El misterio del cuarto amarillo

Capítulo 24. Rouletabille conoce las dos mitades del asesino

Capítulo 24 Rouletabille conoce las dos mitades del asesino

La señorita Stangerson había estado a punto de ser asesinada por segunda vez. Por desgracia, la segunda fue mucho peor que la primera. Las tres cuchilladas que el hombre le dio en el pecho aquella noche trágica la pusieron durante mucho tiempo entre la vida y la muerte, y cuando por fin prevaleció la vida y cupo esperar que una vez más la desgraciada mujer escaparía a su sangriento destino, nos dimos cuenta de que, si recobraba cada día el uso de los sentidos, no recuperaba el de la razón. La menor alusión a la horrible tragedia la hacía delirar, y creo que no es exagerado decir que la detención de Robert Darzac, que tuvo lugar en el castillo del Glandier al día siguiente del descubrimiento del cadáver del guarda, ahondó aún más el abismo en que vimos desaparecer aquella hermosa inteligencia.

Robert Darzac llegó al castillo hacia las nueve y media. Lo vi correr a través del parque, con el pelo y las ropas en desorden, lleno de barro, en un estado lamentable. Su rostro estaba mortalmente pálido. Rouletabille y yo estábamos acodados en una ventana de la galería. Nos vio y lanzó hacia nosotros un grito desesperado:

—¡Llego demasiado tarde!…

Rouletabille le gritó:

—¡Está viva!…

Un minuto después el señor Darzac entraba en la habitación de la señorita Stangerson, y a través de la puerta oímos sus sollozos.

—¡Qué fatalidad! —gemía Rouletabille a mi lado—. ¿Pero qué dioses infernales velan por la desgracia de esta familia? ¡Si yo no me hubiera dormido habría salvado a la señorita Stangerson del hombre, y lo habría dejado mudo para siempre… y el guarda no estaría muerto!

El señor Darzac vino a reunirse con nosotros. Estaba anegado en lágrimas. Rouletabille le contó todo: cómo él lo había preparado todo para salvarlos a la señorita Stangerson y a él, y cómo lo habría conseguido, alejando al hombre para siempre «después de haber visto su cara», y cómo su plan se había venido abajo envuelto en sangre a causa del narcótico.

—¡Ah! —dijo en voz baja el joven—. ¡Si usted hubiera tenido realmente confianza en mí, si hubiera dicho a la señorita Stangerson que tuviera confianza en mí!… Pero aquí todos desconfían de todos… La hija desconfía del padre… y la novia desconfía del novio… Mientras usted me decía que hiciera todo lo posible por impedir la llegada del asesino, ¡ella lo preparaba todo para que la asesinaran!… Y yo llegué demasiado tarde…, medio dormido…, arrastrándome casi a esta habitación, donde la vista de la desgraciada bañada en su sangre me despertó del todo…

Rouletabille contó la escena a petición del señor Darzac. Apoyándose en las paredes para no caer mientras nosotros perseguíamos al asesino por el vestíbulo y el patio, se había dirigido hacia la habitación de la víctima… Las puertas de la antecámara están abiertas; entra; la señorita Stangerson yace inanimada, medio caída sobre la mesa, con los ojos cerrados; su bata está roja de la sangre que corre a mares de su pecho. A Rouletabille, aún bajo la influencia del narcótico, le parece estarse paseando por alguna espantosa pesadilla. Automáticamente vuelve a la galería, abre una ventana, nos anuncia el crimen, nos ordena matar y vuelve a la habitación. Al instante atraviesa el gabinete desierto, entra en el salón, cuya puerta ha quedado entreabierta, sacude al señor Stangerson sobre el canapé en que está tendido y lo despierta como yo lo he despertado a él hace un momento… El señor Stangerson se yergue con ojos extraviados, se deja arrastrar por Rouletabille hasta la habitación, ve a su hija, lanza un grito desgarrador… ¡Ah! ¡Está despierto, está despierto!… Ahora los dos, uniendo sus fuerzas vacilantes, transportan a la víctima a su lecho…

Luego Rouletabille quiere reunirse con nosotros para saber…, «para saber…», pero, antes de dejar la habitación, se detiene cerca de la mesa… Allí, en el suelo, hay un paquete enorme…, un fardo… ¿Qué hace ahí ese paquete al lado de la mesa?… La envoltura de sarga que lo cubre está desatada… Rouletabille se inclina… Papeles…, papeles…, fotografías… Lee: «Nuevo electroscopio condensador diferencial… Propiedades fundamentales de la sustancia intermediaria entre la materia ponderable y el éter imponderable…». Verdaderamente, verdaderamente, ¿qué misterio, qué formidable ironía de la suerte quieren que a la hora en que «alguien» le asesina a su hija, «alguien» venga a restituir al profesor Stangerson todos esos papelotes inútiles, «¡que a la mañana siguiente él arrojará al fuego…, al fuego…, al fuego!»?

