Prólogo
Debo a mi gran amigo Raymond Mortimer el descubrimiento de este libro asombroso. En 1924, cuando aún residía yo en Argel, tuvo la inmensa gentileza de enviarme tres libros ingleses, dos de John Stuart Mill: su y su ensayo , al que los actuales acontecimientos y la amenaza del «totalitarismo» confieren un renovado interés. Este es un libro que me gustaría ver publicado en todas partes traducido a todas las lenguas, leído y meditado por todos aquellos que aún tienen algún respeto por la persona humana, sus deberes y sus derechos. El tercer libro era una edición reciente de las , de James Hogg, en el que me sumergí inmediatamente en una estupefacción y una admiración que fueron en aumento página tras página. Pregunté a todos los ingleses y americanos con los que hablé en Argel, algunos de ellos notablemente cultivados. Pero ninguno conocía el libro. A mi regreso a Francia reanudé mis averiguaciones… con el mismo resultado. ¿Cómo explicar que una obra tan singular y tan ilustre, tan especialmente apta para despertar el interés apasionado de aquellos que se sienten atraídos por las cuestiones religiosas y morales, y por razones totalmente diversas, de los psicólogos y artistas, y sobre todo de los surrealistas, tan particularmente atraídos por lo demoníaco en todas sus formas, cómo explicar que una obra semejante no se haya hecho famosa?
Una breve introducción nos informa de muy poco. «James Hogg», dice, «que nació en 1770 y murió en 1835, es conocido hoy de una manera vaga y de segunda mano por la mayoría; ya que aquellos escritos que revelan el aspecto más fogoso de su personalidad han caído en el olvido».
El gran inglés, que he consultado, habla efectivamente de James Hogg, «el Pastor de Ettrick», como hace el francés, y cita diversas obras suyas, particularmente su colección de canciones populares (1801-1803), que le supuso la consideración y la amistad de Sir Walter Scott, otra colección posterior de canciones en dos volúmenes (1819-1821), y también de ; pero ninguno de estos gruesos diccionarios —ni el inglés ni el francés— hace referencia a «este extraordinario y terrible relato, reimpreso aquí de una edición de 1824». T. Earle Welby, que prologa esa edición, concluye así su breve introducción: «Poe jamás inventó nada tan horrible ni de tanta significación espiritual; Defoe jamás hizo nada de tan convincente peculiaridad. Pero citamos estos nombres, y los de Bunyon y Hawthorne, solo a modo de crítica taquigráfica. Este libro tiene una cualidad propia de Hogg, y una forma seca, difícil, omnicomprensiva de abordar el horror que es completamente única».
Creo que sí. Que yo recuerde, hace mucho que no me había sentido tan cautivado, tan voluptuosamente atormentado por un libro. ¿He exagerado su importancia? Quizá. Siempre es un atrevimiento descarado emitir un juicio sobre el valor real de una obra extranjera. Quizá mi ignorancia del «entorno» me haya engañado, me haya hecho sobreestimar esta, y considerarla más extraña de lo que es. Mi amiga y traductora Dorothy Bussy (hermana de Lytton Strachey), me escribe que «no debo olvidar que esta obra no es inglesa, sino muy específicamente escocesa». Pero será mejor que cite sus propias palabras: «Este libro es escocés hasta el tuétano; posiblemente ningún inglés podría haberlo escrito. Toda su atmósfera, la misma forma y sustancia de su puritanismo, son esencialmente escocesas. Encontrará usted un equivalente y un predecesor en Burns, y espero que relea el . Hay otros poemas suyos, también, y de escritores contemporáneos de segunda fila, que muestran los horrores del fanatismo escocés y hacen que el libro de Hogg sea menos extraordinario. Naturalmente, esto no merma las cualidades imaginativas de su libro, sino que le da una apariencia menos deliciosamente exótica a sus parientes y vecinos».
Esto me parece muy cierto. Pero, ¿no puede decirse lo mismo de Shakespeare y los dramaturgos isabelinos?
Sea como fuere, el libro esta ahí. Dejo al erudito el cuidado de situarlo en el tiempo y el espacio, de encontrarle padres, y de señalar de dónde proceden sus raíces. Yo lo tomo tal como es, sin cuestión, maravillándome, sobrecogido de terror, en presencia de este monstruoso fruto del Árbol de la Ciencia. Me basta saber que en un país civilizado ha habido un período relativamente reciente de su historia en que fue posible semejante aberración de fe; y me asombra tanto más cuanto que me dicen que en la época de su aparición no era asombroso.
