Capítulo 27. Donde Joseph Rouletabille aparece en toda su gloria
Capítulo 27 Donde Joseph Rouletabille aparece en toda su gloria
Hubo un alboroto terrible. Se oyeron gritos de mujeres que no se encontraban bien. No hubo ninguna consideración para con «la majestad de la justicia». Fue un revuelo insensato. Todo el mundo quería ver a Joseph Rouletabille. El presidente gritó que iba a mandar despejar la sala, pero nadie lo oyó. Entre tanto, Rouletabille saltó por encima de la balaustrada que lo separaba del público sentado, se abrió camino a fuerza de codazos, llegó al lado de su director, al que abrazó con efusión, le quitó «su» carta de las manos, la deslizó en su bolsillo, penetró en la parte reservada de la sala y llegó así hasta la barra de los testigos, empujado, empujando, el rostro sonriente, feliz, bola escarlata iluminada aún más por la chispa inteligente de sus dos grandes ojos redondos. Traía aquel traje inglés que le había visto la mañana de su partida —¡pero en qué estado, Dios mío!—, el abrigo al brazo y la visera de viaje en la mano. Y dijo:
—Le pido perdón, señor presidente: el transatlántico ha llegado con retraso. Vengo de América. ¡Soy Joseph Rouletabille!…
Rompimos a reír. Todo el mundo estaba contento con la llegada del muchacho. Parecía que a todas las conciencias se les había quitado de encima un peso inmenso. Respiramos. Teníamos la certeza de que realmente traía la verdad…, de que iba a dar a conocer la verdad…
Pero el presidente estaba furioso:
—Así que es usted Joseph Rouletabille, ¿eh?… —replicó el presidente—. Muy bien, jovencito, ya le enseñaré yo a burlarse de la justicia… En virtud de mi poder discrecional, y mientras el Tribunal delibera sobre su caso, queda usted a disposición de la justicia…
—Pero si yo no pido más que eso, señor presidente: estar a disposición de la justicia…, he venido a ponerme a disposición de la justicia… Si mi entrada ha armado un poco de jaleo, pido perdón al Tribunal… Créame, señor presidente, que nadie respeta a la justicia más que yo… Pero he entrado como he podido…
Y se echó a reír. Y todo el mundo rio.
—¡Llévenselo! —ordenó el presidente.
Pero intervino el letrado Henri-Robert. Comenzó excusando al joven, lo presentó animado de los mejores sentimientos, hizo comprender al presidente que difícilmente podían pasarse sin la declaración de un testigo que había dormido en el Glandier durante toda la misteriosa semana, un testigo, sobre todo, que pretendía probar la inocencia del acusado y aportar el nombre del asesino.
—¿Va a decirnos usted el nombre del asesino? —preguntó el presidente, agitado pero escéptico.
—¡Pero si no he venido más que a eso, señor presidente! —dijo Rouletabille.
Estuvieron a punto de aplaudir en la sala, pero los ¡! enérgicos de los ujieres restablecieron el silencio.
—Joseph Rouletabille —dijo el letrado Henri-Robert— no ha sido oficialmente citado como testigo, pero espero que, en virtud de su poder discrecional, el señor presidente tendrá a bien interrogarlo.
—¡Está bien! —dijo el presidente—. Lo interrogaremos. Pero acabemos de una vez…
El fiscal se levantó:
—Quizá valdría más —advirtió el representante del ministerio público— que este joven nos dijera en seguida el nombre del que él denuncia como asesino.
El presidente asintió con una irónica reserva:
—Si el señor fiscal concede alguna importancia a la declaración de Joseph Rouletabille, no veo inconveniente en que el testigo nos diga en seguida el nombre de «su» asesino.
Se hubiera podido oír volar una mosca.
Rouletabille callaba, mirando con simpatía a Robert Darzac, que, por primera vez desde el comienzo del debate, mostraba un rostro agitado y lleno de angustia.
—Bueno —repitió el presidente—, le escuchamos, señor Joseph Rouletabille. Estamos esperando el nombre del asesino.
Rouletabille buscó tranquilamente en el bolsillo de su chaleco, sacó un enorme reloj de bolsillo y, mirando la hora, dijo:
—Señor presidente, no podré decirle el nombre del asesino hasta las seis y media.
¡Tenemos todavía cuatro buenas horas por delante!
Se oyeron en la sala murmullos de sorpresa y contrariedad. Algunos abogados dijeron en voz alta:
—¡Está tomándonos el pelo!
El presidente parecía encantado; los letrados Henri-Robert y André Hesse estaban molestos.
El presidente dijo:
—Ya ha durado bastante la broma. Señor, puede usted retirarse a la sala de los testigos. Queda usted a nuestra disposición.
Rouletabille protestó:
—¡Le aseguro, señor presidente —gritó con su voz aguda y chillona—, le aseguro que, cuando le haya dicho el nombre del asesino, comprenderá que no podía decírselo antes de las seis y media! ¡Palabra de honor, palabra de Rouletabille!… Pero, entre tanto, siempre puedo darle algunas explicaciones acerca del asesinato del guarda… El señor Frédéric Larsan, que me vio «trabajar» en el Glandier, podría decirle con cuánto cuidado estudié todo este caso. Por más que mi parecer sea contrario al suyo y aun pretendiendo que al detener al señor Robert Darzac hizo detener a un inocente, él no duda de mi buena fe ni de la importancia que hay que conceder a mis descubrimientos, que frecuentemente han corroborado los suyos.
Frédéric Larsan dijo:
—Señor presidente, sería interesante oír al señor Joseph Rouletabille; tanto más interesante cuanto que no opina como yo.
Un murmullo de aprobación acogió las palabras del policía. Él aceptaba el reto como buen jugador. Prometía ser curioso el torneo entre aquellas dos inteligencias que se habían cebado en el mismo trágico problema y que habían llegado a dos soluciones diferentes.
Como el presidente se callaba, Frédéric Larsan continuó:
—Así que estamos de acuerdo en lo que respecta a la cuchillada en el corazón que dio al guarda el asesino de la señorita Stangerson; pero, puesto que no estamos de acuerdo en la cuestión de la huida del asesino «en el extremo del patio», sería curioso saber cómo explica el señor Rouletabille esa huida.
—¡Evidentemente —dijo mi amigo— sería curioso!
Toda la sala rompió a reír otra vez. El presidente declaró en seguida que, si volvía a repetirse un hecho semejante, no dudaría en cumplir su amenaza de hacer despejar la sala.
—Realmente —terminó el presidente—, no veo lo que puede hacer reír en un caso como este.
—¡Yo tampoco! —dijo Rouletabille.
Delante de mí hubo quien se hundió el pañuelo en la boca para no prorrumpir en carcajadas…
—Vamos, joven —dijo el presidente—, ya ha oído usted lo que acaba de decir el señor Frédéric Larsan. Según usted, ¿cómo huyó el asesino del «extremo del patio»?
Rouletabille miró a la señora Mathieu, que le sonrió tristemente.
—Puesto que la señora Mathieu —dijo— ha tenido a bien confesar todo el interés que sentía por el guarda…
—¡La muy zorra! —gritó el tío Mathieu.
—¡Llévense al tío Mathieu! —ordenó el presidente.
Se llevaron al tío Mathieu.
Rouletabille prosiguió:
—… Puesto que ha hecho esa confesión, ya puedo decirle que ella tenía con frecuencia conversaciones con el guarda por la noche, en el primer piso de la torre, en una habitación que fue oratorio en otras épocas. Estas conversaciones fueron frecuentes sobre todo en los últimos tiempos, cuando el tío Mathieu estaba clavado en el lecho por sus reúmas.
»Una inyección de morfina administrada a tiempo daba al tío Mathieu calma y reposo, y tranquilizaba a su esposa durante las horas en que se veía obligada a ausentarse. La señora Mathieu iba al castillo por la noche, envuelta en un gran chal negro, que le servía dentro de lo posible para disimular su personalidad y la hacía parecer un sombrío fantasma, que a veces turbó las noches del tío Jacques. Para avisar a su amigo de su presencia, la señora Mathieu se sirvió del maullido siniestro del gato de la tía Agenoux, una vieja bruja de Sainte-Geneviève-des-Bois; el guarda bajaba en seguida de la torre e iba a abrir la pequeña poterna a su amante. Cuando hace poco se emprendieron las reparaciones de la torre, las citas siguieron sucediéndose en la antigua habitación del guarda, en la misma torre, dado que la nueva habitación que momentáneamente habían asignado al desgraciado servidor en la extremidad del ala derecha del castillo no estaba separada de la pareja del mayordomo y la cocinera más que por un tabique excesivamente delgado.
