Capítulo 28. Donde se prueba que no siempre se piensa en todo
Capítulo 28 Donde se prueba que no siempre se piensa en todo
¡Gran conmoción, murmullos, bravos! El letrado Henri-Robert presentó sus conclusiones tendentes a que se aplazara el caso para otra sesión complementaria de la instrucción; el mismo ministerio público se sumó a ello. Se aplazó el caso. Al día siguiente, Robert Darzac era puesto en libertad provisional, el tío Mathieu se beneficiaba de un inmediato «no ha lugar». Se buscó en vano a Frédéric Larsan. La prueba de la inocencia estaba dada. El señor Darzac escapó, por fin, a la horrible calamidad que lo amenazó un instante, y pudo esperar, después de una visita a la señorita Stangerson, que, a fuerza de asiduos cuidados, algún día ella recobraría la razón.
En cuanto a ese crío de Rouletabille, fue naturalmente «el hombre del día». Al salir del palacio de Versalles la muchedumbre lo llevó en triunfo. Los periódicos del mundo entero publicaron sus hazañas y su fotografía, y él, que había entrevistado a tantos ilustres personajes, fue ilustre y entrevistado a su vez. ¡Debo decir que no por eso se mostró más orgulloso!
Volvimos juntos de Versalles, después de cenar con gran alegría en «El perro que fuma». En el tren empecé a hacerle un montón de preguntas que, durante la cena, se acumularon en mis labios y que, sin embargo, callé, pues sabía que a Rouletabille no le gustaba trabajar comiendo.
—Amigo mío —dije—, este caso de Larsan es completamente sublime y digno de su heroico cerebro.
Aquí me cortó, invitándome a hablar más sencillamente y pretendiendo que nunca se consolaría de ver que una inteligencia tan bella como la mía estaba a punto de caer en el horrible abismo de la estupidez, y solo por la admiración que yo le profesaba.
—Voy al grano —dije algo humillado—. Todo cuanto acaba de suceder no me dice en absoluto lo que ha ido a hacer a América… Si he entendido bien, cuando se fue definitivamente del Glandier, ¿ya lo había adivinado todo sobre Frédéric Larsan?… ¿Sabía que Larsan era el asesino y no ignoraba nada de cómo había intentado asesinar?
—Exactamente. Y usted —dijo, desviando la conversación— ¿no sospechaba nada?
—¡Nada!
—Es increíble.
—Pero, amigo mío, usted tuvo mucho cuidado de encubrirme su pensamiento y no veo yo cómo habría podido penetrarlo… Cuando llegué al Glandier con los revólveres, «en ese preciso momento» ¿sospechaba ya de Larsan?
—¡Sí! Acababa de hacer el razonamiento de la «galería inexplicable», pero la vuelta de Larsan a la habitación de la señorita Stangerson no había podido explicármela todavía por el descubrimiento de los quevedos de présbita… En fin, mi sospecha solo era matemática, y la idea de Larsan asesino me parecía tan formidable que estaba decidido a esperar «huellas sensibles» antes de osar detenerme más en ella. A pesar de todo, aquella idea me inquietaba y, a veces, le hablé a usted del policía de una forma que hubiera debido ponerle sobre aviso. Para empezar, ya no daba como evidente «su buena fe» ni le decía «que se equivocaba». Yo hablaba de su sistema como de un miserable sistema, y el desprecio que le mostraba, que en la mente de usted iba dirigido al policía, en la mía iba dirigido en realidad no tanto al policía cuanto al bandido que sospechaba que era… Recuerde que cuando le enumeraba todas las pruebas que se acumulaban contra el señor Darzac, le decía: «Todo esto parece dar cierto peso a la hipótesis del gran Fred. Por lo demás, esa hipótesis, que yo creo falsa, lo extraviará…», y añadía en un tono que hubiera debido dejarle estupefacto: «¿Ahora esa hipótesis extravía realmente a Frédéric Larsan? ¡Esa es la cosa! ¡Esa es la cosa! ¡Esa es la cosa!…».
