Capítulo 3. Un hombre pasó como una sombra por las contraventanas
Capítulo 3 Un hombre pasó como una sombra por las contraventanas
Media hora más tarde, Rouletabille y yo estábamos en el andén de la estación de Orléans esperando la salida del tren que nos dejaría en Epinay-sur-Orge. Vimos llegar a la Justicia de Corbeil, representada por el señor Marquet y su secretario. El señor Marquet había pasado la noche en París —con su secretario— para asistir en la Scala al ensayo general de una revistilla de la que él era el autor oculto y que había firmado simplemente: «Castigat Ridendo».
El señor Marquet comenzaba a ser ya un noble anciano. Era, por lo común, de mucha cortesía y «galantería», y no había tenido en toda su vida más que una pasión: la del arte dramático. En su carrera de magistrado realmente le habían interesado solo los casos susceptibles de proporcionarle por lo menos el tema de un acto. Aunque, decentemente emparentado como estaba, habría podido aspirar a los más altos puestos judiciales, en realidad solo había trabajado para «llegar» a la romántica Porte-Saint Martin o al pensativo Odeón. Tal ideal le había conducido, en una edad avanzada, a ser juez de instrucción en Corbeil, y a firmar «Castigat Ridendo» un pequeño acto indecente en la Scala.
El caso del «Cuarto Amarillo», por su lado inexplicable, tenía por fuerza que seducir a una mente tan… literaria. Le interesó prodigiosamente; y el señor Marquet se entregó menos como un magistrado ávido de conocer la verdad que como un aficionado de dramáticos cuyas facultades tienden hacia el misterio de la intriga, y que sin embargo nada teme tanto como llegar al final del último acto, donde todo se explica.
Así pues, en el momento en que lo encontramos, oí al señor Marquet que decía a su secretario con un suspiro:
—¡Ojalá, mi querido señor Maleine, ojalá que ese contratista con su piqueta no nos eche abajo tan hermoso misterio!
—No tema usted —respondió el señor Maleine—. Puede ser que su piqueta eche abajo el pabellón, pero dejará intacto nuestro caso. Palpé las paredes y estudié el techo y el suelo, y de esto entiendo un poco. A mí no me engañan. Podemos estar tranquilos. No sabremos nada.
Después de serenar a su jefe, el señor Maleine, con un discreto movimiento de cabeza, llamó la atención al señor Marquet sobre nosotros. Este último frunció el ceño y, cuando vio que se le acercaba Rouletabille, quien ya se descubría, se precipitó a una puerta y saltó al tren lanzando a media voz a su secretario: «Sobre todo, no quiero periodistas».
El señor Maleine replicó: «Entendido», detuvo a Rouletabille en su carrera y tuvo la pretensión de impedir que subiera en el departamento del juez de instrucción.
—Perdonen, señores, pero este departamento está reservado…
—Soy periodista, redactor de —dijo mi joven amigo con una gran demostración de saludos y cortesías—, y solo tengo que decirle una palabrita al señor Marquet.
—El señor Marquet anda muy ocupado con su investigación…
—¡Oh!, su investigación me es absolutamente indiferente, créame… Yo no soy redactor de perros aplastados —declaró el joven Rouletabille, cuyo labio inferior expresaba en aquel momento un desprecio infinito por la literatura de «sucesos»—; soy cronista de teatro… y como tengo que hacer para esta noche una crítica de la revistilla de la Scala…
—Suba usted, haga el favor —dijo el secretario apartándose.
Rouletabille estaba ya en el departamento. Le seguí. Me senté a su lado; el secretario subió y cerró la puerta.
El señor Marquet miraba a su secretario.
—¡Oh, señor! —empezó Rouletabille—. No culpe a «este buen hombre» si he forzado la consigna; yo no quiero tener el honor de hablar con el señor Marquet, sino con el señor «Castigat Ridendo»… Permítame felicitarle como cronista teatral de …
Y Rouletabille se presentó después de haberme presentado.
