Capítulo 10. «Ahora habrá que comer matanza»
Capítulo 10 «Ahora habrá que comer matanza»
La venta «La Torre del Homenaje» no tenía buen aspecto, pero me gustan esas casuchas de vigas ennegrecidas por el tiempo y el humo del hogar, esas ventas de la época de las diligencias, construcciones bamboleantes que pronto no serán más que un recuerdo. Ellas se apegan al pasado, están unidas a la historia, continúan algo y recuerdan los viejos cuentos de la Carretera, cuando había aventuras en la carretera.
Vi en seguida que la venta «La Torre del Homenaje» tenía dos siglos bien contados y quizá más. Chinarros y cascotes se habían desprendido aquí y allá de la fuerte armadura de madera, cuyas X y V seguían soportando gallardamente el vetusto tejado. Este se había deslizado ligeramente sobre sus puntos de apoyo como se desliza la gorra por la frente de un borracho. Encima de la puerta de entrada, un rótulo de hierro gemía con el viento de otoño. Un artista del lugar había pintado una especie de torre coronada por un tejado puntiagudo y una linterna como se veían en el castillo del Glandier. Bajo ese letrero, en el umbral, un hombre de cara bastante hosca parecía sumido en sombríos pensamientos, a juzgar por las arrugas de su frente y el arisco acercamiento de sus cejas espesas.
Cuando estuvimos cerca de él, se dignó vernos y nos preguntó de una forma poco halagüeña si necesitábamos algo. No cabía duda de que era el poco amable hospedero de aquella encantadora mansión. Cuando le manifestamos la esperanza de que se dignara servirnos de comer, nos confesó que no tenía provisiones y que se veía apurado para satisfacernos; y, mientras decía esto, nos miraba con unos ojos cuya desconfianza no lograba explicarme.
—Puede recibimos —le dijo Rouletabille—; no somos de la policía.
—No temo a la policía —respondió el hombre—; no temo a nadie.
Yo hacía señas a mi amigo para darle a entender que sería mejor no insistir, pero mi amigo, que tenía un evidente interés por entrar en la venta, pasó por debajo del hombro del hombre y entró en la sala.
—Entre —dijo—, se está muy bien aquí.
De hecho, una gran lumbre de leña ardía en la chimenea. Nos acercamos a ella y tendimos las manos al calor del hogar, pues aquella mañana ya se dejaba sentir el invierno. La pieza era bastante grande; todo su mobiliario consistía en dos gruesas mesas de madera, algunos taburetes y un mostrador donde se alineaban botellas de jarabe y de alcohol. Tres ventanas daban a la carretera. Un anuncio en la pared alababa, mediante los rasgos de una joven parisina que alzaba descaradamente su vaso, las virtudes aperitivas de un nuevo vermut. En la repisa de la alta chimenea, el ventero había dispuesto un gran número de cacharros y jarrones de barro y de cerámica.
—He aquí una hermosa chimenea para asar un pollo —dijo Rouletabille.
—No tenemos pollo —dijo el huésped—; ni siquiera un mal conejo.
—Ya sé —replicó mi amigo, con una voz burlona que me sorprendió—, ya sé que ahora habrá que comer matanza.
Confieso que yo no entendía nada de la frase de Rouletabille. ¿Por qué decía a aquel hombre: «Ahora habrá que comer matanza»? ¿Y por qué apenas oyó esta frase soltó el ventero un taco que ahogó en seguida y se puso a nuestra disposición tan dócilmente como el mismo Robert Darzac cuando oyó las fatídicas palabras: «La rectoral no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor…»? Decididamente, mi amigo tenía el don de que la gente lo comprendiera con frases completamente incomprensibles. Se lo hice observar, y se sonrió. Yo habría preferido que me diera alguna explicación, pero puso un dedo en la boca, lo que significaba que no solo me prohibía hablar, sino que me recomendaba el silencio. Mientras tanto, el hombre, empujando una puertecita, pidió a gritos que le trajeran media docena de huevos y «el trozo de solomillo bajo». El encargo fue realizado en seguida por una mujer joven, muy vivaracha, de admirable pelo rubio y cuyos grandes ojos dulces nos miraron con curiosidad.
