Capítulo 11. Donde Frédéric Larsan explica cómo el asesino pudo salir del «Cuarto Amarillo»
Capítulo 11 Donde Frédéric Larsan explica cómo el asesino pudo salir del «Cuarto Amarillo»
Entre el montón de papeles, documentos, memorias, extractos de periódicos y pruebas judiciales de que dispongo referentes al «Misterio del Cuarto Amarillo», se encuentra un trozo de lo más interesante. Es la narración del famoso interrogatorio de los interesados, que tuvo lugar ante el jefe de la Seguridad aquella tarde en el laboratorio del profesor Stangerson. La narración se la debemos a la pluma del señor Maleine, el secretario, quien al igual que el juez de instrucción hacía literatura a ratos perdidos. Este trozo formaría parte de un libro que nunca se publicó y que se titularía . Me lo dio el mismo secretario, poco después del «inesperado desenlace» de aquel juicio único en los fastos jurídicos.
Aquí está y ya no se trata de una seca transcripción de preguntas y respuestas. El secretario cuenta a menudo sus impresiones personales.
La narración del secretario
Hacía una hora —cuenta el secretario— que el juez de instrucción y yo nos encontrábamos en el «Cuarto Amarillo», con el contratista que había construido el pabellón siguiendo los planos del profesor Stangerson. El contratista vino con un obrero. El señor Marquet mandó limpiar del todo las paredes, es decir, mandó al obrero quitar todo el papel que las decoraba. Picos y piquetas aquí y allí demostraron la inexistencia de cualquier tipo de abertura.
El y el techo habían sido sondeados largamente. No habíamos descubierto nada. No había nada que descubrir. El señor Marquet parecía encantado y no dejaba de repetir:
—¡Qué caso! ¡Qué caso, señor contratista! Verá cómo no sabremos nunca por dónde pudo el asesino salir de este cuarto.
De repente, el señor Marquet, con el rostro radiante, porque no entendía, tuvo a bien recordar que era su deber comprender, y llamó al sargento de la gendarmería.
—Sargento —dijo—, vaya al castillo y diga al señor Stangerson y al señor Robert Darzac, así como al tío Jacques, que vengan a reunirse conmigo al laboratorio, y mande a sus hombres que me traigan también a los dos porteros.
Cinco minutos más tarde toda aquella gente estaba reunida en el laboratorio. El jefe de la Seguridad, que acababa de llegar al Glandier, se reunió con nosotros en ese mismo momento. Yo estaba sentado a la mesa del señor Stangerson, listo para empezar, cuando el señor Marquet nos dirigió este pequeño discurso, tan original como inesperado:
—Si les parece, señores —decía—, ya que los interrogatorios no aportan nada, vamos a abandonar por una vez el viejo sistema de los interrogatorios. No los haré venir ante mí uno por uno, no. Nos quedaremos todos aquí: el señor Stangerson, el señor Robert Darzac, el tío Jacques, los dos porteros, el señor jefe de la Seguridad, el señor secretario y yo. Y todos estaremos aquí «al mismo nivel»; los porteros tendrán que olvidar un instante que están detenidos. «¡Vamos a charlar!». Los he hecho venir «para charlar». Estamos en el lugar del crimen; bueno, ¿de qué vamos a charlar si no es del crimen? ¡Así pues, hablemos de él! ¡Hablemos de él! Con abundancia, con inteligencia o con estupidez. Digamos todo lo que se nos pase por la cabeza. Hablemos sin método, ya que el método no resulta. Dirijo una ferviente plegaria al dios Azar, el azar de nuestras concepciones. ¡Empecemos!…
Dicho lo cual, y como pasaba delante de mí, me dijo en voz baja:
—¡Qué escena, eh!, ¿no le parece? ¿Se lo hubiera imaginado? Haré con ello un pequeño acto para el vodevil.
Y se frotaba las manos con júbilo.
Dirigí la mirada hacia el señor Stangerson: la esperanza que había nacido en él desde el último parte de los médicos, quienes habían comunicado que la señorita Stangerson podría sobrevivir a sus heridas, no había borrado de aquel noble rostro las huellas del más profundo dolor.
Aquel hombre había imaginado a su hija muerta y aún seguía deshecho. Sus ojos tan dulces y claros expresaban entonces una infinita tristeza. Varias veces había tenido yo la ocasión de ver al señor Stangerson en ceremonias públicas. Desde el primer momento me había impresionado su mirada tan pura como la de un niño: la mirada soñadora, la mirada sublime e inmaterial del inventor o del loco.
En aquellas ceremonias, delante de él o a su lado, siempre veíamos a su hija, pues nunca se separaban, compartiendo —se decía— los mismos trabajos desde hacía largos años. Aquella virgen, que tenía entonces treinta y cinco años y apenas aparentaba treinta, que se había dedicado por completo a la ciencia, suscitaba aún la admiración por su imperial belleza, que había permanecido intacta, sin una arruga, victoriosa del tiempo y del amor… ¿Quién me iba a decir entonces que un día no lejano me encontraría a su cabecera con mis papeles y que la vería casi moribunda contarnos con esfuerzo el más monstruoso y misterioso atentado que jamás hubiera oído en toda mi carrera? ¿Quién me habría dicho que me encontraría, como aquella tarde, frente a un padre desesperado que intentaba en vano explicarse cómo había podido escapársele el asesino de su hija? ¿De qué sirve, pues, el trabajo silencioso, al fondo del oscuro retiro de los bosques, si no le preserva a uno de las grandes catástrofes de la vida y de la muerte, reservadas ordinariamente para los hombres que frecuentan las pasiones de la ciudad?