»La señora Mathieu acababa de dejar al guarda perfectamente sano, cuando ocurrió el drama del “pequeño extremo del patio”. La señora Mathieu y el guarda, no teniendo ya nada que decirse, habían salido juntos de la torre… Yo, señor presidente, no supe estos detalles más que por el examen de las huellas de pasos en el patio a que me dediqué a la mañana siguiente… Bernier, el portero, a quien yo había dejado vigilando con su escopeta detrás de la torre, como le permitiré que le explique a usted él mismo, no podía ver lo que pasaba en el patio. No llegó hasta un poco más tarde, atraído por los tiros, y disparó a su vez. Tenemos, pues, al guarda y a la señora Mathieu en medio de la noche y el silencio del patio. Se dan las buenas noches; la señora Mathieu se dirige hacia la verja abierta del patio y él vuelve a acostarse a su cuartito en voladizo, en el extremo del ala derecha del castillo.
»Va a llegar a su puerta, cuando resuenan unos tiros; se vuelve; inquieto, vuelve sobre sus pasos; va a llegar al ángulo del ala derecha del castillo, cuando una sombra cae sobre él y lo hiere. Muere. Su cadáver es recogido en seguida por unas gentes que creen tener al asesino y que no llevan más que al asesinado. ¿Qué hace entre tanto la señora Mathieu? Sorprendida por las detonaciones y por la invasión del patio, se encoge todo lo que puede en la oscuridad y en el patio. El patio es vasto, y, encontrándose cerca de la verja, la señora Mathieu podía pasar desapercibida. Pero no “pasó”. Se quedó y vio transportar el cadáver. Con el corazón oprimido por una angustia muy comprensible y empujada por un trágico presentimiento, llegó hasta el vestíbulo del castillo, echó una ojeada a la escalera iluminada por el cabo de vela del tío Jacques, la escalera donde habían tendido el cuerpo de su amigo; “vio” y huyó. ¿Había despertado la atención del tío Jacques? El caso es que este se encontró con el fantasma negro, que ya le había hecho pasar varias noches en blanco.
»Esa misma noche, antes del crimen, lo habían despertado los gritos del “Animalito de Dios” y había visto, a través de su ventana, al fantasma negro… Se vistió a toda prisa, y así se explica que pudiera llegar al vestíbulo completamente vestido cuando llevamos el cadáver del guarda. Aquella noche, pues, en el patio, de una vez por todas, sin duda quiso ver de cerca la cara del fantasma. La reconoció. El tío Jacques es un viejo amigo de la señora Mathieu. ¡Ella debió de confesarle sus entrevistas nocturnas y suplicarle que la sacara de aquel momento difícil! La señora Mathieu, que acababa de ver a su amigo muerto, debía de estar en un estado lastimoso. El tío Jacques tuvo piedad y acompañó a la señora Mathieu a través del encinar y fuera del parque, incluso más allá de las orillas del estanque, hasta la carretera de Epinay. Ya allí, ella no tenía que andar más que unos pocos metros para llegar a su casa. El tío Jacques volvió al castillo y, dándose cuenta de la importancia judicial que tendría para la amante del guarda el hecho de que se ignorase su presencia en el castillo aquella noche, hizo todo lo que pudo por ocultamos ese episodio dramático de una noche que ya tenía tantos. No tengo necesidad —añadió Rouletabille— de pedir a la señora Mathieu y al tío Jacques que corroboren este relato. ¡“Sé” que las cosas pasaron así! Simplemente haré una llamada a los recuerdos del señor Larsan, que ya comprende cómo me enteré de todo, pues él me vio a la mañana siguiente inclinado sobre una doble pista, donde encontramos, viajando en compañía, las huellas de los pasos del tío Jacques y de la señora.
Al llegar aquí, Rouletabille se volvió hacia la señora Mathieu, que seguía en la barra, y le hizo un saludo galante.
—Las huellas de los pies de la señora —explicó Rouletabille— tienen una extraña semejanza con las marcas de los «pies elegantes» del asesino…
La señora Mathieu se estremeció y miró fijamente al joven reportero con una curiosidad feroz. ¿Qué osaría decir? ¿Qué quería decir?
—La señora tiene el pie elegante, largo y más bien un poco grande para una mujer. Excepto en la punta del botín, es el pie del asesino…
Hubo algunos movimientos entre el auditorio. Rouletabille, con un gesto, los hizo cesar. Verdaderamente, se hubiera dicho que era él quien mandaba ahora la policía de la audiencia.
—Me apresuro a decir que esto no significa gran cosa y que un policía que edificase un sistema sobre señales exteriores semejantes, sin rodearlo de una idea general, ¡iría a parar de rondón al error judicial! También el señor Robert Darzac tiene los pies del asesino, ¡y, sin embargo, no es el asesino!
Nuevos movimientos.
El presidente preguntó a la señora Mathieu:
—Señora, ¿es así como pasaron las cosas aquella noche?
—Sí, señor presidente —respondió ella—. Es como para creer que el señor Rouletabille estaba detrás de nosotros.
—¿Así que vio usted huir al asesino hasta el extremo del ala derecha?
—Sí, como también vi llevar, un minuto más tarde, el cadáver del guarda.
—¿Y qué fue del asesino? Usted se quedó sola en el patio, y es natural que usted lo hubiera visto entonces… Él ignoraba su presencia, y para él era el momento de escaparse…
—No vi nada, señor presidente —gimió la señora Mathieu—. En ese momento la noche se había puesto muy oscura.
—Entonces —dijo el presidente— será el señor Rouletabille quien nos explicará cómo huyó el asesino.
—¡Evidentemente! —replicó en seguida el joven con tal seguridad, que el presidente mismo no pudo evitar una sonrisa…
Y Rouletabille prosiguió:
—¡Era imposible que el asesino pudiera huir normalmente del extremo del patio en que había entrado sin que nosotros lo viéramos! ¡Si no lo hubiéramos visto, lo habríamos tocado! Es un cachito de patio de nada y menos, un cuadrado rodeado de fosos y de altas verjas. ¡El asesino habría tenido que andar por encima de nosotros o nosotros por encima de él! ¡Ese cuadrado estaba materialmente cerrado por los fosos, las verjas y por nosotros mismos, casi tanto como el «Cuarto Amarillo»!
—¡Pues díganos entonces, ya que el hombre entró en ese cuadrado, díganos entonces cómo es que no lo encontraron!… ¡Hace ya media hora que no estoy preguntándole más que eso!…
Rouletabille sacó otra vez el reloj que rellenaba el bolsillo de su chaleco, le echó una mirada tranquila y dijo:
—Señor presidente, todavía puede usted preguntármelo durante tres horas y media; sobre ese punto no podré responderle hasta las seis y media.
Esta vez los murmullos no fueron hostiles ni decepcionados. La gente empezaba a tener confianza en Rouletabille. «Se fiaban de él». Y se divertían con esa pretensión de fijar una hora al presidente como si fijara una cita a un compañero.
El presidente, después de haberse preguntado si debía enfadarse, decidió divertirse con el muchacho como todo el mundo. Rouletabille derramaba simpatía y el presidente estaba ya completamente impregnado. Por último, había definido con tanta claridad el papel de la señora Mathieu en el caso y había explicado tan bien cada uno de sus pasos «aquella noche», que el señor Rocoux se veía obligado a tomarlo casi en serio.
—Bueno, señor Rouletabille —dijo—, ¡sea como usted quiera! ¡Pero no quiero volver a verlo antes de las seis y media!
Rouletabille saludó al presidente y, meneando su gorda cabeza, se dirigió a la puerta de los testigos.
Su mirada me buscaba. No me vio. Entonces yo me desprendí suavemente de la muchedumbre que me apretaba, y salí de la sala de la audiencia casi al mismo tiempo que Rouletabille. Este excelente amigo me acogió con efusión. Estaba contento y locuaz. Me zarandeaba las manos con júbilo. Le dije:
—No voy a preguntarle, mi querido amigo, qué ha ido a hacer a América. Sin duda me replicaría, como al presidente, que no puede responderme hasta las seis y media…
—¡No, querido Sainclair, no, querido Sainclair! Voy a decirle en seguida lo que he ido a hacer a América, porque usted es un amigo: ¡he ido a buscar el nombre de la segunda mitad del asesino!
—Verdaderamente, verdaderamente, el nombre de la segunda mitad…
Exactamente. Cuando dejamos el Glandier por última vez, conocía las dos mitades del asesino y el nombre de una de las mitades. He ido a América a buscar el nombre de la otra mitad…
En ese momento entramos en la sala de los testigos. Todos se acercaron a Rouletabille con grandes demostraciones. El reportero fue muy amable, excepto con Arthur Ranee, al que manifestó una frialdad notable. Frédéric Larsan entró entonces en la sala, y Rouletabille fue hacia él, administrándole uno de esos apretones de mano cuyo doloroso secreto poseía y de los que sale uno con las falanges trituradas. Para mostrarle tanta simpatía, Rouletabille debía de estar muy seguro de habérsela jugado. Larsan sonreía, seguro de sí mismo, y le preguntaba a su vez qué había ido a hacer a América. Entonces Rouletabille, muy amable, lo tomó del brazo y le contó diez anécdotas de su viaje. En cierto momento se alejaron hablando de cosas más serias y, por discreción, los dejé. Además, yo tenía mucha curiosidad por volver a la sala de audiencia, donde continuaba el interrogatorio de los testigos. Volví a mi sitio y en seguida pude comprobar que el público concedía solo una importancia relativa a lo que pasaba entonces en la sala, y que esperaba impacientemente las seis y media.
