Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado
Escritas por él mismo
Fideli certa merces
Mi vida ha sido una vida de tribulaciones y zozobras, de cambios y vicisitudes, de ira y de gozo, de aflicción y de venganza. Mis amarguras se deben todas a que he visto menospreciado el evangelio, y he descargado mi venganza sobre sus adversarios. Así que, con la fuerza que el cielo me concede, me dispongo a escribir: quiero dar a conocer a los malvados de este mundo lo que he hecho con la fe puesta en las promesas y en la justificación por la gracia, para que lo lean y tiemblen, y bendigan a sus dioses de plata y oro, porque este ministro del cielo haya abandonado este mundo antes de que mezclara la sangre de ellos con la de sus propios sacrificios.
Nací repudiado en un orbe en el que estaba destinado a desempeñar un papel insigne. Mi madre era una llama ardiente y luminosa en la comunidad de los más ilustres escoceses, y en los días de su virginidad sufrió mucho por la persecución de los santos. Pero el Cielo, para probar su fe, dispuso que la casaran con un malvado; un hombre manchado con la lepra del pecado. Fue como si hubiesen querido juntar el agua y el fuego, la pureza y la corrupción, con la esperanza de asociarlos y amalgamarlos: ella huyó de sus abrazos la primera noche de su matrimonio, y a partir de ese momento las iniquidades de este hombre irritaron de tal modo su recto corazón que abandonó para siempre su compañía y sociedad, recluyéndose en los aposentos que tenía en la misma casa.
Fui hijo segundo de este desventurado matrimonio; y desde el instante de mi nacimiento, mi padre carnal rechazó todo vínculo conmigo, y todo interés por mí, salvo el que la ley le obliga a observar, consistente en proporcionarme un exiguo sustento; y de no haber sido por un fiel ministro del Evangelio, antiguo instructor de mi madre, habría seguido siendo un desterrado de la Iglesia visible. Este hombre se apiadó de mí, admitiéndome no solo en ella, sino en el seno de su propia casa y ministerio; y a él debo, bajo el Cielo, las elevadas enseñanzas y el glorioso discernimiento entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, que alcancé aun a temprana edad. Él fue quien dirigió rectamente mis estudios, tanto en el aprendizaje de los antiguos padres como en las doctrinas de la Iglesia Reformada, y me nombró su ayudante y sucesor en el sagrado oficio. No perdí ocasión de perfeccionarme de manera especial en las más pequeñas cuestiones teológicas en las que mi reverendo padre y mi madre se complacían, y finalmente llegué a adquirir tal dominio de esta ciencia que dejaba maravillados a mis profesores, que se miraban con asombro. Recuerdo que era costumbre en casa de mi protector formular preguntas del Catecismo los domingos por la noche. Primero preguntaba él, en segundo lugar mi madre, y así; cada uno contestaba a la pregunta formulada, y a continuación hacía él la siguiente. A mi madre le tocó preguntarme a mí sobre la Llamada Eficiente. Le contesté con toda propiedad y énfasis.
—Y ahora, señora —añadí—, mi pregunta es: ¿en qué consiste la Llamada Ineficiente?
—¿La Llamada Ineficiente? Eso no existe, Robert —dijo ella.
—Claro que existe, señora —dije yo—; y esa respuesta demuestra cuán frecuentemente citáis de rutina y sin reflexión estos preceptos fundamentales. Llamada Ineficiente es sin efecto alguno en el corazón de los pecadores impenitentes y no regenerados. ¿No reciben ellos las mismas llamadas, advertencias, doctrinas y amonestaciones que nosotros? ¿Y no es eso una Llamada Ineficiente? ¿No la recibe igual Ardinferry? ¿No la recibe igual Patrick M’Lure? ¿ laird ? ¿Y decís que no es eso una Llamada Ineficaz?
—¡ muchacho más portentoso! —dijo mi madre.
—Temo que pueda salir un estúpido engreído —dijo el viejo Barnet, ayudante del pastor.
