El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 29. El misterio de la señorita Stangerson

Capítulo 29 El misterio de la señorita Stangerson

Los días siguientes tuve ocasión de preguntarle de nuevo qué había ido a hacer a América. No me contestó de una forma más precisa de lo que lo había hecho en el tren de Versalles, y desvió la conversación sobre otros puntos del caso.

Un día acabó por decirme:

—Pero ¡comprenda usted que necesitaba conocer la verdadera personalidad de Larsan!

—Sin duda —dije—, pero ¿por qué ir a buscarla a América?…

Fumó su pipa y me dio la espalda. Evidentemente yo tocaba el «misterio de la señorita Stangerson». Rouletabille pensó que aquel misterio, que unía de una forma tan terrible a Larsan con la señorita Stangerson, misterio para el que él, Rouletabille, no encontraba explicación alguna en la vida de la señorita Stangerson «en Francia», pensó, repito, que ese misterio «debía tener su origen en la vida de la señorita Stangerson en América». ¡Y cogió el barco! Allí se enteraría de quién era Larsan, adquiriría los materiales necesarios para cerrarle la boca… ¡Y marchó a Filadelfia!

Y ahora, ¿cuál era ese misterio que había «exigido el silencio» a la señorita Stangerson y a Robert Darzac? Después de tantos años, después de ciertas publicaciones de la prensa sensacionalista, ahora que el señor Stangerson lo sabe todo y lo ha perdonado todo, se puede decir todo. Es, además, muy corto, y esto pondrá las cosas en su sitio, pues no ha faltado alguna triste mente para acusar a la señorita Stangerson, quien, en todo este siniestro caso, fue siempre víctima «desde el comienzo».

El comienzo se remontaba a una época lejana en que, jovencita, vivía con su padre en Filadelfia. Allí, durante una fiesta en casa de un amigo de su padre, conoció a un compatriota, un francés que supo seducirla por sus modales, su inteligencia, su dulzura y su amor. Lo tenían por rico. Pidió la mano de la señorita Stangerson al célebre profesor. Este obtuvo informaciones sobre Jean Roussel, y desde el primer momento comprendió que tenía que vérselas con un caballero de industria. Ahora bien, Jean Roussel, ya lo han adivinado ustedes, no era otro que una transformación más del famoso Ballmeyer, perseguido en Francia y refugiado en América. Pero el señor Stangerson no sabía nada de todo esto; su hija tampoco. Esta solo se enteraría de ello en las circunstancias siguientes: No solo el señor Stangerson negó la mano de su hija al señor Roussel, sino que le prohibió el acceso a su casa. La joven Mathilde, cuyo corazón se abría entonces al amor y que no veía en el mundo nada más bello ni mejor que su Jean, se indignó. No ocultó su descontento a su padre, quien la envió a calmarse a orillas del Ohio, en casa de una vieja tía que vivía en Cincinnati. Jean se reunió con Mathilde allí, y, a pesar de la gran veneración que ella sentía por su padre, la señorita Stangerson decidió burlar la vigilancia de la vieja tía y huir con Jean Roussel, muy decididos los dos a aprovechar las facilidades de las leyes americanas para casarse cuanto antes. Así se hizo. Huyeron, pues, no muy lejos, hasta Louisville. Allí, una mañana llamaron a su puerta. Era la policía, que deseaba detener a Jean Roussel, cosa que hizo, a pesar de las protestas y de los gritos de la hija del profesor Stangerson. Al mismo tiempo, la policía comunicaba a Mathilde que «su marido» no era otro que el archifamoso Ballmeyer…

Desesperada, después de una vana tentativa de suicidio, Mathilde se reunió con su tía en Cincinnati. Esta por poco se muere de alegría al volver a verla. Desde hacía ocho días no había dejado de hacer buscar a Mathilde por todas partes y no se había atrevido aún a avisar al padre. Mathilde hizo jurar a su tía que el señor Stangerson nunca sabría nada. Así también lo entendía la tía, que se sentía culpable de ligereza en tan grave circunstancia. Un mes más tarde, la señorita Mathilde Stangerson volvía al lado de su padre, arrepentida, el corazón muerto al amor, y no pidiendo más que una cosa: no oír nunca más hablar de su marido, el terrible Ballmeyer, conseguir perdonarse su falta a sí misma y levantarse ante su propia conciencia mediante una vida de trabajo sin límite y de devoción hacia su padre.

