El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 1. Donde se empieza a no entender nada

Capítulo 1 Donde se empieza a no entender nada

No sin cierta emoción empiezo a contar aquí las extraordinarias aventuras de Joseph Rouletabille. Hasta hoy se había opuesto terminantemente a ello, que yo había acabado por desesperar de publicar jamás la historia policíaca más extraña de estos últimos quince años. Hasta me imagino que el público nunca habría conocido «toda la verdad» sobre el prodigioso caso del «Cuarto Amarillo», que originó tantos misteriosos, crueles y sensacionales dramas, y en el que participó tan de cerca mi amigo, si, con motivo de la reciente designación del ilustre Stangerson para el grado de gran cruz de la Legión de Honor, un diario de la noche, en un artículo miserable por su ignorancia o por su audaz perfidia, no hubiera resucitado una terrible aventura que Joseph Rouletabille —según me dijo— hubiera querido saber olvidada para siempre.

¡El «Cuarto Amarillo»! ¿Quién se acordaba ya de este caso que hizo correr tanta tinta hace unos quince años? Olvidamos tan de prisa en París… ¿No hemos olvidado hasta el nombre del proceso de Nayves y la trágica historia de la muerte del pequeño Menaldo? Y, sin embargo, en aquella época el público se interesó tanto por los debates, que una crisis ministerial que estalló entonces pasó completamente desapercibida. Ahora bien, el proceso del «Cuarto Amarillo», que precedió unos cuantos años al de Nayves, tuvo más resonancia aún. Durante meses el mundo entero buscó la solución a aquel oscuro problema, el más oscuro, a mi parecer, que jamás se haya propuesto a la perspicacia de nuestra policía y planteado a la conciencia de nuestros jueces. Cada cual buscó la solución a aquel problema desesperante. Fue romo un dramático rompecabezas sobre el que se encarnizaron la vieja Europa y la joven América. La verdad —me permito decirlo, «ya que no podría haber en todo esto amor propio de autor» y no hago más que transcribir hechos sobre los cuales una documentación excepcional me permite aportar nueva luz—, la verdad es que no creo que, en el campo de la realidad o de la imaginación, en el mismo autor de , o hasta en las invenciones de los sub-Edgar Poe y de los truculentos Conan Doyle, se pueda encontrar algo comparable, EN CUANTO AL MISTERIO, «con el misterio natural del “Cuarto Amarillo”».

Lo que nadie había podido descubrir lo encontró el joven Joseph Rouletabille, de dieciocho años, entonces pequeño reportero de un gran periódico. Pero cuando en la sala de audiencias dio la clave de todo el caso, no dijo toda la verdad. Solo dio a conocer lo imprescindible «para explicar lo inexplicable» y para absolver a un inocente. Hoy han desaparecido las razones que tenía para callar. Es más, mi amigo «debe» hablar. Así pues, van ustedes a saberlo todo. Y sin más preámbulo, voy a plantear ante sus ojos el problema del «Cuarto Amarillo» tal como lo fue a los ojos del mundo entero al día siguiente del drama del castillo del Glandier.

El 25 de octubre de 1892 aparecía la nota siguiente de última hora en :

Un horrible crimen se acaba de cometer en el Glandier, a orilla del bosque de Santa Genoveva, por encima de Epinay-sur-Orge, en casa del profesor Stangerson. Anoche, mientras el dueño trabajaba en su laboratorio, intentaron asesinar a la señorita Stangerson, que descansaba en una habitación contigua a dicho laboratorio. Los médicos no responden de la vida de la señorita Stangerson.

No podéis imaginar la emoción que se apoderó de París. Ya en aquella época el mundo de la cultura estaba extraordinariamente interesado por los trabajos del profesor Stangerson y su hija. Tales trabajos, los primeros que se intentaron sobre la radiografía, conducirían más tarde a los esposos Curie al descubrimiento del radio. Además, estábamos a la espera de una memoria sensacional que el profesor Stangerson iba a leer en la Academia de Ciencias sobre su nueva teoría: . Teoría destinada a derrumbar por su base toda la ciencia oficial, que descansa desde hace tanto tiempo sobre el principio: nada se crea, nada se destruye.

