El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 4. «En el seno de una naturaleza salvaje»

Capítulo 4 «En el seno de una naturaleza salvaje»

El castillo del Glandier es uno de los castillos más viejos de este país de Ile-de-France, donde todavía se levantan tantas ilustres piedras de la época feudal. Construido en medio de los bosques, bajo el reinado de Felipe el Hermoso, surge a unos cientos de metros de la carretera que va del pueblo de Sainte-Geneviève-des-Bois a Montlhéry. Amasijo de construcciones disparatadas, se halla dominado por la torre del homenaje. Cuando el visitante ha subido las escaleras inseguras de esta única torre del homenaje y desemboca en la pequeña plataforma donde, en el siglo , Georges-Philibert de Séquigny, señor del Glandier, Maisons-Neuves y otros lugares, mandó edificar la linterna actual, de un abominable estilo rococó, se divisa a tres leguas de allí, por encima del valle y de la llanura, el orgulloso torreón de Montlhéry. Torreón y torre del homenaje siguen mirándose después de tantos siglos, y parecen contarse, por encima de los bosques verdeantes o de los bosques muertos, las más viejas leyendas de la historia de Francia. Dicen que la torre del homenaje del Glandier vela por una sombra heroica y santa, la de la buena patrona de París, ante quien retrocedió Atila. Santa Genoveva duerme su último sueño en los viejos fosos del castillo. En verano, los enamorados, meciendo con una mano distraída la cesta de las meriendas en el campo, vienen a soñar o intercambiar juramentos ante la tumba de la santa, piadosamente florecida de nomeolvides. No muy lejos de la tumba hay un pozo que contiene —según dicen— un agua milagrosa. El agradecimiento de las madres ha levantado en este lugar una estatua en honor de santa Genoveva y ha colgado a sus pies los patuquines o gorritos de los niños salvados por esta agua sagrada.

A aquel lugar, que parecía pertenecer por completo al pasado, vinieron a instalarse el profesor Stangerson y su hija para preparar la ciencia del porvenir. Desde el primer momento les gustó su soledad en el fondo de los bosques. Viejas piedras y grandes encinas serían los únicos testigos de sus trabajos y esperanzas. El Glandier, antiguamente «Glandierum», se llamaba así por el gran número de bellotas que, de siempre, se habían recogido en aquel lugar. Esta tierra, hoy tristemente célebre, había reconquistado gracias al descuido o al abandono de los propietarios el aspecto salvaje de una naturaleza primitiva; únicamente los edificios que allí se escondían habían conservado la huella de extrañas metamorfosis. Cada siglo había dejado su impronta: un trozo de arquitectura, al que se unía el recuerdo de algún terrible acontecimiento, de alguna roja aventura; y, tal cual, este castillo, donde iba a refugiarse la ciencia, parecía el más indicado para servir de teatro a misterios de espanto y de muerte.

Dicho esto, no puedo evitar hacer una reflexión, que es la siguiente.

Si me he detenido un poco en hacer esta triste pintura del Glandier no es porque haya encontrado la ocasión dramática para «crear la atmósfera» necesaria para los dramas que van a desarrollarse ante los ojos del lector, ya que, en realidad, mi principal preocupación, en todo este caso, consistirá en ser lo más directo posible. No tengo la pretensión de ser un escritor. Quien dice escritor dice, casi siempre, novelista y, ¡por Dios!, el misterio del Cuarto Amarillo está lo suficientemente cargado de trágico horror real como para precisar de la literatura. No soy y no quiero ser más que un fiel «cronista». Como debo relatar el acontecimiento, sitúo este acontecimiento en su marco, eso es todo. Es perfectamente natural que sepan ustedes dónde suceden las cosas.

