El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 15. Trampa

Capítulo 15 Trampa

Fragmento de las notas de Joseph Rouletabille

La noche pasada, noche del 29 al 30 de octubre —escribe Joseph Rouletabille—, me despierto hacia la una de la mañana. ¿Insomnio o ruido fuera? El grito del «Animalito de Dios» se oye con una resonancia siniestra al fondo del parque. Me levanto; abro la ventana. Viento frío y lluvia; tinieblas opacas, silencio. Vuelvo a cerrar la ventana. El extraño clamor desgarra la noche. Me pongo rápidamente un pantalón y una chaqueta. Hace un tiempo de perros; pero ¿quién puede imitar esta noche, tan cerca del castillo, el maullido del gato de la tía Agenoux? Cojo un garrote, única arma de que dispongo, y sin hacer ningún ruido, abro la puerta.

Ahora estoy en la galería; una lámpara con reflector la ilumina perfectamente; la llama de la lámpara vacila como bajo la acción de una corriente de aire. Me vuelvo. Detrás de mí hay una ventana abierta, la que está al extremo del trozo de galería donde dan las habitaciones de Frédéric Larsan y la mía, galería que llamaré «recodo de la galería» para distinguirla de la «galería recta», donde dan los aposentos de la señorita Stangerson. Las dos galerías se cruzan en ángulo recto, ¿pero quién ha dejado la ventana abierta o quién acaba de abrirla? Voy a la ventana: me asomo fuera. A un metro aproximadamente debajo de la ventana hay una terraza que sirve de tejado a un cuartito en voladizo que hay en la planta baja. En caso de necesidad se puede saltar desde la ventana a la terraza y de allí dejarse caer al patio del castillo. El que hubiera seguido este camino no tendría con toda seguridad la llave de la puerta del vestíbulo. Pero ¿por qué imaginarme esta escena de gimnasia nocturna? ¿Por una ventana abierta? Quizá en ello no hay más que el descuido de un criado. Vuelvo a cerrar la ventana, sonriéndome de mi facilidad para construir dramas con una ventana abierta. Nuevo grito del «Animalito de Dios» en la noche. Y luego el silencio; la lluvia ha dejado de golpear en los cristales. Todo duerme en el castillo. Ando por la alfombra de la galería con infinitas precauciones. Llegado a la esquina de la galería recta asomo la cabeza y echo una prudente mirada. También en esta galería una lámpara con reflector da una luz que ilumina perfectamente los pocos objetos que ahí se encuentran: tres sillones y algunos cuadros colgados de las paredes. ¿Qué hago yo aquí? Nunca ha estado el castillo tan tranquilo. Todo descansa en él. ¿Qué instinto me empuja hacia la habitación de la señorita Stangerson? ¿Qué es lo que me lleva hacia la habitación de la señorita Stangerson? ¿Por qué esta voz que grita en el fondo de mi ser: «¡Ve hasta la habitación de la señorita Stangerson!»? Bajo los ojos a la alfombra que piso y «veo que mis pasos hacia la habitación de la señorita Stangerson van siendo conducidos por otros pasos que ya han ido allí». Sí, en la alfombra, unas huellas de pasos han traído el barro de fuera y yo sigo esos pasos que me conducen a la habitación de la señorita Stangerson. ¡Horror! ¡Horror! ¡Reconozco los «pasos elegantes», «los pasos del asesino»! Ha venido de fuera en esta noche abominable. Si, gracias a la terraza, se puede bajar desde la galería por la ventana, también se puede subir a ella.