El señor Marquet acariciaba con un gesto inquieto su barba en punta. Expresó a Rouletabille con algunas palabras que él era un autor demasiado modesto para desear que se levantara públicamente el velo de su pseudónimo y esperaba que el entusiasmo del periodista por la obra del dramaturgo no llegara a descubrir al público que el señor «Castigat Ridendo» no era más que el juez de instrucción de Corbeil.
—La obra del autor dramático podría perjudicar —añadió con una ligera vacilación— la obra del magistrado… Sobre todo en provincias, donde se mantienen en la rutina…
—¡Oh, cuente con mi discreción! —exclamó Rouletabille, levantando unas manos que ponían al Cielo por testigo.
En aquel momento arrancaba el tren…
—Ya salimos —dijo el juez de instrucción, sorprendido de vernos hacer el viaje con él.
—Sí, señor, la verdad se pone en marcha —dijo el reportero, sonriendo amablemente—, en marcha hacia el castillo del Glandier… ¡Bonito caso, señor Marquet, bonito caso…!
—¡Oscuro caso! Increíble, insondable, inexplicable caso… Yo solo temo una cosa, señor Rouletabille…, y es que los periodistas se metan a explicarlo…
Mi amigo acusó la indirecta.
—Sí —dijo sencillamente—, es de temer… Se meten en todo… En cuanto a mí, señor juez de instrucción, no le hablo más que porque la casualidad, la pura casualidad, me puso en su camino y casi en su departamento.
—¿Pues adónde va usted? —preguntó el señor Marquet.
—Al castillo del Glandier —dijo Rouletabille sin inmutarse.
El señor Marquet se sobresaltó.
—¡No podrá entrar, señor Rouletabille!
—¿Se opondrá usted? —dijo mi amigo ya preparado para la batalla.
—¡Claro que no! Estimo demasiado a la prensa y a los periodistas para mostrarme desagradable con ellos en ningún caso, pero el señor Stangerson ha prohibido la entrada a todo el mundo, y la puerta está bien guardada. Ayer no hubo periodista que pudiera franquear la reja del Glandier.
—Mejor me lo pone —replicó Rouletabille—. Llegamos a tiempo.
El señor Marquet se mordió los labios y pareció dispuesto a mantenerse en un obstinado silencio. Solo se calmó un poco cuando Rouletabille no quiso ocultarle por más tiempo que íbamos al Glandier para estrechar la mano «de un viejo amigo íntimo», declaró refiriéndose a Robert Darzac, a quien debía de haber visto una vez en su vida.
—Ese pobre Robert… —prosiguió el joven reportero—, ese pobre Robert es capaz de morirse… ¡Quería tanto a la señorita Stangerson…!
—Verdaderamente da lástima ver el dolor del señor Robert Darzac… —dejó escapar como a su pesar el señor Marquet.
—Es de esperar que salven a la señorita Stangerson…
—Esperémoslo… Su padre me decía ayer que, si ella llegara a sucumbir, él no tardaría en unirse con ella en la tumba… ¡Qué pérdida incalculable para la ciencia!
—La herida en la sien es grave, ¿no es cierto?
—Claro. Pero ha sido una suerte increíble que no haya sido mortal… ¡Le dieron el golpe con una fuerza…!
—Entonces el revólver no hirió a la señorita Stangerson —dijo Rouletabille…, lanzándome una mirada de triunfo.
El señor Marquet parecía muy molesto.
—Yo no he dicho nada, no quiero decir nada y no diré nada.
Y se volvió hacia su secretario como si ya no nos conociera…
Pero no se deshacía uno así como así de Rouletabille. Este se acercó al juez de instrucción y, enseñándole , que sacó de su bolsillo, le dijo:
—Hay algo, señor juez de instrucción, que puedo preguntarle sin pecar de indiscreto. ¿Ha leído el relato de ? Es absurdo, ¿no le parece?
