Capítulo 14. «Esta noche espero al asesino»
Capítulo 14 «Esta noche espero al asesino»
—Tengo que llevarle a los lugares —me dijo Rouletabille— para que pueda comprender, o más bien para que se convenza de que es imposible comprender. En cuanto a mí, creo haber encontrado lo que todos siguen buscando: la forma como salió el asesino del «Cuarto Amarillo»… sin complicidad de ningún tipo y sin que el señor Stangerson tenga algo que ver con ello. Mientras 110 esté totalmente seguro de la personalidad del asesino, no sabría decir cuál es mi hipótesis, pero creo que esta hipótesis es justa, y en todo caso es completamente natural, quiero decir completamente sencilla. En cuanto a lo que sucedió hace tres noches aquí, en el mismo castillo, durante veinticuatro horas me pareció rebasar toda facultad de imaginación. Y aún la hipótesis que ahora surge del fondo de mi yo es tan absurda que casi prefiero las tinieblas de lo inexplicable.
Dicho lo cual, el joven reportero me invitó a salir; me hizo dar la vuelta al castillo. Bajo nuestros pies crujían las hojas secas; era el único ruido que yo oía. El castillo parecía abandonado. Las viejas piedras, el agua estancada en los fosos que rodeaban la torre del Homenaje, la tierra desolada recubierta de los despojos del último verano, el esqueleto negro de los árboles, todo contribuía a dar a aquel triste lugar, encantado por un misterio feroz, el aspecto más fúnebre. Al doblar la torre del homenaje nos encontramos con el «hombre verde», el guarda, quien no nos saludó y pasó a nuestro lado como si no existiéramos. Era tal como lo vi por primera vez a través de los cristales de la venta del tío Mathieu. Seguía llevando la escopeta en bandolera, la pipa en la boca y sus quevedos sobre la nariz.
—¡Menudo pájaro! —me dijo en voz baja Rouletabille.
—¿Ha hablado usted con él? —le pregunté.
—Sí, pero no se le puede sacar nada… Responde con gruñidos, se encoge de hombros y se va. Vive normalmente en el primer piso de la torre del homenaje, una vasta pieza que servía antaño de oratorio. Vive como un oso, no sale más que con su escopeta. Solo con las chicas es amable. So pretexto de correr tras los cazadores furtivos, por la noche se levanta de la cama a menudo; pero sospecho que tiene citas galantes. La doncella de la señorita Stangerson, Sylvie, es su amante. Actualmente, está muy enamorado de la mujer del tío Mathieu, el ventero; pero el tío Mathieu vigila de cerca a su esposa, y creo que la casi imposibilidad en que se encuentra el «hombre verde» para acercarse a la señora Mathieu lo hace aún más sombrío y taciturno. Es un buen mozo, cuidadoso de su persona, casi elegante… Las mujeres están locas por él en cuatro leguas a la redonda.
Después de pasar la torre del homenaje, que se encuentra en el extremo del ala izquierda, pasamos a la parte de atrás del castillo. Rouletabille, indicándome una ventana, que reconocí por ser unas de las que dan a los aposentos de la señorita, me dijo:
—Si llega a pasar por aquí hace dos noches, a la una de la madrugada, habría visto a un servidor subido en una escalera dispuesto a entrar en el castillo por esa ventana.
Como yo manifestara cierta estupefacción sobre aquella gimnasia nocturna, me pidió que prestara mucha atención a la disposición exterior del castillo, tras lo cual volvimos al edificio.
—Ahora —dijo mi amigo— tengo que enseñarle el ala derecha del primer piso. Aquí duermo yo.
Para que el lector comprenda bien la disposición de los lugares, pongo ante sus ojos un plano del ala derecha del primer piso, plano dibujado por Rouletabille al día siguiente del extraordinario fenómeno que va a conocer con todo detalle.
