El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 13. «La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor»

Capítulo 13 «La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor»

Ocho días después de los acontecimientos que acabo de referir, exactamente el 2 de noviembre, recibí en mi domicilio en París un telegrama redactado en estos términos:

Véngase al Glandier en el primer tren. Traiga revólveres. Saludos. Rouletabille.

Creo haberles dicho ya que en aquella época yo, joven pasante de abogado y casi desprovisto de causas, frecuentaba el Palacio de Justicia, más para familiarizarme con mis deberes profesionales que para defender al huérfano y a la viuda. Así pues, no tenía por qué extrañarme de que Rouletabille dispusiera así de mi tiempo; y, por lo demás, él sabía cuánto me interesaban en general sus aventuras periodísticas y sobre todo el caso del Glandier. Desde hacía ocho días no había tenido noticias de él más que por los innumerables chismorreos de los periódicos y por algunas notas muy breves de Rouletabille en . Esas notas divulgaron el golpe del «hueso de cordero» y por ellas supimos que el análisis había confirmado que las marcas dejadas en el hueso de cordero eran de «sangre humana». Se veían en él las huellas recientes «de la sangre de la señorita Stangerson»; las huellas antiguas provenían de otros crímenes, que podían remontarse a varios años…

Imagínense si el caso era la comidilla de la prensa del mundo entero. Jamás crimen ilustre había intrigado las mentes de ese modo. Sin embargo, me parecía que la instrucción no avanzaba gran cosa; por eso me hubiera alegrado mucho de la invitación de mi amigo para que me reuniera con él en el Glandier, si el telegrama no hubiera contenido estas palabras: «Traiga revólveres».

Aquello me intrigaba enormemente. Si Rouletabille me telegrafiaba que llevara revólveres, era porque preveía que tendríamos que utilizarlos. Ahora bien, lo confieso sin vergüenza: yo no soy un héroe. Pero ¡qué hacer! Aquel día mi amigo, que estaba seguramente en un aprieto, me pedía ayuda; no lo pensé; y, después de comprobar que el único revólver que yo tenía estaba bien armado, me dirigí hacia la estación de Orléans. En el camino recordé que un revólver no era más que un arma y que el telegrama de Rouletabille reclamaba revólveres en plural; entré en la tienda de un armero y compré una pequeña arma excelente, que me alegraba poder regalar a mi amigo.

Esperaba encontrar a Rouletabille en la estación de Epinay, pero no estaba. Sin embargo, me esperaba un cabriolé y llegué en seguida al Glandier. Nadie en la reja. No vi a nuestro joven hasta llegar al mismo umbral del castillo. Me saludó con un gesto amistoso y me abrazó a continuación pidiéndome efusivamente noticias de mi salud.

Cuando estuvimos en el viejo salón de que ya he hablado, Rouletabille me hizo sentar y me dijo a continuación:

—¡La cosa está mal!

—¿Qué es lo que está mal?

—¡Todo!

Se acercó a mí y me confió al oído:

—Frédéric Larsan se ha lanzado a fondo contra el señor Robert Darzac.

Desde el día en que vi al novio de la señorita Stangerson palidecer ante la huella de sus pasos, aquello no podía extrañarme mucho.

Sin embargo, hice notar al instante:

—¡Bueno! ¿Y el bastón?

—¡El bastón! Sigue en manos de Frédéric Larsan y no lo suelta

—Pero… ¿no proporciona una coartada a Robert Darzac?

—En absoluto. Robert Darzac, a quien interrogué con dulzura, niega haber comprado aquella noche, ni ninguna otra noche, un bastón en la tienda de Cassette… Sea lo que fuere —dijo Rouletabille—, «yo no juraría nada», pues Robert Darzac tiene tan extraños silencios, que no sabe uno con exactitud qué pensar de lo que dice…

—Para Frédéric Larsan, el bastón tiene que ser un bastón precioso, un bastón de convicción…, pero ¿de qué forma? Porque si nos atenemos a la hora de la compra, no podía estar en manos del asesino…

