Capítulo 9. Reportero y policía
Capítulo 9 Reportero y policía
Volvimos los tres hacia el pabellón. A unos cien metros del edificio, el reportero nos detuvo e, indicándonos un bosquecillo a nuestra derecha, nos dijo:
—De ahí salió el asesino para entrar en el pabellón.
Como había más bosques de este tipo entre las grandes encinas, pregunté por qué el asesino había escogido ese y no otros; Rouletabille me respondió indicándome el sendero que había al lado del bosquecillo y que llevaba a la puerta del pabellón.
—Este sendero está cubierto de grava, como pueden ver —dijo—. El hombre tiene que haber pasado por allí para ir al pabellón, pues no se encuentra la huella de sus pasos en la tierra blanda durante el viaje de ida. Ese hombre no tiene alas. Anduvo; pero anduvo por la grava, que saltó bajo su zapato sin conservar la huella: en efecto, la grava habrá saltado bajo los pies de muchos más, puesto que el sendero es el camino más directo para ir del pabellón al castillo. En cuanto al bosquecillo, formado por ese tipo de plantas que no mueren durante la mala estación (laureles y evónimos), proporcionó al asesino un refugio suficiente para esperar el momento oportuno de dirigirse hacia el pabellón. Escondido en este bosquecillo, el hombre vio salir al señor y a la señorita Stangerson y luego al tío Jacques. Hay grava extendida hasta la ventana —o casi— del vestíbulo. Una huella de los pasos del hombre paralela a la pared, huella que advertíamos hace un rato y que yo había visto ya, prueba que «él» no tuvo más que dar una zancada para encontrarse frente a la ventana del vestíbulo que el tío Jacques había dejado abierta. El hombre se subió entonces apoyándose en las manos y penetró en el vestíbulo.
—Después de todo, es muy posible —dije.
—Después de todo, ¿qué? Después de todo, ¿qué?… —exclamó Rouletabille, presa de una cólera que yo había desencadenado inocentemente—. ¿Por qué dice usted: después de todo es muy posible?…
Le supliqué que no se enfadara, pero ya lo estaba demasiado para escucharme, y declaró que admiraba la duda prudente con que algunas personas (yo) abordaban los problemas más sencillos, sin arriesgarse nunca a decir: «Esto es» o «Esto no es», de tal forma que su inteligencia obtenía exactamente el mismo resultado que se hubiera alcanzado si la naturaleza hubiera olvidado rellenar su cavidad craneana con un poco de materia gris. Como yo parecía un poco humillado, mi joven amigo me cogió del brazo y me concedió «que no lo había dicho por mí, dado que sentía por mí una particular estima».
—Pero, en fin —prosiguió—, ¡a veces es criminal no razonar a tiro hecho, cuando se puede!… Si no razono como lo estoy haciendo con esta grava, ¡tendré que razonar con un globo! Querido amigo, la ciencia de la aerostática dirigible no está todavía lo suficientemente desarrollada como para que pueda hacer entrar en el juego de mis cogitaciones a un asesino caído del cielo. Así pues, no diga que es posible una cosa, cuando es imposible que sea de otra forma. Sabemos ahora cómo entró el hombre por la ventana y también sabemos en qué momento entró. Entró durante el paseo de las cinco. El hecho de que la doncella que acaba de arreglar el «Cuarto Amarillo» esté presente en el laboratorio en el momento en que vuelven del paseo el profesor y su hija a la una y media, nos permite afirmar que a la una y media el asesino no estaba en la habitación debajo de la cama, a no ser que la doncella sea cómplice. ¿Qué piensa usted de ello, señor Darzac?
El señor Darzac movió la cabeza y declaró que estaba seguro de la fidelidad de la doncella de la señorita Stangerson y que era una criada muy honrada y sacrificada.
—Además, a las cinco, el señor Stangerson entró en el cuarto para buscar el sombrero de su hija… —añadió.
—También tenemos eso —dijo Rouletabille.
—El hombre entró, pues, por la ventana en el momento que dice —declaré yo—, lo admito; pero ¿por qué volvió a cerrar la ventana, lo cual necesariamente debía llamar la atención de quienes la habían abierto?