El asesino está aquí en el castillo, «pues los pasos no han vuelto». Se ha introducido en el castillo por la ventana abierta del extremo del recodo de la galería; ha pasado ante la habitación de Frédéric Larsan y ante la mía, ha torcido a la derecha, a la galería recta, y ha entrado en la habitación de la señorita Stangerson. Estoy delante de la puerta de los aposentos de la señorita Stangerson, delante de la puerta de la antecámara: está abierta, la empujo sin hacer el menor ruido. Me encuentro en la antecámara y ahí, bajo la puerta de la habitación misma, veo una franja de luz. Escucho. ¡Nada! Ningún ruido, ni siquiera el de una respiración. ¡Ah! ¡Saber lo que pasa en el silencio que hay detrás de la puerta! Mis ojos se dirigen a la cerradura y me indican que la cerradura está cerrada con llave, y la llave está dentro. ¡Y pensar que el asesino acaso esté ahí! ¡Que tiene que estar ahí! ¿Se escapará una vez más? ¡Todo depende de mí! ¡Sangre fría y sobre todo no dar un paso en falso! «Hay que mirar en esta habitación». ¿Entraré por el salón de la señorita Stangerson? Tendría que atravesar después el gabinete y el asesino se escaparía entonces por la puerta de la galería, la puerta ante la cual estoy en este momento.

«Para mí, esta noche aún no ha habido crimen», pues nada explicaría el silencio del gabinete: dos enfermeras se han instalado en el gabinete para pasar la noche hasta la completa curación de la señorita Stangerson.

Puesto que estoy casi seguro de que el asesino está allí, ¿por qué no dar la alarma ahora mismo? Puede ser que se escape el asesino, pero quizá salve a la señorita Stangerson. «¿Y, si por casualidad, esta noche el asesino no fuera un asesino?». Han abierto la puerta para dejarle pasar: ¿Quién? Y la han vuelto a cerrar. ¿Quién? Ha entrado esta noche en esa habitación cuya puerta estaba ciertamente cerrada con llave por dentro, «pues todas las noches la señorita Stangerson se encierra con sus enfermeras en sus aposentos». ¿Quién ha dado la vuelta a la llave de la habitación para dejar entrar al asesino? ¿Las enfermeras? ¿Dos fieles criadas: la vieja sirvienta y su hija Sylvie? Es muy improbable. Además, duermen en el gabinete, y la señorita Stangerson, muy inquieta, muy prudente —según me dijo Robert Darzac—, cuida ella misma de su seguridad desde que su mejoría le permite dar algunos pasos por sus aposentos, de donde todavía no la he visto salir. Esta inquietud y esta prudencia repentinas en la señorita Stangerson y que sorprendieron al señor Darzac, también a mí me hicieron reflexionar. Cuando el crimen del «Cuarto Amarillo», no cabe duda de que la desgraciada esperaba al asesino. ¿Lo esperaba también esta noche? ¿Pero quién ha dado la vuelta a la llave para abrir «al asesino que está ahí»? ¿Si será la misma señorita Stangerson? ¡Porque, en fin, puede temer, debe temer, la llegada del asesino y tener razones para abrirle la puerta, para «verse obligada a abrirle la puerta»! ¿Qué terrible cita es esa? ¿Cita de crimen? Con seguridad, nada de cita de amor, pues la señorita Stangerson adora al señor Darzac; lo sé. Todas estas reflexiones pasan por mi cerebro como un relámpago que solo iluminara tinieblas. ¡Ah! Saber…

Si hay tanto silencio detrás de la puerta, ¡es, sin duda, porque necesitan silencio! ¿Puede ser mi intervención más causa de mal que de bien? ¿Qué sé yo? ¿Quién me dice que mi intervención no determinará al minuto un crimen? ¡Ah! ¡Ver y saber sin turbar el silencio!

Salgo de la antecámara. Me dirijo a la escalera central, la bajo; ya estoy en el vestíbulo; corro lo más silenciosamente posible hacia el cuartito de la planta baja, donde duerme el tío Jacques desde el atentado del pabellón.