—A Larsan la hora le trae sin cuidado… No tiene por qué adoptar mi sistema, que comienza por introducir al asesino en el «Cuarto Amarillo» entre las cinco y las seis. ¿Qué le impide a él hacerle entrar entre las diez y las once de la noche? Precisamente en aquel momento el señor y la señorita Stangerson, ayudados por el tío Jacques, acaban de proceder a un interesante experimento de química en la parte del laboratorio ocupada por los hornos. Larsan dirá que el asesino se coló detrás de ellos, por más inverosímil que parezca… Ya se lo dio a entender al juez de instrucción… Si lo consideramos de cerca, este razonamiento es absurdo, dado que el familiar, si es que hay un familiar, debía saber que el profesor pronto abandonaría el pabellón; y a él como familiar le iba su seguridad en aplazar sus operaciones para después de esa salida… ¿Por qué iba a arriesgarse a atravesar el laboratorio mientras el profesor seguía allí? Además, ¿cuándo se habría introducido el familiar en el pabellón?… Hay que elucidar tantos puntos antes de admitir la imaginación de Larsan… Yo, por mi parte, no perderé mi tiempo en ello, pues tengo un sistema irrefutable que no me permite preocuparme de esa imaginación. Únicamente que, como me veo momentáneamente en la obligación de callar y Larsan algunas veces habla…, podría ser que todo acabara por explicarse en contra del señor Darzac…, ¡si yo no estuviera aquí! —añadió el joven con orgullo—. En efecto, hay en contra del señor Darzac otros «signos exteriores» mucho más terribles que la historia del bastón, que para mí sigue siendo incomprensible, tanto más incomprensible cuanto que Larsan no se priva de aparecer ante el señor Darzac con ese bastón que habría pertenecido al mismo señor Darzac. Entiendo muchas cosas en el sistema de Larsan, pero todavía no entiendo el bastón.

—¿Sigue Frédéric Larsan en el castillo?

—Sí; apenas se ha alejado de él. Duerme en él como yo, a petición del señor Stangerson. El señor Stangerson ha hecho por él lo que Robert Darzac hizo por mí. Acusado por Frédéric Larsan de conocer al asesino, el señor Stangerson ha querido proporcionar a su acusador todos los medios para llegar al descubrimiento de la verdad. Robert Darzac obra conmigo del mismo modo.

—¿Pero usted está persuadido de la inocencia de Robert Darzac?

—Por un instante creí en la posibilidad de su culpabilidad. Fue cuando llegamos aquí por primera vez. Ha llegado el momento de contarle lo que pasó aquí entre el señor Darzac y yo.

Aquí Rouletabille se interrumpió y me preguntó si había traído las armas. Le enseñé los dos revólveres. Los examinó, dijo: «¡Perfecto!», y me los devolvió.

—¿Vamos a necesitarlos? —le pregunté.

—Esta noche, sin duda; pasamos la noche aquí; ¿no le importa?

—Al contrario —dije con una mueca que desencadenó la risa de Rouletabille.

—¡Vamos! ¡Vamos! —prosiguió—. No es hora de reír. Hablemos seriamente. ¿Se acuerda de aquella frase que fue el «Ábrete, Sésamo» de este castillo lleno de misterio?

—Sí —dije—, perfectamente: la rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor. Fue la misma frase que medio chamuscada volvió a encontrar en un papel entre los carbones del laboratorio.