—Vamos a ver, señor Stangerson —dijo el señor Marquet dándose un poco de importancia—, colóquese exactamente en el sitio donde estaba cuando le dejó la señorita Stangerson para entrar en su cuarto.
El señor Stangerson se levantó y, colocándose a cincuenta centímetros de la puerta del «Cuarto Amarillo», dijo con una voz sin acento, sin color, con una voz que yo calificaría de muerta:
—Estaba aquí. Hacia las once, después de proceder a un corto experimento de química en los hornos del laboratorio, corrí mi mesa hasta aquí, pues el tío Jacques, que se pasó la noche limpiando algunos de mis aparatos, necesitaba todo el espacio que había detrás de mí. Mi hija trabajaba en la misma mesa que yo. Cuando se levantó, después de besarme y dar las buenas noches al tío Jacques, tuvo que deslizarse con bastante dificultad entre mi mesa y la puerta para poder entrar en su cuarto. Eso para que vea que me encontraba cerca del lugar donde se iba a cometer el crimen.
—¿Y la mesa?… —interrumpí yo, que, al tomar parte en aquella «conversación», obedecía a los deseos expresados por mi jefe—. La mesa, señor Stangerson, en cuanto usted oyó gritar: «¡Al asesino!», y sonaron los tiros…, ¿qué fue de la mesa?
El tío Jacques contestó:
—La arrojamos contra la pared, ahí, más o menos donde está ahora, para poder precipitarnos a gusto sobre la puerta, señor secretario…
Seguí mi razonamiento, al que por lo demás solo daba una importancia de débil hipótesis:
—¿Estaba la mesa tan cerca del cuarto que un hombre saliendo agachado del cuarto y deslizándose por debajo de la mesa pudiera pasar desapercibido?
—Siguen olvidando —interrumpió el señor Stangerson con cansancio— que mi hija había cerrado su puerta con llave y cerrojo, que la puerta permaneció cerrada, que estuvimos luchando contra la puerta desde el mismo instante en que comenzó el asesinato, que estábamos ya a la puerta mientras la lucha entre el asesino y mi hija proseguía, que los ruidos de la lucha nos llegaban aún y que oíamos agonizar a mi desgraciada hija bajo la presión de los dedos cuya sangrienta marca conservó su cuello. Por más rápido que fuera el ataque, nosotros fuimos tan rápidos como él y estuvimos en seguida detrás de la puerta que nos separaba del drama.
Me levanté y me dirigí a la puerta, que examiné de nuevo con el mayor cuidado. Luego volví a levantarme e hice un gesto de desaliento.
—Imagínense —dije— que el panel inferior de esta puerta hubiera podido ser abierto, sin necesidad de que se abriera la puerta, ¡y el problema estaría resuelto! Pero, por desgracia, esta última hipótesis es inadmisible después del examen de la puerta. Es una sólida y gruesa puerta de roble de tal constitución que forma un bloque inseparable… Se ve muy bien, a pesar de los daños causados por los que la derribaron…
—¡Oh!… —exclamó el tío Jacques—. Es una vieja y sólida puerta del castillo, que fue transportada aquí…, una puerta como no las hay hoy. Necesitamos esa barra de hierro para hacernos con ella, entre los cuatro…, pues la mujer del portero ayudó también, como buena mujer que es, señor juez. ¡Sí que es lamentable verlos en la cárcel a estas horas!
Apenas pronunció el tío Jacques esta frase de lástima y protesta cuando se reanudaron los lloros y las jeremiadas de los dos porteros. Nunca he visto acusados tan lacrimógenos. Yo estaba profundamente asqueado. Incluso admitiendo su inocencia, no comprendía que dos seres pudieran hasta ese punto carecer de carácter ante la desgracia. Una actitud clara en tales momentos vale más que todas las lágrimas y las desesperaciones, que a menudo son fingidas e hipócritas.
—¡Bueno! —exclamó el señor Marquet—. ¡Dejen de chillar otra vez así, y dígannos, por su bien, lo que estaban haciendo debajo de las ventanas del pabellón en el momento en que atentaban contra su ama! Porque estaban muy cerca del pabellón cuando los encontró el tío Jacques…
—Veníamos en su ayuda —gimieron.
Y la mujer entre hipo e hipo chilló:
—¡Ah! ¡Si estuviera entre nuestras manos el asesino, le haríamos hincar el pico…!
Y no pudimos, una vez más, sacarles dos frases seguidas con sentido. Siguieron negando con terquedad, jurando por Dios y por todos los santos que estaban en la cama cuando oyeron un tiro.
—No dispararon uno, sino dos tiros. Ya ven cómo están mintiendo. ¡Si oyeron el uno, debieron oír el otro!
—¡Dios mío!, señor juez, solo oímos el segundo. A ver, estábamos dormidos todavía cuando tiraron el primero.
—¡Ah, eso sí, tiraron dos! —dijo el tío Jacques—. Yo estoy seguro de que todos los cartuchos de mi revólver estaban intactos; encontramos dos cartuchos vaciados, dos balas, y oímos dos tiros detrás de la puerta. ¿No es así, señor Stangerson?
—Sí —dijo el profesor—, dos tiros, primero un tiro sordo y luego un disparo estrepitoso.