Mantuvo su palabra. Sin embargo, en el momento en que, después de habérselo confesado todo a Robert Darzac, cuando creía a Ballmeyer muerto, pues había corrido el rumor de su muerte, se había concedido, después de haber expiado tanto, la suprema alegría de unirse a un amigo seguro, ¡el destino le resucitaba a Jean Roussel, el Ballmeyer de su juventud! Este le hizo saber que nunca permitiría su boda con Robert Darzac y que «la seguía queriendo», cosa que, por desgracia, era cierta.

La señorita Stangerson no dudó en confiarse a Robert Darzac; le enseñó la carta en la que Jean Roussel-Frédéric Larsan-Ballmeyer le recordaba las primeras horas de su unión en aquella pequeña y encantadora rectoral que habían alquilado en Louisville: «… La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor». ¡El miserable se decía rico y expresaba la pretensión «de llevársela allá»! La señorita Stangerson declaró al señor Darzac que, si su padre llegaba a sospechar semejante deshonra, «¡se mataría!». El señor Darzac se juró que haría callar a ese americano, por el terror o por la fuerza, ¡aunque tuviese que cometer un crimen! Pero el señor Darzac no era lo suficientemente fuerte, y hubiera sucumbido sin ese buen muchacho de Rouletabille.

En cuanto a la señorita Stangerson, ¿qué podía hacer frente al monstruo? La primera vez, cuando, después de previas amenazas que la habían hecho estar sobre aviso, se presentó a ella en el «Cuarto Amarillo», intentó matarlo. Para desgracia suya, no lo consiguió. Desde ese momento era la víctima segura de ese ser invisible «que podía chantajearla hasta la muerte», que vivía en su casa, a su lado, sin que ella lo supiera, que exigía citas «en nombre de su amor». La primera vez le había «negado» esa cita, «solicitada en la carta de la oficina 40»; de ello resultó el drama del «Cuarto Amarillo». La segunda vez, avisada por una nueva carta suya, carta que llegó por correo, y que encontró con toda normalidad en su habitación de convaleciente, «rehuyó la cita», encerrándose en el gabinete con sus mujeres. En aquella carta el miserable le había avisado que, puesto que ella no podía desplazarse, «visto su estado», él iría hasta ella, y estaría en su habitación tal noche, a tal hora…, que se encargara de tomar todas las medidas para evitar el escándalo… Mathilde Stangerson, que sabía que tenía que temerlo todo de la audacia de Ballmeyer, «le dejó su habitación…». Fue el episodio de la «galería inexplicable». La tercera vez ella había «preparado la cita». Es que antes de abandonar la habitación vacía de la señorita Stangerson, la noche de la «galería inexplicable», Larsan, como recordaremos, le había escrito una última carta en su misma habitación, y la había dejado en la mesa de su víctima; la carta exigía una cita «efectiva», cuya fecha y hora fijó él después, «prometiéndole llevarle los papeles de su padre, y amenazándola con que los quemaría si lo esquivaba otra vez». Ella no dudaba de que el miserable tuviera en su poder aquellos preciosos papeles; con ello no hacía más que repetir un famoso robo, ¡pues ella sospechaba desde hacía mucho tiempo que había sido él mismo el que antaño había robado, «con su complicidad inconsciente», los famosos papeles de Filadelfia en los cajones de su padre!… ¡Y lo conocía bastante para imaginar que, si no se doblegaba a su voluntad, tantos trabajos, tantos esfuerzos y tantas científicas esperanzas no serían pronto más que ceniza!… Decidió volver a ver una vez más, cara a cara, a aquel hombre que había sido su esposo…, e intentar conmoverlo… Podemos adivinar lo que pasó… Las súplicas de Mathilde, la brutalidad de Larsan… El exige que renuncie a Darzac…, ella proclama su amor… Y la hiere…, «¡con el pensamiento fijo en hacer subir al otro al cadalso!», pues él es hábil, y la máscara Larsan que se pondrá sobre el rostro lo salvará…, piensa él…, mientras que el otro… tampoco esta vez podrá decir cómo ha empleado su tiempo… Por ese lado Ballmeyer ha tomado sus precauciones… y la inspiración fue de las más sencillas, tal como adivinó el joven Rouletabille…