—Sí, y en la parte baja del papel, la llama había respetado una fecha: «23 de octubre». Acuérdese de esta fecha, que es muy importante. Voy a decirle ahora lo que hay detrás de esta frase incongruente. No sé si sabrá que la antevíspera del crimen, es decir, el 23, el señor y la señorita Stangerson fueron a una recepción en el Elíseo. Hasta asistieron a la cena, según creo. El caso es que se quedaron a la recepción, «puesto que yo los vi». Yo también estaba por deber profesional. Tenía que hacer una entrevista a uno de esos sabios de la Academia de Filadelfia, a quien homenajeaban aquella noche. Hasta aquel día yo nunca había visto al señor ni a la señorita Stangerson. Me senté en el salón que precede al salón de los Embajadores y, cansado de haber sido empujado por tantos y tan nobles personajes, estaba dejándome llevar por un vago ensueño, cuando sentí pasar el perfume de la dama de negro. Me preguntará usted: «¿Qué es eso del “perfume de la dama de negro”?». Basta con que sepa que es un perfume que he amado mucho, porque era el perfume de una dama, siempre vestida de negro, que me dispensó alguna bondad maternal en mi primera juventud. La dama que aquel día estaba discretamente impregnada del «perfume de la dama de negro» iba vestida de blanco. Era maravillosamente hermosa. No pude dejar de levantarme y seguirla a ella y a su perfume. Un hombre, un anciano, daba el brazo a aquella belleza. Todos se volvían a su paso y oí que susurraban: «Es el profesor Stangerson y su hija». Así supe a quién seguía. Encontraron al señor Robert Darzac, a quien yo conocía de vista. El profesor Stangerson, abordado por uno de los sabios americanos, Arthur William Ranee, se sentó en un sillón de la galería central y Robert Darzac arrastró a la señorita Stangerson hacia el invernadero. Yo no dejaba de seguirlos. Aquella noche hacía un tiempo muy dulce; las puertas que daban al jardín estaban abiertas. La señorita Stangerson se echó sobre los hombros un ligero chal y me di cuenta de que fue ella quien rogó al señor Darzac que entrara con ella en la casi soledad del jardín. Y yo los seguía aún, interesado por la agitación que se notaba entonces en el señor Robert Darzac. Ahora se deslizaban con pasos lentos a lo largo de la pared que bordea la avenida Marigny. Cogí por el paseo central. Andaba paralelamente a mis dos personajes. Luego «atajé» por el césped para cruzarlos. La noche estaba oscura, la hierba ahogaba mis pasos. Se detuvieron a la claridad vacilante de un farol e inclinados ambos sobre un papel que llevaba la señorita Stangerson parecían leer algo que les interesaba mucho. También yo me detuve. La sombra y el silencio me rodeaban. No me vieron y oí distintamente a la señorita Stangerson que repetía doblando el papel: «La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor», y esas palabras fueron dichas con un tono a la vez tan burlón y desesperado, y fueron seguidas por una carcajada tan nerviosa, que creo que aquella frase se me quedará grabada para siempre. Pero aún fue pronunciada otra frase, esta vez por Robert Darzac: «¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?». El señor Robert Darzac, presa de una agitación extraordinaria, cogió la mano de la señorita Stangerson, la llevó durante largo tiempo a sus labios y por el movimiento de sus hombros pensé que lloraba. Luego se alejaron.

»Cuando llegué a la galería central —prosiguió Rouletabille—, ya no vi al señor Robert Darzac, al que solo volvería a ver en el Glandier, después del crimen, pero vi a la señorita Stangerson, al señor Stangerson y a los delegados de Filadelfia. La señorita Stangerson estaba al lado de Arthur Ranee. Este le hablaba con animación y los ojos del americano despedían durante la conversación un extraño brillo. Creo que la señorita Stangerson no prestaba siquiera atención a lo que le decía Arthur Ranee, y su rostro expresaba una total indiferencia. Arthur Ranee es un hombre sanguíneo, con la cara barrosa; debe de gustarle la ginebra; cuando se fueron el señor y la señorita Stangerson, se dirigió hacia el y no lo dejó más. Me reuní con él y le hice algunos favores entre tanto barullo de gente. Me lo agradeció y me comunicó que se iba otra vez a América dentro de tres días, es decir el 26 (al día siguiente del crimen). Le hablé de Filadelfia; me dijo que llevaba veinticinco años viviendo en aquella ciudad y que allí conoció al ilustre profesor Stangerson y a su hija. En esto, se sirvió de nuevo champán y creí que no dejaría nunca de beber. Lo dejé cuando estuvo casi borracho.

