Capítulo 21. Al acecho
Capítulo 21 Al acecho
Esta maniobra me consternó, pero no pareció emocionar lo más mínimo a Rouletabille. De nuevo estuvimos en su habitación, y sin hablarme siquiera de la escena que acabábamos de sorprender, me dio sus últimas instrucciones para la noche. En primer lugar, cenaríamos. Después de cenar yo debía entrar en el cuartito oscuro y allí esperaría todo el tiempo necesario «para ver algo».
—Si «ve algo» antes que yo —me explicó mi amigo—, tendrá que avisarme. Verá antes que yo si el hombre llega a la galería recta por otro camino que no sea el recodo de la galería, pues usted descubre toda la galería recta y yo no puedo ver más que el recodo de la galería. Para avisarme, no tendrá más que desatar el alzapaño de la cortina de la ventana que hay en la galería recta en frente del cuartito oscuro. La cortina caerá por sí sola, velando la ventana y dejando inmediatamente un cuadrado de sombra donde había un cuadrado de luz, pues la galería está iluminada. Para hacerlo, no tiene más que alargar la mano fuera del cuartito oscuro. Desde el recodo de la galería, que forma un ángulo recto con la galería recta, yo veo por las ventanas del recodo de la galería todos los cuadrados de luz que hacen las ventanas de la galería recta. Cuando el cuadrado luminoso que nos ocupa se oscurezca, sabré lo que quiere decir.
—¿Y entonces?
—Entonces me verá aparecer en la esquina del recodo de la galería.
—¿Y qué haré yo?
—Vendrá en seguida hacia mí, detrás del hombre, pero ya habré alcanzado al hombre y habré visto si su cara entra en mi círculo…
—¿El que ha sido «trazado por el lado bueno de la razón»? —concluí, esbozando una sonrisa.
—¿Por qué sonríe usted? Es perfectamente inútil… En fin, aproveche para divertirse los pocos instantes que le quedan, pues le juro que dentro de un rato ya no tendrá ocasión de hacerlo.
—¿Y si se escapa el hombre?
—¡Tanto mejor! —dijo flemáticamente Rouletabille—. No tengo interés en cogerlo; puede escaparse, bajando corriendo la escalera y por el vestíbulo de la planta baja… antes de que usted haya alcanzado el descansillo, puesto que usted estará al fondo de la galería. Yo lo dejaré irse después de haber visto su cara. Es lo único que necesito: ver su cara. Después sabré apañármelas para que esté muerto para la señorita Stangerson, aunque siga vivo. Si lo cojo vivo, ¡la señorita Stangerson y Robert Darzac quizá no me lo perdonen nunca! Y me importa su estima; son buenas gentes. Cuando veo a la señorita Stangerson echar un narcótico en el vaso de su padre para que esta noche su padre no se despierte con la conversación que tendrá con su asesino, comprenderá usted que su agradecimiento para conmigo tendría unos límites si trajera ante su padre, con las manos atadas y la boca abierta, al hombre del «Cuarto Amarillo» y de la «galería inexplicable». ¡Quizá haya sido una suerte que la noche de la «galería inexplicable» se esfumara el hombre como por encanto! Lo comprendí aquella noche en la fisonomía de la señorita Stangerson, de pronto radiante, cuando supo que él se había escapado. Y comprendí que para salvar a la desgraciada no era tan necesario coger al hombre cuanto hacerlo enmudecer del modo que fuera. ¡Pero matar a un hombre, matar a un hombre! ¡No es cosa de poca monta! Además, yo no tengo nada que ver en todo esto… ¡A no ser que me diera motivos para ello!… Por otra parte, hacerlo enmudecer sin que la dama me haga confidencias… ¡es una tarea que consiste primero en adivinarlo todo con nada!… Menos mal, amigo mío, que adiviné, o, por mejor decir, razoné…, y al hombre de esta noche solo le pido que me aporte la cara sensible que debe entrar…
—En el círculo…
—¡Exactamente, y su cara no me sorprenderá!…
—Pero yo creía que ya le había visto la cara la noche en que saltó a la habitación…
—Mal… La vela estaba en el suelo… y luego, con toda esa barba…
—¿Es que esta noche no la llevará?
—Creo poder afirmar que la llevará…, pero la galería está iluminada y, además, ahora sé…, o por lo menos mi cerebro sabe…, y así mis ojos verán…
—Si solo se trata de verlo y dejarlo escapar…, ¿por qué ir armados?
—Porque, querido amigo, ¡si el hombre del «Cuarto Amarillo» y de la «galería inexplicable» sabe que yo sé, es capaz de todo! Así que habrá que defenderse.