Esta aberración, además, no era característica de Escocia. El pecador justificado de Hogg es en realidad, sin saberlo él mismo, evidentemente, un antinomeo, un miembro de la secta que, hacia el año 1538, escuchaba las enseñanzas de Johannes Agricola, como nos informa Pontanus en su . Y en el (Londres, 1704) leemos lo siguiente:
«Antinomeos, así denominados por rechazar la ley como algo superfluo ante la dispensación del evangelio, sostienen que las buenas obras no contribuyen a la salvación, y las malas no la impiden; que el hijo de Dios no puede pecar, que Dios jamás le castiga, que el homicidio, la embriaguez, etc., son pecados en los malvados pero no en él, que el hijo de la gracia, una vez garantizada su salvación, no duda jamás… que Dios no ama a ningún hombre por su santidad, que la santificación no es ninguna prueba de la justificación, etc…»
Esta inestimable información la encuentro en la gran edición centenaria de las obras de Robert Browning, que honran mi biblioteca. Procede de la introducción a ese precioso poema, . Johannes Agricola, continúa diciendo, «fue discípulo de Lutero en los primeros momentos de la Reforma Protestante, pero posteriormente se erigió en fundador de la secta antinomista, que (en las formas extremas de su doctrina) llevaron el repudio de la necesidad de las buenas obras al punto de sostener que aun las malas acciones podían realizarse con impunidad por aquellos que estaban predestinados a la salvación». El de Browning, «eternamente inocente», me había asombrado siempre una enormidad. ¿Conocía Browning el libro de Hogg? El tema de su poema es exactamente el mismo, pero Hogg traduce en acciones lo que en Browning es solo meditación. En la novela seguimos el lento deterioro de un personaje ya malo, que es animado al crimen por esta doctrina fatal; y el relato de las «malas acciones» a las que el «pecador justificado» se deja arrastrar complacientemente es en sí mismo apasionadamente interesante. Browning hace a su pareja del admirable , colocándolos a los dos bajo el título común de . El horrendo héroe de Hogg, sin embargo, no está loco; proyecta sus asesinatos con plena conciencia; los comete con lúcida satisfacción. No está loco; pero está poseso; le vemos someterse poco a poco a la persuasión de un amigo poderoso en quien reconoce, solo cuando es demasiado tarde, al mismísimo diablo…, aunque nunca le llamará realmente así. Una de las cosas más interesantes del libro es el retrato figurado de los estados de la conciencia subjetiva y la lenta exposición, posiblemente algo aduladora, de esta progresiva intimación con el Príncipe de las Tinieblas. Cuando el pecador, desengañado finalmente, trata de librarse de esta garra espantosa, es demasiado tarde. El Otro le posee, y ya nunca soltará su presa.
Indudablemente, era necesario que este libro intentase o fingiese ser edificante… De otro modo, no lo habrían consentido. Pero no sé si el punto de vista personal de Hogg es el de la verdadera religión, o si no es más bien el de la razón, el sentido común, y una franqueza natural y sin prejuicios, que es el del hermano del «pecador justificado», a quien el «justificado» asesina por un odio celoso y concentrado y, además, por un deseo de apoderarse de la parte de herencia del padre que le correspondía a su hermano mayor. Y lo hace con la inspirada pretensión de cometer no tanto un asesinato como una acción piadosa.
Toda la simpatía de Hogg se inclina evidentemente hacia este encantador representante de la humanidad normal, espontáneo, alegre, rico en posibilidades y de ningún modo abrumado por preocupaciones religiosas, de suerte que nuestro «antinomeo» le juzga, con toda naturalidad, un condenado, de quien es importante limpiar el mundo. Su amigo-demonio le imbuye la creencia de que Dios le ha creado con el fin de que lleve a cabo esta purificación. Todo fanatismo es capaz de producir dispensadores de la Justicia de este género. Este había estado acostumbrado desde niño a «rezar dos veces al día, y siete los domingos», dice Hogg, «pero solo por los elegidos, y, como David en el pasado, a condenar a todos los que para Dios eran ajenos a la destrucción». Mr. Wringhim, su padre adoptivo, inculca estos principios «antinomeos» en el espíritu y el corazón del joven Robert y cultiva piadosamente su innata inclinación al odio, creyendo santificarlo al ponerlo al servicio del Señor. Wringhim es miembro de esta terrible secta. Admite a Robert tan pronto como llega a la edad de la razón, «en la comunidad de los justos en esta tierra». Y en la segunda parte del libro, que contiene sus , Robert refiere esta suerte de confirmación mística: «Lloré de gozo al ser confirmado de este modo en mi libertad respecto de todo pecado, y de la imposibilidad de que caiga jamás de mi nuevo estado». Pues el libro de Hogg consta de dos partes; la segunda aborda de nuevo todos los sucesos narrados en la primera, pero vistos esta vez como en transparencia, no desde el exterior, sino tal como él mismo los ve, iluminados por la conciencia en trágica introspección, a la manera de los soliloquios de Browning. ¿Conocía el autor del el libro de Hogg? No me cabe la menor duda, como tampoco que este extraño libro ejerció cierta influencia en él, si bien, a lo que yo sé, eso no ha sido nunca puesto de manifiesto.