Larsan chantajea a Darzac como chantajea a Mathilde…, con las mismas armas, con el mismo misterio… En cartas apremiantes como órdenes, se declara dispuesto a negociar, a entregar toda la correspondencia amorosa de antaño, y sobre todo «a desaparecer»…, si quieren poner el precio para ello… Darzac tiene que ir a las citas que le fija bajo amenaza de divulgación desde el mismo día siguiente, como Mathilde tiene que sufrir las citas que le da… Y, en el mismo momento en que Ballmeyer actúa como asesino de Mathilde, Robert Darzac desembarca en Epinay, donde un cómplice de Larsan, un ser extraño, «una criatura de otro mundo», que volveremos a encontrar algún día, lo retiene a la fuerza y «le hace perder el tiempo, en espera de que esa coincidencia, de la que el acusado de mañana no podrá resolverse a dar razón, lo haga perder la cabeza…».

¡Solo que Ballmeyer no había contado con nuestro Joseph Rouletabille!

Ahora que ya está explicado el misterio del «Cuarto Amarillo», no vamos a seguir paso a paso a Rouletabille en América. Conocemos al joven reportero, sabemos de qué poderosos medios de información, alojados entre los dos bollos de su frente, disponía «para remontar toda la aventura de la señorita Stangerson y de Jean Roussel». En Filadelfia lo informaron en seguida de lo que se refería a Arthur William Ranee; se enteró de su acto de abnegación, pero también del precio con que había pretendido hacérselo pagar. El rumor de su boda con la señorita Stangerson había corrido antaño en los salones de Filadelfia… La poca discreción del joven sabio, la persecución incansable a que no había dejado de someter a la señorita Stangerson, incluso en Europa, la vida desordenada que llevaba so pretexto de «ahogar sus penas», todo esto no estaba hecho para que Arthur Ranee le cayera simpático a Rouletabille, y así se explica la frialdad con que lo acogió en la sala de testigos. En seguida juzgó que el caso Ranee no entraba en el caso Larsan-Stangerson. Y descubrió el formidable Roussel-señorita Stangerson. ¿Quién era ese Jean Roussel? Fue de Filadelfia a Cincinnati, haciendo a la inversa el viaje de Mathilde. En Cincinnati encontró a la vieja tía y supo hacerla hablar: la historia de la detención de Ballmeyer fue para él una luz que lo iluminó todo. Pudo visitar en Louisville la «rectoral» —una modesta y bonita vivienda del viejo estilo colonial—, que, efectivamente, no había «perdido nada de su encanto». Luego, abandonando la pista de la señorita Stangerson, remontó la pista Ballmeyer, de cárcel en cárcel, de presidio en presidio, de crimen en crimen; en fin, cuando volvía a coger el barco para Europa en los muelles de Nueva York, Rouletabille sabía ya que en esos mismos muelles había embarcado Ballmeyer, cinco años antes, llevando en el bolsillo los papeles de un tal Larsan, honorable comerciante de Nueva Orléans, al que acababa de asesinar…

Y ahora ¿conocen todo el misterio de la señorita Stangerson? No, todavía no. La señorita Stangerson tuvo de su marido Jean Roussel un hijo, un niño. El niño nació en casa de la vieja tía, que se las arregló para que en América nadie supiera nunca nada. ¿Qué había sido de ese niño? Esa es otra historia que les contaré algún día.

Dos meses más o menos después de estos acontecimientos encontré a Rouletabille sentado melancólicamente en un banco del palacio de Justicia.

—Y bien —le dije—, ¿en qué piensa usted, querido amigo? Parece usted bastante triste. ¿Cómo están sus amigos?

—Aparte de usted —dijo—, ¿tengo realmente amigos?

—Pero espero que el señor Darzac…

—Sin duda…

—Y que la señorita Stangerson… ¿Cómo está la señorita Stangerson?…

—Mucho mejor…, mejor…, mucho mejor…

—Entonces no tiene por qué estar triste…

—Estoy triste —dijo— porque pienso en el perfume de la dama de negro

¡El perfume de la dama de negro! ¡No hago más que oírle hablar de él! ¿Me explicará de una vez por qué un perfume lo persigue con tal asiduidad?

—Quizá algún día…, algún día quizá… —dijo Rouletabille.

Y dio un profundo suspiro.

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