El ventero le dijo con voz dura:
—Vete. ¡Y que no te vea yo si viene por aquí el hombre verde!
Y ella desapareció. Rouletabille se apoderó de los huevos que le trajeron en un tazón y de la carne que le sirvieron en una fuente, lo colocó todo con mucha precaución a su lado en la chimenea, descolgó una sartén y una parrilla que estaban colgadas en el hogar y empezó a batir los huevos para la tortilla mientras esperaba a poner el bistec en la parrilla. Encargó también al hombre dos buenas botellas de sidra y parecía ocuparse tan poco del hospedero como el hospedero se ocupaba de él. Unas veces el hombre no le quitaba los ojos de encima y otras me miraba con un aire de ansiedad que en vano intentaba disimular. Dejó que nos hiciéramos la comida y puso nuestro cubierto al lado de una ventana.
De repente, le oí susurrar:
—¡Ah! ¡Ahí está!
Y, con el rostro demudado, expresando únicamente un odio atroz, fue a pegarse a la ventana y miró la carretera. No tuve que avisar a Rouletabille. El joven había ya soltado la tortilla y se reunió con el hospedero en la ventana. También fui yo.
Un hombre, vestido completamente de terciopelo verde, con la cabeza cubierta con una gorra redonda del mismo color, avanzaba con pasos tranquilos por la carretera, fumando su pipa. Llevaba una escopeta en bandolera y en sus movimientos demostraba una soltura casi aristocrática. Aquel hombre podía tener cuarenta y cinco años. El pelo y el bigote eran de color gris. Era de una belleza notable. Llevaba quevedos. Cuando pasó al lado de la venta, pareció dudar, preguntándose si entraría, echó una mirada hacia donde estábamos, dejó escapar una bocanada de humo de su pipa y prosiguió su paseo con el mismo paso indolente.
Rouletabille y yo mirábamos al hospedero. Sus ojos fulgurantes, sus puños cerrados, su boca temblorosa nos mostraban los sentimientos tumultuosos que lo agitaban.
—¡Hizo bien en no entrar hoy! —silbó.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Rouletabille, removiendo la tortilla.
—¡El «hombre verde»! —gruñó el ventero—. ¿No lo conoce? Mejor para usted. No es una relación recomendable… Es el guarda del señor Stangerson.
—No parece quererlo mucho, ¿eh? —preguntó el reportero, echando los huevos batidos en la sartén.
—Nadie lo quiere en el lugar; además, es orgulloso; antiguamente debió de tener una fortuna, y no ha perdonado a nadie verse forzado a hacer de criado para vivir. Pues un guarda es un criado como los demás, ¿no le parece? ¡Palabra! Parece que él es el dueño del Glandier, que todas las tierras y bosques le pertenecen. ¡No dejaría a un pobre comer un trozo de pan en la hierba, «en su hierba»!
—¿Viene por aquí alguna vez?
—Viene demasiado. Pero le voy a hacer comprender que su cara no me gusta. Hace solo un mes no me molestaba. La venta «La Torre del Homenaje» nunca había existido para él… ¡No le daba tiempo! Tenía que hacerle la corte a la hospedera de los «Tres lirios» en Saint-Michel. Ahora que ha habido una ruptura en los amores, está buscando cómo pasar el tiempo en otra parte… ¡Un mujeriego, un perdido, un canalla, eso es lo que es! No hay hombre honrado que pueda aguantar a semejante hombre… Mire, los porteros del castillo no podían ver ni en pintura al «hombre verde».
—Así pues, ¿los porteros son gente honrada, señor ventero?
—Ande, llámeme tío Mathieu, es mi nombre… Pues bien, como me llamo Mathieu, señor, que los creo honrados.