—¿Por qué siguen mintiendo? —exclamó el señor Marquet, volviéndose hacia los porteros—. ¿Creen que la policía es tan tonta como ustedes? Todo demuestra que estaban fuera, cerca del pabellón, en el momento del drama. ¿Qué hacían allí? ¿No quieren decirlo? Su silencio testifica su complicidad. Y, por lo que a mí respecta… —dijo, volviéndose hacia el señor Stangerson—, por lo que a mí respecta, no puedo explicarme la huida del asesino más que por la ayuda proporcionada por estos dos cómplices. En cuanto estuvo la puerta derribada, mientras usted, señor Stangerson, se ocupaba de su desgraciada hija, el portero y su mujer facilitaban la salida al miserable, que se deslizó detrás de ellos, alcanzó la ventana del vestíbulo y saltó al parque. El portero volvió a cerrar la ventana y las contraventanas detrás de él. ¡Pues, en fin, esas contraventanas no se cerraron solas! Eso es lo que he sacado… Si alguien ha imaginado otra cosa, ¡que lo diga!…
El señor Stangerson intervino:
—Es imposible. No creo en la complicidad de mis porteros, aunque no entiendo qué podían hacer en el parque a esa hora tardía de la noche. Digo que es imposible porque la mujer del portero llevaba la lámpara y no se movió del umbral del cuarto; porque yo, una vez derribada la puerta, me arrodillé cerca del cuerpo de mi hija, ¡y porque era imposible que alguien entrara o saliera de este cuarto por la puerta sin pasar sobre el cuerpo de mi hija y sin derribarme a mí! Es imposible, porque el tío Jacques y el portero no tuvieron más que echar una ojeada al cuarto y debajo de la cama, como yo lo hice al entrar, para ver que ya no había nadie en el cuarto, a excepción de mi hija agonizando.
—¿Qué piensa usted, señor Darzac, usted que no ha dicho nada todavía?
El señor Darzac respondió que no pensaba nada.
—¿Y usted, señor jefe de la Seguridad?
Hasta entonces el señor Dax, el jefe de la Seguridad, únicamente había escuchado y examinado los lugares. Por fin, se dignó despegar los labios:
—Mientras se encuentra al criminal habría que descubrir el móvil del crimen. Ello nos haría avanzar un poco más —dijo.
—Señor jefe de la Seguridad, el crimen parece ser vilmente pasional —replicó el señor Marquet—. Las huellas dejadas por el asesino, el pañuelo vulgar y la boina innoble nos llevan a creer que el asesino no pertenecía a una clase muy alta de la sociedad. Quizá los porteros puedan informarnos a este respecto…
El jefe de la Seguridad, volviéndose hacia el señor Stangerson y adoptando un tono frío que, a mi parecer, es la marca de las inteligencias sólidas y de los caracteres enérgicos, prosiguió:
—¿No iba a casarse próximamente la señorita Stangerson?
El profesor miró dolorosamente a Robert Darzac.
—Con mi amigo, a quien me hubiese sentido feliz de llamar hijo…, con el señor Robert Darzac…
—La señorita Stangerson está mucho mejor y se repondrá rápidamente de sus heridas. Es una boda simplemente aplazada, ¿no es así, señor? —insistió el jefe de la Seguridad.
—Eso espero.
—¡Cómo! ¿No está usted seguro de ello?
El señor Stangerson calló. Robert Darzac pareció agitado, cosa que noté en un temblor de su mano sobre la cadena de su reloj, pues no se me escapa nada. El señor Dax tosió como hacía el señor Marquet cuando se sentía confuso.
—Usted comprenderá, señor Stangerson —dijo—, que en un caso tan embrollado no podemos descuidar nada; que debemos saberlo todo, incluso el más pequeño detalle, la cosa más trivial referente a la víctima…, la información aparentemente más insignificante. Así pues, ¿qué le hace creer, ahora que estamos seguros de que la señorita Stangerson vivirá, que esta boda podrá no tener lugar? Ha dicho usted: «Eso espero». Esta esperanza parece como una duda. ¿Por qué duda usted?
El señor Stangerson se violentó visiblemente:
—Sí, señor —acabó por decir—. Tiene razón. Es mejor que sepa algo que parecería tener importancia si se lo ocultara. El señor Robert Darzac, por lo demás, será de mi parecer.
El señor Darzac, cuya palidez en aquel momento me pareció completamente anormal, indicó con una seña que era del parecer del profesor. Para mí que si el señor Darzac solo contestó con una seña, es porque era incapaz de pronunciar una palabra.
—Sepa usted, señor jefe de la Seguridad —prosiguió el señor Stangerson—, que mi hija había jurado no dejarme nunca y cumplía su promesa a pesar de todos mis ruegos, pues varias veces intenté inducirla a casarse, como era mi deber. Llevamos conociendo al señor Robert Darzac muchos años. El señor Robert Darzac quiere a mi hija. Por un momento pude creer que ella también lo quería, pues recientemente tuve la alegría de saber de propia boca de mi hija que accedía, por fin, a una boda que yo deseaba con todo mi corazón. Tengo una edad avanzada, señor, y fue una hora bendita aquella en que supe, por fin, que después de mí la señorita Stangerson tendría a su lado para quererla y proseguir nuestros trabajos comunes a un ser que quiero y que estimo por su gran corazón y por su ciencia. Ahora bien, señor jefe de la Seguridad, dos días antes del crimen, por no sé qué cambio de voluntad, mi hija me declaró que no se casaría con el señor Robert Darzac.
Hubo un silencio agobiante. El minuto era grave. El señor Dax prosiguió:
—¿Y no le dio la señorita Stangerson ninguna explicación ni le dijo por qué motivos?…
—Me dijo que ya era muy vieja para casarse…, que había esperado demasiado…, que lo había pensado bien, que estimaba e incluso quería al señor Robert Darzac…, pero que más valía que las cosas no pasaran de ahí…, que continuaríamos como en el pasado…, que hasta sería feliz de ver que los lazos de pura amistad que nos unían con el señor Robert Darzac se estrechaban aún más, pero que quedara bien entendido que no se hablaría más de boda.