—Ni mucho menos, señor…
—¡Cómo! El «Cuarto Amarillo» no tiene más que una ventana enrejada, «cuyos barrotes no han sido arrancados, y una puerta, que echan abajo»… ¡y no encuentran al asesino!
—¡Así es, señor, así es! Así es como se presenta el problema…
Rouletabille no dijo más y se sumió en desconocidos pensamientos… Así transcurrió un cuarto de hora.
Cuando volvió a nosotros, dijo dirigiéndose de nuevo al juez de instrucción:
—¿Qué peinado llevaba aquella noche la señorita Stangerson?
—No sé adónde quiere ir a parar —dijo el señor Marquet.
—No tiene mayor importancia —replicó Rouletabille—. Llevaba el pelo en bandós, ¿no es cierto? ¡Estoy seguro de que la noche del drama ella llevaba el pelo en bandós!
—Pues está usted equivocado, señor Rouletabille —respondió el juez de instrucción—. Aquella noche la señorita Stangerson llevaba el pelo enteramente recogido en canelones en la cabeza… Debe de ser su peinado habitual… La frente completamente descubierta…, se lo puedo asegurar, pues examinamos durante mucho tiempo la herida. No había sangre en el pelo… y no habían tocado el peinado desde el atentado.
—¿Está usted seguro? ¿Está usted seguro de que la noche del atentado la señorita Stangerson no llevaba el «pelo en bandós»?…
—Completamente seguro —prosiguió el juez sonriendo—, pues todavía estoy oyendo al médico decirme mientras yo examinaba la herida: «Es una lástima que la señorita Stangerson haya tenido la costumbre de peinarse con el pelo recogido encima de la frente. Si hubiera llevado el pelo en bandos se hubiera amortiguado el golpe que recibió». Ahora le diré que me parece extraño que dé usted tanta importancia…
—¡Oh! Si no llevaba el pelo en bandós —se lamentó Rouletabille—, ¿adónde vamos a parar, adónde vamos a parar? Tendré que informarme.
E hizo un gesto de desolación.
—¿Y la herida en la sien es terrible? —siguió preguntando.
—Terrible.
—En fin, ¿qué arma pudo hacer tal herida?
—Eso pertenece al secreto de la instrucción.
—¿Encontró usted el arma?
El juez de instrucción no respondió.
—¿Y la herida en la garganta?
Sobre esto, el juez de instrucción tuvo a bien confiarnos que la herida en la garganta era tal que se podía afirmar, según la misma opinión de los médicos, que «si el asesino hubiera apretado la garganta unos segundos más, la señorita Stangerson habría muerto estrangulada».
—El caso, tal como lo relata —prosiguió Rouletabille irritado—, me parece cada vez más inexplicable. ¿Puede decirme, señor juez de instrucción, qué aberturas, puertas y ventanas hay en el pabellón?
—Cinco —respondió el señor Marquet, después de toser dos o tres veces, pero no resistiéndose ya al deseo de dar muestra de lodo el increíble misterio del caso que instruía—. Hay cinco, contando la puerta del vestíbulo, que es la única puerta de entrada del pabellón, puerta que se cierra siempre automáticamente y que no puede abrirse, ni por fuera ni por dentro, más que con dos llaves especiales que nunca abandonan el tío Jacques y el señor Slangerson. La señorita Stangerson no la necesita, ya que el tío Jacques vive en el pabellón, y durante el día ella no deja a su padre. Cuando los cuatro se precipitaron en el «Cuarto Amarillo» después de derribar la puerta, la puerta de entrada del vestíbulo había permanecido cerrada como siempre y las dos llaves de esa puerta seguían la una en el bolsillo del señor Stangerson y la otra en el bolsillo del tío Jacques. En cuanto a las ventanas del pabellón, hay cuatro: la ventana única del «Cuarto Amarillo», las dos ventanas del laboratorio y la ventana del vestíbulo. La ventana del «Cuarto Amarillo» y las del laboratorio dan al campo; solo la ventana del vestíbulo da al parque.