Dieron las seis y media y Joseph Rouletabille fue introducido de nuevo. Sería imposible describir la emoción con que la muchedumbre lo siguió con los ojos hasta la barra. Nadie respiraba. Robert Darzac se había levantado en su banco. Estaba «pálido como un muerto».
El presidente dijo con gravedad:
—No voy a hacerle prestar juramento. Usted no ha sido citado oficialmente. Pero supongo que no hay necesidad de explicarle toda la importancia que tienen las palabras que va a pronunciar usted aquí…
Y añadió, amenazante:
—Toda la importancia que tienen esas palabras… ¡para usted, si no para los demás!…
Rouletabille lo miraba sin mostrarse emocionado en absoluto. Dijo:
—¡Sí, señor!
—Veamos —dijo el presidente—. Hablábamos hace un rato de ese pequeño extremo del patio que sirvió de refugio al asesino, y usted nos prometió decirnos a las seis y media cómo huyó el asesino de ese extremo del patio y también el nombre del asesino. ¡Son las seis y treinta y cinco, señor Rouletabille, y todavía no sabemos nada!
—¡Vamos allá, señor! —comenzó mi amigo en medio de un silencio tan solemne que no recuerdo haber «visto» otro parecido—. Ya le he dicho que ese extremo del patio estaba cerrado y que era imposible que el asesino se escapara de ese cuadrado sin que los que lo buscaban se dieran cuenta. Esa es la verdad exacta. Cuando estábamos allí, en el cuadrado del extremo del patio, ¡el asesino estaba todavía con nosotros!
—¡Y ustedes no lo vieron!… Eso es lo que pretende la acusación…
—¡Y todos lo vimos, señor presidente! —gritó Rouletabille.
—¡Y no lo detuvieron!…
—Solo yo sabía que él era el asesino. ¡Y yo necesitaba que el asesino no fuera detenido inmediatamente! Y además ¡en ese momento no tenía más pruebas que «la razón»! ¡Sí, solo la razón me probaba que el asesino estaba allí y que estábamos viéndolo! Me he tomado mi tiempo para aportar hoy, en este Tribunal, una prueba irrefutable, y doy mi palabra de que satisfará a todo el mundo.
—¡Pero hable, hombre, hable! Díganos el nombre del asesino… —dijo el presidente.
—Lo encontrará usted entre los nombres de los que estaban en el extremo del patio —replicó Rouletabille, el cual no parecía tener ninguna prisa…
La gente comenzaba a impacientarse en la sala…
—¡El nombre, el nombre! —murmuraban…
Rouletabille, con un tono que merecía bofetadas, dijo:
—Señor presidente, si estoy dando largas a mi declaración es porque tengo razones para ello…
—¡El nombre, el nombre! —repetía la muchedumbre.
—¡Silencio! —chilló el ujier.
El presidente dijo:
—¡Es preciso que nos diga inmediatamente el nombre! Los que se encontraban en el extremo del patio eran: el guarda, muerto. ¿Es él el asesino?
—No, señor.
—¿El tío Jacques?…
—No, señor.
—¿Bernier, el portero?
—No, señor…
—¿El señor Sainclair?
—No, señor…
—¿Entonces el señor Arthur William Ranee? ¡Ya no quedan más que el señor Arthur William Ranee y usted! Usted no es el asesino, ¿no?
—¡No, señor!
—Entonces ¿acusa usted al señor Arthur Ranee?
—¡No, señor!
—¡No entiendo nada!… ¿Dónde quiere usted ir a parar?… No había nadie más en el extremo del patio.
—¡Sí, señor!… No había nadie en el extremo del patio, ni tampoco debajo, pero había alguien encima, alguien asomado a la ventana que da al extremo del patio…
—¡Frédéric Larsan! —gritó el presidente.
—¡Frédéric Larsan! —respondió con clamorosa voz Rouletabille.
Y, volviéndose hacia el público, que ya manifestaba sus protestas, les lanzó estas palabras con una fuerza de que no le creía capaz:
—¡Frédéric Larsan, el asesino!
Un clamor en que se expresaban el asombro, la consternación, la indignación, la incredulidad y en algunos el entusiasmo por aquel jovencito tan audaz como para atreverse a tamaña acusación, llenó la sala. El presidente ni siquiera intentó calmarlo; cuando decayó por sí mismo bajo los enérgicos ¡! de los que querían saber más en seguida, se oyó claramente a Robert Darzac, que, dejándose caer en el banco, decía:
—¡Es imposible! ¡Está loco!
El presidente:
—¡Se atreve usted a acusar a Frédéric Larsan! Vea el efecto de tamaña acusación… ¡Hasta el señor Robert Darzac le trata de loco!… Si no lo está, debe usted de tener pruebas…
—¡Pruebas, señor! ¡Quiere usted pruebas! —dijo la voz aguda de Rouletabille—. ¡Ah! Voy a darle una prueba… ¡Que hagan venir a Frédéric Larsan!…
El presidente:
—Ujier, llame a Frédéric Larsan.
El ujier corrió hacia la puerta, la abrió, desapareció… La puerta había quedado abierta… Todos los ojos estaban fijos en la puerta. El ujier reapareció. Avanzó hasta el centro de la sala y dijo:
—Señor presidente, Frédéric Larsan no está ahí. Se ha marchado hacia las cuatro y no se lo ha vuelto a ver.
Rouletabille clamó triunfante:
—¡Ahí tiene mi prueba!
—Explíquese… ¿Qué prueba? —preguntó el presidente.
—¿No ve usted —dijo el joven reportero— que la huida de Larsan es mi prueba irrefutable? ¡Le juro que no volverá, créame!… No volverá usted a ver a Frédéric Larsan…
Rumores en el fondo de la sala.
—Si es que no está usted burlándose de la justicia, ¿por qué no ha aprovechado cuando Larsan estaba con usted en la barra para acusarlo cara a cara? ¡Al menos hubiera podido responder!…
—¿Quiere usted una respuesta más completa que esta, señor presidente?… ¡No me responde! ¡No me responderá nunca! Acuso a Larsan de ser el asesino, ¡y él huye! ¿Le parece que no es eso una respuesta?…
—No podemos creer, no creemos que Larsan, como usted dice, «haya huido»… ¿Por qué habría huido? No sabía que iba usted a acusarlo.
—Sí que lo sabía, señor, porque se lo dije yo mismo hace un rato…
—¡Ha hecho usted eso!… ¡Cree usted que Larsan es el asesino y le proporciona los medios para huir!…
—Sí, señor presidente, yo he hecho eso —replicó Rouletabille con orgullo—. Yo no soy de la «justicia»; yo no soy de la «policía»; ¡yo soy un humilde periodista, y mi oficio no es detener a la gente! Sirvo a la verdad como quiero…, eso es asunto mío… Preserven ustedes a la sociedad como puedan, eso es cosa suya… ¡Pero no seré yo quien ponga una cabeza en manos del verdugo! ¡Si es usted justo, señor presidente (y lo es), verá que tengo razón!… ¿No le he dicho hace un rato «que comprendería usted que yo no podía pronunciar el nombre del asesino antes de las seis y media»? Había calculado que ese tiempo sería necesario para advertir a Frédéric Larsan y permitirle tomar el tren de las cuatro diecisiete para París, donde él sabría ponerse a salvo… Una hora para llegar a París, una hora y cuarto para que pudiera hacer desaparecer toda huella de su paso… Ello nos ponía en las seis y media… Le aseguro que no encontrará a Frédéric Larsan… —declaró Rouletabille, fijando la mirada en Robert Darzac—. Es muy listo… Es un hombre que se les ha estado escapando continuamente… y al que durante mucho tiempo han perseguido en vano… Si no es tan hábil como yo —añadió Rouletabille, riendo con todas sus ganas, y riendo solo, porque nadie tenía ganas de reír—, es más hábil que todos los policías de la tierra. Ese hombre, que hace cuatro años se introdujo en la Seguridad y que se ha hecho célebre bajo el nombre de Frédéric Larsan, es también célebre bajo otro nombre que conoce usted muy bien. ¡Frédéric Larsan, señor presidente, es Ballmeyer!
—¡Ballmeyer! —gritó el presidente.
—¡Ballmeyer! —dijo Robert Darzac, incorporándose—. ¡Ballmeyer!… ¡Así que era verdad!
—¡Ah, ah, señor Darzac, ahora ya no cree que estoy loco!…
¡Ballmeyer! ¡Ballmeyer! ¡Ballmeyer! No se oía más que ese nombre en la sala. El presidente suspendió la audiencia.