—Puede ser que la ventana no fuera cerrada «en seguida» —me respondió el joven reportero—. Pero si volvió a cerrar la ventana, la volvió a cerrar a causa del recodo que hace el sendero cubierto de grava a veinticinco metros del pabellón y a causa de las tres encinas que se yerguen en ese lugar.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Robert Darzac, que nos había seguido y que escuchaba a Rouletabille con una atención casi anhelante.
—Se lo explicaré más tarde, cuando me parezca llegado el momento; pero no creo haber pronunciado palabras más importantes acerca de este caso, si se justifica mi hipótesis.
—¿Cuál es su hipótesis?
—Nunca la sabrá si no se revela ser la verdad. Es una hipótesis demasiado grave, sabe usted, para presentarla, mientras no sea más que una hipótesis.
—¿Tiene, por lo menos, alguna idea del asesino?
—No, señor, no sé quién es el asesino, pero no se preocupe, señor Darzac, lo sabré.
Hube de constatar que Robert Darzac estaba muy emocionado y sospeché que la afirmación de Rouletabille no podía gustarle. Pero entonces, si temía tanto que se descubriera al asesino, ¿por qué (preguntaba yo a mi propio pensamiento), por qué ayudaba al reportero a encontrarlo? Mi joven amigo parecía haber recibido la misma impresión que yo y dijo brutalmente:
—¿No le disgustará, señor Robert Darzac, que encuentre al asesino?
—¡Ah! Me gustaría matarlo con mis propias manos —exclamó el novio de la señorita Stangerson con un impulso que me dejó estupefacto.
—¡Le creo! —dijo gravemente Rouletabille—. Pero no ha contestado a mi pregunta.
Pasábamos al lado del bosquecillo del que nos había hablado hacía un momento el joven reportero; entré en él y le enseñé las huellas evidentes del paso de un hombre que se había escondido allí. Rouletabille tenía razón una vez más:
—¡Que sí, hombre, que sí!… —dijo—. Tenemos que vérnoslas con un individuo de carne y hueso, que no dispone de más medios que los nuestros, y por fuerza todo se arreglará.
Dicho esto, me pidió la suela de papel que me había confiado y la aplicó sobre una huella muy nítida que había detrás del bosque. Luego volvió a levantarse diciendo: «¡Pardiez!».
Yo creía que ahora iba a seguir la pista «de los pasos de la huida del asesino» desde la ventana al vestíbulo, pero nos llevó bastante lejos hacia la izquierda, declarándonos que era inútil meter las narices en aquel fango y que ahora estaba seguro del camino que el asesino había seguido en su huida.
—Fue hasta el final de la pared a cincuenta metros de aquí, luego saltó la cerca y la cuneta; mire, precisamente en frente de este senderito que lleva al estanque. Es el camino más directo para salir de la propiedad e ir al estanque.
—¿Cómo sabe usted que fue al estanque?
—Porque Frédéric Larsan no ha dejado la orilla en toda la mañana. Debe de haber indicios muy curiosos.
Unos minutos más tarde, estábamos al lado del estanque.
Era una pequeña capa de agua pantanosa rodeada de cañas, en la que seguían flotando algunas pobres hojas secas de nenúfar. El gran Fred quizá nos vio llegar, pero es probable que le interesábamos poco, pues no nos hizo el menor caso y siguió moviendo con la punta de su bastón algo que no veíamos.
—Miren —exclamó Rouletabille—, de nuevo aparecen los pasos de la huida del hombre; aquí rodean el estanque, vuelven y desaparecen por fin cerca del estanque, justo delante de ese sendero que lleva a la carretera general de Epinay. El hombre prosiguió su huida hacia París…
—¿Qué le hace creer esto —le interrumpí yo—, si ya no siguen los pasos del hombre por el sendero?…
—¿Qué me lo hace creer? ¡Pues estos pasos, los pasos que yo aguardaba! —exclamó señalando la huella muy nítida de un «paso elegante»—. ¡Miren!…
E interpeló a Frédéric Larsan.
—Señor Fred —gritó—, los pasos elegantes de la carretera están allí desde el descubrimiento del crimen, ¿no es verdad?
—Sí, jovencito, sí; han sido cuidadosamente recogidos —respondió Fred sin levantar la cabeza—. Como ve, hay pasos que vienen y pasos que van.