—Sin embargo, los han detenido.
—¿Y qué prueba eso? Pero no quiero meterme en los asuntos del prójimo…
—¿Y qué piensa usted del asesino?
—¿Del asesino de esa pobre señorita? Una buena chica, vaya, y la querían mucho en el lugar. ¿Que qué me parece?
—Sí, ¿qué le parece?
—Nada… y muchas cosas…, pero a nadie le importa…
—¿Ni siquiera a mí? —insistió Rouletabille.
El ventero lo miró de reojo, gruñó y dijo:
—Ni siquiera a usted…
La tortilla estaba lista; nos pusimos a la mesa y comíamos en silencio, cuando empujaron la puerta de entrada y una mujer vieja, vestida de harapos, apoyada en un palo, la cabeza vacilante y el pelo cano colgando en mechones locos sobre su frente mugrienta, apareció en el umbral.
—¡Ah! ¡Es usted, tía Agenoux! Hace mucho que no se la veía —dijo nuestro hospedero.
—He estado muy mala, casi a punto de morirme —dijo la vieja—. ¿No tendría por casualidad restos para el «Animalito de Dios»?…
Y entró en la venta seguida de un gato tan enorme que yo no sospechaba que pudiera haberlos de ese tamaño. El animal nos miró y dejó escapar un maullido tan desesperado que me entró un escalofrío. Nunca había oído un grito tan lúgubre.
Como si hubiera sido atraído por ese grito, un hombre entró detrás de la vieja. Era el «hombre verde». Nos saludó llevándose la mano a la gorra y se sentó a la mesa contigua a la nuestra.
—Deme un vaso de sidra, tío Mathieu.
Cuando entró el «hombre verde», el tío Mathieu tuvo un violento movimiento en todo su ser hacia el recién llegado; pero se dominó visiblemente y respondió:
—Ya no hay sidra, he dado las últimas botellas a esos señores.
—Entonces, deme un vaso de vino blanco —dijo el «hombre verde» sin mostrar el menor asombro.
—¡Ya no hay vino blanco, ya no hay nada!
El tío Mathieu repitió con voz sorda:
—¡Ya no hay nada! ¿Cómo está la señora Mathieu?
A esta pregunta del «hombre verde», el ventero apretó los puños, se volvió hacia él con tan mala cara que creía que iba a golpearlo, y luego dijo:
—Está bien, gracias.
Así pues, la mujer joven de grandes ojos dulces que habíamos visto hacía un rato era la esposa de ese patán, repugnante y brutal, cuyos defectos físicos parecían dominados por ese defecto moral: los celos.
El ventero abandonó la pieza dando un portazo. La tía Agenoux seguía allí de pie apoyada en su palo con el gato bajo sus faldas.
El «hombre verde» le preguntó:
—¿Ha estado usted enferma, tía Agenoux, que no la hemos visto desde hace ocho días?
—Sí, señor guarda. No me levanté más que tres veces para ir a rezar a Santa Genoveva, nuestra buena patrona, y el resto del tiempo estuve tendida en mi camastro. No he tenido más que al «Animalito de Dios» para cuidarme.
—¿No la dejó a usted?
—Ni de día ni de noche.
—¿Está usted segura?
—Como del paraíso.
—Entonces, tía Agenoux, ¿cómo puede ser que la noche del crimen no dejara de oírse el grito del «Animalito de Dios»?
La tía Agenoux fue a plantarse frente al guarda y golpeó el suelo con su palo:
—No lo sé. Pero ¿quiere que le diga una cosa? No hay dos animales en el mundo que tengan ese grito… Pues bien, también yo, la noche del crimen, oí fuera el grito del «Animalito de Dios», y, sin embargo, estaba en mis rodillas, señor guarda, y no maulló una sola vez, se lo juro. ¡Me santigüé cuando lo oí como si oyera al diablo!