—¡Qué cosa más extraña! —susurró el señor Dax.
—Extraña —repitió el señor Marquet.
El señor Stangerson con una pálida y helada sonrisa dijo:
—Así que por ese camino no encontrará el móvil del crimen.
El señor Dax prosiguió con una voz impaciente:
—De todas formas, el móvil no es el robo.
—¡Oh! Estamos seguros de ello —exclamó el juez de instrucción.
En aquel momento, la puerta del laboratorio se abrió y el sargento de la gendarmería trajo una carta al juez de instrucción. El señor Marquet la leyó y lanzó una sorda exclamación; luego:
—¡Ah! ¡Esto es demasiado!
—¿Qué es?
—La carta de un pequeño reportero de , el señor Joseph Rouletabille, con estas palabras: «¡Uno de los móviles del crimen ha sido el robo!».
El jefe de la Seguridad sonrió:
—¡Ah! ¡Ah!, el joven Rouletabille… Ya he oído hablar de él… Pasa por ingenioso… Dígale, pues, que pase, señor juez de instrucción.
E hicieron entrar al señor Joseph Rouletabille. Lo conocí en el tren que nos llevó aquella mañana a Epinay-sur-Orge. Se introdujo, casi a pesar mío, en nuestro compartimiento, y prefiero decir ahora mismo que sus modales, su desenvoltura y la pretensión que parecía tener de comprender algo en un caso donde la justicia no comprendía nada, me hicieron cogerle ojeriza. No me gustan los periodistas. Son mentes embrollonas y emprendedoras, de las que hay que huir como de la peste. Esta clase de gente se cree que todo está permitido y no respeta nada. Cuando tiene uno la desgracia de concederles cualquier cosa y dejarles que se acerquen, se siente en seguida desbordado y no hay disgusto que no se deba temer. Este apenas aparentaba unos veinte años y la desfachatez con que se había atrevido a interrogarnos y a charlar con nosotros me lo habían hecho odioso. Además, tenía una forma de expresarse que testificaba que se burlaba escandalosamente de nosotros. Sé muy bien que el periódico es un órgano influyente con el cual hay que saber «contemporizar», pero también ese periódico haría bien no cogiendo redactores de teta.
Así pues, el señor Joseph Rouletabille entró en el laboratorio, nos saludó y aguardó a que el señor Marquet le pidiera que se explicase.
—Usted pretende, señor —dijo este—, que conoce el móvil del crimen y que ese móvil, contra toda evidencia, sería el robo.
—No, señor juez de instrucción, no he pretendido eso. No digo que el móvil del crimen haya sido el robo, y no lo creo.
—Entonces, ¿qué significa esta carta?
—Significa que uno de los móviles del crimen ha sido el robo.
—¿Cómo se ha informado?
—Ahora lo verán. Si quieren acompañarme…
Y el joven nos rogó que lo siguiéramos al vestíbulo, y así lo hicimos. Allí se dirigió hacia el servicio y rogó al señor juez de instrucción que se arrodillara a su lado. El servicio recibía luz por su puerta vidriera y, cuando la puerta estaba abierta, la luz que penetraba bastaba para iluminarlo perfectamente. El señor Marquet y Joseph Rouletabille se arrodillaron en el umbral. El joven señalaba una parte de la baldosa.
—Las baldosas del servicio —dijo— no han sido fregadas por el tío Jacques desde hace algún tiempo. Puede verse por la capa de polvo que las cubre. Ahora bien, miren en este lugar la huella de dos suelas anchas y de la ceniza negra que acompaña por todas partes los pasos del asesino. Esta ceniza no es otra cosa que el polvo de carbón que recubre el sendero que hay que cruzar para venir directamente al Glandier desde Epinay, atravesando el bosque… Ya saben que en ese lugar hay una pequeña aldea de carboneros en la que se fabrica carbón de leña en grandes cantidades. He aquí lo que debió de hacer el asesino: penetró aquí por la tarde cuando no había nadie en el pabellón y perpetró el robo.
—Pero ¿qué robo? ¿Dónde ve usted el robo? ¿Qué es lo que le indica el robo? —exclamamos todos a la vez.
—Lo que me puso sobre la pista del robo —continuó el periodista…
—¡Es esto! —interrumpió el señor Marquet, que seguía de rodillas.
—Exactamente —dijo el señor Rouletabille.
Y el señor Marquet explicó que efectivamente había sobre el polvo de las baldosas, al lado de la huella de las dos suelas, la impresión fresca de un pesado paquete rectangular y que era fácil distinguir la señal de las cuerdas que lo ataban…
—Así que usted entró aquí, señor Rouletabille; sin embargo, había dado la orden al tío Jacques de no dejar entrar a nadie; él estaba al cuidado del pabellón.
—No riña al tío Jacques; vine aquí con el señor Robert Darzac.
—¡Ah!, desde luego… —exclamó el señor Marquet descontento, y echando una mirada hacia donde estaba el señor Darzac, que seguía en silencio.
—En cuanto he visto la señal del paquete al lado de la huella de las suelas, no he dudado del robo —prosiguió el señor Rouletabille—. El ladrón no vino con un paquete… Hizo aquí el paquete con los objetos robados, sin duda, y los depositó en este rincón, con el designio de recogerlo en el momento de huir; dejó también sus pesados zapatos, al lado del paquete, pues, fíjense, ninguna huella de pasos conduce a estos zapatos y las suelas están una al lado de otra, como suelas en reposo y vacías de los pies. De esta forma se podría comprender que el asesino, cuando huyó del «Cuarto Amarillo», no dejara ninguna huella de pasos en el laboratorio ni en el vestíbulo. Después de entrar con los zapatos puestos en el «Cuarto Amarillo», se los quitó, sin duda porque le estorbaban o porque quería hacer el menor ruido posible. La señal de su ida por el vestíbulo y por el laboratorio fue borrada por el fregado subsiguiente del tío Jacques, lo que nos lleva a hacer entrar al asesino en el pabellón por la ventana abierta del vestíbulo cuando se ausentó por primera vez el tío Jacques, ¡antes del fregado, que tuvo lugar a las cinco y media!
