Los Miserables

IX. Solución de algunos asuntos de política municipal

Los Miserables

IX. Solución de algunos asuntos de política municipal

Unos diez meses después de lo referido, a co­mienzos de 1823, una tarde en que había nevado copiosamente, uno de esos jóvenes ricos y ocio­sos que abundan en las ciudades pequeñas, em­bozado en una gran capa se divertía en hostigar a una mujer que pasaba en traje de baile, toda des­cotada y con flores en la cabeza, por delante del café de los oficiales.

Cada vez que la mujer pasaba por delante de él, le arrojaba con una bocanada de humo de su cigarro algún apóstrofe que él creía chistoso y agudo, como: "¡Qué fea eres! No tienes dientes". La mujer, triste espectro vestido, que iba y venía sobre la nieve, no le respondía, ni siquiera lo miraba, y no por eso recorría con menos regulari­dad su paseo. Aprovechando un momento en que la mujer volvía, el joven se fue tras ella a paso de lobo, y ahogando la risa, tomó del suelo un puña­do de nieve y se lo puso bruscamente en la espal­da entre los hombros desnudos. La joven lanzó un rugido, se dio vuelta, saltó como una pantera, y se arrojó sobre el hombre clavándole las uñas en el rostro con las más espantosas palabras que pueden oírse en un cuerpo de guardia. Aquellas injurias, vomitadas por una voz enronquecida por el aguardiente, sonaban aun más repulsivas en la boca de una mujer a la cual le faltaban, en efecto, los dos dientes incisivos. Era Fantina.

Al ruido de la gresca, los oficiales salieron del café, los transeúntes se agruparon, y se formó un gran círculo alegre, que azuzaba y aplaudía.

De pronto, un hombre de alta estatura salió de entre la multitud, agarró a la mujer por el vestido de raso verde, cubierto de lodo, y le dijo:

—¡Sígueme!

La mujer levantó la cabeza, y su voz furiosa se apagó súbitamente. Sus ojos se pusieron vidriosos y se estremeció de terror. Había reconocido a Javert.

El joven aprovechó la ocasión para escapar.

Javert alejó a los concurrentes, deshizo el círcu­lo y echó a andar a grandes pasos hacia la oficina de policía, que estaba al extremo de la plaza, arrastrando tras sí a la miserable. Ella se dejó llevar maquinalmente.

Al llegar a la oficina policial, Fantina fue a sentarse en un rincón inmóvil y muda, acurrucada como perro que tiene miedo.

Javert se sentó, sacó del bolsillo una hoja de papel sellado y se puso a escribir.

Esta clase de mujeres están enteramente aban­donadas por nuestras leyes a la discreción de la policía, la cual hace de ellas lo que quiere; las castiga como bien le parece, y confisca a su arbi­trio esas dos tristes cosas que se llaman su trabajo y su libertad.

Javert estaba impasible: una prostituta había atentado contra un ciudadano. Lo había visto él, Javert. Escribía, pues, en silencio. Cuando termi­nó, firmó, dobló el papel y se lo entregó al sar­gento de guardia.

Tomad tres hombres y conducid a esta joven a la cárcel —le ordenó.

Luego, volviéndose hacia Fantina, añadió:

—Tienes para seis meses.

La desgraciada se estremeció.

—¡Seis meses, seis meses de presidio! —excla­mó—. ¡Seis meses de ganar siete sueldos por día! ¿Qué va a ser de Cosette, mi hija? Debo más de cien francos a los Thenardier, señor inspector, ¿no lo sabéis?

Fantina se arrastró por las baldosas mojadas, y sin levantarse y juntando las manos, hizo el relato de cuanto había pasado. En ciertos instantes se detenía, sollozando, tosiendo y balbuceando con la voz de la agonía. Un gran dolor es un rayo divino y terrible que transfigura a los miserables. En aquel momento Fantina había vuelto a ser hermosa. En ciertos instantes se detenía y besaba tiernamente el levitón del policía. Hubiera enter­necido un corazón de granito; pero no enterneció un corazón de palo.

—¡Tened piedad de mí, señor Javert! —terminó desesperada.

—Está bien —dijo Javert—, ya lo he oído. ¿Es todo? Ahora andando. ¡Tienes para seis meses!

Cuando Fantina comprendió que la sentencia se había dictado, se desplomó murmurando:

—¡Piedad!

Javert volvió la espalda. Algunos minutos antes había penetrado en la sala un hombre sin que se reparase en él. Cerró la puerta y se aproximó al oír las súplicas desespera­das de Fantina. En el instante en que los soldados echaban mano a la desgraciada que no quería levantarse, dijo:

—Un instante, por favor.

Javert levantó la vista, y reconoció al señor Magdalena.

Se quitó el sombrero, y saludando con cierta especie de torpeza y enfado, dijo:

—Perdonad, señor alcalde...

Estas palabras, señor alcalde, hicieron en Fan­tina un efecto extraño. Se levantó rápidamente como un espectro que sale de la tierra, rechazó a los soldados que la tenían por los brazos, se dirigió al señor Magdalena antes que pudieran dete­nerla, y mirándole fijamente exclamó:

—¡Ah!, ¡eres tú el señor alcalde!

Después se echó a reír y lo escupió.

El señor Magdalena se limpió la cara y dijo:

—Inspector Javert, poned a esta mujer en liber­tad,

Javert creyó que se había vuelto loco. Experi­mentó en aquel momento una después de otra y casi mezcladas, las emociones más fuertes que había sentido en su vida. Quedó mudo.

