Los Miserables

IV. Principio de sombra

Los Miserables

IV. Principio de sombra

Jean Valjean no sospechaba nada del romance del jardín.

Cosette, un poco menos soñadora que Marius, estaba alegre, y eso bastaba a Jean Valjean para ser feliz.

Como se retiraba siempre a la diez de la no­che, Marius no iba al jardín hasta después de esa hora, cuando oía desde la calle que Cosette abría la puerta—ventana de la escalinata. Durante el día Marius no aparecía jamás por allí y Jean Valjean no se acordaba ya que existía tal personaje. Sólo una vez, una mañana, le dijo a Cosette:

—¡Tienes la espalda blanca de yeso!

La noche anterior, Marius, en un arrebato de pasión, había abrazado a Cosette junto a la pared.

En aquel alegre mes de mayo, Marius y Cosette descubrieron dichas inmensas, como reñir y lla­marse de vos, sólo para llamarse después de tú con más placer; hablar horas; callarse horas. Para Marius, oír a Cosette hablar de trapos. Para Cosette, oír a Marius hablar de política. Pero por lo gene­ral hablaban tonterías; niñerías, incoherencias, y se reían por nada.

—¿Sabías tú que me llamo Eufrasia? —decía Co­sette.

—¿Eufrasia? ¡No, tú lo llamas Cosette!

—Mi verdadero nombre es Eufrasia. Cuando era niña me pusieron Cosette. ¿Te gusta más Eufrasia?

—Pues... sí.

—Sí, y también es bonito Cosette. Llámame Co­sette.

Una noche que Marius iba a la cita por la aveni­da de los Inválidos, con la cabeza inclinada como era su costumbre, al doblar la esquina de la calle Plumet oyó decir a su lado:

—Buenas noches, señor Marius.

Levantó la cabeza y reconoció a Eponina. Nun­ca había vuelto a pensar en ella desde el día en que lo llevara a casa de Cosette. Tenía motivos para estarle agradecido y le debía su felicidad presente; sin embargo, le molestó encontrarla allí.

Es un error creer que la pasión, cuando es feliz, conduce al hombre a un estado de perfec­ción; lo conduce, simplemente, al estado de olvi­do. En esta situación, el hombre se olvida de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El agradecimiento, el deber, los recuerdos, desapare­cen. En otro tiempo Marius hubiera actuado de manera muy distinta con Eponina, pero, absorbi­do por Cosette, ni recordaba que la muchacha se llamaba Eponina Thenardier, que llevaba un nom­bre escrito en el testamento de su padre. Hasta el nombre de su padre desaparecía bajo el esplen­dor de su amor.

—¡Ah!, ¿sois Eponina?

—¿Por qué me habláis de vos? ¿Os he hecho algo?

—No —respondió él.

Es cierto que no tenía nada contra ella, todo lo contrario. Pero ahora que tuteaba a Cosette, debía tratar de vos a Eponina.

—¡Señor Marius...! —exclamó ella.

Y se detuvo. Parecía que le faltaban las pala­bras a esa criatura que había sido tan desvergon­zada y tan audaz. Trató de sonreír y no pudo.

—¿Y entonces...?— volvió a decir.

Después se calló y bajó los ojos.

—Buenas noches, señor Marius —dijo con brus­quedad, y se fue.

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