«Me lo encuentro vestido», con los ojos muy abiertos, casi espantados. No parece extrañado de verme; me dice que se ha levantado porque ha oído el grito del «Animalito de Dios» y ha oído pasos en el parque, pasos que se deslizaban delante de su ventana. Entonces ha mirado por la ventana y «ha visto pasar hace un rato un fantasma negro». Le pregunto si tiene un arma. No, ya no tiene armas desde que el juez de instrucción le quitó el revólver. Me lo llevo conmigo. Salimos del parque por una puertecita de atrás. Nos deslizamos a lo largo del castillo hasta el punto que está justo debajo de la habitación de la señorita Stangerson. Allí pego al tío Jacques a la pared, le prohíbo moverse, y yo, aprovechando una nube que tapa en ese momento la luna, avanzo frente a la ventana, pero fuera del cuadro de luz que sale de ella, «pues la ventana está abierta». ¿Por precaución? ¿Para poder salir más rápido por la ventana si alguien fuera a entrar por una puerta? ¡Oh! ¡Oh! El que salte por esta ventana tendrá muchas posibilidades de romperse la cabeza. ¿Quién me dice que el asesino no lleva una cuerda? Lo habrá previsto todo… ¡Ah! ¡Saber lo que pasa en esa habitación!… ¡Conocer el silencio de esa habitación!… Vuelvo hacia el tío Jacques y pronuncio una palabra a su oído: «Escalera». Al principio, he pensado en el árbol que me sirvió hace ocho días de observatorio, pero he comprobado en seguida que la ventana está entreabierta de tal forma que esta vez, subiéndome al árbol, no puedo ver nada de lo que pasa en la habitación… Además, no solo quiero ver, sino poder oír y… actuar…

El tío Jacques, muy agitado, casi temblando, desaparece un instante y vuelve, sin escalera, haciendo desde lejos grandes señas con sus brazos para que me reúna con él cuanto antes. Cuando estoy a su lado me susurra: «¡Venga!».

Me hace dar la vuelta al castillo por la torre del homenaje. Una vez allí, me dice:

—Fui a buscar la escalera a la sala baja de la torre del homenaje que nos sirvió de cuarto trastero al jardinero y a mí; la puerta de la torre estaba abierta y la escalera ya no estaba. Al salir, con el claro de luna, ¡mire dónde la he visto!

Y me indicaba, al otro extremo del castillo, una escalera apoyada contra los modillones que sujetaban la terraza, debajo de la ventana que encontré abierta. La terraza me había impedido ver la escalera… Gracias a la escalera resulta extremadamente fácil entrar en el recodo de la galería del primer piso. Yo no dudé que fuera el camino seguido por el desconocido.

Corremos hacia la escalera; pero en el momento de llevárnosla el tío Jacques indica la puerta entreabierta del cuartito en voladizo de la planta baja que se halla al extremo del ala derecha del castillo y que tiene por techo la terraza de que he hablado. El tío Jacques empuja un poco la puerta, mira dentro, y me dice en un susurro:

—¡No está aquí!

—¿Quién?

—¡El guarda!

De nuevo, su boca a mi oído:

—¿No sabe que el guarda duerme en este cuarto desde que la torre del homenaje está en obras?…

Y con el mismo gesto significativo, me indica la puerta entreabierta, la escalera, la terraza y la ventana del recodo de la galería que hace un rato he vuelto a cerrar.

¿Cuáles fueron mis pensamientos entonces? ¿Me daba tiempo a tener pensamientos? Yo, más que… pensar, «sentía»…

Evidentemente, sentía yo, «si el guarda está allá arriba en la habitación», (digo «si», pues, en este momento, fuera de la escalera y de la habitación desierta del guarda, no tengo ningún indicio que me permitan ni sospechar del guarda), si está ahí, ha tenido que subir por la escalera de mano y por la ventana, pues las habitaciones que hay detrás de su nuevo cuarto, ocupados por la pareja del mayordomo y la cocinera y por las cocinas, le cierran el camino del vestíbulo y de la escalera al interior del castillo… «Si es el guarda el que ha pasado por allí», le habría sido fácil ayer por la noche, bajo cualquier pretexto, ir a la galería y cuidar de que la ventana quedara simplemente empujada por dentro, juntos los cuarterones de tal forma que no tenga más que empujar un poco desde el exterior para que se abra la ventana y pueda saltar a la galería. La necesidad de la ventana no cerrada por dentro restringe singularmente el campo de búsquedas sobre la personalidad del asesino. El asesino «tiene que ser de casa», a no ser que tenga un cómplice, en el que no creo…, a no ser…, a no ser que «la misma» señorita Stangerson se haya preocupado de que la ventana no quedara cerrada por dentro… «Pero ¿cuál es ese espantoso secreto que haría que la señorita Stangerson se viera en la necesidad de suprimir los obstáculos que la separan de su asesino?».