Las palabras del alcalde .no habían hecho me­nos efecto en Fantina. Se puso a hablar en voz baja, como si hablase a sí misma.

—¡En libertad! ¡Que me dejen marchar! ¡Que no vaya por seis meses a la cárcel! ¿Quién lo ha dicho? ¡No será el monstruo del alcalde! ¿Habéis sido vos, señor Javert, el que ha dicho que me pongan en libertad? ¡Oh, yo os contaré y me deja­réis marchar! ¡Ese monstruo de alcalde, ese viejo bribón es la causa de todo! Figuraos, señor Javert, que me ha despedido por las habladurías de unas embusteras que hay en el taller. ¡Esto es horroro­so! Despedir a una pobre joven que trabaja honra­damente. ¡Después no pude ganar lo necesario y de ahí vino mi desgracia! Yo tengo mi pequeña Cosette, y me he visto obligada a hacerme mujer mala. Ahora comprenderéis cómo tiene la culpa de todo el canalla del alcalde. Yo pisé el sombre­ro del joven ese, pero antes él me había echado a perder mi vestido con la nieve. Nosotras no tene­mos más que un vestido de seda para salir en la noche. Y ahora viene este otro a meterme miedo. ¡Yo no le tengo miedo a ese alcalde perverso! Sólo tengo miedo a mi buen señor Javert.

De repente, Fantina arregló el desorden de sus vestidos, y se dirigió a la puerta diciendo en voz baja a los soldados:

—Niños, el señor inspector ha dicho que me soltéis y me voy.

Puso la mano en el picaporte. Un paso más y estaba en la calle.

Javert hasta ese momento había permanecido de pie, inmóvil, con la vista fija en el suelo. El ruido del picaporte lo hizo despertar, por decirlo así. Levantó la cabeza con una expresión de auto­ridad soberana; expresión tanto más terrible cuan­to más baja es la autoridad, feroz en la bestia salvaje, atroz en el hombre que no es nada.

—Sargento —exclamó—, ¿no veis que esa descara­da se escapa? ¿Quién os ha dicho que la dejéis salir?

Yo —dijo Magdalena.

Fantina, al oír la voz de Javert tembló y soltó el picaporte, como suelta un ladrón sor­prendido el objeto robado. A la voz de Magda­lena se volvió, y sin pronunciar una palabra, sin respirar siquiera, su mirada pasó de Magdalena a Javert, de Javert a Magdalena, según hablaba uno a otro.

—Señor alcalde, eso no es posible —dijo Javert con la vista baja pero la voz firme.

—¡Cómo! —dijo Magdalena.

—Esta maldita ha insultado a un ciudadano.

—Inspector Javert —contestó el señor Magdale­na, con voz conciliadora y tranquila—, escuchad. Sois un hombre razonable y os explicaré lo que hago. Pasaba yo por la plaza cuando traíais a esta mujer; había algunos grupos; me he informado y lo sé todo: el ciudadano es el que ha faltado y el que debía haber sido arrestado.

Javert respondió;

—Esta miserable acaba de insultaros.

—Eso es problema mío —dijo Magdalena—. Mi injuria es mía, y puedo hacer de ella lo que quiera.

—Perdonad, señor alcalde, pero la injuria no se ha hecho a vos sino a la justicia.

—Inspector Javert —contestó el señor Magdale­na—, la primera justicia es la conciencia. He oído a esta mujer y sé lo que hago.

Y yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo.

—Entonces, limitaos a obedecer.

—Obedezco a mi deber; y mi deber me manda que esta mujer sea condenada a seis meses de cárcel.

Magdalena respondió con dulzura:

—Pues escuchad. No estará en la cárcel ni un solo día. Este es un hecho de policía municipal de la que soy juez. Ordeno, pues, que esta mujer quede en libertad.

Javert hizo el último esfuerzo:

—Pero, señor alcalde...

—Ni una palabra, salid de aquí —dijo Magdale­na.

Javert saludó profundamente al alcalde y salió.

La joven sentía una extraña emoción. Escucha­ba aturdida, miraba atónita y a cada palabra que decía Magdalena, sentía deshacerse en su interior las horribles tinieblas del odio, y nacer en su corazón algo consolador, inefable, algo que era alegría, confianza, amor.

Cuando salió Javert, Magdalena se volvió ha­cia ella, y le dijo con voz lenta, como un hombre que no quiere llorar:

—Os he oído. No sabía nada de lo que habéis dicho. Creo y comprendo que todo es verdad. Ignoraba también que hubieseis abandonado mis talleres. ¿Por qué no os habéis dirigido a mí? Pero yo pagaré ahora vuestras deudas, y haré que ven­ga vuestra hija, o que vayáis a buscarla. Viviréis aquí o en París, donde queráis. Yo me encargo de vuestra hija y de vos. No trabajaréis más si no queréis; os daré todo el dinero que os haga falta. Volveréis a ser honrada volviendo a ser feliz. Ade­más, yo creo que no habéis dejado de ser virtuosa y santa delante de Dios, ¡pobre mujer!

A Fantina se le doblaron las piernas, y cayó de rodillas delante de Magdalena, y antes que él pudiese impedirlo, sintió que le cogía la mano, y posaba en ella los labios. Después se desmayó.

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