El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 8. El juez de instrucción interroga a la señorita Stangerson

Capítulo 8 El juez de instrucción interroga a la señorita Stangerson

Cinco minutos más tarde, Joseph Rouletabille se inclinaba sobre las huellas de los pasos descubiertas en el parque, bajo la misma ventana del vestíbulo, cuando un hombre, que debía de ser un criado del castillo, se acercó a nosotros a zancadas.

—Señor Robert, el juez de instrucción está interrogando a la señorita.

Robert Darzac nos dio una vaga excusa y echó a correr camino del castillo; el hombre le seguía corriendo.

—Si habla el cadáver —dije—, la cosa se va a poner interesante.

—Tenemos que enterarnos —dijo mi amigo—. Vamos al castillo.

Y me arrastró. Pero, en el castillo, un gendarme colocado en el vestíbulo nos prohibió el acceso al primer piso. Tuvimos que esperar.

Veamos lo que sucedía mientras tanto en el cuarto de la víctima: como el médico de la familia veía que la señorita Stangerson estaba mucho mejor, pero temía una recaída fatal que ya no permitiera interrogarla, creyó su deber avisar al juez de instrucción… y este decidió inmediatamente proceder a un breve interrogatorio.

A este interrogatorio asistieron el señor Marquet, el secretario, el señor Stangerson y el médico. Más tarde, en el momento del juicio, me procuré el texto de este interrogatorio.

Helo aquí en toda su jurídica sequedad:

PREGUNTA: Señorita, sin cansarse demasiado, ¿se siente capaz de darnos algunos detalles necesarios sobre el horrible atentado de que fue víctima?

RESPUESTA: Me siento mucho mejor, señor, y le voy a decir lo que sé. Cuando entré en mi habitación, no vi nada anormal.

P: Perdone, señorita, pero, si me permite, voy a hacerle unas preguntas y usted contestará. Le cansará menos que un relato largo.

R: Como quiera, señor.

P: ¿Cómo empleó usted el tiempo aquel día? Quisiera que me lo dijera con la mayor precisión y meticulosidad posible. Si no es pedirle mucho, señorita, me gustaría seguir todos sus actos de aquel día.

R: Me levanté tarde, a las diez, pues la noche anterior mi padre y yo volvimos muy tarde a casa. Asistimos a la cena y a la recepción que daba el presidente de la República en honor de unos delegados de la Academia de Ciencias de Filadelfia. Cuando salí de mi habitación a las diez y media, mi padre estaba ya trabajando en el laboratorio. Trabajamos juntos hasta las doce; dimos un paseo de media hora por el parque; comimos en el castillo. Media hora de paseo hasta la una y media como todos los días. Luego mi padre y yo volvimos al laboratorio. Nos encontramos allí con la doncella, que acababa de arreglar mi cuarto. Yo entro en el «Cuarto Amarillo» para dar unas órdenes sin importancia a la criada, que abandona en seguida el pabellón, y me pongo a trabajar con mi padre. A las cinco, abandonamos el pabellón para dar otro paseo y para el té.

P: ¿Entró en su cuarto en el momento de salir, a las cinco?

R: No, señor, fue mi padre quien entró en él, porque le pedí que me trajera el sombrero.

P: ¿Y no vio nada sospechoso?

SEÑOR STANGERSON: Nada, por supuesto.

P: Además, es casi seguro que en aquel momento el asesino no estaba todavía debajo de la cama. Cuando se fue, ¿no estaba la puerta del cuarto cerrada con llave?

SEÑOR STANGERSON: No, no teníamos motivos para ello…

P: A partir de ese momento, ¿cuánto tiempo estuvieron fuera el señor Stangerson y usted?

R: Una hora más o menos.

P: Fue, sin duda, durante esa hora cuando se introdujo el asesino en el pabellón, ¿pero cómo? No se sabe. En el parque se yen pasos que salen desde la ventana del vestíbulo, no se ven pasos que entran. ¿Se fijó usted si la ventana del vestíbulo estaba abierta cuando salió con su padre?

R: No recuerdo.

SEÑOR STANGERSON: Estaba cerrada.