—¿Y está usted seguro de que vendrá esta noche?…
—¡Tan seguro como de que usted está aquí!… Esta mañana la señorita Stangerson, a las diez y media, se las arregló para estar sin enfermeras esta noche; les dio permiso durante veinticuatro horas bajo pretextos plausibles y, para cuidar de ella mientras estuvieran fuera, no quiso más que a su querido padre, que dormiría en el gabinete de su hija y que acepta esta nueva función con una alegría agradecida. La coincidencia de la salida del señor Darzac (después de las palabras que me dijo) y de las excepcionales precauciones de la señorita Stangerson para rodearse de soledad no permite ninguna duda. La venida del asesino que Darzac teme ¡la señorita Stangerson la prepara!
—¡Es espantoso!
—Sí.
—¿Entonces lo que la hemos visto hacer es una maniobra para dormir a su padre?
—Sí.
—En una palabra, para el asunto de esta noche, ¿no somos más que dos?
—Cuatro; el portero y su mujer vigilan por si acaso… Creo su vigilancia inútil «antes»…, pero el portero podrá serme útil «después, ¡si hay que matar!».
—¿Cree que tendremos que matar?
—¡Mataremos, si él lo quiere!
—¿Por qué no haber avisado al tío Jacques? ¿No va a servirse hoy de él?
—No —me respondió Rouletabille con un tono brusco.
Me quedé un rato en silencio; luego, deseoso de conocer el fondo del pensamiento de Rouletabille, le pregunté bruscamente:
—¿Por qué no avisar a Arthur Ranee? Podría sernos de mucha ayuda…
—¡Pero bueno! —dijo Rouletabille de mal humor—. ¿Es que quiere usted mezclar a todo el mundo en los secretos de la señorita Stangerson?… Vamos a cenar… Ya es hora… Esta noche cenamos con Frédéric Larsan…, a no ser que esté aún pisándole los talones a Robert Darzac. No lo deja a sol ni a sombra. Pero ¡bah!, si ahora no está aquí, estoy completamente seguro de que estará aquí esta noche… ¡Qué buena voy a jugársela!
En aquel momento oímos ruido en la habitación de al lado.
—Debe de ser él —dijo Rouletabille.
—Me olvidaba preguntarle —exclamé—; cuando estemos ante el policía, ni una alusión a la expedición de esta noche, ¿no?
—Evidentemente; actuamos solos, por nuestra propia cuenta.
—¿Y toda la gloria será para nosotros?
Rouletabille, riéndose, añadió:
—¡Tú lo has dicho, mofletudo!
Cenamos con Frédéric Larsan en su habitación. Nos encontramos allí con él… Nos dijo que acababa de llegar y nos invitó a sentarnos a la mesa. La cena transcurrió en medio del mejor humor del mundo, y no me costó trabajo comprender que había que atribuirlo a la casi certeza en que estaban Rouletabille y Frédéric Larsan, uno y otro y cada uno por su lado, de poseer, al fin, la verdad. Rouletabille confió al gran Fred que yo había venido a verlo por mi propia iniciativa y que me había retenido para que lo ayudara en un gran trabajo que debía entregar esa misma noche a . Yo tenía que regresar a París —dijo— en el tren de las once, llevando su «original», que era una especie de folletín en el que el reportero exponía los principales episodios de los misterios del Glandier. Larsan sonrió ante aquella explicación como hombre que no se deja engañar, pero que se guarda, por cortesía, de emitir el menor comentario sobre cosas que no le conciernen. Con mil precauciones en el lenguaje y hasta en las entonaciones, Larsan y Rouletabille hablaron mucho tiempo de la presencia en el castillo de Arthur W. Ranee, de su pasado en América, que les hubiera gustado conocer mejor, al menos en lo que se refería a las relaciones que mantuvo con los Stangerson. En cierto momento Larsan, que de pronto me pareció indispuesto, dijo con esfuerzo:
—Creo, señor Rouletabille, que ya no tenemos gran cosa que hacer en el Glandier, y me parece que ya no dormiremos aquí muchas noches más.
—Eso mismo me parece a mí, señor Fred.
—Así pues, ¿cree que el caso está terminado, amigo mío?
—En efecto, creo que está terminado y que ya no tiene nada nuevo que enseñarnos —replicó Rouletabille.
—¿Tiene un culpable? —preguntó Larsan.
—¿Y usted?
—Sí.
—También yo —dijo Rouletabille.
—¿Será el mismo?
—No creo, si es que usted no ha cambiado de idea —dijo el joven reportero.