»El asesino, después de quitarse los zapatos, que con toda seguridad le estorbaban, los llevó en la mano al servicio y los depositó allí desde el umbral, pues en el polvo del servicio no hay huella de pies descalzos o con calcetines, ni tampoco de otros zapatos. Así pues, dejó los zapatos al lado del paquete. En aquel momento, el robo había sido ya cometido. Luego el hombre vuelve al “Cuarto Amarillo” y entonces se desliza bajo la cama, donde la huella de su cuerpo se ve perfectamente en el y hasta en la estera que fue en ese sitio ligeramente enrollada y muy arrugada. Las mismas briznas de paja, recién arrancadas, atestiguan igualmente el paso del asesino por debajo de la cama.
—Sí, sí, eso ya lo sabemos —dijo el señor Marquet.
—El hecho de que volviera debajo de la cama —prosiguió ese asombroso crío de periodista— demuestra que el robo no fue el único móvil de la venida del hombre. No me digan que se había refugiado allí en seguida al divisar por la ventana del vestíbulo, o bien al tío Jacques, o bien al señor y a la señorita Stangerson, que se disponían a regresar al pabellón. Era mucho más fácil para él subir al desván y esperar escondido una ocasión para escaparse, si su intención no hubiera sido más que la de huir. ¡No! ¡No! El asesino tenía que estar en el «Cuarto Amarillo»…
Aquí intervino el jefe de la Seguridad:
—¡No está nada mal eso, jovencito! Enhorabuena…, y si bien no sabemos aún cómo se marchó el asesino, podemos seguir ya su entrada paso a paso y ver lo que hizo aquí: robó, ¿pero qué robó?
—Cosas sumamente preciosas —respondió el reportero.
En ese momento oímos un ruido procedente del laboratorio. Nos precipitamos allí y encontramos al señor Stangerson, quien, con los ojos desorbitados y los miembros agitados, nos enseñaba una especie de mueble-biblioteca que acababa de abrir y que apareció vacío ante nosotros.
En el mismo instante se dejó caer en el gran sillón que estaba corrido delante de la mesa y gimió:
—Me han robado otra vez…
Luego una lágrima, una pesada lágrima, corrió por su mejilla:
—Ante todo —dijo—, que no digan una palabra de esto a mi hija… Se sentiría aún más afectada que yo…
Dio un profundo suspiro y en un tono de dolor que nunca olvidaré añadió:
—¡Después de todo, qué más da… con tal que viva!
—Vivirá —dijo con una voz extrañamente conmovedora Robert Darzac.
—Encontraremos los objetos robados —dijo el señor Dax—. Pero ¿qué había en este mueble?
—Veinte años de mi vida —respondió sordamente el ilustre profesor—, o, por mejor decir, de nuestra vida, de mi hija y mía. Sí, nuestros más preciosos documentos, las relaciones más secretas sobre nuestros experimentos y trabajos de veinte años estaban encerrados ahí. Era una verdadera selección de entre tantos documentos como llenan esta habitación. Es una pérdida irreparable para nosotros y, me atrevo a decir, para la ciencia. Todas las etapas por las que tuve que pasar para llegar a la prueba decisiva de la aniquilación de la materia habían sido cuidadosamente enunciadas, etiquetadas, anotadas e ilustradas con fotografías y dibujos por nosotros. Lo teníamos todo guardado ahí. El plano de tres nuevos aparatos: uno para estudiar la pérdida bajo la influencia de los rayos ultravioletas de los cuerpos previamente electrizados; otro, que iba a hacer visible la pérdida eléctrica bajo la acción de las partículas de materia disociada contenida en el gas de las llamas; el tercero, muy ingenioso, un nuevo electroscopio condensador diferencial; toda la compilación de nuestras curvas traduciendo las propiedades fundamentales de la sustancia intermediaria entre la materia ponderable y el éter imponderable; veinte años de experimentos sobre la química intraatómica y sobre los equilibrios ignorados de la materia; un manuscrito que yo quería publicar con el título de . ¡Qué sé yo, qué sé yo!… El hombre que vino aquí me lo robó todo…, mi hija y mi obra…, mi corazón y mi alma…
Y el gran Stangerson se echó a llorar como un niño.
Lo rodeábamos en silencio, conmovidos ante aquel inmenso desamparo. Robert Darzac, acodado en el sillón donde se había derrumbado el profesor, intentaba en vano disimular sus lágrimas, lo que por un instante me lo hizo simpático, a pesar de la instintiva repulsión que su extraña actitud y su emoción a menudo inexplicable me habían inspirado hacia el enigmático personaje.