Durante la mañana que siguió a aquella horrible noche vimos aparecer otra vez al señor Marquet, su secretario y los gendarmes. Todos fuimos interrogados excepto la señorita Stangerson, naturalmente, la cual se hallaba en un estado próximo al coma. Rouletabille y yo, después de ponernos de acuerdo, no dijimos más que lo que nos pareció bien decir. Yo me guardé de contar nada acerca de mi estancia en el cuartito oscuro ni de historias de narcóticos. En una palabra, callamos todo lo que podía hacer sospechar que nosotros esperábamos algo, y también todo lo que podía hacer creer que la señorita Stangerson «esperaba al asesino». La desgraciada quizá iba a pagar con su vida el misterio de que rodeaba a su asesino… No nos correspondía a nosotros hacer inútil tamaño sacrificio… Arthur Ranee contó a todo el mundo con mucha puntualidad —con tanta naturalidad que yo estaba estupefacto— que había visto al guarda por última vez hacia las once de la noche. Este había venido a su habitación, dijo, para hacerse cargo de su maleta, que debía llevar a primera hora de la mañana siguiente a la estación de Saint-Michel, «¡y se había entretenido un buen rato charlando con él de caza y de cazadores furtivos!». Arthur William Ranee, en efecto, iba a dejar el Glandier por la mañana y dirigirse a pie, como de costumbre, a Saint-Michel; también había aprovechado un viaje matinal del guarda al pueblo para librarse de su equipaje. Era este equipaje el que llevaba el hombre verde cuando lo vi salir de la habitación de Arthur Ranee.

Al menos me vi inclinado a pensarlo cuando el señor Stangerson confirmó sus palabras; añadió que la víspera no había tenido el placer de tener a la mesa a su amigo Arthur Ranee porque este se había despedido ya de su hija y de él hacia las cinco. Arthur Ranee había pedido que le sirvieran simplemente un té en su habitación, alegando estar ligeramente indispuesto.

Bernier, el portero, siguiendo las indicaciones de Rouletabille, informó que aquella noche había sido requerido por el mismo guarda para perseguir a los cazadores furtivos (al fin y al cabo, el guarda no podía contradecirle), que habían quedado citados los dos no lejos del encinar y que, viendo que el guarda no venía, él, Bernier, había salido a su encuentro… Llegaba ya a la altura de la torre, tras haber pasado el portón del patio, cuando vio a un individuo que huía a todo correr por el lado opuesto, hacia el extremo del ala derecha del castillo; en ese mismo momento unos tiros de revólver resonaron detrás del fugitivo; Rouletabille apareció en la ventana de la galería; divisó a Bernier, lo reconoció, le vio la escopeta y le gritó que tirase. Entonces Bernier disparó su escopeta, que ya tenía preparada, y… estaba convencido de que había malherido al fugitivo; incluso llegó a creer que lo había matado, creencia que le había durado hasta el momento en que Rouletabille, al examinar el cuerpo que había caído bajo el tiro de la escopeta, le mostró que ese cuerpo «había sido muerto de una cuchillada»; por lo demás, él seguía sin entender nada de semejante fantasmagoría, teniendo en cuenta que, si el cadáver hallado no era el del fugitivo sobre el que todos habíamos tirado, el fugitivo tenía que estar forzosamente en algún sitio. Ahora bien, en aquel pequeño rincón del patio donde todos nos habíamos reunido en torno al cadáver ¡«no había sitio para otro muerto ni para un vivo» sin que nosotros lo viéramos!

Así habló el tío Bernier. Pero el juez de instrucción le respondió que, mientras estábamos en aquel pequeño espacio de patio, la noche era muy oscura, puesto que no habíamos podido distinguir el rostro del guarda y, para reconocerlo, tuvimos que transportarlo al vestíbulo… A lo que el tío Bernier replicó que, si no habíamos visto «al otro cuerpo muerto o vivo», al menos tendríamos que haber andado por encima de él, dada la suma estrechez de ese extremo del patio. En fin, sin contar el cadáver, éramos cinco en ese extremo del patio y hubiera sido verdaderamente raro que el otro cuerpo se nos escapara… La única puerta que daba a ese extremo del patio era la de la habitación del guarda y estaba cerrada. Encontramos su llave en el bolso del guarda…

