El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 23. La doble pista

Capítulo 23 La doble pista

No me había repuesto aún del estupor que me causó tal descubrimiento cuando mi joven amigo me tocó en el hombro y me dijo:

—¡Sígame!

—¿Adónde? —le pregunté.

—A mi habitación.

—¿Qué vamos a hacer allí?

—Reflexionar.

Confieso que me hallaba totalmente imposibilitado no ya para reflexionar, pero ni siquiera para pensar, y en aquella noche trágica, después de los acontecimientos cuyo horror solo era igualable con su incoherencia, apenas lograba explicarme cómo Joseph Rouletabille podía tener la pretensión de «reflexionar» entre el cadáver del guarda y la señorita Stangerson acaso en agonía. Y, sin embargo, lo hizo, con la sangre fría de los capitanes en medio de las batallas. Cerró la puerta de la habitación, me señaló un sillón, se sentó pausadamente frente a mí y, naturalmente, encendió la pipa. Yo le miraba reflexionar… y me dormí. Cuando me desperté era de día. Mi reloj marcaba las ocho. Rouletabille ya no estaba allí. Su sillón, frente a mí, estaba vacío. Me levanté y comencé a estirarme, cuando se abrió la puerta y entró mi amigo. En seguida vi en su fisonomía que, mientras yo dormía, él no había perdido el tiempo.

—¿La señorita Stangerson? —pregunté en seguida.

—Su estado es muy alarmante, pero no desesperado.

—¿Hace mucho que salió usted de la habitación?

—Al rayar el alba.

—¿Ha trabajado?

—Mucho.

—¿Ha descubierto algo?

—Una doble huella de pasos muy marcada «y que hubiera podido engañarme…».

—¿Ya no lo engaña?

—No.

—¿Explica alguna cosa?

—Sí.

—¿Respecto al «cadáver increíble» del guarda?

—Sí; ahora ese cadáver es totalmente «creíble». Esta mañana, mientras me paseaba alrededor del castillo, he descubierto dos clases de pasos distintos, que habían dejado sus huellas esta noche al mismo tiempo, unas al lado de otras. Digo: «Al mismo tiempo». Y es que, verdaderamente, no podía ser de otro modo, pues si una de las huellas hubiera marchado tras la otra, siguiendo el mismo camino, con frecuencia se habría «montado sobre la otra», cosa que no sucedía nunca. Los pasos del uno no pisaban los pasos del otro. No; eran pasos «que parecían charlar entre sí». Hacia el centro del patio esta doble huella abandonaba todas las otras huellas, para salir del patio y dirigirse hacia el encinar. Iba a abandonar yo también el patio, con los ojos clavados en la pista, cuando me encontré con Frédéric Larsan. Inmediatamente se interesó mucho por mi trabajo, pues la doble huella merecía de verdad nuestra atención. Volvíamos a encontrarnos allí con la doble huella de pasos del caso del «Cuarto Amarillo»: los pasos toscos y los pasos elegantes; pero, mientras que, cuando el caso del «Cuarto Amarillo», los pasos toscos solo acompañaban a los pasos elegantes hasta la orilla del estanque, para desaparecer a continuación —por lo que Larsan y yo dedujimos que las dos clases de pasos pertenecían al mismo individuo, que no había hecho más que cambiar de calzado—, aquí pasos toscos y pasos elegantes viajaban en compañía. Semejante comprobación era lo propio para hacerme dudar de mis convicciones anteriores. Larsan parecía pensar lo mismo que yo; así que nos quedamos inclinados sobre las huellas, husmeando los pasos como perros al acecho.

»Saqué de mi cartera las suelas de papel. La primera suela, que era la que yo había recortado sobre la huella de los zapatos del tío Jacques que encontró Larsan, es decir, sobre la huella de los pasos toscos, esta primera suela, digo, coincidía perfectamente con una ele las huellas que teníamos ante los ojos, y la segunda suela, que era el dibujo de los “pasos elegantes”, coincidía igualmente con la huella correspondiente, pero con una ligera diferencia en la punta. En suma, esta nueva marca del paso elegante no difería de la marca de la orilla del estanque más que en la punta del botín. De ahí no podíamos sacar la conclusión de que esta marca pertenecía al mismo personaje, pero tampoco podíamos afirmar que no le pertenecía. El desconocido podía no llevar los mismos botines.

»Siempre siguiendo la doble huella, Larsan y yo fuimos a parar a la salida del encinar, y nos encontramos ante las mismas orillas del estanque que nos vieron cuando nuestra primera investigación. Pero esta vez ninguna de las marcas se detenía allí y las dos, tomando el sendero, iban a dar a la gran carretera de Epinay. Allí nos topamos con un macadán reciente donde no podía verse nada; y nos volvimos al castillo sin decirnos una palabra.