«Confirmación», digo, utilizando la palabra en el sentido que la Iglesia le da; debía haber dicho «entronización», pues Robert se siente, y se cree decididamente, un gran dignatario, llamado y designado por Dios, elegido para las más altas funciones; a fin de perpetrar «grandes y terribles acciones, ejecutadas con el poder, y por comisión del cielo. Amén». A partir de aquí, nos adentramos en el dominio de lo horrible. Se introduce un individuo de quien habíamos tenido un fugaz vislumbre en la primera parte del libro, como el personaje que está entre bastidores, preparado para irrumpir en el escenario y asumir un papel capital en la representación; pero no nos percatamos inmediatamente de que este protagonista es el Diablo. Al principio aparece como un amigo y mantiene este aspecto benévolo durante mucho tiempo. El primer encuentro tiene lugar inmediatamente después de la confirmación. «[Robert] se internó en los campos y los bosques para derramar su espíritu en oración ante el ». En este estado de se siente volar por encima del mundo como un águila; pero si su pretensión es aproximarse a Dios, es solo para poder odiar mejor, y despreciar desde gran altura, a la pecadora y condenada humanidad. Es en este momento cuando alguien se acerca a él, y se le aparece como un hermano. Pues el diablo tiene esta extraña peculiaridad (al menos en el libro de Hogg) de adoptar a veces el aspecto exterior de aquellos en quienes esta interesado. «He observado varias veces», dice el pecador, «cuando estamos hablando de ciertos predicadores y sus dogmas, que su rostro adopta el aspecto de ellos»; y añade con singular perspicacia, «me sorprende que, adoptando el semblante al molde de otras gentes, penetré al punto en sus concepciones y sentimientos». Esta conveniente facultad, además, le ofrece la posibilidad de toda suerte de coartadas. De todas las personificaciones del Diablo en el arte y la literatura, no sé de ninguna más apropiada. «Mi semblante cambia con mis pensamientos y sensaciones», le dice a Robert, antes de que este le haya desenmascarado completamente. «Si contemplo atentamente el rostro de un hombre, el mío adopta generalmente su misma apariencia y carácter. Y lo que es más…, asumiendo su parecido, llego a la posesión de sus pensamientos más recónditos».
Porque el Diablo se cuida mucho de presentársenos nunca en forma de antagonista. Su juego se delata si nos asusta y nos deja ver su pezuña. Esta leyenda de la pezuña ha gozado mucho tiempo de crédito universal. Defoe, sin embargo, que fue un adepto del tema, observa sagazmente en su notable que «el Diablo podía visitar a sus amigos sin ser conocido», y que «por carecer de pezuñas, no le conocían». Todo esto son disparates: su es una burla, y el propio Defoe tenía demasiado de Diablo para que esto le engañase. El libro es evidentemente un mero pretexto para revelarnos su abundante y a veces extraordinariamente sabrosa documentación. Por mi parte, considero el Diablo una invención… como la del propio Dios. No creo en él, pero finjo creer. Me gusta darle ventaja, y hacerle decir: «¿Por qué tienes miedo de mí? Tú sabes muy bien que yo no existo». De forma que a la larga, y aunque nosotros le manejamos, «el Diablo se lleva la mejor parte».
La personificación del Demonio en el libro de Hogg está entre las más ingeniosas jamás inventadas, pues el poder que pone en acción es siempre de naturaleza psicológica; en otras palabras; es siempre admisible, incluso para el que no cree. Es el desarrollo exteriorizado de nuestros propios deseos, de nuestro orgullo, de nuestros más secretos pensamientos. Consiste totalmente en la indulgencia que concedemos a nuestro propio yo. De ahí la profunda enseñanza de este extraño libro, cuya parte fantástica (salvo las últimas páginas) es siempre psicológicamente explicable, sin recurrir a lo sobrenatural, como es el caso también de la admirable de Henry James (solo en mi tercera lectura de esta incomparable obra maestra me convencí de que toda parte del relato en la que el sentido parecía inclinarse hacia una interpretación sobrenatural es, en realidad, efecto natural del trastorno mental de la institutriz o —más simplemente— del miedo).
Los sucesos relatados en el libro de Hogg son menos naturalmente explicables, y aun hacia el final de la obra, la fantasmagoría toma posesión de las circunstancias quizá un poco demasiado fácil y lamentablemente. Deja de ser meramente la fabricación y emanación espiritual que uno podía suponer en las primeras tres cuartas partes del libro. Pero no exijamos demasiado a Hogg; debemos estar muy agradecidos a él por no conceder su extrañeza a nada —o casi nada— que no se revele psicológicamente. Tomado tal como es, bien merece el libro emerger de nuevo de las sombras en las que ha estado esperándonos durante más de un siglo. Lo considero una proeza extraordinaria, y me sentiré feliz, si lo que digo de él despierta la morosa gloria a la que creo que tiene derecho.
André Gide