Capítulo 26. Donde Joseph Rouletabille es esperado con impaciencia
Capítulo 26 Donde Joseph Rouletabille es esperado con impaciencia
El 15 de enero siguiente, es decir, dos meses y medio después de los trágicos acontecimientos que acabo de referir, publicaba en primera página el sensacional artículo siguiente:
El jurado de Seine-et-Oise ha sido llamado hoy para juzgar uno de los casos más misteriosos que se hayan dado en los anales judiciales. Jamás proceso alguno ha presentado tantos puntos oscuros, incomprensibles, inexplicables. Y, sin embargo, la acusación no ha dudado en hacer sentar en el banquillo de los acusados a un hombre respetado, estimado, amado por todos los que lo conocen, un joven sabio, esperanza de la ciencia francesa, cuya existencia entera ha sido un modelo de trabajo y probidad. Cuando París se enteró de la detención de Robert Darzac, en todas partes se elevó un grito unánime de protesta. La Sorbona en pleno, deshonrada por el gesto inaudito del juez de instrucción, proclamó su fe en la inocencia del novio de la señorita Stangerson. El mismo señor Stangerson atestiguó abiertamente el error en que se había extraviado la justicia, y nadie duda que si la víctima pudiera hablar vendría a reclamar a los doce miembros del jurado de Seine-et-Oise al hombre que ella quería hacer su esposo y que la acusación quiere enviar al cadalso. Esperemos que un día no lejano la señorita Stangerson recobre la razón, que ha naufragado momentáneamente en el horrible misterio del Glandier. ¿Quieren ustedes que vuelva a perderla cuando se entere de que el hombre que amaba ha muerto a manos del verdugo? Esta pregunta va dirigida al jurado, «con el que nos proponemos hablar hoy mismo».
Estamos decididos, en efecto, a no permitir que doce hombres honrados cometan un abominable error judicial. Ciertamente, unas coincidencias terribles, unas huellas acusadoras, un silencio inexplicable por parte del acusado, un empleo enigmático del tiempo y la ausencia de toda coartada han podido acarrear la convicción del ministerio fiscal, que, «habiendo buscado en vano la verdad en otras partes», ha resuelto encontrarla ahí. Los cargos son en apariencia tan abrumadores para Robert Darzac, que es preciso excusar que incluso un policía tan sagaz, tan inteligente y generalmente tan afortunado como Frédéric Larsan se haya dejado cegar por ellos. Hasta el momento, todo ha venido a acusar a Robert Darzac ante la instrucción; hoy vamos a defenderlo nosotros ante el jurado, y aportaremos tal luz ante el Tribunal, que esclarecerá todo el misterio del Glandier. «Porque nosotros poseemos la verdad».
Si no hemos hablado antes es porque el interés mismo de la causa que queremos defender lo exigía sin duda. Nuestros lectores no han olvidado las sensacionales investigaciones anónimas que publicamos acerca del «Pie izquierdo de la calle Oberkampf», del famoso robo del «Crédito Universal» y del caso de los «Lingotes de oro de la Casa de la Moneda». Ellas nos hacían prever la verdad, aun antes de que la admirable ingeniosidad de un Frédéric Larsan la hubiera desvelado por completo. Tales investigaciones estaban dirigidas por nuestro más joven redactor, Joseph Rouletabille, un muchacho de dieciocho años que mañana será ilustre. Cuando estalló el caso del Glandier, nuestro pequeño reportero se dirigió al lugar de los hechos, forzó todas las puertas y se instaló en el castillo, de donde habían sido expulsados todos los representantes de la prensa. Buscó la verdad al lado de Frédéric Larsan; vio con espanto el error en que se abismaba todo el genio del célebre policía; en vano intentó sacarlo fuera de la mala pista en que se había internado: el gran Fred no quiso permitir que le diera lecciones nuestro pequeño periodista. Sabemos adónde ha conducido esto a Robert Darzac.
Ahora bien, es preciso que Francia sepa, que todo el mundo sepa, que la misma tarde de la detención de Robert Darzac el joven Joseph Rouletabille entraba en la oficina de nuestro director y le decía: «Me voy de viaje. No puedo decir cuánto tiempo estaré fuera; quizá un mes, dos meses, tres meses…, quizá no vuelva nunca… He aquí una carta… Si no estoy de vuelta el día en que el señor Darzac comparezca ante los Tribunales, abrirá usted esta carta en la sala de audiencias, después del desfile de los testigos. Póngase de acuerdo para ello con el abogado de Robert Darzac. Robert Darzac es inocente. En esta carta está el nombre del asesino, y no digo las pruebas, pues las pruebas voy a buscarlas, sino la explicación irrefutable de su culpabilidad». Y nuestro redactor se fue. Hemos estado mucho tiempo sin noticias, pero hace ocho días un desconocido vino a ver al director para decirle: «Actúe según las instrucciones de Joseph Rouletabille, si no queda más remedio. En esa carta está la verdad».