Joseph Rouletabille, solo, como si su precioso tiempo y su misión en la tierra no le permitieran hacer hincapié en la miseria humana, se acercó muy tranquilo al mueble vacío y, enseñándoselo al jefe de la Seguridad, pronto rompió el religioso silencio con el que honrábamos la desesperación del gran Stangerson. Nos dio algunas explicaciones, que nos importaban poco, sobre el modo como llegó a creer en un robo, por el descubrimiento simultáneo de las huellas, de las que ya he hablado más arriba, en el servicio y por el hecho de que un mueble precioso como aquel estuviera vacío en el laboratorio. No hizo más que pasar por el laboratorio —nos decía—, pero lo que primero le sorprendió fue la forma extraña del mueble, su solidez, su construcción de hierro, que le resguardaba de un accidente por llamas, y el hecho de que un mueble así destinado a conservar objetos, cuyo valor se debía estimar por encima de todo, tuviera en la puerta de hierro «la llave». No suele tenerse una caja fuerte para dejarla abierta… En fin, esa llavecita con cabeza de cobre, de las más complicadas, al parecer, había atraído la atención de Joseph Rouletabille, cuando había dormido la nuestra. Para nosotros, que no somos niños, la presencia de una llave en un mueble despierta más bien una idea de seguridad, pero para Joseph Rouletabille, que es evidentemente un genio —como dice José Dupuy en , «¡qué genio, qué dentista!»—, la presencia de una llave en una cerradura despierta la idea del robo. Pronto supimos la razón.
Pero, antes de dársela a conocer a ustedes, debo decir que el señor Marquet me pareció muy perplejo sin saber si debía alegrarse por el nuevo paso que el pequeño reportero había hecho dar a la instrucción o si debía lamentarse por no haber dado él ese paso. Nuestra profesión comporta esos sinsabores, pero no tenemos derecho a ser pusilánimes y debemos pisotear nuestro amor propio cuando se trata del bien general. Por eso, el señor Marquet triunfó sobre sí mismo y le pareció bien unir al fin sus cumplidos a los del señor Dax, quien no se los escatimaba al señor Rouletabille. El chiquillo se encogió de hombros diciendo: «¡No hay de qué!». Le habría dado una bofetada con satisfacción, sobre todo cuando añadió:
—¡Más valdría, señor, que preguntara al señor Stangerson quién se encargaba normalmente de la llave!
—Mi hija —respondió el señor Stangerson—, y esta llave no la abandonaba nunca.
—¡Ah!, pero esto cambia el cariz de las cosas y no corresponde ya a la concepción del señor Rouletabille —exclamó el señor Marquet—. Si la llave no abandonaba nunca a la señorita Stangerson, entonces el asesino habría esperado a la señorita Stangerson aquella noche en su cuarto para robarle la llave, y el robo habría tenido lugar después del asesinato. Pero, después del asesinato, había cuatro personas en el laboratorio… ¡Decididamente, ya no entiendo nada de nada!…
Y el señor Marquet repitió con una rabia desesperada que para él debía de ser el colmo de la embriaguez, pues no sé si ya dije que nunca era tan feliz como cuando no entendía nada:
—… ¡Nada de nada!
—El robo —replicó el reportero— solo puede haber tenido lugar antes del asesinato. Es indudable, por la razón que usted cree y por otras razones que creo yo. Y, cuando el asesino entró en el pabellón, tenía ya la llave con cabeza de cobre.
—No es posible —dijo dulcemente el señor Stangerson.
—Es tan posible, señor, que aquí tiene la prueba.
El diablo del hombrecillo sacó entonces de su bolsillo un número de con fecha del 21 de octubre (recuerdo que el crimen tuvo lugar en la noche del 24 al 25), y, enseñándonos un anuncio, leyó:
Ayer se extravió un bolso de terciopelo negro en los grandes almacenes de la Louve. El bolso contenía diversos objetos y entre ellos una llavecita con cabeza de cobre. Se concederá una fuerte recompensa a la persona que lo haya encontrado. Escribir a lista de correos, oficina 40, a la siguiente dirección: M.A.T.H.S.N.
—¿No designan estas letras —prosiguió el reportero— a la señorita Stangerson? ¿No es esta misma la llave con cabeza de cobre?… Siempre leo los anuncios. En mi oficio, como en el suyo, señor juez de instrucción, siempre hay que leer los anuncios personales… ¡Cuántas intrigas se descubren!… ¡Y cuántas llaves de intrigas…, que no siempre tienen cabeza de cobre y no por ello dejan de ser interesantes! Este anuncio me sorprendió particularmente por la especie de misterio con que se rodeaba la mujer que había perdido una llave, objeto poco comprometedor. ¡Cuánto le interesaba esta llave! ¡Cómo prometía una fuerte recompensa! Y pensaba en estas seis letras. M.A.T.H.S.N. Las cuatro primeras me indicaban en seguida un nombre. «Claro —pensé yo—, Math, Mathilde…». La persona que perdió la llave con cabeza de cobre en un bolso se llamaba Mathilde… Pero no pude sacar nada en limpio de las dos últimas letras. Por eso, arrojando el periódico, me ocupé de otra cosa… Cuando, cuatro días más tarde, salieron los periódicos de la noche con enormes titulares anunciando el asesinato de la señorita M S, el nombre de Mathilde me recordó sin ningún esfuerzo, maquinalmente, las letras del anuncio. Un poco intrigado, pedí el número de aquel día a la administración. Yo había olvidado las dos últimas letras: S. N. Cuando las volví a ver no pude contener un grito: «¡Stangerson!»… Salté a un simón y me precipité en la oficina 40. Pregunté: ¿Tienen alguna carta a nombre de M.A.T.H.S.N.? El empleado me respondió: «¡No!», y como yo insistía rogándole, suplicándole que siguiera buscando, me dijo: «¡Ah!, pero vamos a ver, señor, ¿me están tomando el pelo?… Sí, tuve una carta dirigida a las iniciales M.A.T.H.S.N.; pero se la entregué, hace tres días, a una señora que me la reclamó. Hoy viene usted también a reclamar la carta. Ahora bien, anteayer un señor, con la misma insistencia descortés, también me la pidió… ¡Ya estoy harto de tanto pitorreo!…». Quise hacer preguntas al empleado acerca de los dos personajes que habían reclamado ya la carta, pero, o porque quería escudarse detrás del secreto profesional (sin duda, estimaba que ya había hablado demasiado), o porque estaba realmente harto de una posible broma, no me respondió más…
Rouletabille calló. Todos callábamos. Cada uno sacaba las conclusiones que podía sobre esa extraña historia de la lista de correos. De hecho, ahora parecía que había un hilo sólido por el cual podríamos seguir este caso «incomprensible».