Agarro la escalera y henos otra vez en marcha hacia la parte trasera del castillo. La ventana del cuarto sigue entreabierta; las cortinas están corridas, pero no se unen; dejan pasar un rayo de luz que viene a extenderse sobre el césped a mis pies. Pongo la escalera debajo de la ventana. Estoy casi seguro de no haber hecho ningún ruido. «Y mientras el tío Jacques se queda al pie de la escalera», yo trepo por la escalera, despacio, muy despacio, con el garrote en la mano. Contengo la respiración; levanto y poso los pies con infinitas precauciones. De repente, un nubarrón y otro chubasco. Suerte. Pero, de pronto, el grito siniestro del «Animalito de Dios» me detiene en medio de mi ascensión. Tengo la sensación de que acaban de dar ese grito a unos metros detrás de mí. ¡Si ese grito fuera una señal! ¡Si algún cómplice del hombre me hubiera visto en la escalera! ¡Quizá ese grito llame al hombre a la ventana! ¡Quizá…! ¡Maldición! «¡El hombre está a la ventana! Siento su cabeza encima de mí; oigo su aliento». Y yo no puedo mirarlo. ¡El menor movimiento de mi cabeza y estoy perdido! ¿Me verá? ¿Bajará la cabeza en medio de la noche? ¡No!… Se va… No ha visto nada… Más que oírlo, lo siento andar con tiento por la habitación, y sigo trepando unos pasos. Mi cabeza está a la altura de la piedra del antepecho de la ventana; mi frente rebasa la piedra; mis ojos entre las cortinas ven.

El hombre está ahí, sentado a la mesita de la señorita Stangerson, y escribe. Me da la espalda. Delante de él tiene una vela; pero, como está inclinado sobre la llama de la vela, la luz proyecta sombras que me lo deforman. Solo veo una monstruosa espalda encorvada.

Cosa extraordinaria: ¡La señorita Stangerson no está ahí! La cama no está deshecha. Entonces ¿dónde duerme esta noche? Sin duda, en la habitación de al lado con sus mujeres. Hipótesis. Alegría de encontrar al hombre solo. Tranquilidad de ánimo para preparar la trampa.

Pero ¿quién es el hombre que escribe ahí, ante mis ojos, instalado a esta mesa como si estuviera en su casa? Si no fuera por «los pasos del asesino» en la alfombra de la galería, si no fuera por la ventana, podría llegar a pensar que ese hombre tiene derecho a estar ahí, y que se encuentra ahí normalmente a consecuencia de causas normales que no conozco todavía. ¡Pero no cabe duda de que ese hombre misterioso es el hombre del «Cuarto Amarillo», el hombre que obliga a la señorita Stangerson a sufrir sin denunciarlo sus golpes asesinos! ¡Ah! ¡Ver su cara! ¡Sorprenderlo! ¡Cogerlo!