Al día siguiente, los periódicos de la mañana no hablaban más que de este drama. , entre otros, publicaba el artículo siguiente, titulado «Un crimen sobrenatural»:

He aquí los únicos detalles —escribe el anónimo redactor de — que hemos podido obtener sobre el crimen del castillo del Glandier. El estado de desesperación en que se encuentra el profesor Stangerson y la imposibilidad de recoger ninguna información de boca de la víctima han hecho nuestras investigaciones y las de la justicia tan difíciles, que por el momento no hay forma de hacerse la menor idea de lo que pasó en el «Cuarto Amarillo», donde fue encontrada la señorita Stangerson en ropa de dormir y agonizando en el suelo. Al menos hemos podido entrevistar al tío Jacques —como lo llaman en el lugar—, viejo criado de la familia Stangerson. El tío Jacques entró en el «Cuarto Amarillo» al mismo tiempo que el profesor. El cuarto está pegando al laboratorio. Laboratorio y «Cuarto Amarillo» se encuentran en un pabellón, al fondo del parque, a unos trescientos metros del castillo.

Serían las doce y media de la noche —nos ha contado este buen hombre (?)—, y yo me encontraba en el laboratorio, donde el señor Stangerson seguía trabajando, cuando ocurrió el caso. Había estado colocando y limpiando instrumentos toda la noche y esperaba a que se fuera el señor Stangerson para ir a acostarme. La señorita Mathilde había trabajado con su padre hasta las doce; cuando sonaron las doce campanadas en el reloj de cuco del laboratorio, se levantó y dio un beso al señor Stangerson, deseándole buenas noches. Me dijo: «Buenas noches, tío Jacques» y empujó la puerta del «Cuarto Amarillo». Cuando la oímos cerrar la puerta con llave y echar el cerrojo, yo no pude dejar de reír y dije al señor: «Ya está la señorita encerrándose con doble vuelta de llave. ¡No cabe duda de que tiene miedo al “Animalito de Dios”!». El señor, de tan absorto como estaba, ni siquiera me oyó. Pero un maullido abominable me respondió fuera y reconocí precisamente el grito del «Animalito de Dios»…, como para entrarte un escalofrío… «¿Tampoco esta noche nos va a dejar dormir?», pensé, porque tengo que decirle, señor, que hasta finales de octubre vivo en el desván del pabellón, encima del «Cuarto Amarillo», para que la señorita no se quede sola toda la noche al fondo del parque. Ha sido idea de la señorita eso de pasar los meses de calor en el pabellón; le parece sin duda más alegre que el castillo y, en los cuatro años que lleva construido, nunca deja de instalarse allí en cuanto llega la primavera. Cuando se acerca el invierno, la señorita vuelve al castillo, «porque en el “Cuarto Amarillo” no hay chimenea».

Así pues, el señor Stangerson y yo nos habíamos quedado en el pabellón. No hacíamos ningún ruido. Él estaba trabajando en su mesa. Yo, sentado en una silla y habiendo terminado mi trabajo, lo miraba y me decía: «¡Qué hombre! ¡Qué inteligencia! ¡Qué saber!». Hago hincapié en el hecho de que no hacíamos ruido, pues «por eso el asesino debió de creer que nos habíamos ido». Y, de repente, cuando el cuco daba las doce y media, un clamor desesperado salió del «Cuarto Amarillo». Era la voz de la señorita que gritaba: «¡Al asesino! ¡Al asesino! ¡Socorro!». En seguida resonaron unos tiros de revólver y hubo un gran ruido de mesas, de muebles arrojados al suelo, como durante una pelea, y otra vez la voz de la señorita que gritaba: «¡Al asesino!… ¡Socorro!… ¡Papá!».

Como puede imaginar, el señor Stangerson y yo nos lanzamos de un salto hacia la puerta. Pero ¡ay!, estaba cerrada y bien cerrada «por dentro», pues la misma señorita la había cerrado con llave y echado el cerrojo, como ya le he dicho. Intentamos derribarla, pero era sólida. El señor Stangerson estaba como loco, y de verdad era para estarlo, pues oíamos a la señorita que gemía: «¡Socorro!… ¡Socorro!…». El señor Stangerson daba golpes terribles contra la puerta y lloraba de rabia y sollozaba de desesperación e impotencia.

Entonces tuve una inspiración. «El asesino se habrá introducido por la ventana —exclamé—. ¡Voy a la ventana!». Y salí del pabellón corriendo como un loco.

Lo malo es que la ventana del «Cuarto Amarillo» da al campo, de forma que la pared del parque que desemboca en el pabellón me impedía llegar en seguida a la ventana. Para llegar allí, primero había que salir del parque. Corrí por la parte de la reja y, en el camino, me encontré con Bernier y su mujer, los porteros, que acudían atraídos por las detonaciones y por nuestros gritos. En dos palabras los puse al corriente de la situación; dije al portero que fuera a reunirse en seguida con el señor Stangerson y ordené a su mujer que viniera conmigo para abrirme la reja del parque. Cinco minutos más tarde, la portera y yo estábamos delante de la ventana del «Cuarto Amarillo».