»Aquellos “¡Esa es la cosa!” hubieran debido darle que pensar; toda mi sospecha estaba en aquellos “¡Esa es la cosa!”. Y ¿qué significaba: “¿extravía realmente?” sino que podía no extraviarlo a él y estaba destinada a extraviarnos a nosotros? En aquel momento lo miré y se estremeció, no había entendido usted… Me alegré de ello, pues, hasta el descubrimiento de los quevedos, no podía considerar el crimen de Larsan más que como una absurda hipótesis… Pero después del descubrimiento de los quevedos, que me explicaban la vuelta de Larsan a la habitación de la señorita Stangerson…, imagine mi alegría, mis arrebatos… ¡Oh! ¡Lo recuerdo muy bien! Corría como un loco por mi habitación y le gritaba: “¡Se la voy a jugar de una forma resonante!”. Estas palabras se dirigían entonces al bandido. Y, aquella misma noche, cuando encargado por el señor Darzac de vigilar la habitación de la señorita Stangerson, hasta las diez de la noche me limité a cenar con Larsan sin tomar ninguna medida, ¡tranquilo porque él estaba allí, frente a mí!, también en aquel momento hubiera usted podido sospechar, querido amigo, que al único hombre que temía era a él. Y cuando, en el momento en que hablábamos de la próxima llegada del asesino, yo le decía: “¡Oh! ¡Estoy completamente seguro de que Frédéric Larsan estará aquí esta noche!…”.
»Pero hay algo capital que hubiera podido, que hubiera debido iluminarnos del todo y en seguida sobre el criminal, algo que nos denunciaba a Frédéric Larsan, y que dejamos escapar ¡usted y yo!…
»¡No habrá olvidado usted la historia del bastón!…
»Sí, aparte del razonamiento que, para cualquier “mente lógica”, denunciaba a Larsan, teníamos la “historia del bastón”, que lo denunciaba a cualquier “mente observadora”.
»Me sorprendió muy mucho, para que lo sepa, que durante la instrucción Larsan no se sirviera del bastón contra el señor Darzac. ¿No había comprado ese bastón la noche del crimen un hombre cuyas señas respondían a las del señor Darzac? Pues bien, esta tarde pregunté al mismo Larsan, antes de que cogiera el tren para desaparecer, le pregunté por qué no se había servido del bastón. Me respondió que nunca había sido su intención; que, en su pensamiento, nunca imaginó nada contra el señor Darzac con ese bastón, que la noche de la taberna de Epinay lo habíamos puesto en una situación bastante embarazosa ¡al probarle que nos mentía! Usted sabe que decía que había conseguido ese bastón en Londres; ahora bien, ¡la marca atestiguaba que era de París! ¿Por qué, en aquel momento, en vez de pensar: “Fred miente; estaba en Londres; no pudo conseguir ese bastón de París en Londres”, por qué no nos dijimos: “Fred miente; ¡no estaba en Londres, puesto que compró ese bastón en París!”? ¡Fred mentiroso, Fred en París en el momento del crimen! ¡Es ese un punto de partida para sospechar! Y cuando, después de su investigación en la tienda de Cassette, usted nos informa que el bastón ha sido comprado por un hombre que va vestido como el señor Darzac; cuando estamos seguros, según la misma palabra del señor Darzac, de que él no ha comprado ese bastón; cuando estamos seguros, gracias a la historia de la oficina de correos 40, de que hay en París un hombre que adopta la silueta de Darzac; cuando nos preguntamos quién es entonces el hombre que, disfrazado de Darzac, se presenta la noche del crimen en la tienda de Cassette para comprar un bastón que encontramos en las manos de Fred, ¿cómo, cómo, cómo no nos dijimos un instante: “Pero…, pero…, y si ese desconocido disfrazado de Darzac que compra un bastón que Fred lleva en las manos…, fuera…, fuera… el