Yo miraba al guarda mientras hacía esta última pregunta y mucho me equivoco si no sorprendí en sus labios una malvada sonrisa socarrona.
En aquel momento, el ruido de una riña aguda llegó hasta nosotros. Hasta creímos percibir golpes sordos, como si pegaran o contusionaran a alguien. El «hombre verde» se levantó y corrió decidido a la puerta que había al lado del hogar, pero esta se abrió, apareció el ventero y dijo al guarda:
—No se asuste, señor guarda. ¡Es mi mujer, que le duelen los dientes!
Y se rio.
—Tenga, tía Agenoux, bofes para su gato.
Tendió a la vieja un paquete. La vieja se apoderó de él lívidamente y salió, siempre seguida de su gato.
El «hombre verde» preguntó:
—¿No quiere servirme nada?
El tío Mathieu no contuvo más la expresión de su odio:
—¡No hay nada para usted! ¡No hay nada para usted! ¡Váyase!…
El «hombre verde» cargó tranquilamente su pipa, la encendió, nos saludó y salió. No estaba aún en el umbral, cuando Mathieu le dio con la puerta en la espalda y, volviéndose hacia nosotros con los ojos inyectados en sangre, la boca espumante, nos silbó con el puño tendido hacia la puerta que acababa de cerrarse sobre el hombre a quien detestaba: —No sé quiénes son ustedes que vienen a decirme: «Ahora habrá que comer matanza». Pero si les interesa saberlo: ¡Ahí tienen al asesino!
Después de hablar así, el tío Mathieu nos dejó. Rouletabille volvió al hogar y dijo:
—Ahora vamos a asar el bistec en la parrilla. ¿Qué le parece la sidra? Un poco áspera como a mí me gusta.
Aquel día no volvimos a ver a Mathieu, y en la venta reinaba un gran silencio cuando nos fuimos, después de dejar cinco francos en la mesa, en pago de nuestro festín.
Al instante, Rouletabille me hizo andar cerca de una legua alrededor de la propiedad del profesor Stangerson. Se paró diez minutos en el ángulo de un caminito negro de hollín, cerca de las cabañas de los carboneros que se encontraban en la parte del bosque de Santa Genoveva que limita con la carretera que va de Epinay a Corbeil, y me confió que el asesino ciertamente había pasado por allí, «visto el estado de los zapatos toscos», antes de entrar en la propiedad e ir a esconderse en el bosquecillo.
—¿No cree, pues, que el guarda está metido en el asunto? —le interrumpí.
—Eso se verá más tarde —me respondió—. Por ahora lo que dijo el ventero de ese hombre no me preocupa. Su odio ha hablado por él. No ha sido por el «hombre verde» por lo que le he llevado a comer a «La Torre del Homenaje».
Dicho esto, con grandes precauciones Rouletabille se deslizó —y yo me deslicé tras él— hasta el edificio cercano a la reja, que servía de alojamiento a los porteros detenidos la misma mañana. Con una acrobacia que me admiró, se introdujo en la casita por un ventanuco de la puerta trasera que había quedado abierto, y volvió a salir diez minutos más tarde diciendo aquella palabra que en su boca significaba tantas cosas: «¡Pardiez!».
En el momento en que íbamos a reemprender el camino hacia el castillo, hubo un gran movimiento a la reja. Un coche llegaba y del castillo venían a su encuentro. Rouletabille me indicó un hombre que bajaba de él.
—Es el jefe de la Seguridad; vamos a ver lo que tiene Frédéric Larsan en el cuerpo y si es más listo que los demás…
Detrás del coche del jefe de la Seguridad seguían otros tres coches, llenos de reporteros que también hubieran querido entrar en el parque. Pero pusieron a la reja otros dos gendarmes con orden de no dejar pasar. El jefe de la Seguridad calmó su impaciencia, comprometiéndose a facilitar a la prensa aquella misma noche todas las informaciones que le fuera posible, sin perjuicio del curso de la instrucción.