»De esta forma pasé la velada, querido amigo. No sé por qué especie de previsión, la doble imagen del señor Robert Darzac y de la señorita Stangerson no me abandonó en toda la noche, y dejo a su consideración el efecto que me produjo la noticia del atentado contra la señorita Stangerson. Cómo no recordar aquellas palabras: “¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?”. Sin embargo, no fue esta frase la que dije a Robert Darzac cuando lo encontramos en el Glandier. Para que se nos abrieran de par en par las puertas del castillo bastó la frase que aludía a la rectoral y al jardín esplendoroso, y que la señorita Stangerson parecía haber leído del papel que llevaba en la mano. ¿Creía yo en aquel momento que Robert Darzac era el asesino? ¡No! No creo haberlo creído del todo. En aquel momento, yo no pensaba seriamente en “nada”. Tenía tan poca información… “Pero necesitaba” que él me diera en seguida la prueba de que no estaba herido en la mano. Cuando estuvimos los dos solos, le conté lo que la casualidad me había hecho sorprender de su conversación con la señorita Stangerson en los jardines del Elíseo; y cuando le dije que había oído esas palabras: “¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?”, se turbó bastante, pero mucho menos que con la frase de la “rectoral”. Lo que lo sumió en una verdadera consternación fue saber por mi boca que, el mismo día en que se encontró con la señorita Stangerson en el Elíseo, esta había ido por la tarde a la oficina de correos 40 a buscar una carta que podía ser la que leyeron juntos en los jardines del Elíseo y que acababa con estas palabras: “La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor”. Por lo demás, esta hipótesis se vio confirmada después por el trozo de la carta con fecha del 23 de octubre que descubrí, como usted recuerda, entre los carbones del laboratorio. La carta había sido escrita y retirada de la oficina el mismo día. Sin duda, aquella misma noche, a la vuelta del Elíseo, la señorita Stangerson quiso quemar ese papel comprometedor. El señor Robert Darzac negó en vano que esa carta tuviera una relación con el crimen. Le dije que en un caso tan misterioso él no tenía derecho a ocultar a la justicia el incidente de la carta y que yo estaba convencido de que la carta tenía una importancia considerable, que el tono desesperado de la señorita Stangerson al pronunciar la fatídica frase, las lágrimas de él, Robert Darzac, y la amenaza que profirió a consecuencia de la carta no me permitían dudarlo. Robert Darzac estaba cada vez más agitado. Decidí aprovechar mi ventaja.

»—Usted iba a casarse con ella —dije descuidadamente, sin mirar más a mi interlocutor—, y, de repente, esta boda se hace imposible a causa del autor de esta carta, pues, nada más leer la carta, usted habla de la necesidad de un crimen para que la señorita Stangerson sea suya. ¡A S, !

»Y terminé este pequeño discurso con estas palabras:

»—¡Ahora, señor, no tiene más que confiarme el nombre del asesino!

»Sin darme cuenta, debí de decir cosas formidables. Cuando volví a levantar los ojos hacia Robert Darzac, vi un rostro descompuesto, una frente bañada en sudor, unos ojos llenos de espanto.

»—Señor —me dijo—, le voy a pedir una cosa que quizá le parezca insensata, pero a cambio de la cual yo daría mi vida: no debe hablar delante de los magistrados de lo que vio y oyó en los jardines del Elíseo… Ni delante de los magistrados, ni delante de nadie en el mundo. Le juro que soy inocente, y sé, y siento que usted me cree, pero preferiría pasar por culpable a ver las sospechas de la justicia desviarse hacia esa frase: “La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor”. Es preciso que la justicia ignore esa frase. Todo este caso le pertenece, señor, yo se lo cedo, pero olvide la noche del Elíseo. ¡Usted encontrará otros cien caminos diferentes que lo llevarán al descubrimiento del criminal! Se los abriré, lo ayudaré. ¿Quiere instalarse aquí? ¿Ser amo y señor? ¿Comer y dormir aquí? ¿Vigilar mis actos y los actos de todos? Estará usted en el Glandier como si fuera el dueño, pero olvide la noche del Elíseo.

Rouletabille dejó de hablar para tomar aliento. Ahora comprendía yo la actitud inexplicable de Robert Darzac para con mi amigo y cómo este pudo instalarse en los lugares del crimen con tanta facilidad. Todo lo que acababa de saber no podía menos de excitar mi curiosidad. Le pedí a Rouletabille que me lo satisficiera aún más. ¿Qué había sucedido en el Glandier durante estos ocho últimos días? ¿No acababa de decirme mi amigo que el señor Darzac tenía en contra suya signos exteriores mucho más terribles que el del bastón encontrado por Larsan?