Imagínense si fue movida esta suspensión de la audiencia. El público tenía en qué entretenerse. ¡Ballmeyer! ¡Decididamente, ese muchacho era «morrocotudo»! ¡Ballmeyer! ¿Pero no había corrido el rumor de su muerte, hacía de esto unas semanas? Así que Ballmeyer se había escapado de la muerte, como toda su vida se había escapado de los gendarmes. ¿Es necesario que recuerde aquí las hazañas de Ballmeyer? Durante veinte años alimentaron la crónica judicial y la sección de sucesos, y si algunos de mis lectores han podido olvidar el caso del «Cuarto Amarillo», el nombre de Ballmeyer ciertamente no ha salido de su memoria. Ballmeyer fue el tipo perfecto de estafador del gran mundo; no había más que él; no había prestidigitador más hábil con sus dedos que él; no había «apache», como se dice hoy, más audaz y terrible que él. Recibido en la mejor sociedad, inscrito en los círculos más cerrados, había robado el honor de las familias y el dinero de los puntos con una maestría nunca superada. En ciertas ocasiones difíciles no había dudado en recurrir al cuchillo o al hueso de cordero. Por lo demás, nunca dudaba, y no había empresa por encima de sus fuerzas. Habiendo caído una vez en manos de la justicia, se escapó la mañana del proceso arrojando pimienta en los ojos de los guardias que lo conducían al Tribunal. Más tarde se supo que, el día de su fuga, mientras los más finos sabuesos de la Seguridad iban pisándole los talones, él asistía tranquilamente, y sin ningún tipo de maquillaje, a un «estreno» en el Teatro Francés. Abandonó Francia en seguida para trabajar en América, hasta que un buen día la policía del Estado de Ohio logró echar mano al excepcional bandido, pero al día siguiente volvía a escaparse… Ballmeyer: haría falta un volumen para hablar aquí de Ballmeyer. ¡Y este hombre se convirtió en Frédéric Larsan!… ¡Y Rouletabille, ese muchachito, lo había descubierto!… ¡Y ese mismo crío, que conocía el pasado de un Ballmeyer, le permitió una vez más burlar a la sociedad, proporcionándole los medios de escapar! En cuanto a este último punto de vista, yo no podía por menos de admirar a Rouletabille, pues yo sabía que su designio era servir hasta el final al señor Robert Darzac y a la señorita Stangerson, librándolos del bandido sin que hablara.
No nos habíamos repuesto aún de tamaña revelación, y ya oía yo gritar a los más impacientes: «Pero, aun admitiendo que el asesino sea Frédéric Larsan, ¡eso no explica cómo salió del “Cuarto Amarillo”!», cuando se reanudó la audiencia.
Rouletabille fue llamado inmediatamente a la barra, y su interrogatorio, pues se trataba más de un interrogatorio que de una declaración, prosiguió:
El presidente:
—Nos ha dicho usted hace un poco que era imposible huir del extremo del patio. Admito con usted, quiero admitir que, puesto que Frédéric Larsan se hallaba asomado a la ventana por encima de ustedes, estaba aún dentro de ese extremo del patio; pero, para hallarse a la ventana, había tenido que abandonar ese extremo del patio. ¡Luego había huido! ¿Y cómo?
Rouletabille:
—Ya he dicho que no había podido huir «normalmente». Así pues, ¡huyó «anormalmente»! El extremo del patio, ya lo he dicho, solo estaba «casi» cerrado, mientras que el «Cuarto Amarillo» lo estaba completamente. Se podía trepar al muro, cosa imposible en el «Cuarto Amarillo», arrojarse a la terraza y desde allí, mientras nosotros estábamos inclinados sobre el cadáver del guarda, penetrar de la terraza a la galería por la ventana que daba justo encima de nosotros. Larsan no tenía más que dar un paso para estar en su habitación, abrir la ventana y hablarnos desde allí. No era más que un juego de niños para un acróbata de la fuerza de Ballmeyer. Y, señor presidente, aquí está la prueba de lo que digo.
Al llegar aquí, Rouletabille sacó del bolso de su chaqueta un paquetito que abrió y del que sacó una escarpia.
—Tenga, señor presidente, aquí tiene una escarpia que se adapta perfectamente a un agujero que aún se encuentra en el modillón derecho que sostiene la terraza en voladizo. Larsan, que lo preveía todo y que pensaba en todos los medios de huida en torno a su habitación (cosa necesaria cuando se juega a su juego), había clavado previamente la escarpia en el modillón. Un pie en el guardacantón que hay en la esquina del castillo, otro pie en la escarpia, una mano en la cornisa de la puerta del guarda, la otra mano en la terraza, y Frédéric Larsan desaparece en el aire…, tanto mejor cuanto que es muy ágil de piernas y que aquella noche no estaba dormido por ningún narcótico, como había querido hacernos creer. Nosotros habíamos cenado con él, señor presidente, y a los postres nos hizo la comedia del señor que se cae de sueño, pues él también tenía necesidad de estar dormido, para que al día siguiente nadie se extrañara de que yo, Joseph Rouletabille, hubiera sido víctima de un narcótico cenando con Larsan. Desde el momento en que habíamos sufrido la misma suerte, las sospechas no lo alcanzarían y se perderían por otros caminos. ¡Yo, señor presidente, yo sí que fui bonitamente dormido, y por el mismo Larsan, y de qué modo!… Si yo no hubiera estado en ese triste estado, ¡jamás Larsan se hubiera introducido aquella noche en la habitación de la señorita Stangerson, y no habría sucedido la desgracia!…
Se oyó un gemido. Era el señor Darzac, que no había podido contener su dolorida queja…
—Como usted puede comprender —añadió Rouletabille—, durmiendo a su lado como dormía, yo estorbaba a Larsan particularmente aquella noche, ¡pues él sabía o al menos podía prever «que aquella noche yo vigilaría»! ¡Naturalmente, él no podía creer ni por un segundo que yo sospechaba de él! Pero podía descubrirlo en el momento en que saliera de su habitación para dirigirse a la de la señorita Stangerson. Aquella noche, para penetrar donde la señorita Stangerson, esperó a que yo estuviera dormido y a que mi amigo Sainclair estuviera en mi propia habitación ocupado en despertarme. ¡Diez minutos más tarde se oían los gritos de la señorita Stangerson!
—Entonces ¿cómo llegó usted a sospechar de Frédéric Larsan? —preguntó el presidente.
—«El lado bueno de mi razón» me lo había indicado, señor presidente; también lo estaba vigilando; pero es un hombre terriblemente hábil, y no pude prever el golpe del narcótico. ¡Sí, sí, el lado bueno de mi razón me lo había mostrado! Pero me hacía falta una prueba palpable; como quien dice: «¡Verlo ante mis ojos después de haberlo visto ante mi razón!».
—¿Qué es lo que entiende usted por «el lado bueno de su razón»?
—Ah, señor presidente, la razón tiene dos lados: el bueno y el malo. No hay más que uno sobre el que poder apoyarse con solidez: ¡el bueno! Se lo reconoce en que, hagas lo que hagas, digas lo que digas, nada puede hacer que ese lado se resquebraje. Al día siguiente de la «galería inexplicable», cuando estaba como el último de los últimos hombres miserables que no saben servirse de su razón porque no saben por dónde cogerla, cuando estaba inclinado sobre la tierra y sobre las engañosas marcas sensibles, de pronto me levanté, apoyándome en el lado bueno de mi razón, y subí a la galería.
»Ya allí, me di cuenta de que el asesino que habíamos perseguido esta vez no había podido abandonar la galería “ni normalmente ni anormalmente”. Entonces, con el lado bueno de mi razón, tracé un círculo en el que encerré el problema, y mentalmente deposité alrededor del círculo estas letras flameantes: “Puesto que el asesino no puede estar fuera del círculo, ¡está dentro!”. ¿Y qué veo en ese círculo? El lado bueno de mi razón me muestra, además del asesino, que necesariamente debe encontrarse allí, al tío Jacques, al señor Stangerson, a Frédéric Larsan y a mí. Lo cual debería sumar, con el asesino, cinco personajes. Ahora bien, cuando busco en el círculo, o, si usted prefiere, en la galería, para hablar “materialmente”, no encuentro más que cuatro personajes. ¡Está demostrado que el quinto no ha podido huir, no ha podido salir del círculo! ¡Luego dentro del círculo tengo un personaje que es dos, es decir, que, además de su personaje, es el personaje del asesino!… ¿Por qué no me había dado cuenta antes? Sencillamente, porque el fenómeno de la duplicidad del personaje no había pasado ante mis ojos. De los cuatro personajes encerrados en el círculo, ¿con quién pudo duplicarse el asesino sin que yo me diera cuenta? Ciertamente no con las personas que vi en un momento desdobladas del asesino. Así, yo vi en la galería, al mismo tiempo, al señor Stangerson y al asesino, al tío Jacques y al asesino, a mí y al asesino. ¡El asesino, pues, no podía ser ni el señor Stangerson ni el tío Jacques ni yo! Y además, si fuera yo el asesino, lo sabría bien, ¿no, señor presidente?… ¿Pero vi, al mismo tiempo, a Frédéric Larsan y al asesino? ¡No!… ¡No! Pasaron dos segundos durante los cuales perdí de vista al asesino, porque este había llegado, como por lo demás ya he dejado anotado en mis papeles, dos segundos antes que el señor Stangerson, el tío Jacques y yo al cruce de las dos galerías. ¡Esto había bastado a Larsan para enfilar el recodo de la galería, quitarse la barba postiza en un santiamén, volverse y chocar con nosotros como si persiguiera al asesino!… ¡Ballmeyer ha hecho tantas otras como esta!… Piense que para él era un juego maquillarse de tal suerte que tan pronto se presentaba con su barba roja a la señorita Stangerson como a un empleado de correos con una sotabarba castaña que lo hacía parecerse al señor Darzac, cuya perdición había jurado. Sí, el lado bueno de mi razón me acercaba a estos dos personajes, o más bien a estas dos mitades de personaje que no había visto al mismo tiempo: Frédéric Larsan y el desconocido a quien yo perseguía… para reducirlo al ser misterioso y formidable que buscaba: “el asesino”.