Y añadió con fuerza:
—¡El señor Darzac es un hombre honrado!
—¿Está usted seguro? —preguntó Larsan—. Pues bien, yo estoy seguro de lo contrario… ¿Es, pues, una batalla?
—Sí, una batalla. Y lo venceré, señor Frédéric Larsan.
—La juventud no vacila ante nada —terminó el gran Fred, riendo y dándome la mano.
Rouletabille respondió como un eco:
—¡Ante nada!
Pero de repente Larsan, que se había levantado para darnos las buenas noches, se llevó las dos manos al pecho y se tambaleó. Tuvo que apoyarse en Rouletabille para no caerse. Se había puesto enormemente pálido.
—¡Oh! ¡Oh! —dijo—. ¿Qué me pasa? ¿Me habrán envenenado?
Y nos miraba con ojos extraviados… Lo interrogábamos en vano, ya no nos respondía… Se desplomó en un sillón y no pudimos sacarle una palabra. Estábamos enormemente inquietos por él y por nosotros, pues habíamos comido de todos los platos que Frédéric Larsan había tocado. Nos deshicimos en atenciones con él. Ahora no parecía sufrir, pero su cabeza, pesada, descansaba sobre su hombro y sus párpados caídos nos escondían su mirada. Rouletabille se inclinó sobre su pecho y le auscultó el corazón…
Cuando se incorporó, mi amigo tenía una cara tan tranquila como trastornada se la había visto hacía un momento. Me dijo:
—Duerme.
Y me arrastró a su habitación, después de cerrar la puerta de la habitación de Larsan.
—¿El narcótico? —pregunté—. ¿Pero es que la señorita Stangerson quiere dormir a todo el mundo esta noche?…
—Quizá… —respondió Rouletabille, pensando en otra cosa.
—¡Pero nosotros…, nosotros! ¿Quién me dice que no hemos tragado nosotros el mismo narcótico?
—¿Se siente indispuesto? —me preguntó Rouletabille con sangre fría.
—¡No, en absoluto!
—¿Tiene ganas de dormir?
—De ningún modo…
—Pues bien, amigo mío, fúmese este excelente puro.
Y me dio un habano de primera calidad que le había regalado el señor Darzac; en cuanto a él, encendió su cachimba, su eterna cachimba.
Nos quedamos así en la habitación hasta las diez, sin pronunciar una palabra. Hundido en un sillón, Rouletabille fumaba sin cesar, con la frente preocupada y la mirada lejana. A las diez se descalzó, me hizo una seña y comprendí que yo tenía que quitarme los zapatos como él. Cuando estuvimos en calcetines, Rouletabille, tan bajito que más que oír adiviné la palabra, dijo:
—Revólver.
Saqué el revólver del bolsillo de mi chaqueta.
—Móntelo —siguió diciendo.
Lo monté.
Entonces se dirigió hacia la puerta de su habitación, la abrió con infinitas precauciones; la puerta no chirrió. Estábamos en el recodo de la galería. Rouletabille me hizo una nueva seña. Comprendí que debía ocupar mi puesto en el cuartito oscuro. Estaba ya alejándome de él, cuando Rouletabille me alcanzó «y me abrazó», y luego vi que con las mismas precauciones volvía a su habitación. Extrañado por aquel abrazo y algo inquieto, llegué a la galería recta, que recorrí sin tropiezo alguno; crucé el descansillo y proseguí mi camino por la galería del ala izquierda hasta el cuartito oscuro. Antes de entrar en el cuartito oscuro, miré de cerca el alzapaño de la cortina de la ventana… En efecto, no tenía más que tocarlo con un dedo para que la pesada cortina cayera de golpe, «escondiendo a Rouletabille el cuadrado de luz»: la señal convenida. El ruido de unos pasos me detuvo ante la puerta de Arthur Ranee. «¡Así que todavía no estaba acostado!». ¡Pero cómo seguía aún en el castillo, si no había cenado con el señor Stangerson y su hija! Al menos, yo no lo había visto a la mesa, en el momento en que captamos la maniobra de la señorita Stangerson.
Me retiré al cuartito oscuro. Me encontraba allí perfectamente. Veía toda la galería seguida, una galería iluminada como de día. Evidentemente, no podía escapárseme nada de lo que en ella iba a ocurrir. ¿Pero qué iba a ocurrir? Quizá algo muy grave. Nuevo recuerdo inquietante del abrazo de Rouletabille. ¡No se abraza así a los amigos más que en las grandes ocasiones, cuando van a correr algún peligro! ¿Entonces yo corría peligro?
