosette estaba embriagada de felicidad, medio asustada, en el cielo. Balbuceaba, ya pálida, ya encendida, queriendo echarse en brazos de Ma­rius, y sin atreverse.

Detrás de Cosette había entrado un hombre de cabellos blancos, serio y, sin embargo, sonrien­te, aunque su sonrisa tenía cierto tinte vago y doloroso. Era el señor Fauchelevent; era Jean Valjean. En el cuarto de Marius permaneció junto a la puerta. Llevaba bajo el brazo un paquete bastante parecido a un libro con cubierta de papel verde, algo mohoso.

El señor Gillenormand lo saludó y dijo con voz alta:

—Señor Fauchelevent, tengo el honor de pedi­ros para mi nieto, el señor barón Marius de Pont­mercy, la mano de esta señorita.

El señor Fauchelevent se inclinó en señal de asentimiento.

—Negocio concluido —dijo el abuelo.

Y volviéndose hacia Marius y Cosette, con los dos brazos extendidos en actitud de bendecir, les gritó:

—Se os permite adoraros.

No dieron lugar a que se les repitiese pues en seguida empezó el susurro, Marius recostado en el sillón y Cosette de pie junto a él. Después, como había gente delante, cesaron de hablar, contentándose con estrecharse suave­mente las manos.

El señor Gillenormand se volvió a los que estaban en el cuarto, y les dijo:

—Vamos, hablad alto, meted ruido, ¡qué dia­blos!, para que estos muchachos puedan charlar a gusto.

Permaneció un instante en silencio, y luego dijo, mirando a Cosette:

—¡Es preciosa! ¡Preciosa! Hijos míos, adoraos. Pero —añadió poniéndose triste de repente—, ¡qué lástima! Ahora que pienso, sois tan pobres. Más de la mitad de mis rentas son vitalicias. Mientras yo viva, todo marchará bien; pero, después que muera, de aquí a unos veinte años, ¡ah, pobreci­llos! No tendréis un centavo.

Se oyó entonces una voz grave y tranquila, que decía:

—La señorita Eufrasia Fauchelevent tiene seis­cientos mil francos.

Era la voz de Jean Valjean.

No había desplegado aún los labios; nadie parecía cuidarse siquiera de que estuviese allí, y él permanecía de pie a inmóvil detrás de todos aquellos seres dichosos.

—¿Quién es la señorita Eufrasia? —preguntó el abuelo, asustado.

—Soy yo —respondió Cosette.

—¡Seiscientos mil francos! —exclamó el señor Gillenormand.

—Menos catorce o quince mil quizá —dijo Jean Valjean.

Y colocó en la mesa el paquete. Lo abrió; era un legajo de billetes de banco. Los contó, y había en total quinientos ochenta y cuatro mil francos.

—¡Miren ese diablo de Marius que ha ido a tropezar en la región de los sueños con una millo­naria! Ni Rothschild.

En cuanto a Marius y Cosette, no hacían más que mirarse, prestando apenas atención a aquel incidente.

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