—¡Por esa ventana se escapó del pabellón! —exclamó Rouletabille.
—¿Cómo lo sabe usted? —dijo el señor Marquet mirando a mi amigo de una forma extraña.
—Más tarde veremos cómo pudo escapar el asesino del «Cuarto Amarillo» —replicó Rouletabille—, pero tuvo que abandonar el pabellón por la ventana del vestíbulo…
—Vuelvo a preguntarle que cómo lo sabe usted.
—¡Válgame Dios! ¡Pero si es muy sencillo! Toda vez que «él» no puede huir por la puerta del pabellón, tiene que pasar por una ventana y, para que pase, tiene que haber por lo menos una ventana que no tenga reja. La ventana del «Cuarto Amarillo» tiene reja porque da al campo. Las dos ventanas del laboratorio deben de tenerla seguramente por la misma razón. «Puesto que el asesino huyó», me imagino que encontraría una ventana sin barrotes y que esa será la del vestíbulo que da al parque, es decir, al interior de la propiedad. ¡No es cosa del otro jueves!…
—Sí —dijo el señor Marquet—, pero lo que no podría adivinar es que la ventana del vestíbulo, la única, en efecto, que no tiene barrotes, está provista de sólidas contraventanas de hierro. Ahora bien, esas contraventanas permanecieron cerradas por dentro con su aldabilla de hierro, ¡y, sin embargo, tenemos la prueba de que, en efecto, el asesino huyó del pabellón por esa misma ventana! Las huellas de sangre que hay en el interior de la pared y en las contraventanas, y los pasos en la tierra, unos pasos completamente iguales a los que medí en el «Cuarto Amarillo», atestiguan que el asesino huyó por allí. Pero entonces ¿cómo se las apañó, puesto que las contraventanas permanecieron cerradas por dentro? Pasó como una sombra por las contraventanas. Y, finalmente, lo más desconcertante de todo son las huellas del asesino que vuelven a encontrarse en el momento de huir del pabellón, ¡cuando es imposible hacerse la menor idea de cómo pudo el asesino salir del «Cuarto Amarillo», ni cómo atravesó forzosamente el laboratorio para llegar hasta el vestíbulo! Ah, sí, señor Rouletabille, este caso es alucinante… ¡Es un bonito caso, vaya que sí! Y su solución va para largo, ¡al menos eso espero!…
—¿Qué es lo que espera usted, señor juez de instrucción?…
El señor Marquet rectificó:
—… No lo espero… Lo creo…
—¿Así que volvieron a cerrar la ventana por dentro después de huir el asesino? —preguntó Rouletabille.
—Evidentemente, y eso es lo que, por el momento, me parece natural, aunque inexplicable…, porque en ese caso se necesitaría un cómplice o varios cómplices… y no los veo…
Después de un silencio, añadió:
—¡Ah! Si estuviera hoy mejor la señorita Stangerson para interrogarla…
Rouletabille, siguiendo el hilo de su pensamiento, preguntó:
—¿Y el desván? ¿No hay una abertura en el desván?
—Sí, en efecto, no la había contado; así que son seis aberturas; hay arriba una ventana pequeña, más bien un ventanuco, y, como da al exterior de la propiedad, el señor Stangerson mandó ponerle barrotes también. Los barrotes de este ventanuco, así como los de las ventanas de la planta baja, han quedado intactos, y las contraventanas, que se abren naturalmente por dentro, permanecieron cerradas por dentro. Además, no hemos descubierto nada que pueda hacernos sospechar el paso del asesino por el desván.
—¡Así que para usted, señor juez de instrucción, no cabe duda de que el asesino huyó, sin que se sepa cómo, por la ventana del vestíbulo!
—Todo lo prueba…
—También lo creo yo —asintió gravemente Rouletabille.
