Los Miserables

V. Champmatbieu cada vez más asombrado

Los Miserables

V. Champmatbieu cada vez más asombrado

Era él. Estaba muy pálido y temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aún cuando llegó a Arras, se habían vuelto completamente blancos. Había en­canecido en una hora.

Se adelantó hacia los testigos y les dijo:

—¿No me conocéis?

Los tres quedaron mudos a indicaron con un movimiento de cabeza que no lo conocían. El señor Magdalena se volvió hacia los jurados y dijo con voz tranquila:

—Señores jurados, mandad poner en libertad al acusado. Señor presidente, mandad que me pren­dan. El hombre a quien buscáis no es ése; soy yo. Yo soy Jean Valjean.

Nadie respiraba. A la primera conmoción de asombro había sucedido un silencio sepulcral.

El rostro del presidente reflejaba simpatía y tristeza. Cambió un gesto rápido con el fiscal y luego se dirigió al público y preguntó con un acento que fue comprendido por todos:

—¿Hay algún médico entre los asistentes? Si lo hay, le ruego que examine al señor Magdalena y lo lleve a su casa...

El señor Magdalena no lo dejó terminar la frase. Lo interrumpió con mansedumbre y autori­dad.

—Os doy gracias, señor presidente, pero no estoy loco. Estabais a punto de cometer un grave error. Dejad a ese hombre. Cumplo con mi deber al de­nunciarme. Dios juzga desde allá arriba lo que hago en este momento; eso me basta. Podéis prenderme, puesto que estoy aquí. Me oculté largo tiempo con otro nombre; llegué a ser rico; me nombraron alcal­de; quise vivir entre los hombres honrados, mas parece que eso es ya imposible. No puedo contaros mi vida, algún día se sabrá. He robado al obispo, es verdad; he robado a Gervasillo, también es verdad. Tenéis razón al decir que Jean Valjean es un malva­do; pero la falta no es toda suya. Creedme, señores jueces, un hombre tan humillado como yo no debe quejarse de la Providencia, ni aconsejar a la socie­dad; pero la infamia de que había querido salir era muy grande; el presidio hace al presidiario. Antes de ir a la cárcel, era yo un pobre aldeano poco inteli­gente, una especie de idiota; el presidio me transformó. Era estúpido, me hice malvado. La bondad y la indulgencia me salvaron de la perdición a que me había arrastrado el castigo. Pero perdonadme, no podéis comprender lo que digo. Veo que el señor fiscal mueve la cabeza como diciendo: el señor Mag­dalena se ha vuelto loco. ¡No me creéis! Al menos, no condenéis a ese hombre. A ver, ¿esos no me conocen? Quisiera que estuviera aquí Javert, él me reconocería.

Es imposible describir la melancolía triste y serena que acompañó a estas palabras.

Volviéndose hacia los tres testigos, les dijo:

—Tú, Brevet, ¿te acuerdas de los tirantes a cua­dros que tenías en el presidio?

Brevet hizo un movimiento de sorpresa, y lo miró de pies a cabeza, asustado.

—Chenildieu, tú tienes el hombro derecho que­mado porque lo tiraste un día sobre el brasero encendido, ¿no es verdad?

—Es cierto —dijo Chenildieu. .

—Cochepaille, tú tienes en el brazo izquierdo una fecha escrita en letras azules con pólvora quemada. Es la fecha del desembarco del empera­dor en Cannes, el primero de marzo de 1815. Levántate la manga.

Cochepaille se levantó la manga y todos mira­ron. Allí estaba la fecha.

El desdichado se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces con una sonrisa que movía a compasión. Era la sonrisa del triunfo, pero tam­bién la sonrisa de la desesperación.

—Ya veis —dijo— que soy Jean Valjean.

No había ya en el recinto jueces, ni acusado­res, ni gendarmes; no había más que ojos fijos y corazones conmovidos. Nadie se acordaba del pa­pel que debía representar; el fiscal olvidó que estaba allí para acusar, el presidente que estaba allí para presidir, el defensor para defender. No se hizo ninguna pregunta; no intervino ninguna au­toridad. Los espectáculos sublimes se apoderan del alma, y convierten a todos los que los presencian en meros espectadores. Tal vez ninguno po­día explicarse lo que experimentaba; ninguno po­día decir que veía allí una gran luz, y, sin embargo, interiormente todos se sentían deslumbrados.

Era evidente que tenían delante a Jean Val­jean. Su aparición había bastado para aclarar aquel asunto tan oscuro hasta algunos momentos antes. Sin necesidad de explicación alguna, aquella mul­titud comprendió en seguida la grandeza del hom­bre que se entregaba para evitar que fuera conde­nado otro en su lugar.

—No quiero molestar por más tiempo a la au­diencia —dijo Jean Valjean—. Me voy, puesto que no me prenden. Tengo mucho que hacer. El señor fiscal sabe quién soy y adónde voy y me mandará arrestar cuando quiera.

Se dirigió a la puerta. Ni se elevó una voz, ni se extendió un brazo para detenerlo. Todos se apartaron. Jean Valjean tenía en ese momento esa superioridad que obliga a la multitud a retroceder delante de un hombre. Pasó en medio de la gente lentamente; no se sabe quién abrió la puerta, pero lo cierto es que estaba abierta cuando llegó a ella.

Se dirigió entonces a los presentes:

—Todos creéis que soy digno de compasión, ¿no es verdad? ¡Dios mío! Cuando pienso en lo que estuve a punto de hacer, me creo dignó de envidia. Sin embargo, preferiría que nada de esto hubiera sucedido.

Una hora después, el veredicto del jurado de­claraba inocente a Champmathieu, quien, puesto en libertad inmediatamente, se fue estupefacto, pensando que todos estaban locos, y sin com­prender nada de lo que había visto.

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