Si salto ahora mismo a la habitación, él huirá o por la antecámara o por la puerta de la derecha que da al gabinete. Por ahí, atravesando el salón, llega a la galería y lo pierdo. Ahora bien, es mío; cinco minutos más y será más mío que si estuviera en una jaula… ¿Qué hace aquí, solitario, en la habitación de la señorita Stangerson? ¿Qué escribe? ¿A quién escribe?… Bajada. La escalera en el suelo. El tío Jacques me sigue. Volvemos al castillo. Mando al tío Jacques que despierte al señor Stangerson y que no le diga nada en concreto antes de mi llegada. Yo voy a ir a despertar a Frédéric Larsan. Gran disgusto para mí. Me hubiera gustado trabajar solo y llevarme todo el provecho del caso, en las narices de Larsan dormido. Pero el tío Jacques y el señor Stangerson son viejos y quizá yo no sea bastante desenvuelto. Quizá me faltaría fuerza… Larsan, sí, él está acostumbrado a derribar a un hombre, arrojarlo al suelo y levantarlo con las esposas en las muñecas. Larsan me abre, atontado, con los ojos hinchados de sueño, dispuesto a mandarme a paseo, no creyendo en absoluto en mis imaginaciones de pequeño reportero. Tengo que afirmarle que «el hombre está aquí».

—¡Qué raro! —dice—. ¡Yo creía haberlo dejado esta tarde en París!

Se viste rápidamente, se arma de un revólver. Nos deslizamos por la galería.

Larsan me pregunta:

—¿Dónde está?

—En la habitación de la señorita Stangerson.

—¿Y la señorita Stangerson?

—No está en la habitación.

—¡Vamos!

—¡No vaya! El hombre a la primera alarma se escapará… Para ello tiene tres caminos: la puerta, la ventana y el gabinete donde están las mujeres…

—Le dispararé…

—¿Y si no le da usted? ¿Y si no hace más que herirlo? Se escapará otra vez… Sin contar con que seguramente también él está armado… No, déjeme dirigir el experimento y respondo de todo…

—Como quiera —me dice con bastante amabilidad.

Entonces, después de asegurarme de que todas las ventanas de las dos galerías están herméticamente cerradas, coloco a Frédéric Larsan al extremo del recodo de la galería, delante de la ventana que encontré abierta y que volví a cerrar. Digo a Fred:

—No abandone este puesto por nada del mundo hasta que yo lo llame… Hay un cien por cien de posibilidades de que el hombre vuelva a la ventana e intente escapar por ahí cuando lo persigamos, porque vino por ahí y por ahí tiene prevista su huida. Tiene usted un puesto peligroso…

—¿Cuál es el suyo? —preguntó Fred.

—Yo saltaré a la habitación, y espantaré al hombre.

—Tenga mi revólver —dijo Fred—. Yo cogeré su garrote.

—Gracias —dije—, es usted todo un hombre.

Y cogí el revólver de Fred. Yo iba a estar solo con el hombre que escribía en la habitación y realmente no me disgustaba el revólver.

Así pues, dejé a Fred después de situarlo en la ventana 5 del plano y me dirigí siempre con la mayor precaución hacia los aposentos del señor Stangerson en el ala izquierda del castillo. Encontré al señor Stangerson con el tío Jacques, que había seguido la consigna, limitándose a decir a su amo que tenía que vestirse lo antes posible. En cuatro palabras puse al señor Stangerson al tanto de lo que sucedía. También él se armó de un revólver, me siguió y pronto estuvimos en la galería. Todo lo que acababa de suceder, desde que vi al asesino sentado a la mesa, había durado apenas diez minutos. El señor Stangerson quiso precipitarse inmediatamente sobre el asesino y matarlo: era muy sencillo. Le hice entender que, ante todo, no había que arriesgarse «a dejarlo escapar vivo por querer matarlo».