mismo Fred…”? Ciertamente, en su calidad de agente de la Seguridad no era propicio a semejante hipótesis; pero, cuando comprobamos el encarnizamiento con que Fred acumulaba las pruebas contra Darzac, la rabia con que perseguía al infeliz…, hubiera podido chocarnos una mentira de Fred tan importante como la que lo hacía entrar en posesión en París de un bastón que no podía haber conseguido en Londres. Aunque lo hubiera encontrado en París, no por eso dejaba de existir la mentira de Londres. ¡Todo el mundo lo creía en Londres, hasta sus jefes, y él compraba un bastón en París! Ahora, ¡cómo podía ser que ni por un segundo lo usara como un bastón encontrado en torno al señor Darzac! ¡Es muy sencillo! Es tan sencillo que ni se nos ocurrió… Larsan lo compró, después de ser ligeramente herido en la mano por la bala de la señorita Stangerson, ¡únicamente para procurarse cierta compostura, para tener siempre la mano cerrada, para no verse tentado a abrir la mano y enseñar su herida interior! ¿Comprende ahora?… Eso fue lo que me dijo Larsan, y recuerdo haber repetido a menudo cuánto me extrañaba “que su mano no soltara ese bastón”. En la mesa, cuando cenaba con él, no había soltado apenas el bastón, cuando se apoderaba de un cuchillo que su mano derecha ya no abandonaba. Todos esos detalles me volvieron a la memoria cuando mi idea se detuvo sobre Larsan, es decir, demasiado tarde para que me fueran de ninguna ayuda. Así, la noche en que Larsan simuló ante nosotros el sueño, me incliné sobre él y, con mucha habilidad, sin que se diera cuenta, pude ver su mano. Ya no llevaba más que una ligera tirita de tafetán, que disimulaba lo que quedaba de una herida ligera. Comprobé que, en aquel momento, hubiera podido pretender que se había hecho esa herida con algo completamente diferente de una bala de revólver. A pesar de todo, en aquella hora era para mí un nuevo signo exterior que entraba en el círculo de mi razonamiento. La bala, me ha dicho esta tarde Larsan, solo le rozó la palma y le ocasionó una hemorragia bastante abundante.
»Si hubiéramos sido más perspicaces en el momento de la mentira de Larsan, y más… peligrosos…, no cabe duda de que este hubiera sacado para desviar las sospechas, la historia que nosotros imaginamos por él, la historia del descubrimiento del bastón en torno a Darzac; pero los acontecimientos se precipitaron tanto, que ya no volvimos a pensar en el bastón. A pesar de todo y sin sospecharlo inquietamos mucho a Larsan-Ballmeyer.
—Pero —interrumpí—, si no tenía ninguna intención contra Darzac al comprar el bastón, ¿por qué tomó entonces la silueta de Darzac, el abrigo gris-, el sombrero hongo, etc?
—Porque acababa de llegar del crimen y, una vez cometido el crimen, volvió a tomar el disfraz de Darzac, que siempre lo acompañó en su obra criminal con la intención que usted sabe.
»Pero, como usted puede imaginar, su mano herida lo molestaba, y al pasar por la avenida de la Opera, se le ocurrió comprar un bastón, idea que puso en ejecución inmediatamente… ¡Eran las ocho! ¡Un hombre con la silueta de Darzac, que compra un bastón que luego encuentro en manos de Larsan…! ¡Y yo, yo, que había adivinado que a aquella hora el drama ya había sucedido, que acababa de suceder, yo, que estaba casi convencido de la inocencia de Darzac, no sospecho de Larsan!… Hay momentos…
—Hay momentos —dije— en que las inteligencias más grandes…
Rouletabille me cerró la boca…
Seguía preguntándole, pero me di cuenta de que ya no me escuchaba… Rouletabille dormía. Cuando llegamos a París me costó todo el trabajo del mundo sacarlo de su sueño.