—Todo parece volverse contra él —me respondió mi amigo— y la situación se está poniendo extremadamente grave. Robert Darzac no parece concederle la menor importancia; está equivocado: pero no le interesa nada que no sea la salud de la señorita Stangerson, que iba mejorando cada día, ¡cuando sobrevino un acontecimiento más misterioso aún que el misterio del «Cuarto Amarillo»!

—¡No puede ser! —exclamé—. ¿Y qué acontecimiento puede ser más misterioso que el misterio del «Cuarto Amarillo»?

—Volvamos primero a Robert Darzac —dijo Rouletabille, tranquilizándome—; estaba diciéndole que todo se vuelve contra él. «Los pasos elegantes» puestos de relieve por Frédéric Larsan parecen efectivamente «los pasos del novio de la señorita Stangerson». Las rodadas de la bicicleta pueden ser las rodadas de «su» bicicleta; la cosa ha sido controlada. Desde que tenía esa bicicleta siempre la dejaba en el castillo. ¿Por qué llevársela a París precisamente en este momento? ¿No iba a volver más al castillo? ¿Iba la ruptura de su boda a acarrear la ruptura de sus relaciones con los Stangerson? Todos los interesados afirman que las relaciones hubieran seguido. ¿Entonces? Frédéric Larsan cree que «habían roto definitivamente». Desde el día en que Robert Darzac acompañó a la señorita Stangerson a los grandes almacenes de la Louve, hasta el día siguiente del crimen, no volvió el exnovio al Glandier. Hay que recordar que la señorita Stangerson perdió su bolso y la llave con cabeza de cobre cuando estaba en compañía de Robert Darzac. Desde aquel día hasta la fiesta del Elíseo el profesor de la Sorbona y la señorita Stangerson no se vieron. Pero pudieron haberse escrito. La señorita Stangerson fue a buscar una carta a la lista de correos de la oficina 40, carta que Frédéric Larsan cree de Robert Darzac, pues Frédéric Larsan, que, por supuesto, no sabe nada de lo que pasó en el Elíseo, ha llegado a pensar que el mismo Robert Darzac robó el bolso y la llave, con el designio de forzar la voluntad de la señorita Stangerson, apropiándose de los papeles más preciosos de su padre y que hubiera restituido bajo condición de boda. Todo esto sería una hipótesis dudosa y casi absurda, como el mismo gran Fred me decía, si no hubiera algo más, algo mucho más grave. Primero, cosa extraña y que no logro explicarme: sería el mismo señor Darzac en persona quien, el 24, habría ido a pedir la carta en la oficina de correos, carta que había sido retirada la víspera por la señorita Stangerson; la descripción del hombre que se presentó a la taquilla responde punto por punto a las señas del señor Darzac. Este, a las preguntas que el juez de instrucción le hizo, a título de simple información, niega haber ido a la oficina de correos: y yo creo a Robert Darzac; pues, aun admitiendo que la carta fuera escrita por él (cosa que no pienso), sabía que la señorita Stangerson la había cogido, ya que se la vio en las manos en los jardines del Elíseo. Así pues, no fue él quien se presentó al día siguiente 24 en la oficina 40 para pedir una carta que sabía que no estaba allí. Para mí, es alguien que se le parecía extrañamente, y es también el ladrón del bolso, el cual debió de pedir en la carta algo a la propietaria del bolso, a la señorita Stangerson, «algo que no vio llegar». Debió de quedar estupefacto y llegó a preguntarse si la carta que había echado con la inscripción M.A.T.H.S.N. en el sobre había sido recogida. De ahí su gestión en la oficina de correos y su insistencia en reclamar la carta. Luego se va furioso. ¡La carta ha sido retirada y, sin embargo, lo que pedía no le ha sido concedido! ¿Qué pide en ella? Nadie lo sabe, a excepción de la señorita Stangerson. El caso es que al día siguiente nos enterábamos de que la señorita Stangerson había estado a punto de ser asesinada durante la noche, y yo descubría dos días después que, al mismo tiempo, habían robado al profesor gracias a la