—No —dijo mi pastor y (que así lo llamaré en adelante)—. No, Barnet; es un muchacho portentoso, lo que no tiene nada de extraño, porque he rezado para que le sea concedido ese talento desde la infancia: ¿acaso creéis que el Cielo rechazaría una súplica tan desinteresada? Imposible. Pero mi miedo es, señora —prosiguió, volviéndose hacia mi madre—, que aún se halle cautivo de la iniquidad.
—¡No quiera Dios! —dijo mi madre.
—Mucho y muy fervorosamente he insistido al Todopoderoso —prosiguió—; pero hasta ahora, no tengo una muestra clara de su aceptación. He sostenido una dura lucha; sin embargo, he sido rechazado por el que raramente se niega a mis súplicas; aunque he esgrimido sus propias palabras contra él, y he intentado hacer que se atenga a su promesa, hay tantos vericuetos en la supremacía de su poder, que me he visto rechazado. ¡Qué espantoso es pensar que nuestro amado ser se encuentra todavía fuera del palio de la Alianza! Pero he hecho una promesa, y tengo esperanza en ella.
Mi corazón se estremeció de terror al pensar que aún vivía en estado de reprobación, y expuesto a caer en los espantosos peligros de la muerte, el juicio y la desdicha eterna, por el más leve accidente o contingencia, y me apliqué en los deberes de la oración con el mayor fervor. Recé tres veces al día y siete los domingos; pero cuanto más frecuente y fervientemente rezaba, más pecaba. En aquel tiempo, y después durante un largo período de varios años, viví en un estado espiritual desesperanzado y lamentable. Me decía: «Si mi nombre no está escrito en el libro de la vida desde toda la eternidad, es inútil suponer que mis promesas y oraciones, o las de la humanidad entera, puedan hacer que se inscriba ahora». Había hecho muchos votos, con la mayor solemnidad, y luego los había quebrantado todos, y veía con la intensidad de la aflicción juvenil, que no había esperanza para mí. Seguí pecando a todas horas, y revolviéndome contra el pecado, y arrepintiéndome de cada una de las transgresiones tan pronto como tenía tiempo de pensar. ¡Ah, pero qué desdichada situación es este estado impío en que cada esfuerzo por alcanzar la rectitud no hace sino agravar nuestra culpa! Me di cuenta de que era inútil luchar; porque tras deliberar en mi interior, llegué a la siguiente conclusión: «Aun cuando me arrepintiese de todos mis pecados, y derramase lágrimas de sangre por ellos, me seguiría agobiando el peso de la transgresión original, que es suficiente para aplastarme y hundirme en lo más profundo del infierno. Puedo enfurecerme contra mis primeros padres por haber pecado, pero ¿cómo puedo arrepentirme yo de su pecado? Es algo que no alcanzo a comprender».
No obstante, en aquellos días de depravación y corrupción arraigaron en mí algunos de esos principios que más tarde se propagarían con asombrosa fecundidad entre los héroes de la promesa y la fe. En particular, sentía gran indignación contra todos los malvados de este mundo, y a menudo ansiaba tener el medio de limpiarlo de carga tan perniciosa. John Barnet, el criado de mi reverendo padre, me caía extremadamente antipático; pero, pensando que podía ser un justificado, me abstenía de causarle ningún daño. Siempre me llevaba la contraria; y cuando estábamos los dos solos, en la cuadra o en el campo, me afeaba mis faltas con tal severidad, que mi corazón parecía que no iba a soportarlo. Se enteró de algunas mentiras de cierto peso que yo había dicho, y me las reprochó con tales términos que fui incapaz de negarlas. Las mejillas me ardían de agravio más que de vergüenza; y él, creyendo que me tenía dominado, se explayaba de manera inhumana, diciéndome que era un egoísta y un engreído que fingía sentir gran vocación religiosa para encubrir mi disposición falsa y viciosa, y que no le extrañaría que acabara en el patíbulo.
Hice acopio de valor ante su demasiada severidad, y le contesté: «¿Quién te ha nombrado a ti juez de las acciones y el carácter de las criaturas del Todopoderoso; tú que eres un gusano ante sus ojos? ¡Qué bien te va dispensar sentencias y anatemas! ¿No ha hecho al uno para honrar y al otro para deshonrar, como en mi caso y el tuyo? ¿No ha edificado sus historias en el cielo y hundido sus cimientos en la tierra? ¿Y cómo puede un ser como tú juzgar el bien y el mal, que están sujetos a las obras de su mano; o los principios opuestos que anidan en el alma del hombre, donde se corrigen, modifican y perfeccionan unos a otros?».