»Esta revelación me trastornó. Intentaba dominarme ocupándome un poco de las marcas sensibles, de los signos exteriores que hasta entonces me habían despistado ¡y que normalmente había que “hacer entrar en el círculo trazado por el lado bueno de la razón”!
»En primer lugar, ¿cuáles eran los principales signos exteriores que aquella noche me habían alejado de la idea de un Frédéric Larsan asesino?
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»El primer signo exterior no me preocupó. Es probable que, cuando bajé de la escalera, después de haber visto al desconocido en la habitación de la señorita Stangerson, este hubiera terminado ya lo que había ido a hacer allí. Entonces, mientras yo volvía al castillo, él entraba en la habitación de Frédéric Larsan, se desnudaba en un abrir y cerrar de ojos, y, cuando yo fui a golpear a su puerta, mostraba el rostro de un Frédéric Larsan que había dormido a pierna suelta…
»El segundo signo, la escalera, tampoco me preocupó. Era evidente que, si el asesino era Larsan, no tenía necesidad de escalera para introducirse en el castillo, puesto que Larsan dormía junto a mí; pero la escalera debía hacer creer en la venida del asesino “del exterior”, cosa necesaria para el sistema de Larsan, puesto que aquella noche el señor Darzac no estaba en el castillo. Por último, la escalera podía en todo caso facilitar la huida de Larsan.
»Pero el tercer signo me desorientaba por completo. Habiendo colocado a Larsan al final del recodo de la galería, ¡no podía explicarme que hubiera aprovechado el momento en que yo iba al ala izquierda del castillo a buscar al señor Stangerson y al tío Jacques, para volver a la habitación de la señorita Stangerson! ¡Era una acción muy peligrosa! Se arriesgaba a dejarse prender… ¡Y él lo sabía!… Y de hecho estuvo a punto de dejarse prender…, al no tener tiempo para volver a su puesto, como ciertamente había esperado… ¡Era preciso que, para volver a la habitación, hubiera tenido un motivo muy imperioso, que se le ocurrió de repente, después de mi partida, pues de otro modo no me hubiera prestado su revólver! Por lo que a mí respecta, cuando “envié” al tío Jacques al final de la galería recta, creía naturalmente que Larsan seguía en su puesto al final del recodo de la galería, y el tío Jacques, a quien por lo demás yo no había dado detalles, cuando se dirigió a su puesto no miró, al pasar por la intersección de las dos galerías, si Larsan estaba en el suyo. El tío Jacques entonces no pensaba más que en ejecutar mis órdenes rápidamente. ¿Cuál podía ser ese motivo imprevisto que lo había llevado por segunda vez a la habitación? ¿Cuál podía ser?… ¡Pensé que solo podía ser una marca sensible que denunciaba su paso por allí! ¡Había olvidado algo muy importante en la habitación! ¿Qué?… ¿Lo había encontrado?… Me acordé de la vela en el y del hombre agachado… Rogué a la señora Bernier, que arreglaba la habitación, que buscara… y encontró unos quevedos… ¡Estos quevedos, señor presidente!
Y Rouletabille sacó de su paquetito los quevedos que ya conocemos…
—Cuando vi estos quevedos, quedé horrorizado… Yo nunca le había visto quevedos a Larsan… Si no se los ponía, es que no los necesitaba… Y menos que nunca los necesitaba en un momento en que la libertad de movimientos era algo tan precioso para él… ¿Qué significaban esos quevedos?… No entraban en mi círculo. ¡A no ser que fueran los de un présbita, exclamé de repente!… En efecto, yo nunca había visto a Larsan escribir, nunca lo había visto leer. ¡«Podía», pues, ser présbita! En la Seguridad sabrían ciertamente que era présbita, y «si lo era», conocían sin duda sus quevedos… ¡Encontrar los quevedos del «présbita Larsan» en la habitación de la señorita Stangerson, después del misterio de la galería inexplicable, era terrible para Larsan! ¡Así se explicaba la vuelta de Larsan a la habitación!… Y, en efecto, Larsan-Ballmeyer es présbita, y estos quevedos, que «quizá» reconocerán en la Seguridad, son los suyos…
»Ya ve usted, señor, cuál es mi sistema —continuó Rouletabille—. Yo no pido a los signos exteriores que me enseñen la verdad; ¡simplemente les pido que no vayan contra la verdad que me ha señalado el lado bueno de mi razón!…
»Para estar completamente seguro de la verdad sobre Larsan, pues Larsan asesino era una excepción que merecía rodearse de alguna garantía, cometí el error de querer ver su “cara”. ¡Bien castigado fui por ello! Creo que el lado bueno de mi razón se vengó de que, a raíz de la galería inexplicable, no me apoyara sólidamente, definitivamente y con toda confianza en él…, ¡despreciando olímpicamente otras pruebas de la culpabilidad de Larsan distintas de la de mi razón! Entonces fue herida la señorita Stangerson…
Rouletabille se detiene…, se suena…, intensamente emocionado.
—¿Pero qué iba a hacer Larsan a esa habitación? —preguntó el presidente—. ¿Por qué intentó asesinar por dos veces a la señorita Stangerson?
—Porque la adoraba, señor presidente…
—Es evidentemente una razón…
—Sí, señor, una razón perentoria. Estaba locamente enamorado…, y por ello, y también por otras muchas cosas, era capaz de todos los crímenes.
—¿Lo sabía la señorita Stangerson?
—Sí, señor, pero naturalmente ella ignoraba que el individuo que la perseguía de tal modo fuera Frédéric Larsan…, sin lo cual Frédéric Larsan no habría ido a instalarse en el castillo ni la noche de la galería inexplicable habría penetrado con nosotros donde la señorita Stangerson, «después de lo sucedido». Por lo demás, ya he señalado que se mantuvo siempre en la sombra y que tenía continuamente el semblante inclinado hacia el suelo… Sus ojos debían de estar buscando los quevedos perdidos… La señorita Stangerson tuvo que sufrir la persecución y los ataques de Larsan bajo un nombre y un disfraz que nosotros ignorábamos, pero que ella podía conocer ya.
—¿Y usted, señor Darzac? —preguntó el presidente—. Usted quizá recibiera a este respecto las confidencias de la señorita Stangerson… ¿Cómo es que la señorita Stangerson no habló con nadie de esto?… Ello hubiera podido poner a la justicia sobre las huellas del asesino… y, si usted es inocente, ¡le habría evitado el dolor de ser acusado!
—La señorita Stangerson no me dijo nada —respondió el señor Darzac.
—¿Le parece posible lo que dice este joven? —volvió a preguntar el presidente.
Imperturbablemente, Robert Darzac respondió:
—La señorita Stangerson no me dijo nada…
—¿Cómo explica usted —prosiguió el presidente, volviéndose hacia Rouletabille— que la noche del asesinato del guarda el asesino devolviera los papeles robados al señor Stangerson?… ¿Cómo explica usted que el asesino se introdujera en la habitación cerrada de la señorita Stangerson?
—¡Oh! En cuanto a esta última pregunta, creo que es fácil responder. Un hombre como Larsan-Ballmeyer debía de procurarse fácilmente o mandar hacer las llaves que le fueran necesarias… En cuanto al robo de los documentos, «creo» que Larsan no había pensado en ello al principio. Espiando por todas partes a la señorita Stangerson, completamente decidido a impedir su boda con el señor Robert Darzac, un día sigue a la señorita Stangerson y al señor Robert Darzac a los grandes almacenes de la Louve, y se apodera del bolso de la señorita Stangerson, que ella pierde o se deja quitar. En el bolso hay una llave con cabeza de cobre. Él no sabe la importancia que tiene esa llave. El anuncio que la señorita Stangerson pone en los periódicos se lo revela. Escribe a la señorita Stangerson a la lista de correos como pide el anuncio. Pide, sin duda, una cita, haciendo saber que el que tiene el bolso y la llave es el que la persigue desde hace cierto tiempo con su amor. No recibe respuesta. Va a cerciorarse de que la carta ya no está en la oficina 40. Y va allí habiendo tomado ya el aspecto y en lo posible la indumentaria del señor Darzac, pues, decidido a todo para obtener a la señorita Stangerson, lo ha preparado todo para que, suceda lo que suceda, el señor Darzac, amado por la señorita Stangerson, el señor Darzac, a quién él detesta y cuya perdición desea, pase por el culpable.