Cuando le juré que su hija no estaba en la habitación y que no corría ningún peligro, accedió a calmar su impaciencia y dejarme la dirección de los acontecimientos. Dije también al tío Jacques y al señor Stangerson que no debían venir hacia mí hasta que no los llamara o disparase un tiro, «y mandé al tío Jacques que se colocara» ante la ventana situada al extremo de la galería recta (la ventana lleva el número 2 en mi plano). Escogí este puesto para el tío Jacques porque imaginaba que el asesino, acosado a su salida de la habitación, escaparía por la galería para alcanzar la ventana que dejó abierta, y al llegar al cruce de las galerías y ver de repente ante esta última ventana a Larsan guardando el recodo de la galería, proseguiría su camino por la galería recta. Allí se encontraría con el tío Jacques, que le impediría saltar al parque por la ventana que se abría al extremo de la galería recta. Ciertamente, así debería actuar el asesino en semejante circunstancia, si conocía los lugares (y esta hipótesis no ofrecía ninguna duda para mí). En efecto, debajo de esta ventana había una especie de contrafuerte. Todas las otras ventanas de las galerías daban a fosos a tal altura que casi era imposible saltar por ellas sin romperse la cabeza. Puertas y ventanas estaban sólidamente y bien cerradas, incluso la puerta del cuarto trastero al extremo de la galería recta: me había cerciorado de ello rápidamente.

Así pues, después de indicarle, como ya he dicho, su puesto al tío Jacques y «verlo allí», coloqué al señor Stangerson delante del descansillo de la escalera, no lejos de la puerta de la antecámara de su hija. Todo hacía prever que, en cuanto yo acosara al asesino en la habitación, este escaparía por la antecámara antes que por el gabinete, donde estaban las mujeres y cuya puerta había sido cerrada por la misma señorita Stangerson, si, como yo pensaba, se había refugiado en el gabinete «¡para no ver al asesino que iba a venir a sus aposentos!». Sea lo que fuere, siempre volvería a caer en la galería, «donde mi gente lo aguardaba en todas las salidas posibles».

Al llegar ahí, ve a su izquierda, casi encima de él, al señor Stangerson; entonces escapa por la derecha, hacia el recodo de la galería, «que es, además, el camino preparado para su huida». En la intersección de las dos galerías ve a la vez, como explico más arriba, a Frédéric Larsan al extremo del recodo de la galería y en frente al tío Jacques, al extremo de la galería recta. El señor Stangerson y yo llegamos por detrás. ¡Es nuestro! ¡No se nos puede escapar!… Este plan me parecía el más prudente, el más seguro «y el más sencillo». Si hubiéramos podido colocar directamente a alguien detrás de la puerta del gabinete de la señorita Stangerson, que daba a la habitación, quizá «a esos que no piensan» les hubiera parecido más sencillo sitiar directamente las dos puertas de la habitación en donde estaba el hombre, la del gabinete y la de la antecámara; pero solo podíamos entrar en el gabinete por el salón, cuya puerta había cerrado por dentro el inquieto cuidado de la señorita Stangerson. Así pues, este plan que se le hubiera ocurrido a cualquier guardia de tráfico, se hacía impracticable. Pero yo, que tengo la obligación de pensar, diré que, hasta si hubiera dispuesto libremente del gabinete, habría mantenido mi plan tal como acabo de exponerlo, pues otro plan de ataque directo «nos separaba a los unos de los otros en el momento de la lucha con el hombre», mientras que mi plan «reunía a todos para el ataque» en un lugar que había determinado con una precisión casi matemática. Este sitio era la intersección de las dos galerías.

Después de colocar de esta forma a mi gente, volví a salir del castillo, corrí hasta la escalera, la volví a poner contra la pared y, revólver en mano, trepé.

Si alguien se sonríe de tantas precauciones previas, lo remitiré al misterio del «Cuarto Amarillo» y a todas las pruebas que teníamos de la fantástica astucia del asesino; por otra parte, si mis observaciones le parecen a alguien excesivamente meticulosas en un momento en que hay que estar enteramente poseído por la rapidez del movimiento, de la decisión y de la acción, le replicaré que he querido relatar aquí largo y tendido todas las disposiciones de un plan de ataque concebido y ejecutado tan rápidamente como lento resulta su desarrollo bajo mi pluma. He querido esta lentitud y esta precisión para estar seguro de no omitir nada de las condiciones en las que se produjo el extraño fenómeno que, hasta nueva orden y natural explicación, me parece que muestra mejor que todas las teorías del profesor Stangerson «la disociación de la materia», incluso, diría yo, la disociación «instantánea» de la materia.

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