P: ¿Y cuando volvieron?

SEÑORITA STANGERSON: No me fijé.

SEÑOR STANGERSON: Seguía cerrada… Lo recuerdo muy bien, pues al entrar dije alto: «¡Desde luego, el tío Jacques hubiera podido abrir mientras estábamos fuera!…».

P: ¡Qué extraño, qué extraño! Recuerde, señor Stangerson, que el tío Jacques, mientras estaban fuera y antes de irse, la había abierto. Así pues, volvieron a las seis al laboratorio y se pusieron a trabajar.

SEÑORITA STANGERSON: Sí, señor.

P: ¿Y usted no volvió a abandonar el laboratorio desde esa hora hasta el momento en que entró en su cuarto?

SEÑOR STANGERSON: Ni mi hija ni yo, señor. Teníamos un trabajo tan urgente, que no perdíamos un minuto. Hasta tal punto que lo descuidábamos todo.

P: ¿Cenaron en el laboratorio?

R: Sí, por el mismo motivo.

P: ¿Suelen cenar en el laboratorio?

R: Muy pocas veces.

P: ¿No podía saber el asesino que aquella noche cenarían en el laboratorio?

SEÑOR STANGERSON: Por Dios, señor, no creo… Fue al volver al pabellón hacia las seis cuando decidí que mi hija y yo cenaríamos en el laboratorio. En ese momento, se nos acercó el guarda, que me retuvo un instante para pedirme que lo acompañara en una gira urgente por la parte de los bosques que yo había mandado talar. Me resultaba imposible en aquel momento y aplacé para el día siguiente esa tarea, y rogué entonces al guarda que, al pasar por el castillo, avisara al mayordomo que cenaríamos en el laboratorio. El guarda me dejó y fue a llevar mi recado. Yo me reuní con mi hija, a quien había dejado la llave del pabellón, y que ella dejó en la puerta por fuera. Mi hija estaba ya trabajando.

P: Señorita, ¿a qué hora entró en su habitación mientras seguía su padre trabajando?

SEÑORITA STANGERSON: A las doce de la noche.

P: ¿Entró el tío Jacques en el «Cuarto Amarillo» en el transcurso de la noche?

R: Para cerrar las contraventanas y encender la mariposa, como todas las noches…

P: ¿No advirtió nada sospechoso?

R: Lo habría dicho. El tío Jacques es un buen hombre que me quiere mucho.

P: Señor Stangerson, ¿afirma usted que el tío Jacques no abandonó después el laboratorio y se quedó todo el rato con usted?

SEÑOR STANGERSON: Estoy seguro. No tengo la menor sospecha a este respecto.

P: Señorita, cuando entró en su cuarto, cerró inmediatamente la puerta con llave y cerrojo. Son muchas precauciones, sobre todo sabiendo que su padre y su criado estaban allí. ¿Es que temía usted algo?

R: Mi padre no tardaría en volver al castillo y el tío Jacques en ir a acostarse. Y, además, temía efectivamente algo.

P: ¿Y tanto temía algo que cogió el revólver del tío Jacques, sin decírselo?

R: Es verdad, no quería asustar a nadie, tanto más cuanto que mis temores podían resultar pueriles.

P: ¿Y qué temía usted?

R: No sabría decirlo exactamente. En las últimas noches me pareció oír en el parque y fuera de él, alrededor del pabellón, ruidos insólitos y a veces pasos o chasquidos de ramas. La noche que precedió al atentado, noche en la que no me acosté hasta las tres de la madrugada, de vuelta del Elíseo, me quedé un momento junto a la ventana y me pareció ver sombras…

P: ¿Cuántas sombras?

R: Dos sombras que merodeaban por el estanque… Luego, se escondió la luna y no vi más. Todos los años, por esta época, ya me he reintegrado a mis aposentos del castillo, donde vuelvo a mis costumbres de invierno; pero este año había pensado no abandonar el pabellón hasta que mi padre no hubiese terminado el resumen de sus trabajos sobre «La disociación de la materia» para la Academia de Ciencias. No quería que esta obra considerable, que estaría terminada dentro de unos días, se viese trastornada por cualquier cambio de nuestras costumbres inmediatas. Comprenderá que no quise hablar a mi padre de mis temores infantiles y que los callé al tío Jacques, al que se le hubiera ido la lengua. Sea lo que fuere, como sabía que el tío Jacques tenía un revólver en el cajón de su mesilla de noche, aproveché un rato en que el viejo se fue, para subir rápidamente al desván y llevarme el arma, que metí en el cajón de mi propia mesilla.