»He dicho: “suceda lo que suceda”, pero pienso que Larsan no pensaba todavía que se vería empujado al asesinato. En todo caso, ha tomado sus precauciones para comprometer a la señorita Stangerson bajo el disfraz de Darzac. Por lo demás, Larsan tiene poco más o menos la estatura de Darzac y casi el mismo pie. No le sería difícil, si fuera necesario, dibujar la huella del pie del señor Darzac y mandar hacer el calzado que se ponga siguiendo las medidas del dibujo. Estos son trucos infantiles para Larsan-Ballmeyer.
»Así pues, no hay respuesta a su carta, no hay cita, y él sigue con la preciosa llavecita en el bolsillo. ¡Bueno, puesto que la señorita Stangerson no va a él, él irá a ella! Tiene hecho el plan desde hace mucho tiempo. Se ha informado acerca del Glandier y del pabellón. Una tarde, cuando el señor y la señorita Stangerson acaban de salir a pasear y el mismo tío Jacques se ha marchado, se introduce en el pabellón por la ventana del vestíbulo. Está solo por el momento, le queda tiempo… Mira los muebles… Uno de ellos, muy curioso y parecido a una caja fuerte, tiene una cerradura pequeñita… ¡Vaya, vaya! Eso le interesa… Como lleva la llavecita de cobre…, piensa en ella…, asociación de ideas. Prueba la llave en la cerradura; la puerta se abre… ¡Papeles! Muy valiosos tienen que ser esos papeles para que los hayan encerrado en un mueble tan particular…, para que tengan tanto interés por la llave que abre ese mueble… ¡Eh! ¡Eh! Esto siempre puede servir… para un pequeño chantaje…, tal vez lo ayudará en sus designios amorosos… Rápidamente hace un paquete con esos papelotes y va a depositarlo en el servicio del vestíbulo. Entre la expedición del pabellón y la noche del asesinato del guarda, Larsan tuvo tiempo de ver lo que eran los papeles. ¿Qué haría con ellos? Son más bien comprometedores… Aquella noche volvió a llevarlos al castillo… Quizá esperó a cambio de esos papeles, que representaban veinte años de trabajo, cualquier tipo de gratitud por parte de la señorita Stangerson… ¡Todo es posible en un cerebro como ese!… En fin, cualquiera que fuese la razón, volvió a llevar los papeles, ¡que le quitaban un buen peso de encima!
Rouletabille tosió y yo comprendí lo que esa tos significaba. Al llegar a este punto de las explicaciones, evidentemente se hallaba en un aprieto, por su determinación de no dar el verdadero motivo de la terrible actitud de Larsan frente a la señorita Stangerson. Su razonamiento era demasiado incompleto para satisfacer a todo el mundo, y el presidente le hubiera hecho ciertamente tal observación si, astuto como un mono, Rouletabille no hubiera gritado:
—¡Y ahora llegamos a la explicación del misterio del «Cuarto Amarillo»!
Hubo en la sala movimientos de sillas, ligeros empujones, enérgicos ¡chist! La curiosidad había llegado al colmo.
—Pero, señor Rouletabille —dijo el presidente—, me parece que, según su hipótesis, el misterio del «Cuarto Amarillo» ya está completamente explicado. El mismo Frédéric Larsan nos lo explicó, contentándose con engañarnos acerca del personaje al poner al señor Robert Darzac en su propio lugar. ¡Es evidente que la puerta del «Cuarto Amarillo» se abrió cuando el señor Stangerson estaba solo y que el profesor dejó pasar al hombre que salía del cuarto de su hija sin detenerlo, quizá incluso a petición de su hija, para evitar todo escándalo!…
—No, señor presidente —protestó con fuerza el joven—. Olvida usted que la señorita Stangerson, medio muerta como estaba, no podía hacer ninguna petición, que no podía volver a cerrar con llave ni echar el cerrojo… ¡Olvida usted que el señor Stangerson ha jurado por su hija agonizante que la puerta no se abrió!
—¡Sin embargo, es la única manera de explicar las cosas! El «Cuarto Amarillo» estaba cerrado como una caja fuerte. Era imposible que el asesino se escapara «normalmente o anormalmente», para utilizar sus mismas expresiones. ¡Cuando entran en el cuarto, no lo encuentran! ¡Y, sin embargo, tiene que escaparse!…
—Es absolutamente inútil, señor presidente…
—¿Cómo es eso?
—¡No tenía necesidad de escaparse, si no estaba allí!
Rumores en la sala…
—¿Cómo que no estaba allí?
—¡Evidentemente, no! ¡Si no podía estar, es que no estaba! ¡Señor presidente, hay que apoyarse siempre en el lado bueno de la razón!
—¡Y qué me dice de todas las huellas de su paso! —protestó el presidente.
—¡Ese, señor presidente, es el lado malo de la razón!… El lado bueno nos indica lo siguiente: desde el momento en que la señorita Stangerson se encerró en su cuarto hasta el momento en que derribaron la puerta es imposible que el asesino se escapara del cuarto; y, como no lo encontraron allí, es que desde el momento en que se cerró la puerta hasta el momento en que la derribaron, ¡el asesino no estaba en el cuarto!
—¿Y las huellas?
—¡Ah, señor presidente!… ¡Otra vez las marcas sensibles…, las marcas sensibles, con las que se cometen tantos errores judiciales, porque nos hacen decir lo que quieren! ¡Repito que no hay que servirse de ellas para razonar! ¡Hay que razonar primero! Y luego ver si las marcas sensibles pueden entrar en el círculo de nuestro razonamiento… Yo tengo un circulito de verdad incontestable: ¡el asesino no estaba en el «Cuarto Amarillo»! ¿Por qué se ha creído que estaba allí? ¡Por las marcas de su paso! ¡Pero puede haber pasado antes! Qué digo: «debe» haber pasado antes. ¡La razón me dice que tiene que haber pasado antes! Examinemos las marcas y lo que sabemos del caso, ¡y veamos si esas marcas van en contra de su paso antes…, antes de que la señorita Stangerson se encerrase en su cuarto delante de su padre y del tío Jacques!
«Después de la publicación del artículo de y de una conversación que mantuve con el juez de instrucción en el trayecto de París a Epinay-sur-Orge, me pareció demostrado que el “Cuarto Amarillo” estaba matemáticamente cerrado y que, en consecuencia, el asesino había desaparecido antes de la entrada de la señorita Stangerson en el cuarto a las doce de la noche.
»Las marcas exteriores parecían estar entonces terriblemente “en contra de mi razón”. La señorita Stangerson no se había asesinado sola, y las marcas atestiguaban que no había habido suicidio. ¡El asesino había venido, pues, antes! ¿Pero cómo es que la señorita Stangerson había sido asesinada después, o más bien, “parecía” haber sido asesinada después? Naturalmente, tenía que reconstruir el caso en dos fases, dos fases bien distintas, separadas la una de la otra por unas horas: la primera fase, durante la cual habían intentado realmente asesinar a la señorita Stangerson, tentativa que ella había disimulado; la segunda fase, durante la cual, a consecuencia de una pesadilla que ella había tenido, los que estaban en el laboratorio creían que la estaban asesinando.
»Por entonces, yo no había entrado todavía en el “Cuarto Amarillo”. ¿Qué heridas tenía la señorita Stangerson? Marcas de estrangulación y un golpe formidable en la sien… Las marcas de estrangulación no me preocupaban. ¡Podían habérselas hecho “antes” y la señorita Stangerson las había disimulado bajo una gorguera, un boa o cualquiera otra cosa! Pues, desde el momento en que establecí que era obligado dividir el caso en dos fases, me veía forzado a la necesidad de decirme que la señorita Stangerson había ocultado todos los acontecimientos de la primera fase; ¡tenía sin duda motivos bastante poderosos para ello, puesto que no había dicho nada a su padre y naturalmente tuvo que contar al juez de instrucción la agresión del asesino, cuyo paso no podía negar, como si la agresión hubiera tenido lugar por la noche, durante la segunda fase! Se veía obligada a ello, sin lo cual su padre le hubiera dicho: “¿Qué has estado ocultándonos? ¿Qué significa tu silencio después de tamaña agresión?”.