Vuelvo al señor Stangerson. Cuando compró la propiedad, aproximadamente unos quince años antes de la tragedia que nos ocupa, hacía mucho tiempo que nadie habitaba el Glandier. Otro viejo castillo de los alrededores, construido en el siglo por Jean de Belmont, también estaba abandonado, de tal modo que la región se hallaba prácticamente deshabitada. Algunas casitas al costado del camino que conduce a Corbeil, una posada, la Posada del Torreón, que ofrecía una pasajera hospitalidad a los carreteros, eran prácticamente los únicos vestigios de la civilización en aquel lugar abandonado, difícil de encontrar a unas pocas leguas de la capital. Pero ese completo abandono había sido la razón determinante de la elección del señor Stangerson y de su hija. El señor Stangerson ya era famoso; acababa de volver de América, donde sus trabajos habían tenido una resonancia considerable. El libro que había publicado en Filadelfia sobre «La disociación de la materia por acciones eléctricas», había provocado la protesta de todo el mundo científico. El señor Stangerson era francés, pero de familia estadounidense. Unos asuntos de herencia muy importantes lo habían retenido durante varios años en los Estados Unidos. Allí había continuado una obra comenzada en Francia y había regresado a Francia para terminarla, después de haber amasado una enorme fortuna, una vez que los juicios sucesorios terminaran favorablemente, sea por sentencias que le dieron razón, sea mediante acuerdos. Esa fortuna fue bienvenida. Al señor Stangerson, que habría podido, si hubiera querido, ganar millones de dólares explotando o haciendo explotar dos o tres de sus descubrimientos químicos relacionados con nuevas técnicas de tintura, siempre le repugnó emplear en beneficio propio el don maravilloso de inventar que había recibido de la naturaleza; pero no pensaba que su genio le perteneciera. Se lo debía a los hombres, y todo lo que su genio traía al mundo iba a parar, por esa voluntad filantrópica, al dominio público. Si no intentó disimular la satisfacción que le causaba la posesión de aquella fortuna inesperada que le permitiría entregarse por entero a su pasión por la ciencia pura, el profesor debió alegrarse también, al parecer, por otro motivo. La señorita Stangerson tenía veinte años cuando su padre volvió de América y compró el Glandier. Era más bonita de lo que se podría imaginar: poseía, a la vez, toda la gracia parisina de su madre, muerta al dar a luz, y todo el esplendor y la riqueza de la joven sangre americana de su abuelo paterno, William Stangerson. Este, que había nacido en Filadelfia, debió naturalizarse francés, obedeciendo a las exigencias familiares, cuando contrajo matrimonio con una francesa, quien sería la madre del ilustre Stangerson. Así se explica la nacionalidad francesa del profesor Stangerson.

Veinte años, adorablemente rubia, ojos celestes, tez blanca como la leche, radiante y de una salud espléndida, Mathilde Stangerson era una de las más hermosas jóvenes casaderas en todo el antiguo y el nuevo continente. Era un deber para su padre, a pesar del previsible dolor de una separación inevitable, pensar en ese casamiento, y no debió disgustarse al ver llegar la dote. Aunque no dejó, por ese motivo, de «internarse» en el Glandier con su hija, aun cuando sus amigos esperaban que presentara a la señorita Mathilde en sociedad. Algunos fueron a verlo y le manifestaron su asombro. A las preguntas que le hicieron, el profesor respondió: «Es la voluntad de mi hija. Soy incapaz de negarle nada. Fue ella la que eligió el Glandier». Interrogada a su vez, la jovencita replicó con serenidad: «¿En dónde podríamos trabajar mejor que en esta soledad?». Porque la señorita Mathilde Stangerson ya colaboraba con la obra de su padre, pero todavía no era posible imaginar que su pasión por la ciencia llegaría a hacerle rechazar a todos los pretendientes que se le presentaron durante más de quince años. Pero por más retirados que vivieran padre e hija, tuvieron que hacerse presentes en algunas recepciones oficiales, y, en ciertas épocas del año en dos o tres salones de personas de su amistad, donde la gloria del profesor y la belleza de Mathilde causaron sensación. Al principio, la extrema frialdad de la joven no desanimó a los pretendientes; pero, al cabo de unos años, se cansaron. Uno solo persistió con una suave tenacidad y se hizo merecedor del nombre de novio eterno, que él aceptó con melancolía: era Robert Darzac. Ahora, la señorita Stangerson ya no era joven, y parecía que, si no había encontrado motivos para casarse hasta los treinta y cinco años de edad, no los descubriría jamás. Evidentemente, tal argumento carecía de valor para Robert Darzac, ya que él no dejaba de hacerle la corte, si todavía se puede llamar «cortejo» a las atenciones delicadas y tiernas que se prodigan a una mujer de treinta y cinco años, que se ha quedado soltera y ha declarado que no se casará.

Pero de pronto, unas semanas antes de los acontecimientos que nos ocupan, un rumor al que al principio no se le dio mayor importancia —tan increíble parecía— se propagó por París. ¡La señorita Stangerson consentía, por fin, en premiar la inextinguible llama de Robert Darzac! Solo cuando se comprobó que el mismo Robert Darzac no desmentía tales comentarios nupciales, se consideró, finalmente, que podía haber algo de cierto en un rumor tan inverosímil. Por fin, el señor Stangerson tuvo a bien anunciar, un día en que salía de la Academia de Ciencias, que la boda de su hija y Robert Darzac se celebraría en la intimidad del castillo de Glandier, tan pronto como su hija y él hubieran dado el último toque al informe que resumiría todos sus trabajos sobre La disociación de la materia, es decir, el retorno de la materia al éter. Los recién casados se instalarían en el Glandier, y el yerno colaboraría en la obra a la que padre e hija habían consagrado su vida.

El mundo científico todavía no había tenido tiempo de recuperarse de esta noticia cuando se enteró del intento de asesinato de la señorita Stangerson, que había ocurrido en las condiciones fantásticas que hemos enumerado y que nuestra visita al castillo va a permitirnos precisar aún más.

No he dudado en darle al lector todos estos detalles retrospectivos, que conocía a raíz de mis relaciones de negocios con Robert Darzac, para que, al cruzar el umbral del Cuarto Amarillo, supiera tanto como yo.

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