De todos modos, como el razonamiento de Bernier, que a primera vista parecía lógico, conducía a decir que habíamos matado a tiros a un hombre muerto de una cuchillada, el juez de instrucción no perdió más tiempo en ello. Desde el mediodía era evidente para todos que el magistrado estaba convencido de que habíamos dejado escapar «al fugitivo» y que nos habíamos encontrado allí un cadáver que no tenía nada que ver con «nuestro caso». Para él, el cadáver del guarda era un caso distinto. Quiso probarlo sin más dilación, y es probable que «este nuevo caso» respondiera a las ideas que desde hacía unos días se había hecho acerca de las costumbres del guarda, sus amistades y la reciente intriga que mantenía con la mujer del propietario de la venta «La Torre del Homenaje», y corroborase igualmente la información que había debido de recibir en relación con las amenazas de muerte que el tío Mathieu había proferido contra el guarda, pues a la una el tío Mathieu, pese a sus gemidos de reumático y a las protestas de su mujer, fue detenido y conducido a Corbeil debidamente escoltado. Sin embargo, en su casa no descubrieron nada comprometedor; pero una conversación mantenida la misma víspera con unos carreteros, que luego la repitieron, lo comprometía más que si hubieran encontrado en su jergón el cuchillo que había matado al «hombre verde».

Estábamos allí, atontados por tantos acontecimientos tan terribles como inexplicables, cuando, para colmo de la estupefacción de todos, vimos llegar al castillo a Frédéric Larsan, que había salido nada más ver al juez de instrucción y que volvía acompañado de un empleado del ferrocarril.

Estábamos entonces en el vestíbulo con Arthur Ranee, hablando de la culpabilidad o inocencia del tío Mathieu (a decir verdad, solo Arthur Ranee y yo hablábamos, pues Rouletabille parecía perdido en algún sueño lejano y no se ocupaba en absoluto de lo que decíamos). El juez de instrucción y su secretario se encontraban en el saloncito verde, donde Robert Darzac nos había introducido cuando llegamos al Glandier por primera vez. El tío Jacques, que había sido llamado por el juez, acababa de entrar en el saloncito; Robert Darzac estaba arriba, en la habitación de la señorita Stangerson, con el señor Stangerson y los médicos. Frédéric Larsan entró en el vestíbulo con el empleado del ferrocarril. Rouletabille y yo reconocimos inmediatamente al empleado de la perilla rubia:

—¡Ahí va! ¡El empleado de Epinay-sur-Orge! —grité y mire a Frédéric Larsan, que replicó, sonriendo:

—Sí, sí, tiene usted razón: es el empleado de Epinay-sur-Orge.

Tras esto, Fred mandó al gendarme que estaba a la puerta del salón que lo anunciara al juez de instrucción. En seguida salió el tío Jacques y fueron introducidos Frédéric Larsan y el empleado. Pasaron unos instantes, quizá diez minutos. Rouletabille estaba muy impaciente. Volvió a abrirse la puerta del salón; el gendarme, llamado por el juez de instrucción, entró en el salón, volvió a salir, subió la escalera y volvió a bajarla. Abrió entonces la puerta del salón y, sin cerrarla, dijo al juez de instrucción:

—¡Señor juez, el señor Robert Darzac no quiere bajar!

—¡Cómo que no quiere! —gritó el señor Marquet.

—No. Dice que no puede dejar a la señorita Stangerson en el estado en que se halla…

—Está bien —dijo el señor Marquet—. Pues si no quiere venir, iremos nosotros.

El señor Marquet y el gendarme subieron; el juez de instrucción indicó a Frédéric Larsan y al empleado del ferrocarril que los siguieran. Rouletabille y yo cerrábamos la marcha.

Así llegamos a la galería, ante la puerta de la antecámara de la señorita Stangerson. El señor Marquet llamó a la puerta. Apareció una doncella. Era Sylvie, una criaduca cuyos cabellos de un rubio sosote le caían desordenadamente sobre un rostro consternado.

—¿Está ahí el señor Stangerson? —preguntó el juez de instrucción.

—Sí, señor.

—Dígale que deseo hablar con él.

Sylvie fue a buscar al señor Stangerson.

El sabio llegó hasta donde estábamos; lloraba; daba pena verlo.

—¿Qué me quiere otra vez? —preguntó al juez—. ¿No podrían dejarme tranquilo en un momento como este?

—Señor —dijo el juez—, es absolutamente preciso que tenga inmediatamente una entrevista con el señor Robert Darzac. ¿No podría usted convencerlo de que abandonara la habitación de la señorita Stangerson? De lo contrario, me veré obligado a franquear el umbral con todo el aparato de la justicia.

El profesor no respondió; miró al juez, al gendarme y a todos los que los acompañaban como mira una víctima a sus verdugos, y volvió a entrar en la habitación.

En seguida salió Robert Darzac. Estaba muy pálido y descompuesto; pero, cuando el desgraciado vio detrás de Frédéric Larsan al empleado del ferrocarril, su rostro se descompuso más aún; miró con ojos extraviados y no pudo contener un sordo gemido.