El señor Stangerson dijo:
—Es, pues, casi seguro que mi hija perdió la llave, que no quiso hablarme de ello para evitarme toda inquietud y que rogó a la persona que pudiera haberla encontrado escribir a lista de correos. Con toda seguridad, temía que, al dar nuestra dirección, el hecho ocasionara diligencias que me habrían dado a conocer la pérdida de la llave. Es muy lógico y muy natural. ¡Pues ya me robaron en otra ocasión!
—¿Dónde fue eso? ¿Y cuándo? —preguntó el jefe de la Seguridad.
—¡Oh! Hace de ello muchos años, en América, en Filadelfia. Me robaron en mi laboratorio el secreto de dos inventos que habrían podido ser la fortuna de un pueblo… No solo no supe nunca quién fue el ladrón, sino que nunca oí hablar de la finalidad del «robo», sin duda, porque para frustrar los cálculos de la persona que me había robado, yo mismo lancé al dominio público los dos inventos, haciendo inútil el hurto. Desde entonces me he vuelto muy suspicaz y me encierro herméticamente para trabajar. Todos los barrotes de estas ventanas, el aislamiento del pabellón, este mueble que yo mismo mandé construir, esta cerradura especial, esta única llave, todo ello es el resultado de mis temores inspirados por una triste experiencia.
El señor Dax declaró: «¡Muy interesante!», y Joseph Rouletabille pidió noticias del bolso.
Ni el señor Stangerson ni el tío Jacques habían visto, desde hacía unos días, el bolso de la señorita Stangerson. Nos enteraríamos algunas horas más tarde, por propia boca de la señorita Stangerson, de que le robaron el bolso, o ella lo perdió, y que las cosas sucedieron como lo había explicado su padre: que ella fue el 23 de octubre a la oficina de correos número 40, y que le entregaron una carta que solo era —afirmó ella— la de un chistoso. La quemó inmediatamente.
Volviendo a nuestro interrogatorio, o más bien a nuestra «conversación», debo señalar que el jefe de la Seguridad, al preguntar al señor Stangerson en qué condiciones se fue su hija a París el 20 de octubre, día de la pérdida del bolso, supimos así que fue a la capital acompañada de Robert Darzac, quien no volvió a aparecer en el castillo desde ese instante hasta el día siguiente al crimen. El hecho de que Robert Darzac estuviera con la señorita Stangerson en los grandes almacenes de la Louve cuando desapareció el bolso no podía pasar desapercibido y nos llamó la atención.
Iba a concluir esta conversación entre magistrados, acusados, testigos y periodista cuando se produjo un verdadero golpe teatral: cosa que nunca puede disgustar al señor Marquet. El sargento de la gendarmería vino a anunciarnos que Frédéric Larsan solicitaba ser introducido, lo que se le concedió inmediatamente. Llevaba en la mano un vulgar par de zapatos cenagosos que tiró en el laboratorio.
—¡Estos son —dijo— los zapatos que llevaba el asesino! ¿Los reconoce, tío Jacques?
El tío Jacques se inclinó sobre aquel cuero infecto y, estupefacto, reconoció unos viejos zapatos suyos que había arrinconado en el desván hacía ya bastante tiempo; estaba tan aturdido, que tuvo que sonarse para disimular su emoción.
Entonces, señalando el pañuelo que usaba el tío Jacques, dijo Frédéric Larsan:
—Aquí tienen un pañuelo que se parece asombrosamente al que se encontró en el «Cuarto Amarillo».
—¡Ah! ¿Cree que no lo sé? —dijo el tío Jacques temblando—. Son casi iguales.
—Finalmente —prosiguió Frédéric Larsan—, la vieja boina vasca que se encontró igualmente en el «Cuarto Amarillo» hubiera podido ir en otra época en la cabeza del tío Jacques. Todo esto, señor jefe de la Seguridad y señor juez de instrucción, demuestra, a mi parecer…, ¡tranquilo, buen hombre! —dijo al tío Jacques, que estaba desfalleciendo—, todo esto demuestra, a mi parecer, que el asesino quiso disfrazar su verdadera personalidad. Lo hizo de una forma bastante vulgar o por lo menos así nos parece, porque estamos seguros de que el asesino no es el tío Jacques, que no dejó al señor Stangerson. Pero imaginen que aquella noche el señor Stangerson no hubiera prolongado su velada; que, después de dejar a su hija, regresara al castillo; que la señorita Stangerson fuera asesinada cuando ya no quedaba nadie en el laboratorio y que el tío Jacques durmiera en el desván: ¡A nadie le hubiera cabido duda de que el tío Jacques fuera el asesino! Solo debe su salvación al hecho de que el drama estalló demasiado pronto, sin duda al creer el asesino, por el silencio que reinaba al lado, que el laboratorio estaba vacío y que había llegado el momento de actuar. El hombre que pudo introducirse aquí tan misteriosamente y tomar tales precauciones contra el tío Jacques era, no cabe la menor duda, un familiar de la casa. ¿A qué hora exactamente se introdujo aquí? ¿Por la tarde? ¿Por la noche? No sabría decirlo… Un ser tan familiar para las cosas y las gentes de este pabellón debió de entrar en el «Cuarto Amarillo» a su hora.