Hoy, 15 de enero, estamos ante el gran día de la vista de la causa; Joseph Rouletabille no ha vuelto aún; quizá no volvamos a verlo nunca. También la prensa cuenta con sus héroes, víctimas del deber: el deber profesional, el primero de todos los deberes. ¡Quizá a estas horas haya sucumbido! Nosotros sabremos vengarlo. Esta tarde nuestro director estará en la sala de audiencias de Versalles con la carta: ¡la carta que contiene el nombre del asesino!
A la cabecera del artículo habían colocado el retrato de Rouletabille.
Los parisinos que se dirigieron aquel día a Versalles para asistir al proceso llamado del «Misterio del Cuarto Amarillo» ciertamente no habrán olvidado la increíble muchedumbre que se atropellaba en la estación de Saint-Lazare. No había sitio en los trenes y tuvieron que improvisar convoyes suplementarios. El artículo de había soliviantado a todo el mundo, excitado todas las curiosidades, llevado hasta la exasperación la pasión por las discusiones. Entre los partidarios de Joseph Rouletabille y los fanáticos de Frédéric Larsan se intercambiaron puñetazos, pues, cosa extraña, la fiebre de la gente procedía no tanto del hecho de que quizá se fuera a condenar a un inocente cuanto del interés que ponían en la propia comprensión del «Misterio del Cuarto Amarillo». Cada uno tenía su explicación y la daba por buena. Todos los que explicaban el crimen como Frédéric Larsan no admitían que se pudiera poner en duda la perspicacia del popular policía, y todos los otros, los que tenían una explicación diferente a la de Frédéric Larsan, naturalmente pretendían que debía de ser la de Joseph Rouletabille, que no conocían aún. Con el número de en la mano, los «Larsan» y los «Rouletabille» disputaron y se pelearon hasta en los escalones del palacio de justicia de Versalles, hasta dentro de la sala de audiencias. La innumerable muchedumbre que no pudo entrar en el palacio se quedó toda la tarde en los alrededores del edificio, contenida a duras penas por la tropa y la policía, ávida de noticias, acogiendo los rumores más fantásticos. Por un momento, circuló la voz de que acababan de detener en plena audiencia al mismo señor Stangerson, que había confesado ser el asesino de su hija… Era de locura. El nerviosismo había llegado al colmo. Y seguían esperando a Rouletabille. Ciertas gentes pretendían conocerlo y reconocerlo, y, cuando un joven provisto de un pase atravesaba el sitio libre que separaba a la muchedumbre del palacio de justicia, se producían empujones. Se aplastaban. Gritaban: «¡Rouletabille! ¡Ahí está Rouletabille!». Unos testigos que se parecían más o menos vagamente al retrato publicado por fueron también aclamados. La llegada del director de fue asimismo la señal de algunas manifestaciones. Unos aplaudieron. Otros silbaron. Había muchas mujeres entre la muchedumbre.
En la sala de audiencias el proceso se desarrollaba bajo la presidencia del señor de Rocoux, un magistrado imbuido de todos los prejuicios de la gente de toga, pero en el fondo honrado.
Habían llamado a los testigos. Yo estaba entre ellos, naturalmente, así como todos los que, de cerca o de lejos, habían tocado los misterios del Glandier: el señor Stangerson, envejecido diez años, desconocido; Larsan; Arthur W. Ranee, con la cara siempre colorada; el tío Jacques; el tío Mathieu, que fue llevado con las esposas en las manos, entre dos gendarmes; la señora Mathieu, bañada en lágrimas; los Bernier; las dos enfermeras; el mayordomo; todos los criados del castillo; el empleado de correos de la oficina número 40; el empleado del ferrocarril de Epinay; algunos amigos del señor y de la señorita Stangerson, y todos los testigos de descargo de Robert Darzac. Yo tuve la suerte de ser oído entre los primeros testigos, lo que me permitió asistir a casi todo el proceso.
No necesito decirles lo apretujados que estábamos en la sala. Había abogados sentados hasta en los peldaños del «tribunal» y, detrás de los magistrados de toga roja, estaban representadas todas las autoridades judiciales de los alrededores. Robert Darzac apareció en el banco de los acusados, entre los gendarmes, tan tranquilo, alto y tan hermoso, que un murmullo de admiración más que de compasión lo acogió. En seguida se inclinó hacia su abogado, el letrado Henri-Robert, que, asistido por su primer secretario, el letrado André Hesse, entonces principiante, había comenzado ya a hojear su expediente.
Muchos esperaban que el señor Stangerson fuera a estrechar la mano del acusado; pero tuvo lugar la llamada de los testigos y todos abandonaron la sala sin que se produjera aquella demostración sensacional. En el momento en que los miembros del jurado ocuparon su sitio, notamos que parecían sumamente interesados por una rápida entrevista que el letrado Henri-Robert había tenido con el director de . Este fue en seguida a colocarse en la primera fila del público. Algunos se extrañaron de que no acompañara a los testigos a la sala reservada para ellos.