Todos captamos el trágico movimiento de aquella fisonomía dolorosa. No pudimos impedir que se nos escapara una exclamación de piedad. Sentimos que estaba pasando entonces algo definitivo que decidía la perdición de Robert Darzac. Solo Frédéric Larsan tenía una cara radiante y mostraba la alegría de un perro de caza que, por fin, se ha apoderado de su presa.

El señor Marquet, dirigiéndose al señor Darzac y señalando al joven empleado de la perilla rubia, dijo:

—¿Conoce usted a este señor?

—Lo conozco —dijo Robert Darzac con una voz que en vano intentaba hacer que pareciera firme—. Es un empleado de la Orléans, en la estación de Epinay-sur-Orge.

—Este joven —continuó el señor Marquet— afirma que lo ha visto a usted bajar del tren en Epinay…

—Anoche —terminó el señor Darzac—, a las diez y media… ¡Es verdad!…

Hubo un silencio…

—Señor Darzac… —prosiguió el juez de instrucción con un tono impregnado de dolorosa emoción—. Señor Darzac, ¿qué venía a hacer usted anoche a Epinay-sur-Orge, a unos kilómetros del lugar donde intentaban asesinar a la señorita Stangerson?

El señor Darzac calló. No bajó la cabeza, pero cerró los ojos, ya porque quisiera disimular su dolor, ya porque temiese que se pudiera leer en su mirada algo de su secreto.

—Señor Darzac —insistió el señor Marquet—, ¿puede usted indicarme cómo empleó el tiempo anoche?

El señor Darzac volvió a abrir los ojos. Parecía haber recuperado todo el dominio de sí mismo.

—No, señor…

—Reflexione usted, porque si persiste en su extraña negativa, me veré obligado a retenerlo a mi disposición.

—Me niego…

—¡Señor Darzac! ¡Queda usted detenido en nombre de la ley!…

Apenas había pronunciado el juez estas palabras cuando vi a Rouletabille hacer un movimiento brusco hacia el señor Darzac. Iba ciertamente a hablar, pero este con un gesto le cerró la boca… Por lo demás, ya el gendarme se acercaba a su prisionero… En ese momento resonó una llamada desesperada:

—¡Robert!… ¡Robert!…

Reconocimos la voz de la señorita Stangerson y, ante aquel acento de dolor, no hubo nadie que no se estremeciera. Hasta Larsan palideció esta vez. En cuanto al señor Darzac, respondiendo a la llamada, se había precipitado ya a la habitación…

El juez, el gendarme y Larsan entraron detrás de él; Rouletabille y yo nos quedamos en el umbral de la puerta. Espectáculo desgarrador: la señorita Stangerson, cuyo rostro tenía la palidez de la muerte, se había incorporado en la cama a pesar de los dos médicos y de su padre… Tendía los brazos temblorosos hacia Robert Darzac, a quien Larsan y el gendarme habían echado mano… Sus ojos estaban enormemente abiertos…, veía…, comprendía… Pareció que su boca iba a murmurar una palabra…, una palabra que expiró en sus labios exangües…, una palabra que nadie oyó…, y volvió a caer desvanecida… Llevaron rápidamente a Darzac fuera de la habitación… Mientras esperábamos un coche que Larsan había ido a buscar, nos detuvimos en el vestíbulo. Todos estábamos extremadamente emocionados. Al señor Marquet se le saltaban las lágrimas. Rouletabille aprovechó ese momento de enternecimiento general para decir al señor Darzac:

—¿No va a defenderse usted?

—¡No! —replicó el prisionero.

—Entonces lo defenderé yo…

—No puede usted… —afirmó el desgraciado con una pobre sonrisa—. Lo que no hemos podido hacer la señorita Stangerson y yo no lo hará usted.

—Sí, yo lo haré.

Y la voz de Rouletabille era extrañamente tranquila y confiada. Continuó:

—Yo lo haré, señor Robert Darzac, porque ¡yo sé mucho más que usted!

—¡Vamos, ande! —murmuró Darzac casi con cólera.

—¡Oh, esté usted tranquilo! No sabré más que lo que sea necesario saber para salvarlo.

No hay nada que saber, joven…, si es que quiere tener derecho a mi agradecimiento.

Rouletabille movió la cabeza. Se aproximó hasta estar al lado, al lado de Darzac:

—¡Escuche lo que voy a decirle… —dijo en voz baja—, y que ello le dé confianza! Usted no sabe más que el nombre del asesino; la señorita Stangerson solo conoce la mitad del asesino; ¡pero yo, yo conozco las dos mitades; yo conozco al asesino entero!

Robert Darzac abrió unos ojos que atestiguaban que no comprendía una palabra de lo que acababa de decirle Rouletabille. Entre tanto, llegó el coche, conducido por Frédéric Larsan. Hicieron subir a Darzac y al gendarme. Larsan se quedó en el pescante. Llevaron al prisionero a Corbeil.

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