llave, objeto de la carta de la lista de correos. Por eso me parece que el hombre que fue a la oficina de correos es el asesino; y este razonamiento, de los más lógicos en suma, sobre los motivos de la gestión del hombre en la oficina de correos Frédéric Larsan se lo ha hecho, pero aplicándolo a Robert Darzac. Puede suponer que el juez de instrucción, Larsan y yo mismo hemos hecho todo lo posible por obtener en la oficina de correos detalles parecidos acerca del extraño personaje del 24 de octubre. Pero no pudimos saber de dónde venía y adónde se fue. Fuera de esa descripción que le hace parecerse al señor Robert Darzac, ¡nada! He puesto en los más grandes periódicos este anuncio: «Se ofrece una fuerte recompensa al cochero que llevó a un cliente a la oficina de correos 40, en la mañana del 24 de octubre, hacia las 10. Dirigirse a la redacción de y preguntar por M. R.». No dio resultado. En suma, a lo mejor el hombre fue andando; pero, puesto que tenía prisa, había que probar a ver si había ido en coche. En la nota que puse en los periódicos no di la descripción del hombre, para que todos los cocheros que pudieran haber llevado hacia esa hora a un cliente a la oficina 40 vinieran hacia mí. No vino ni uno. Y día y noche me he preguntado: «¿Quién es, pues, ese hombre que se parece tan extrañamente a Robert Darzac y que vuelvo a encontrar comprando el bastón que fue a parar a manos de Frédéric Larsan?». Lo más grave de todo es que el señor Darzac, que tenía que dar una clase en la Sorbona a esa misma hora, a la hora en que su sosias se presentaba en la oficina de correos, no la dio. Un amigo suyo lo sustituyó. Y cuando se le interroga por el empleo de su tiempo responde que fue a pasearse al bosque de Boulogne. ¿Qué piensa usted de un profesor que es sustituido en su clase para ir a pasearse al bosque de Boulogne? Finalmente, tiene que saber que, si Robert Darzac confiesa haber ido a pasearse al bosque de Boulogne la mañana del 24, ¡no puede en absoluto decir cómo empleó su tiempo la noche del 24 al 25!… Cuando Frédéric Larsan le pidió esa información, le respondió, con mucha calma, que lo que hacía con su tiempo en París solo le importaba a él… A esto, Frédéric Larsan juró abiertamente que él sabría descubrir sin ayuda de nadie el empleo de ese tiempo. Todo ello parece dar cierto peso a las hipótesis del gran Fred; tanto más cuanto que el hecho de hallar a Robert Darzac en el «Cuarto Amarillo» vendría a corroborar la explicación del policía sobre cómo pudo huir el asesino: ¡El señor Stangerson lo habría dejado pasar para evitar un escándalo espantoso! Por lo demás, esta hipótesis, que yo creo falsa, extraviará a Frédéric Larsan, lo cual no me disgustaría de no haber un inocente por medio. ¿Ahora esa hipótesis extravía realmente a Frédéric Larsan? ¡Esa es la cosa! ¡Esa es la cosa! ¡Esa es la cosa!

—¡Eh! Quizá Frédéric Larsan tenga razón —exclamé interrumpiendo a Rouletabille—. ¿Está usted seguro de que el señor Darzac es inocente? Me parece que hay ahí demasiadas coincidencias enojosas.

—Las coincidencias —me respondió mi amigo— son las peores enemigas de la verdad.

—¿Qué piensa hoy de esto el juez de instrucción?

—El señor Marquet, el juez de instrucción, duda en descubrir a Robert Darzac sin ninguna prueba segura. No solo tendría en contra suya a toda la opinión pública, sin contar a la Sorbona, sino también al señor Stangerson y a la señorita Stangerson. Ella adora a Robert Darzac. Por poco que haya visto al asesino, muy difícilmente harían creer al público que no reconoció a Robert Darzac, si Robert Darzac hubiera sido el agresor. Sin duda, el «Cuarto Amarillo» estaba a oscuras, pero aun así lo iluminaba una mariposa, no lo olvide. Así estaban las cosas cuando, hace tres días o, mejor dicho, tres noches, sobrevino ese acontecimiento inaudito del que le hablaba hace un rato.

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