—¡Y ese hombre tenía una bicicleta! —exclamó el reportero.
En esto, después de examinar las huellas de la bicicleta, que, a la ida y a la vuelta seguían a los pasos elegantes, creí poder intervenir.
—La bicicleta explica la desaparición de los pasos toscos del asesino —dije—. El asesino de los pasos toscos subió en la bicicleta… Su cómplice, «el hombre de los pasos elegantes», había venido a esperarle a orillas del estanque con la bicicleta. Se puede suponer que el asesino actuaba por cuenta del hombre de los pasos elegantes.
—¡No! ¡No! —replicó Rouletabille con una extraña sonrisa—. Yo esperaba estos pasos desde el principio del caso. Los tengo y no se los dejo. Son los pasos del asesino.
—Y los otros pasos, los pasos toscos, ¿qué hace con ellos?
—También son los pasos del asesino.
—¿Entonces hay dos asesinos?
—¡No! No hay más que uno y no tuvo cómplice…
—¡Muy bueno! ¡Muy bueno! —gritó desde donde estaba Frédéric Larsan.
—Miren —prosiguió el joven reportero, indicándonos la tierra removida por unos tacones toscos—, el hombre se sentó ahí y se quitó los zapatones que se había puesto para despistar a la justicia, y luego, llevándolos sin duda consigo, se levantó con sus propios pies y volvió andando tranquilamente a la carretera llevando aún su bicicleta de la mano. No podía arriesgarse a ir en bicicleta por ese sendero tan malo. Además esto lo prueba la marca ligera y vacilante de la bici por el sendero, a pesar de la blandura del suelo. De haber ido un hombre en la bicicleta, las ruedas hubieran penetrado profundamente en el suelo… No, no, solamente había un hombre: el asesino y a pie.
—¡Bravo! ¡Bravo! —dijo otra vez el gran Fred.
Y de repente se acercó a nosotros, se plantó ante el señor Darzac y le dijo:
—Si tuviéramos aquí una bicicleta…, podríamos demostrar la exactitud del razonamiento de este joven, señor Robert Darzac… ¿No sabe usted si hay una en el castillo?
—No —respondió Darzac—, no la hay; la última vez que vine al castillo antes del crimen, hace cuatro días, me llevé la mía a París.
—¡Es una lástima! —replicó Fred con un tono de suma frialdad.
Y, volviéndose hacia Rouletabille:
—Si esto sigue así —dijo—, ya verá cómo los dos llegamos a las mismas conclusiones. ¿Tiene idea de cómo salió el asesino del «Cuarto Amarillo»?
—Sí —dijo mi amigo—, tengo una idea…
—Yo también —prosiguió Fred—, y debe de ser la misma. No hay dos formas de razonar en este caso. Espero la llegada de mi jefe para explicarme ante el juez.
—¡Ah! ¿Va a venir el jefe de la Seguridad?
—Sí, esta tarde, para la confrontación en el laboratorio, ante el juez de instrucción, de todos los que han tenido o han podido tener un papel en el drama. Va a ser muy interesante. Es una lástima que no pueda usted asistir.
—Asistiré —afirmó Rouletabille.
—¡Verdaderamente, es usted extraordinario para su edad! —replicó el policía, no sin cierta ironía—. Sería un policía maravilloso…, si tuviera más método…, si obedeciera menos a su instinto y a los bollos de su frente. Es algo que he podido observar varias veces, señor Rouletabille: razona demasiado… No se deja llevar lo suficiente por su observación… ¿Qué me dice del pañuelo lleno de sangre y de la mano roja en la pared? Usted ha visto la mano roja en la pared, yo no he visto más que el pañuelo… Dígamelo…
—¡Bah! —dijo Rouletabille, algo cortado—. El asesino fue herido en la mano por el revólver de la señorita Stangerson.
—¡Ah! Observación brutal, instintiva… Cuidado, es usted demasiado «directamente» lógico, señor Rouletabille; la lógica le jugará una mala pasada si la maltrata de esa forma. Son muchas las circunstancias en las que hay que tratarla con suavidad, «tomarla de lejos»… Señor Rouletabille, tiene usted razón cuando habla del revólver de la señorita Stangerson. Es cierto que «la víctima» disparó, pero se equivoca cuando dice que hirió al asesino en la mano…
—¡Estoy seguro! —exclamó Rouletabille.