P: ¿Tiene usted algún enemigo?

R: Ninguno.

P: Comprenderá, señorita, que precauciones tan excepcionales son para sorprender a cualquiera.

SEÑOR STANGERSON: Desde luego, hija, son precauciones muy sorprendentes.

R: No: ya les estoy diciendo que desde hacía dos noches no me sentía tranquila, absolutamente nada tranquila.

SEÑOR STANGERSON: Tendrías que haberme hablado de ello. No tienes perdón. Habríamos evitado una desgracia.

P: Una vez cerrada la puerta del «Cuarto Amarillo», ¿se acuesta usted, señorita?

R: Sí, y como estoy muy cansada, me duermo en seguida.

P: ¿Seguía encendida la mariposa?

R: Sí, pero derrama una luz muy débil…

P: Entonces, señorita, díganos lo que ocurrió.

R: No sé si llevaba mucho tiempo dormida, pero de repente me despierto… Doy un grito…

SEÑOR STANGERSON: Sí, un grito horrible… ¡Al asesino!… Todavía lo tengo en mis oídos…

R: Había un hombre en mi cuarto. Se arrojó sobre mí, me puso las manos en la garganta, intentó estrangularme: yo estaba ahogándome ya; de repente, mi mano logra sacar del cajón entreabierto de mi mesilla el revólver que había dejado y que estaba listo para disparar. En aquel momento, el hombre me volcó de la cama y blandió sobre mi cabeza una especie de maza. Pero disparé. En seguida noté un golpe grande, un golpe terrible en la cabeza. Todo esto, señor juez, fue más rápido de lo que sabría decir, y ya no sé nada más.

P: ¡Nada más!… ¿No tiene usted idea de cómo pudo escapar el asesino de su cuarto?

R: Ni idea… No sé nada más. No sabe uno lo que pasa a su alrededor cuando está muerto.

P: ¿Cómo era aquel hombre? ¿Alto o bajo?

R: No vi más que una sombra que me pareció formidable…

P: ¿No puede darnos ninguna indicación?

R: Señor, no sé nada más; un hombre se me echó encima, disparé sobre él… Y no sé nada más…

Aquí termina el interrogatorio de la señorita Stangerson. Joseph Rouletabille aguardó con paciencia a Robert Darzac. Este no tardó en aparecer.

Había oído el interrogatorio en una habitación contigua al cuarto de la señorita Stangerson y venía a referírselo a nuestro amigo con gran exactitud, gran memoria y una docilidad que me sorprendieron de nuevo. Gracias a las notas apresuradas que sacó a lápiz, pudo reproducir casi textualmente las preguntas y las respuestas.

A decir verdad, el señor Darzac parecía ser el secretario de mi joven amigo y actuaba en todo como alguien que no le puede negar nada; o mejor, como alguien que «hubiera trabajado para él».

El hecho de «la ventana cerrada» impresionó mucho al reportero, del mismo modo que había impresionado al juez de instrucción. Además, Rouletabille pidió al señor Darzac que le repitiera de nuevo cómo habían empleado el tiempo el señor y la señorita Stangerson el día del crimen, tal como la señorita Stangerson lo había establecido delante del juez. La circunstancia de la cena en el laboratorio pareció interesarle en sumo grado y pidió que se lo contara por segunda vez, para estar seguro de que únicamente el guarda sabía que el profesor y su hija cenaban en el laboratorio y cómo lo había sabido el guarda.

Cuando calló el señor Darzac, dije:

—Este interrogatorio no hace avanzar gran cosa el problema.

—Lo hace retroceder —asintió el señor Darzac.

—Lo aclara —dijo, pensativo, Rouletabille.

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