»Así pues, ella había disimulado las marcas de la mano del hombre en su cuello. ¡Pero estaba el golpe formidable de la sien! ¡Esto sí que no lo entendía! Sobre todo cuando supe que habían encontrado en el cuarto un hueso de cordero, arma del crimen… ¡No podía haber disimulado que casi la matan, y no obstante parecía evidente que esa herida debían habérsela hecho durante la primera fase, puesto que se necesitaba la presencia del asesino! Yo imaginaba que esa herida era mucho menos grave de lo que se decía (en lo que me había equivocado) ¡y pensé que la señorita Stangerson había ocultado la herida de la sien bajo un peinado en bandós!
»En cuanto a la marca en la pared de la mano del asesino herido por el revólver de la señorita Stangerson, esa marca evidentemente había sido dejada “antes”, y el asesino había sido herido necesariamente durante la primera fase, es decir, ¡mientras estaba allí! Todas las huellas del paso del asesino naturalmente habían sido dejadas durante la primera fase: el hueso de cordero, los pasos negros, la boina, el pañuelo, la sangre en la pared, en la puerta y en el suelo… Es evidente que si esas huellas continuaban allí es porque la señorita Stangerson, que deseaba que no se supiera nada y que actuaba para que no se supiera nada de lo sucedido, aún no había tenido tiempo de hacerlas desaparecer. Ello me conducía a buscar la primera fase del caso en un tiempo muy próximo a la segunda. Si, después de la primera fase, es decir, después de que el asesino se escapara, después de que ella volviese con rapidez al laboratorio, donde su padre la encontró trabajando, si hubiera podido entrar de nuevo un instante en el cuarto, al menos hubiera hecho desaparecer en seguida el hueso de cordero, la boina y el pañuelo que estaban en el suelo. Pero, como su padre no la dejó sola ni un momento, ella no lo intentó. Así pues, después de la primera fase no entró en el cuarto hasta las doce. A las diez entró alguien: el tío Jacques, que hizo lo de todas las noches: cerrar las contraventanas y encender la mariposa. ¡En su abatimiento sobre la mesa del laboratorio, donde fingía trabajar, la señorita Stangerson había olvidado, sin duda, que el tío Jacques iba a entrar en su cuarto! ¡Y así tuvo el impulso de rogar al tío Jacques que no se molestara! Que no entrara en el cuarto. Esto está con todas sus letras en el artículo de . A pesar de todo, el tío Jacques entró y no se dio cuenta de nada, ¡tan oscuro es el “Cuarto Amarillo”!… ¡La señorita Stangerson debió de vivir entonces dos minutos horrorosos! De todos modos, yo creo que ella ignoraba que había en su cuarto tantas marcas del paso del asesino. ¡Sin duda, no tuvo tiempo después de la primera fase más que para disimular las huellas de los dedos del hombre en su cuello y salir del cuarto!… Si hubiera sabido que el hueso, la boina y el pañuelo estaban sobre el , los hubiera recogido igualmente cuando entró a las doce en su cuarto… No los vio, se desnudó a la dudosa claridad de la mariposa… Se acostó, destrozada por tantas emociones y por el terror, un terror que la había hecho volver a la habitación lo más tarde posible…
»Así, me veía obligado a llegar de esta suerte a la segunda fase del drama, con la señorita Stangerson sola dentro del cuarto, toda vez que no se había encontrado al asesino dentro del cuarto… Así, naturalmente, debía hacer entrar en el círculo de mi razonamiento las marcas exteriores.
»Pero había que explicar otras marcas exteriores. Durante la segunda fase se habían disparado tiros de revólver. Se habían proferido gritos de “¡Socorro! ¡Al asesino!”… ¿Qué podía indicarme en tal coyuntura el lado bueno de mi razón? En primer lugar, en cuanto a los gritos: toda vez que no había asesino en el cuarto, ¡forzosamente había habido pesadilla en el cuarto!
»Se oye un gran ruido de muebles volcados. Imagino…, aquí me veo obligado a imaginar. La señorita Stangerson se ha dormido obsesionada con la abominable escena de la tarde…, sueña…, la pesadilla precisa sus imágenes rojas…, vuelve a ver al asesino que se precipita sobre ella, grita: “¡Al asesino! ¡Socorro!”, y con un movimiento desordenado va a buscar el revólver que ha colocado en la mesilla antes de acostarse. Pero su mano choca con la mesilla con tal fuerza que se vuelca. Cae el revólver al suelo, sale un tiro y va a alojarse en el techo… Esta bala en el techo me pareció desde el principio que debía ser la bala del accidente… Ella revelaba la posibilidad del accidente y venía tan bien con mi hipótesis de la pesadilla, que fue una de las razones por las que comencé a no dudar de que el crimen había tenido lugar antes, y que la señorita Stangerson, dotada de un carácter y una energía poco comunes, lo había ocultado… Pesadilla, disparo… La señorita Stangerson se despierta en un estado moral horrible; intenta levantarse; cae al suelo, sin fuerzas, volcando los muebles, llegando a gritar entrecortadamente: “¡Al asesino! ¡Socorro!” y se desvanece…
»Sin embargo, se hablaba de dos tiros por la noche, en el momento de la segunda fase. También a mí me hacían falta dos tiros para mi tesis (porque ya no era un hipótesis); pero “uno” en cada una de las fases y no los dos en la última… ¡Un tiro para herir al asesino, antes, y un tiro en el momento de la pesadilla, después! Ahora bien, ¿era completamente seguro que se hubieran disparado dos tiros por la noche? El revólver se había oído en medio del estrépito de los muebles al volcarse. En uno de los interrogatorios el señor Stangerson habla de un tiro sordo primero y de un tiro estridente a continuación. ¿Y si el tiro sordo hubiera sido producido por la caída al suelo de la mesilla de mármol? Es necesario que esta explicación sea la buena. Estuve seguro de que era la buena cuando supe que los porteros, Bernier y su mujer, no habían oído más que un solo tiro, estando como estaban tan cerca del pabellón. Así lo declararon al juez de instrucción.
»De modo que había casi reconstruido las dos fases del drama cuando penetré por primera vez en el “Cuarto Amarillo”. Sin embargo, la gravedad de la herida en la sien no entraba en el círculo de mi razonamiento. ¡Esa herida, pues, no había sido causada por el asesino con el hueso de cordero durante la primera fase, porque era tan grave, que la señorita Stangerson no hubiera podido disimularla y de hecho no la había disimulado bajo un peinado en bandos! ¿Se había hecho entonces esa herida “necesariamente” durante la segunda fase, en el momento de la pesadilla? ¡Eso es lo que fui a preguntar al “Cuarto Amarillo” y el “Cuarto Amarillo” me respondió!
Rouletabille sacó del mismo paquetito un trozo de papel blanco doblado en cuatro, y del trozo de papel blanco sacó un objeto invisible, que mantuvo entre el pulgar y el índice y que llevó al presidente:
—Esto, señor presidente, es un cabello, un cabello rubio manchado de sangre, un cabello de la señorita Stangerson… Lo encontré pegado a una de las esquinas de mármol de la mesilla volcada… También esa esquina de mármol estaba manchada de sangre. ¡Oh, era un cuadradito rojo de nada y menos! ¡Pero sumamente importante! Porque ese cuadradito de sangre venía a decirme que, al levantarse enloquecida de su lecho, la señorita Stangerson había caído brutalmente todo lo larga que era sobre esa esquina de mármol, que la había herido en la sien y que había retenido este cabello, este cabello que la señorita Stangerson debía de tener sobre la frente, ¡aunque no llevara el peinado en bandos! Los médicos declararon que la señorita Stangerson había sido golpeada con un objeto contundente y, como estaba allí el hueso de cordero, el juez de instrucción acusó inmediatamente al hueso de cordero, pero la esquina de una mesilla de mármol es también un objeto contundente, en el que ni los médicos ni el juez de instrucción habían pensado, y que tal vez ni yo mismo habría descubierto si el lado bueno de mi razón no me lo hubiera indicado, no me lo hubiera hecho presentir.
Una vez más estuvo la sala a punto de romper en aplausos; pero, como Rouletabille reemprendió en seguida su declaración, el silencio se restableció inmediatamente.
—Me faltaba por saber, aparte del nombre del asesino, que no conocería hasta unos días más tarde, en qué momento había tenido lugar la primera fase del drama. El interrogatorio de la señorita Stangerson, aunque arreglado para engañar al juez de instrucción, y el del señor Stangerson iban a revelármelo. La señorita Stangerson refirió exactamente cómo empleó el tiempo aquel día. Establecimos que el asesino se introdujo entre las cinco y las seis en el pabellón; pongamos que fueran las seis y cuarto cuando el profesor y su hija volvieron a ponerse a trabajar. Hay que buscar, pues, entre las cinco y las seis y cuarto. ¡Qué digo las cinco! El profesor está entonces con su hija… ¡El drama solo podrá ocurrir lejos del profesor! ¡Tengo, pues, que buscar en ese corto espacio de tiempo el momento en que el profesor y su hija se hayan separado!… Y bien, ese momento lo encuentro en el interrogatorio que tuvo lugar en la habitación de la señorita Stangerson, en presencia del señor Stangerson. Allí se indica que el profesor y su hija vuelven hacia las seis al laboratorio. Dice el señor Stangerson: «En ese momento se me acercó el guarda, que me retuvo un instante». Tenemos, pues, conversación con el guarda. El guarda habla con el señor Stangerson de tala de madera o de caza furtiva; la señorita Stangerson ya no está allí; ella ha vuelto ya al laboratorio, puesto que el profesor sigue diciendo: «Dejé al guarda y me reuní con mi hija, que estaba ya trabajando».