Rouletabille me hizo una seña para que subiera detrás de él la monumental escalera doble que, a la altura del primer piso, formaba un rellano. Desde el rellano se iba directamente al ala derecha o al ala izquierda del castillo por una galería que venía a desembocar allí. La galería, alta y ancha, se extendía a todo lo largo del edificio y recibía luz de la fachada del castillo orientada al norte. Las puertas de las habitaciones cuyas ventanas daban al mediodía se abrían sobre la galería. El profesor Stangerson vivía en el ala izquierda del castillo. La señorita Stangerson tenía sus aposentos en el ala derecha. Una alfombra estrecha sobre el encerado, que brillaba como un espejo, ahogaba el ruido de nuestros pasos. Rouletabille me decía en voz baja que anduviera con precaución, pues pasábamos ante la habitación de la señorita Stangerson. Me explicó que los aposentos de la señorita Stangerson constaban de su habitación, una antecámara, un pequeño cuarto de baño, un gabinete y un salón. Naturalmente se podía pasar de una habitación a otra sin necesidad de pasar por la galería. El salón y la antecámara eran las únicas piezas de los aposentos con una puerta a la galería. La galería continuaba recta hasta el extremo este del edificio, de donde recibía luz del exterior a través de una alta ventana (ventana 2 del plano). Hacia los dos tercios de su longitud, la galería se encontraba en ángulo recto con otra galería que torcía con el ala derecha del castillo.
Para mayor claridad de este relato, llamaremos «galería recta» a la galería que va de la escalera hasta la ventana este, y «recodo de la galería» al trozo de galería que tuerce con el ala derecha y que viene a desembocar en ángulo recto a la galería recta. En el cruce de estas dos galerías estaba la habitación de Rouletabille, contigua a la de Frédéric Larsan. Las puertas de las dos habitaciones daban al recodo de la galería, mientras que las puertas de los aposentos de la señorita Stangerson daban a la galería recta (véase el plano).
Rouletabille empujó la puerta de su habitación, me dejó pasar y volvió a cerrar la puerta detrás de nosotros echando el cerrojo. No me había dado tiempo todavía a echar una ojeada a su instalación, cuando dio un grito de sorpresa a la vez que me mostraba encima del velador unos quevedos.
—¿Qué es esto? —se preguntaba—. ¿Qué hacen estos quevedos encima del velador?
Me hubiera costado trabajo responderle.
—A no ser que —dijo—, a no ser que…, a no ser que…, a no ser que sean estos quevedos «lo que busco»… y que… y que… ¡y que sean unos quevedos de présbita!…
Se arrojó literalmente sobre los quevedos; sus dedos acariciaban la convexidad de los cristales… y entonces me miró de un modo espantoso.
—¡Oh!… ¡Oh!
Y repetía: ¡Oh!… ¡Oh!, como si de repente su pensamiento le hubiera vuelto loco…
Se levantó, me puso la mano en el hombro, se rio como un insensato y me dijo:
—¡Estos quevedos me volverán loco! Porque, ¿ve usted?, la cosa es posible, «matemáticamente hablando»; pero «humanamente hablando» es imposible…, o entonces… o entonces… o entonces…
Dieron dos golpecitos a la puerta de la habitación; Rouletabille entreabrió la puerta; una cara se asomó. Reconocí a la portera por haberla visto pasar delante de mí cuando la trajeron al pabellón para el interrogatorio, y me extrañé, pues creía que esta mujer seguía detenida. La mujer dijo en voz muy baja:
—¡En la ranura del !
Rouletabille respondió: «¡Gracias!», y la cara desapareció. Se volvió hacia mí después de volver a cerrar cuidadosamente la puerta. Y pronunció unas palabras incomprensibles con aire de espanto:
—Puesto que la cosa es «matemáticamente» posible, ¿por qué no lo sería «humanamente»…? Pero si la cosa es «humanamente» posible, ¡el caso es formidable!
Interrumpí a Rouletabille en medio de su soliloquio.
—¿Así que los porteros están ya en libertad? —pregunté.
—Sí —me respondió Rouletabille—. Conseguí ponerlos en libertad. Necesito gente segura. La mujer se desvive por mí y el portero se dejaría matar por mí… ¡Y puesto que los quevedos tienen cristales de présbita, ciertamente voy a necesitar gente fiel que se deje matar por mí!
—¡Oh! ¡Oh! —dije—. No sonría, amigo… ¿y cuándo habrá que dejarse matar?
—¡Pues esta noche! ¡Porque tengo que decirle, amigo mío, que esta noche espero al asesino!
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!… ¿Espera al asesino esta noche?… ¿De verdad, de verdad, espera al asesino esta noche?… Pero ¿conoce usted al asesino?
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Ahora puede ser que lo conozca. Sería un loco si afirmara categóricamente que lo conozco, pues la idea matemática que tengo del asesino da resultados tan espantosos, tan monstruosos, que espero que aún exista la posibilidad de que me equivoque. ¡Oh! Lo espero con todas mis fuerzas…
—¿Cómo puede decir que espera al asesino esta noche, si hace cinco minutos no lo conocía?