Fred, imperturbable, le interrumpió:
—¡Defecto de observación…, defecto de observación!… El examen del pañuelo, las innumerables manchitas redondas, escarlatas, impresiones de gotas que vuelvo a encontrar en la huella de los pasos, en el mismo momento en que el pie toca el suelo, me prueban que el asesino no fue herido. «¡El asesino, señor Rouletabille, sangró de la nariz!…».
El gran Fred estaba serio. No pude, sin embargo, contener una exclamación.
El reportero miraba a Fred, que miraba seriamente al reportero. Y Fred sacó en seguida una conclusión:
—El hombre, que sangraba en su mano y en su pañuelo, se limpió la mano en la pared. Es un elemento de suma importancia —añadió—, ¡pues el asesino no necesita ser herido en la mano para ser el asesino!
Rouletabille pareció reflexionar profundamente y dijo:
—Hay algo, señor Frédéric Larsan, que es mucho más grave que el hecho de maltratar la lógica, y es esa disposición de espíritu propia de ciertos policías que les hace, con toda buena fe, «doblegar con dulzura esa lógica a las necesidades de sus concepciones». Usted tiene ya su propia idea acerca del asesino, no diga que no…, y su asesino no puede haber sido herido en la mano, sin lo cual su idea se cae por sí misma… Y usted ha buscado y encontrado otra cosa. Ese sistema que consiste en partir de la idea que se tiene del asesino para llegar a las pruebas que se necesitan es muy peligroso, señor Fred, pero que muy peligroso… ¡Esto podría llevarlo lejos!… Cuidado con el error judicial, señor Fred; ¡lo está acechando!…
Y, riéndose un poco, con las manos en los bolsillos, ligeramente socarrón, Rouletabille clavó sus ojillos traviesos en el gran Fred.
Frédéric Larsan consideró en silencio a aquel muchacho que pretendía ser más hábil que él; se encogió de hombros, nos saludó, y se fue a grandes zancadas, golpeando las piedras del camino con su gran bastón.
Rouletabille lo miraba alejarse; luego, el joven reportero se volvió hacia nosotros con el rostro alegre y ya triunfante:
—¡Lo ganaré! —nos lanzó—. Ganaré al gran Fred, por más hábil que sea; los ganaré a todos… ¡Rouletabille es más hábil que todos ellos!… ¡Y el gran Fred, el ilustre, el famoso, el inmenso Fred…, el único Fred razona como una zapatilla!… ¡Como una zapatilla!… ¡Como una zapatilla!
Y esbozó una cabriola; pero súbitamente se detuvo en su coreografía… Mis ojos fueron donde iban sus ojos; estaban clavados en Robert Darzac, quien, con la cara descompuesta, miraba en el sendero la huella de sus pasos al lado de la huella «del paso elegante». ¡N !
Creímos que iba a desfallecer; sus ojos, agrandados por el espanto, huyeron de nosotros un instante mientras su mano derecha tiraba con un movimiento espasmódico de la sotabarba que encuadraba su honrada, dulce y desesperada cara. Por fin, se dominó, nos saludó, nos dijo con una voz cambiada que se veía en la obligación de volver al castillo y se fue.
—¡Demonio! —dijo Rouletabille.
El reportero también parecía consternado. Sacó de su cartera un trozo de papel blanco, como le había visto hacer anteriormente, y recortó con sus tijeras el contorno de los «pies elegantes» del asesino, cuyo modelo estaba allí en el suelo. Luego transportó esa nueva suela de papel a las huellas de la bota del señor Darzac. La adaptación era perfecta y Rouletabille se levantó repitiendo:
—¡Demonio!
No me atrevía a pronunciar una palabra, de tanto imaginar que lo que pasaba en aquel momento en los bollos de Rouletabille era grave.
—A pesar de todo —dijo—, creo que Robert Darzac es un hombre honrado…
Y me llevó hacia la venta «La Torre del Homenaje», que veíamos a un kilómetro de allí, en la carretera, al lado de un bosquecillo de árboles.