La lectura del acta de acusación concluyó como casi siempre, sin incidentes. No voy a relatar aquí el largo interrogatorio que sufrió el señor Darzac. Él respondió de la forma más natural y más misteriosa a la vez. «Todo lo que podía decir» pareció natural, todo lo que calló pareció terrible para él, incluso a los ojos de los que «presentían» su inocencia. Su silencio acerca de los puntos que ya conocemos se volvió contra él y parecía indudable que ese silencio iba fatalmente a aplastarlo. Resistió a las amonestaciones del presidente y del ministerio público. Le dijeron que, en tal circunstancia, callarse equivalía a la muerte.
—Está bien —dijo—. Pues la sufriré. ¡Pero soy inocente!
Con esa habilidad prodigiosa que le ha dado fama, y aprovechando el incidente, el letrado Henri-Robert intentó engrandecer el carácter de su cliente por el hecho mismo de su silencio, haciendo alusión a ciertos deberes morales que solo las almas heroicas son capaces de imponerse. El eminente abogado solo consiguió convencer por completo a los que conocían al señor Darzac, pero los otros permanecieron indecisos. Se suspendió la audiencia, luego comenzó el desfile de los testigos y Rouletabille seguía sin aparecer. Cada vez que se abría una puerta, todos los ojos se dirigían hacia esa puerta, luego se volvían hacia el director de , que permanecía impasible en su sitio. Finalmente vimos que se metía la mano en el bolsillo y «sacaba una carta». Un gran rumor acompañó ese gesto.
No es mi intención recordar aquí todos los incidentes del proceso. Ya he hablado largo y tendido de todas las etapas del caso para no imponer a los lectores un nuevo desfile de los acontecimientos rodeados de su misterio. Tengo prisa por llegar al momento verdaderamente dramático de aquella jornada inolvidable. Este sobrevino cuando el letrado Henri-Robert hacía algunas preguntas al tío Mathieu, que, en la barra de los testigos, entre sus dos gendarmes, negaba haber asesinado al «hombre verde». Llamaron a su mujer y fue careada con él. Ella confesó, estallando en sollozos, que había sido «la amiga» del guarda y que su marido lo había sospechado; pero afirmó también que su marido no tenía nada que ver con el asesinato de «su amigo». El letrado Henri-Robert solicitó entonces del Tribunal que permitiera oír inmediatamente a Frédéric Larsan sobre este punto.
—En una breve conversación que acabo de tener con Frédéric Larsan durante la suspensión de la audiencia —declaró el abogado—, me ha dado a entender que la muerte del guarda podía explicarse de modo distinto sin la intervención del tío Mathieu. Sería interesante conocer la hipótesis de Frédéric Larsan.
Frédéric Larsan fue introducido. Se explicó con mucha claridad:
—Yo no veo —dijo— la necesidad de hacer intervenir al tío Mathieu en todo esto. Ya se lo he dicho al señor Marquet, pero los propósitos asesinos de ese hombre evidentemente lo han perjudicado en el ánimo del señor juez de instrucción. Para mí, el asesinato de la señorita Stangerson y el asesinato del guarda «son el mismo caso». Disparamos contra el asesino de la señorita Stangerson cuando huía por el patio; puede que creyéramos haberlo dado, puede que creyéramos haberlo matado; la verdad es que no hizo más que tropezar en el momento en que desaparecía tras el ala derecha del castillo. Allí el asesino se encontró con el guarda, que, sin duda, quiso oponerse a su fuga. El asesino tenía aún en la mano el cuchillo con el que acababa de herir a la señorita Stangerson; hirió al guarda en el corazón, y el guarda murió.
Esta explicación tan sencilla pareció tanto más plausible cuanto que ya habían dado con ella muchos de los que se interesaban por los misterios del Glandier. Se dejó oír un murmullo de aprobación.
—Y, en ese caso, ¿qué fue del asesino? —preguntó el presidente.
—Evidentemente, se escondió en un rincón oscuro de ese extremo del patio, señor presidente, y, en cuanto se marcharon las gentes del castillo que llevaban el cuerpo, pudo huir tranquilamente.
En ese momento, del fondo del «público de pie», se elevó una voz juvenil. En medio del estupor de todos, dijo:
—Estoy de acuerdo con Frédéric Larsan en lo que respecta a la cuchillada en el corazón. ¡Pero no estoy de acuerdo con él «en la manera como el asesino huyó del extremo del patio»!
Todo el mundo se volvió; los ujieres se precipitaron ordenando silencio. El presidente preguntó con irritación quién había levantado la voz y ordenó la expulsión inmediata del intruso; pero volvió a oírse la misma voz clara que gritaba:
—¡Soy yo, señor presidente, soy yo, Joseph Rouletabille!