Después de un silencio, prosiguió:
—Si no encontró usted ninguna huella del asesino en el desván, como por ejemplo esos pasos que se advierten en el suelo del «Cuarto Amarillo», habrá llegado a la conclusión de que no fue él quien robó el revólver del tío Jacques…
—En el desván no hay más huellas que las del tío Jacques —dijo el juez con un significativo movimiento de cabeza…
Y se decidió a completar su pensamiento:
—El tío Jacques se encontraba con el señor Stangerson… Es una suerte para él…
—Entonces, ¿ del papel del revólver del tío Jacques en el drama? Parece demostrado que el arma hirió no tanto a la señorita Stangerson cuanto al asesino…
Sin responder a esta pregunta, que, sin duda, le desconcertaba, el señor Marquet nos comunicó que habían encontrado las dos balas en el «Cuarto Amarillo», una en una pared, la pared en que quedó impresa la mano roja —una mano roja de hombre—, y la otra en el techo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡En el techo! —repitió a media voz Rouletabille—. ¡Verdaderamente… en el techo! Eso sí que es muy curioso… ¡En el techo!…
Se puso a fumar en silencio, envolviéndose en una nube de humo. Cuando llegamos a Epinay-sur-Orge tuve que darle un golpe en el hombro para hacerlo bajar de su sueño y al andén.
Allí, el magistrado y su secretario nos saludaron, haciéndonos comprender que ya nos habían visto bastante; luego subieron rápidamente a un cabriolé que los esperaba.
—¿Cuánto se tarda a pie de aquí al castillo del Glandier? —preguntó Rouletabille a un empleado del ferrocarril.
—Hora y media, hora y tres cuartos, sin darse prisa —respondió el hombre.
Rouletabille miró el cielo, lo encontró de su gusto y sin duda del mío, pues me cogió por el brazo y me dijo:
—¡Vamos!… Necesito andar.
—¿Y bien? —le pregunté—. ¿Se va desembrollando la cosa?
—¡Oh! —dijo—. ¡Oh! ¡No hay desembrollado nada en absoluto!… ¡Está todavía más embrollada que antes! También es verdad que tengo una idea.
—Dígala.
—¡Oh! No puedo decir nada por el momento… Mi idea es una cuestión de vida o muerte para dos personas por lo menos.
—¿Cree que hay cómplices?
—No creo…
Durante un momento nos quedamos en silencio, luego prosiguió:
—Ha sido una suerte encontrarnos con el juez de instrucción y su secretario… ¡Eh! ¿Qué le había dicho yo del revólver?…
Tenía la frente inclinada hacia la carretera, las manos en los bolsillos y silboteaba. Al cabo de un rato le oí que murmuraba:
—¡Pobre mujer!…
—¿Es la señorita Stangerson quien le da lástima?…
—Sí, es una mujer muy noble y muy digna de piedad… Tiene mucho, muchísimo carácter…, digo yo…, digo yo…
—¿Conoce, pues, a la señorita Stangerson?
—¿Yo? En absoluto… No la he visto más que una vez…
—Entonces ¿por qué dice que tiene mucho carácter?…
—Porque supo hacer frente al asesino; porque se defendió con valor y, sobre todo, sobre todo, por la bala en el techo.
Miré a Rouletabille, preguntándome si no estaba burlándose completamente de mí o si no se había vuelto loco de repente. Pero me di cuenta de que el joven nunca se había visto con menos ganas de bromas y el destello inteligente de sus ojos redondos me tranquilizó acerca del estado de su razón. Además, me había acostumbrado a sus frases cortadas…, cortadas para mí, que no veía en ellas más que incoherencia y misterio hasta el momento en que, con algunas frases rápidas y nítidas, me entregaba el hilo de su pensamiento. Entonces todo se aclaraba para mí: las palabras que él había dicho y que me habían parecido vacías de sentido se unían con una facilidad y una lógica tal «que yo no podía comprender cómo no había comprendido antes».