Mi puño se crispó sobre la culata del revólver y esperé. No soy un héroe, pero tampoco soy un cobarde.
Esperé una hora más o menos; durante aquella hora no noté nada anormal. Fuera, la lluvia, que había empezado a caer violentamente hacia las nueve de la noche, había cesado.
Mi amigo me había dicho que probablemente hasta las doce o la una de la madrugada no ocurriría nada. Sin embargo, no eran más de las once y media cuando la puerta de la habitación de Arthur Ranee se abrió. Oí el débil rechinamiento de los goznes. Parecía que la empujaban por dentro con la mayor precaución. La puerta permaneció abierta un instante que me pareció muy largo. Como la puerta quedaba abierta sobre la galería, es decir, empujada fuera de la habitación, no podía ver ni lo que pasaba en la habitación ni lo que pasaba detrás de la puerta. En aquel momento, procedente del parque, noté un ruido extraño que ya se repetía por tercera vez y al que no había dado más importancia de la que se suele dar al maullido de los gatos que andan de noche por los tejados. Pero aquella tercera vez fue el maullido tan puro y tan «especial» que me acordé de lo que había oído contar acerca del grito del «Animalito de Dios». Como el grito había acompañado hasta aquel día a todos los dramas que se habían desarrollado en el Glandier, ante tal reflexión no pude por menos de sentir un escalofrío. En seguida vi aparecer, al otro lado de la puerta, a un hombre que volvió a cerrarla. Al principio, no pude reconocerlo, pues me daba la espalda y estaba inclinado sobre un bulto bastante voluminoso. El hombre, tras cerrar la puerta y coger el bulto, se volvió hacia el cuartito oscuro y entonces vi quién era. El que salía en aquel momento de la habitación de Arthur Ranee «era el guarda». Era el «hombre verde». Llevaba el mismo traje que le había visto en la carretera, frente a la venta «La Torre del Homenaje», el primer día que llegué al Glandier, y que también llevaba esa misma mañana cuando al salir del castillo nos lo encontramos Rouletabille y yo. No cabía duda, era el guarda. Lo vi muy distintamente. Me pareció que su cara expresaba cierta ansiedad. Como el grito del «Animalito de Dios» resonaba fuera por cuarta vez, depositó el bulto en la galería y se acercó a la segunda ventana, contando desde el cuartito negro. No hice ningún movimiento, pues temía traicionar mi presencia.
Cuando estuvo a la ventana, pegó la frente contra los cristales esmerilados y observó la noche del parque. Se quedó allí medio minuto. La noche era clara a intervalos, iluminada por una luna resplandeciente que de pronto desaparecía bajo un nubarrón. El «hombre verde» levantó los brazos dos veces seguidas, hizo señales que yo no comprendía; luego, alejándose de la ventana, recogió el bulto y, siguiendo la galería, se dirigió hacia el descansillo.
Rouletabille me había dicho: «Cuando vea algo, desate el alzapaño». Yo veía algo. ¿Era lo que esperaba Rouletabille? Eso no era asunto mío y yo solo tenía que cumplir la consigna que se me había dado. Desaté el alzapaño. Mi corazón latía aceleradamente. El hombre alcanzó el descansillo, pero ante mi gran estupefacción, cuando esperaba verlo seguir su camino por la galería del ala derecha, lo vi bajar la escalera que llevaba al vestíbulo.
¿Qué hacer? Estúpidamente, miré la pesada cortina que había caído sobre la ventana. Yo había hecho la señal, pero no veía aparecer a Rouletabille en la esquina del recodo de la galería. Nadie vino; nada apareció. Yo estaba perplejo. Transcurrió una media hora que me pareció un siglo. «¿Qué hacer ahora, aun cuando viera algo?». Había hecho la señal y ya no podía hacerla por segunda vez… Por otra parte, aventurarme por la galería en aquel momento podía alterar todos los planes de Rouletabille. Después de todo, yo no tenía nada que reprocharme y, si había sucedido algo que mi amigo no se esperaba, él era el único responsable. Como ya no podía serle realmente de ninguna utilidad para avisarle, arriesgué el todo por el todo: salí del cuartito y, siempre en calcetines, midiendo mis pasos y escuchando el silencio, me fui hacia el recodo de la galería.
Nadie en el recodo de la galería. Me dirigí a la puerta de la habitación de Rouletabille. Escuché. Nada. Llamé muy suavemente. Nada. Giré el puño, se abrió la puerta. Estaba ya en la habitación. Rouletabille estaba tendido cuán largo era en el .