»Al llegar al patio nos separamos; pero, siguiendo el mismo camino que había tomado nuestro pensamiento, volvimos a encontramos otra vez ante la puerta del cuarto del tío Jacques. Encontramos al viejo criado en la cama y comprobamos en seguida que las prendas que había arrojado sobre una silla se hallaban en un estado lamentable, y su calzado, unos zapatos completamente iguales a los que conocíamos, estaban extraordinariamente llenos de barro. Desde luego no había sido al ayudar a transportar el cadáver del guarda desde el extremo del patio hasta el vestíbulo, ni al ir a la cocina a buscar una linterna, cuando el tío Jacques había puesto de ese modo su calzado y empapado sus ropas, puesto que entonces no llovía. Pero había llovido antes de ese momento y había llovido después.

»En cuanto a la cara de nuestro hombre, no era bonita que digamos. Parecía reflejar una extrema fatiga, y sus ojos parpadeantes nos miraron desde el principio con espanto.

»Lo interrogamos. Al principio, nos respondió que se había acostado inmediatamente después de que llegara al castillo el médico que había ido a buscar el mayordomo; pero lo apretamos tan bien, le demostramos tan bien que mentía, que acabó por confesarnos que, en efecto, había salido del castillo. Naturalmente, le preguntamos el motivo; nos respondió que le había dolido la cabeza y que había tenido necesidad de tomar el aire, pero que no había ido más allá del encinar. Entonces le describimos todo el camino que había hecho, tan bien como si lo hubiéramos visto andar. El viejo se incorporó y se puso a temblar.

»—¡No iba usted solo! —gritó Larsan.

»Y el tío Jacques:

»—¿Entonces lo ha visto usted?

»—¿A quién? —pregunté.

»—¡Pues al fantasma negro!

»Y luego el tío Jacques nos contó que hacía unas cuantas noches que veía al fantasma negro. Aparecía en el parque al filo de media noche y se deslizaba contra los árboles con una agilidad increíble. Parecía “atravesar” el tronco de los árboles; dos veces el tío Jacques, que había divisado al fantasma a través de su ventana a la claridad de la luna, se había levantado y, resueltamente, había salido a dar caza a aquella extraña aparición. La antevíspera había conseguido alcanzarla, pero se desvaneció en la esquina de la torre; finalmente esta noche, habiendo salido efectivamente del castillo, acosado por la idea del nuevo crimen que acababa de cometerse, vio al fantasma negro surgir de pronto en medio del patio. Lo siguió, al principio con prudencia, luego más de cerca… y así había dado la vuelta al encinar y al estanque, y había llegado hasta la orilla de la carretera de Epinay. “Allí, el fantasma desapareció súbitamente”.

»—¿No ha visto usted su cara? —preguntó Larsan.

»—No, no he visto más que velos negros…

»—¿Y después de lo que ha pasado en la galería no se ha lanzado usted a él?

»—¡No podía! Estaba aterrorizado… Apenas tuve fuerzas para seguirlo…

»—Usted no lo ha seguido, tío Jacques —dije yo con voz amenazante—. ¡Usted ha ido con el fantasma hasta la carretera de Epinay y han caminado “cogidos del brazo”!

»—¡No! —gritó—. ¡Se ha puesto a llover a cántaros… y me he vuelto!… Yo no sé lo que ha sido del fantasma negro…

»Pero sus ojos se desviaron de mí.

»Lo dejamos.

»Cuando estuvimos fuera:

»—¿Cómplice? —pregunté a Larsan con un tono singular, mirándolo bien de frente para sorprender el fondo de su pensamiento.

»Larsan levantó los brazos al cielo.

»—¿Quién puede saberlo?… ¿Quién puede saberlo en un caso como este? ¡Hace veinticuatro horas habría jurado que no había cómplices!

»Y me dejó, anunciándome que abandonaría el castillo inmediatamente para ir a Epinay.

Rouletabille había terminado su relato. Le pregunté:

—Bueno, ¿y qué concluir de todo ello?… La verdad, yo no veo nada…, no entiendo nada… En fin, ¿qué sabe usted?

—¡Todo! —exclamó—. ¡Todo!

Nunca había visto su cara tan radiante. Se levantó y me estrechó la mano con fuerza…

—Entonces, explíqueme… —le rogué.

—Vamos a ver cómo está la señorita Stangerson —me respondió bruscamente.

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