—¡Sin embargo, no pudo entrar allí cuando había gente en el laboratorio! —exclamó el señor Marquet.
—¿Qué sabemos nosotros de eso, eh?… —replicó Larsan—. Hubo una cena en el laboratorio, el vaivén del servicio… Hubo un experimento de química que pudo mantener, entre las 10 y las 11 al señor Stangerson, a su hija y al tío Jacques al lado de los hornillos… en ese rincón de la chimenea… ¿Quién me dice que el asesino…, ¡un familiar!, ¡un familiar!…, no aprovechó ese momento para deslizarse en el «Cuarto Amarillo» después de quitarse los zapatos?
—Es muy improbable —dijo el señor Stangerson.
—Sin duda, pero no imposible… Por eso no afirmo nada. En cuanto a su salida, es diferente. ¿Cómo pudo huir? ¡De la forma más natural del mundo!
Durante un instante, Frédéric Larsan calló. Aquel instante se nos hizo muy largo. Esperábamos que hablara con una fiebre muy comprensible.
—No he entrado en el «Cuarto Amarillo» —prosiguió Frédéric Larsan—, pero me imagino que tienen la prueba de que no se podía salir de él más que por la puerta. El asesino salió por la puerta. Ahora bien, pues es imposible que sea de otra forma, así tiene que ser. Cometió el crimen y salió por la puerta. ¿En qué momento? En el momento en que le resultaba más fácil, en el momento más explicable, tan explicable que no puede haber otra explicación. Examinemos, pues, los «momentos» que siguieron al crimen. Tenemos el primer momento, durante el cual el señor Stangerson y el tío Jacques se encuentran ante la puerta para prohibirle el paso. Tenemos el segundo momento, durante el cual el tío Jacques se ausenta un instante y el señor Stangerson se encuentra solo ante la puerta. Tenemos el tercer momento, durante el cual el portero se reúne con el señor Stangerson. Tenemos el cuarto momento, durante el cual el señor Stangerson, el portero, su mujer y el tío Jacques se encuentran ante la puerta, leñemos el quinto momento, durante el cual la puerta es derribada y el «Cuarto Amarillo» invadido. El momento en que la huida es más explicable es el mismo momento en que hay menos personas unte la puerta. Tenemos un momento en que no hay más que una: aquel en que el señor Stangerson se queda solo ante la puerta. A no ser que admitamos la complicidad del silencio del tío Jacques, cosa que no creo, pues el tío Jacques no habría salido del pabellón para ir a examinar la ventana del «Cuarto Amarillo» si hubiera visto abrirse la puerta y salir al asesino. La puerta no se abrió, pues, más que ante el señor Stangerson solo, y el hombre salió. Aquí debemos admitir que el señor Stangerson tenía poderosas razones para no detener o para no mandar detener al asesino, puesto que lo dejó llegar a la ventana del vestíbulo ¡y volvió a cerrar la ventana tras él!… Hecho esto, como iba a volver el tío Jacques y era necesario que encontrara las cosas como antes, la señorita Stangerson, horriblemente herida, encontró aún fuerzas, sin duda bajo las amonestaciones de su padre, para cerrar de nuevo la puerta del «Cuarto Amarillo» con llave y cerrojo antes de derrumbarse, moribunda, sobre el … No sabemos quién cometió el crimen. No sabemos de qué miserable son víctimas el señor y la señorita Stangerson; pero no cabe duda de que ellos sí lo saben. Debe de ser un secreto terrible para que el padre no haya vacilado en dejar a su hija agonizante detrás de la puerta que ella misma volvía a cerrar, terrible para que haya dejado escapar al asesino… ¡Pero no hay otra forma humana de explicarse la huida del asesino del «Cuarto Amarillo»!
El silencio que siguió a esta dramática y luminosa explicación tenía algo de espantoso. Todos sufrimos por el ilustre profesor, abocado por la despiadada lógica de Frédéric Larsan a confesarnos la verdad de su martirio o a callarse, confesión aún más terrible. Vimos levantarse a aquel hombre, verdadera estatua del dolor, y extender la mano con un gesto tan solemne, que inclinamos la cabeza como a la vista de una cosa sagrada. Pronunció entonces estas palabras con una voz retumbante que pareció agotar todas sus fuerzas:
—¡Juro por la cabeza de mi hija agonizante que no dejé esta puerta desde el instante en que oí la llamada desesperada de mi hija, que la puerta no se abrió mientras estaba solo en el laboratorio y, finalmente, que cuando mis tres criados y yo entramos en el «Cuarto Amarillo» el asesino ya no estaba! ¡Juro que no conozco al asesino!
Tengo que decir que, a pesar de la solemnidad de semejante juramento, no creímos en la palabra del señor Stangerson: Frédéric Larsan acababa de hacernos vislumbrar la verdad: no era para perderla tan pronto.
Cuando el señor Marquet nos anunciaba que la «conversación» se había acabado y nos disponíamos a abandonar el laboratorio, el joven reportero, ese chiquillo de Joseph Rouletabille, se acercó al señor Stangerson, le cogió la mano con el mayor respeto y le oí que le decía:
—¡Yo le creo, señor!
Aquí interrumpo la cita que creí deber hacer de la narración del señor Maleine, secretario en el tribunal de Corbeil. No necesito decir al lector que todo lo que acababa de suceder en el laboratorio me fue fiel y rápidamente referido por el mismo Rouletabille.