—Porque sé que va a venir.
Rouletabille cargó una pipa lentamente, lentamente, y la encendió:
Esto me hacía presagiar un relato de lo más cautivador. En aquel momento alguien anduvo por el pasillo, pasó por delante de nuestra puerta. Rouletabille escuchó. Los pasos se alejaron.
—¿Está Frédéric Larsan en su habitación? —pregunté indicando el tabique.
—No —me respondió mi amigo—, no está aquí; debió de marcharse esta mañana para París. ¡Sigue tras la pista de Darzac!… También el señor Darzac se marchó esta mañana para París. Todo esto acabará muy mal… Preveo la detención del señor Darzac antes de ocho días. Lo peor es que todo parece confabularse contra el desgraciado: los acontecimientos, las cosas, la gente… No transcurre una hora que no aporte una nueva acusación contra el señor Darzac… El juez de instrucción está abrumado y cegado… Por lo demás, comprendo que estén cegados… Es para estarlo, a menos que…
—Sin embargo, Frédéric Larsan no es un novato.
—Creí —dijo Rouletabille con una mueca ligeramente despectiva— que Fred era mucho mejor que todo esto… Evidentemente no es un cualquiera… Yo mismo le profesé mucha admiración cuando no conocía su método de trabajo. Es deplorable… Debe su reputación únicamente a su habilidad; pero le falta filosofía; la matemática de sus concepciones es muy pobre…
Miré a Rouletabille y no pude dejar de sonreírme al oír a aquel chico de dieciocho años tratar de niño a un hombre de unos cincuenta, que había dado pruebas de ser el más fino sabueso de Europa…
—Se sonríe usted… —me dijo Rouletabille—. ¡Hace mal!… Le juro que se la voy a jugar… y de una forma resonante…, pero tengo que darme prisa, porque me lleva una ventaja colosal, ventaja que le ha proporcionado Robert Darzac y que Robert Darzac va a aumentar más esta noche… Piense un poco: ¡Cada vez que el asesino viene al castillo, Robert Darzac, por una extraña fatalidad, se ausenta y se niega a decir cómo empleó su tiempo!
—¡Cada vez que el asesino viene al castillo! —exclamé—. ¿Entonces ha vuelto?
—Sí, durante la famosa noche en que se produjo el fenómeno…
Iba, pues, a conocer el famoso fenómeno al que aludía Rouletabille desde hacía media hora sin explicármelo. Pero yo había aprendido a no meter prisas a Rouletabille en sus narraciones… Hablaba cuando se le antojaba o cuando lo juzgaba útil, y se preocupaba mucho menos de mi curiosidad que de hacer un resumen completo para él mismo de un acontecimiento capital que le interesaba.
Finalmente, con frases cortas y rápidas, me comunicó cosas que me sumieron en un estado parecido al entontecimiento, pues, a decir verdad, los fenómenos de esa ciencia aún desconocida que es el hipnotismo, por ejemplo, no son más inexplicables que la desaparición de la materia del asesino en el momento en que eran cuatro a tocarla. Hablo del hipnotismo como hablaría de la electricidad, cuya naturaleza ignoramos y cuyas leyes conocemos tan poco, porque, en aquel momento, el caso me pareció que no podía explicarse más que por lo inexplicable, es decir, por un acontecimiento fuera de las leyes naturales conocidas. Y, sin embargo, si hubiera tenido el cerebro de Rouletabille, habría tenido como él el «presentimiento de la explicación natural»: porque lo más curioso en todos los misterios del Glandier fue «la forma natural de explicarlo que tuvo Rouletabille». ¿Pero quién hubiera podido entonces y podría aún vanagloriarse de tener el cerebro de Rouletabille? Nunca he encontrado en ninguna otra frente los originales e inarmónicos bollos de su frente, si no es —pero mucho menos aparentes— en la frente de Frédéric Larsan, y aun así habría que fijarse en la frente del famoso policía para adivinar el dibujo, mientras que los bollos de Rouletabille saltaban —si se me permite usar una expresión un poco fuerte—, saltaban a la vista.
Entre los papeles que me dio nuestro joven, después del caso, hay una libreta donde encontré una versión completa del «fenómeno de la desaparición de la materia del asesino» y de las reflexiones que inspiró a mi amigo. Creo que es preferible que les someta esa versión a seguir reproduciendo mi conversación con Rouletabille, pues, en una historia semejante, temo añadir una palabra que no sea la expresión de la más estricta verdad.