»El drama, pues, se desarrolló en esos cortos minutos. ¡Es necesario! Estoy viendo perfectamente a la señorita Stangerson dirigirse al pabellón, entrar en su cuarto para dejar el sombrero y encontrarse frente al bandido que la persigue. El bandido llevaba ya en el pabellón bastante tiempo. Debía de haber calculado las cosas para que todo pasara de noche. Entonces se quitó los zapatos del tío Jacques, que le estorbaban, en las circunstancias que expuse al juez de instrucción, procedió al robo de los papeles, como le dije hace un rato, y luego se deslizó bajo la cama cuando el tío Jacques volvió para fregar el vestíbulo y el laboratorio… El tiempo se le hizo largo… Después de marcharse el tío Jacques, volvió a levantarse, anduvo otra vez por el laboratorio, fue al vestíbulo, miró al jardín y vio que se dirigía hacia el pabellón (pues en aquel momento la tarde, que comenzaba a caer, era muy clara) ¡la señorita Stangerson sola! ¡Nunca se hubiera atrevido a atacarla a aquella hora de no haber creído con seguridad que la señorita Stangerson estaba sola! Y, para que le pareciera que estaba sola, era preciso que la conversación entre el señor Stangerson y el guarda que estaba entreteniéndolo tuviera lugar en un rincón apartado del sendero, un rincón donde hay un bosquecillo de árboles que los ocultaba a los ojos del miserable. Entonces ya tiene su plan. Él solo con la señorita Stangerson en el pabellón va a estar más tranquilo de lo que lo hubiera estado en plena noche, con el tío Jacques durmiendo en el desván. ¡Y debió de cerrar la ventana del vestíbulo! Ello explica también que ni el señor Stangerson ni el guarda, bastante alejados aún del pabellón, oyeran el disparo.
»Luego volvió al “Cuarto Amarillo”. Llega la señorita Stangerson. ¡Lo que ha pasado ha debido de ser rápido como el relámpago!… La señorita Stangerson ha debido de gritar… o más bien ha querido gritar su espanto; el hombre la agarra de la garganta… Quizá va a ahogarla, estrangularla… Pero la mano de la señorita Stangerson, a tientas, ha cogido del cajón de la mesilla el revólver que tiene oculto allí desde que teme las amenazas del hombre. El asesino blande ya sobre la cabeza de la infeliz esa arma que en las manos de un Larsan-Ballmeyer resulta terrible: un hueso de cordero… Pero ella dispara…, sale el tiro, hiere la mano, que abandona el arma. Rueda por el suelo el hueso de cordero, ensangrentado por la herida del asesino… El asesino se tambalea, va a apoyarse en la pared, deja impresos en ella sus dedos rojos, teme otra bala y huye…
»Ella lo ve atravesar el laboratorio… Escucha… ¿Qué hace en el vestíbulo? Cuánto tarda en saltar por la ventana… ¡Por fin, salta! ¡Ella corre a la ventana y vuelve a cerrarla!… Y ahora ¿ha visto, ha oído algo su padre? Ahora que el peligro ha desaparecido, todo su pensamiento se dirige hacia su padre… Dotada de una energía sobrehumana, ella se lo esconderá todo, ¡si es que le queda tiempo todavía!… Y cuando vuelva el señor Stangerson encontrará cerrada la puerta del “Cuarto Amarillo”, y a su hija en el laboratorio, inclinada sobre su mesa, atenta, trabajando ya.
Rouletabille se vuelve entonces hacia el señor Darzac:
—Usted sabe la verdad —exclamó—. Díganos, ¿no pasaron así las cosas?
—Yo no sé nada —responde el señor Darzac.
—¡Es usted un héroe! —dice Rouletabille, cruzándose de brazos—. Pero si la señorita Stangerson, ¡ay!, supiera que ha sido usted acusado, ella lo desligaría a usted de su palabra…, le rogaría que dijera todo lo que le ha confiado…, qué digo, ¡ella misma vendría a defenderlo!
El señor Darzac no hizo un movimiento, no pronunció una palabra. Miró tristemente a Rouletabille.
—En fin —dijo este—, puesto que la señorita Stangerson no está aquí, ¡es preciso que esté yo! ¡Pero créame, señor Darzac, el mejor, el único medio de salvar a la señorita Stangerson y de devolverle la razón sigue siendo la absolución de usted!
Una salva de aplausos acogió esta última frase. El presidente ni siquiera intentó refrenar el entusiasmo de la sala. Robert Darzac estaba salvado. ¡No había más que mirar a los miembros del jurado para estar seguro de ello! Su actitud manifestaba abiertamente su convicción.
El presidente exclamó entonces:
—Pero bueno, ¿qué misterio es ese que hace que la señorita Stangerson, a quien intentan asesinar, encubra semejante crimen a su padre?
—Eso señor —dijo Rouletabille—, yo no lo sé…, eso no es cosa mía…
El presidente volvió a intentarlo con Robert Darzac:
—¿Sigue usted negándose a decirnos cómo empleó su tiempo mientras «alguien» atentaba contra la vida de la señorita Stangerson?
—No puedo decirle nada, señor…
El presidente imploró con la mirada una explicación de Rouletabille.
—Podemos pensar, señor presidente, que las ausencias del señor Robert Darzac estaban estrechamente ligadas con el secreto de la señorita Stangerson… ¡También el señor Darzac se cree obligado a guardar silencio!… Imagínese que Larsan, que en el momento de sus tres tentativas lo ha puesto todo en marcha para desviar las sospechas hacia el señor Darzac, citase al señor Darzac, justamente esas tres veces, en un lugar comprometedor, y lo citase para tratar del misterio… El señor Darzac se dejará condenar antes que confesar nada, antes que explicar nada que roce el misterio de la señorita Stangerson. ¡Larsan es lo suficientemente listo para haber hecho también esa «combinación»!
El presidente, vacilante ya, pero curioso, siguió preguntando:
—¿Pero qué misterio puede ser ese?
—¡Ah, señor, no podría decírselo! —dijo Rouletabille, saludando al presidente—. Únicamente creo que ahora sabe usted lo suficiente como para absolver al señor Robert Darzac… ¡A menos que vuelva Larsan! ¡Pero no creo! —dijo riendo con una franca risa jovial.
Todo el mundo rio con él.
—Una pregunta más —dijo el presidente—. Siempre admitiendo su tesis, comprendemos que Larsan quisiera desviar las sospechas hacia el señor Robert Darzac, pero ¿qué interés tenía en desviarlas también hacia el tío Jacques?…
—¡«El interés del policía», señor! El interés de mostrarse espabilado aniquilando las pruebas que él mismo había acumulado. ¡Eso es muy hábil! ¡Es un truco que le ha servido con frecuencia para desviar las sospechas que hubieran podido caer sobre él mismo! Probaba la inocencia del uno antes de acusar al otro. Piense, señor presidente, que un caso como este Larsan debió de «cocerlo» con mucho tiempo de antelación. Ya le he dicho que lo tenía todo estudiado, y que se conocía los rincones y todo. Si tiene usted curiosidad por saber cómo se documentó, se enterará usted de que por un momento se hizo el intermediario entre «el laboratorio de la Seguridad» y el señor Stangerson, a quien solicitaban «experimentos». Así, antes del crimen, pudo penetrar dos veces en el pabellón. Iba maquillado de tal suerte, que después el tío Jacques no lo reconoció; pero Larsan sí que encontró la ocasión de birlar al tío Jacques un viejo par de zapatones y una boina desechada, que el viejo servidor del señor Stangerson había atado en un pañuelo para llevárselos sin duda a uno de sus amigos, un carbonero de la carretera de Epinay. Cuando el crimen fue descubierto, el tío Jacques, que reconoció interiormente los objetos, ¡tuvo buen cuidado de no reconocerlos en seguida! Eran demasiado comprometedores, y eso explica su turbación en aquella época cuando le hablábamos de ello. Todo esto es claro como el día. Y yo he obligado a Larsan a confesármelo. Por lo demás, lo ha hecho con gusto, pues si es un bandido (cosa que, me atrevo a esperar, ya no ofrecerá duda para nadie), ¡es también un artista!… Es la manera de hacer de ese hombre, su propia manera… ¡Ya actuó del mismo modo cuando el caso del «Crédito universal» y de los «Lingotes de la Casa de la Moneda»! Casos que habrá que revisar, señor presidente, porque hay varios inocentes en la cárcel desde que Ballmeyer-Larsan pertenece a la Seguridad.