—Había una hermosa luna clara y vi en seguida que no habían tocado la ventana. Los barrotes seguían intactos y las contraventanas detrás de los barrotes también estaban cerradas tal como yo mismo las había cerrado la víspera, como todas las noches, aunque la señorita, que sabía que estaba muy cansado y sobrecargado de trabajo, me dijera que no me molestara, que ella misma las cerraría; y habían quedado tal como yo las dejé, sujetas «por dentro» con una aldabilla. Así pues, el asesino no había podido pasar por allí y no podía escapar por allí, ¡pero tampoco yo podía entrar por allí!

¡Esa era nuestra desgracia! Por mucho menos habría uno perdido la cabeza: la puerta del cuarto cerrada con llave «por dentro»; las contraventanas de la única ventana, cerradas también «por dentro», y, por encima de las contraventanas, los barrotes intactos, unos barrotes por los que no podría usted pasar el brazo… ¡Y la señorita que seguía pidiendo socorro…! O, mejor dicho, no, ya no la oíamos… Quizá había muerto… Pero, al fondo del pabellón, yo seguía oyendo al señor que intentaba derribar la puerta…

La portera y yo echamos a correr de nuevo y volvimos al pabellón. La puerta seguía en pie a pesar de los golpes terribles del señor Stangerson y de Bernier. Por fin, cedió bajo nuestros furiosos esfuerzos, y ¿qué vimos entonces? Tengo que decirle, señor, que detrás de nosotros la portera llevaba la lámpara del laboratorio, una lámpara potente que iluminaba todo el cuarto.

También tengo que decirle que el «Cuarto Amarillo» es muy pequeñito. La señorita lo había amueblado con una cama de hierro bastante ancha, una mesa pequeña, una mesilla de noche, un tocador y dos sillas. Por eso, a la luz de la gran lámpara que llevaba la portera, lo vimos todo a la primera ojeada. La señorita, en camisón, estaba en el suelo en medio de un desorden increíble. Mesas y sillas caídas indicaban que allí había habido una fuerte «pelea». Con toda seguridad habían sacado a la señorita de su cama; estaba llena de sangre, con terribles señales de uñas en el cuello —tenía el cuello casi destrozado por las uñas—, y con un agujero en la sien derecha, de donde corría un hilo de sangre que había formado un charco en el suelo. Cuando el señor Stangerson vio a su hija en semejante estado, se arrojó sobre ella dando tales gritos de desesperación que daba lástima oírlo. Vio que la desgraciada seguía respirando y no se ocupó más que de ella. Nosotros buscamos al asesino, al miserable que había querido matar a nuestra ama, y le juro que, de haberlo encontrado, no hubiéramos respondido de su pellejo. Pero ¿cómo explicar que no estaba allí, que ya había escapado?… Esto sobrepasa todo lo imaginable. Nadie debajo de la cama, nadie detrás de los muebles, nadie. Solo encontramos sus huellas; las huellas ensangrentadas de una ancha mano de hombre en las paredes y en la puerta, un gran pañuelo rojo de sangre, sin ninguna inicial, una vieja boina y las marcas recientes en el suelo de muchos pasos de hombre. El hombre que había andado por allí tenía un pie grande y la suela de sus zapatos dejaba una especie de hollín negruzco. ¿Por dónde había pasado ese hombre? ¿Por dónde se había desvanecido? «No olvide, señor, que no había chimenea en el “Cuarto Amarillo”». No podía haber escapado por la puerta, que es muy estrecha y por cuyo umbral entró la portera con su lámpara mientras el portero y yo buscábamos al asesino en ese reducido cuarto cuadrado, donde es imposible esconderse y donde, por lo demás, no encontramos a nadie. La puerta, medio derribada y echada contra la pared, no podía disimular nada, como de hecho comprobamos. Nadie había podido escapar por la ventana, que permaneció cerrada con las contraventanas echadas y los barrotes intactos. ¿Entonces? Entonces… empezaba yo a creer en el diablo.

Y fue cuando descubrimos en el suelo «mi revólver». Sí, mi propio revólver… ¡Esto sí que me devolvió a la realidad! El diablo no habría necesitado robarme el revólver para matar a la señorita. El hombre que había estado allí había subido primero a mi desván, había cogido el revólver de mi cajón y lo había utilizado para sus perversos designios. Entonces, al examinar las balas, comprobamos que el asesino había disparado dos veces. Pues sí, señor, dentro de lo malo, fue una suerte para mí que el señor Stangerson se encontrara en el laboratorio cuando sucedió aquello y pudiera comprobar con sus propios ojos que yo también estaba allí, pues, de lo contrario, con esa historia del revólver no sé adonde hubieran ido a parar las cosas. Para mí que estaría ya en la cárcel. ¡La justicia no necesita más para llevar a un hombre al cadalso!

El redactor de terminaba la entrevista con las líneas siguientes:

Hemos dejado sin interrumpirle al tío Jacques contarnos brevemente lo que sabía del crimen del «Cuarto Amarillo». Hemos reproducido las mismas palabras que él empleó; solo le hemos ahorrado al lector las continuas lamentaciones con que salpicaba su relato. ¡Ya lo sabemos, tío Jacques! ¡Ya sabemos que quiere mucho a sus amos! Usted necesita que se sepa y no deja de repetirlo, sobre todo desde el descubrimiento del revólver. ¡Está usted en su derecho y no vemos ningún inconveniente en ello! Hubiéramos querido hacerle más preguntas al tío Jacques —Jacques Louis Moustier—, pero en ese mismo momento vinieron a buscarle de parte del juez de instrucción, que proseguía su investigación en el salón del castillo. Nos ha sido imposible penetrar en el Glandier y, por lo que se refiere al encinar, está vigilado en un ancho círculo por unos cuantos policías, que guardan celosamente las huellas que pueden llevar al pabellón y quizá al descubrimiento del asesino.

También hubiéramos querido interrogar a los porteros, pero no están visibles. Finalmente, en una venta, no lejos de la reja del castillo, esperamos a que saliera el señor Marquet, el juez de instrucción de Corbeil. A las cinco y media lo vimos con su secretario. Antes de que subiera al coche, pudimos hacerle la siguiente pregunta:

—Señor Marquet, ¿puede darnos alguna información acerca de este caso, sin perjuicio de su instrucción?

—Nos es imposible decir nada —respondió el señor Marquet—. Además, es el caso más extraño que conozco. ¡Cuanto más creemos saber, menos sabemos!

Le pedimos al señor Marquet que se dignara explicarnos estas últimas palabras. Lo que nos dijo, cuya importancia no puede escapársele a nadie, es lo siguiente:

—Si nada se añade a las comprobaciones materiales hechas hoy por la Justicia, me temo que el misterio que rodea el abominable atentado que sufrió la señorita Stangerson tarde bastante en aclararse; pero es de esperar, «por la razón humana», que las exploraciones del techo y del del «Cuarto Amarillo», exploraciones que haré a partir de mañana con el contratista que construyó el pabellón hace cuatro años, nos darán la prueba de que no hay que desesperar nunca de la lógica de las cosas. Porque todo el problema es este: sabemos por dónde se introdujo el asesino (entró por la puerta y se escondió bajo la cama en espera de la señorita Stangerson); pero ¿por dónde salió? ¿Cómo pudo huir? Si no se encuentra trampa, ni puerta secreta, ni reducto, ni abertura de ningún tipo, si el examen de las paredes y hasta su demolición (pues estoy decidido, y el señor Stangerson también lo está, a llegar hasta la demolición del pabellón) no vienen a revelar ningún pasadizo practicable, no ya para un ser humano, pero ni siquiera para ningún otro ser, si el techo no tiene agujeros, si el no oculta subterráneo, ¡«habrá que creer en el diablo», como dice el tío Jacques!

Y el anónimo redactor hace notar en este artículo —artículo que escogí por ser el más interesante de todos cuantos se publicaron aquel día sobre el mismo caso— el hecho de que el juez de instrucción parecía poner cierta intención en esta última frase: «“Habrá que creer en el diablo”, como dice el tío Jacques».

El artículo acaba con estas líneas:

Hemos querido saber lo que el tío Jacques entendía por «el grito del Animalito de Dios». Así llaman al grito particularmente siniestro —nos explicó el propietario de la venta «La Torre del Homenaje»— que lanza a veces el gato de una anciana, la tía «Agenoux», como la llaman en el lugar. La tía «Agenoux» es una especie de santa que vive en una cabaña, en el corazón del bosque, no lejos de la «gruta de Santa Genoveva».

«El Cuarto Amarillo, el Animalito de Dios, la tía Agenoux, el diablo, Santa Genoveva, el tío Jacques», he aquí un crimen muy embrollado, que la piqueta desembrollará mañana; esperémoslo al menos, «por la razón humana», como dice el juez de instrucción. Mientras tanto, se cree que la señorita Stangerson, que no ha dejado de delirar y que solo pronuncia claramente la palabra «¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!…», no pasará la noche…

Finalmente, a última hora, el mismo periódico anunciaba que el jefe de la Seguridad había telegrafiado al célebre inspector Frédéric Larsan —el cual había sido enviado a Londres por un asunto de títulos robados— para que volviera inmediatamente a París.

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