Así se lo dije, en ese alarde de fervor por el que era tan notable a mis años, esperando confundir al viejo Barnet; pero él se limitó a negar con la cabeza y, con la más provocadora de las sonrisas, dijo: «¡Vaya! Tan sublime y ridícula sofistería solo la he oído de una boca. No hace falta jurar ante el sínodo de la Iglesia Presbiteriana quién es vuestro padre, mi joven señor. Por mi parte, nunca he visto a un hijo tan parecido a su padre desde que abrí los ojos al mundo —dicho esto se marchó, añadiendo con malicia—: Vos habéis nacido para honrar y yo para deshonrar, ¿no? ¡Un calabacín, es lo que eres!».
«Esto me lo paga el bellaco como dos y dos son cuatro», pensé. Conque fui y pregunté a mi madre si John Barnet, era un justo. Dijo que no lo sabía, aunque suponía que sí, lo que no me animó demasiado. Seguidamente fui a mi reverendo padre, y le pedí su opinión, aunque no esperaba mucho más de su parte. Él conocía a un elegido con verlo, por así decir, y era capaz de señalar, entre los de su parroquia y de las parroquias vecinas, quién había nacido en el seno del pacto de la promesa, y quién no.
—Paso mucho tiempo al lado de vuestro criado, el viejo Barnet, padre —dije.
—Ya lo sé, muchacho; ya lo sé —murmuró.
—Quisiera no estar tanto con él —dije—, ya que no sé qué clase de compañía es. ¿Es John un hombre virtuoso, padre?
—¡Cómo, muchacho; pues claro! John es un hombre moralmente bueno, aunque tiene muy poca levadura de la auténtica rectitud, que es la fe. Me temo que el viejo Barnet, con toda su buena dosis de honradez, es un réprobo.
Mi corazón se alegró lo indecible ante este comentario; suspiré hondamente y bajé la cabeza. Mi digno padre me observó y me preguntó el motivo; cuando le contesté:
—¡Qué espantoso me resulta pensar que voy a diario en confiada compañía con alguien cuyo nombre está escrito en rojo en el libro de la vida; cuyo cuerpo y alma están, desde toda la eternidad, destinados a la muerte eterna, y al que la sangre de la expiación jamás, jamás podrá alcanzar!
—Mientras estemos en el mundo, debemos mezclarnos con sus habitantes —dijo él—; y las manchas que se nos puedan adherir por esta mezcla, lo que es inevitable, se lavarán. Es nuestro deber, sin embargo, rehuir la sociedad de los malvados cuanto sea posible, a fin de no participar en sus pecados, y no tener luego que compartir el castigo con ellos. No obstante, John es un hombre honrado, y quizá pueda alcanzar un atisbo de la gracia.
—Yo siempre lo había tenido por un hombre bueno, hasta hoy —dije—, que ha proferido ciertos reproches sobre vuestra persona, tan horribles que me he estremecido al pensar en la perversidad y maldad de su corazón. Me estaba reprendiendo muy impertinentemente por una supuesta falta, que no existe salvo en su envidioso cerebro, cuando he intentado disuadirlo de su creencia con el espíritu del sereno argumento cristiano. Pero, ¿cómo creéis que me ha contestado? Pues torciendo el gesto, y diciendo que tan sublime y ridícula sofistería solo la ha oído de una boca (refiriéndose a la vuestra), y que no hacía falta jurar ante el sínodo de la Iglesia Presbiteriana quién es mi padre, porque jamás se ha visto un hijo tan parecido a su padre como yo al mío.
—Por la salvación de su alma, y por su pan cotidiano, que él estima mucho más, no se atrevería a decir tal cosa, muchacho. Así que tened cuidado con lo que afirmáis —dijo mi reverendo padre.
—Ha dicho esas mismas palabras, y no las negará, señor —dije yo.
Mi reverendo padre se encendió de cólera y salió en busca de John; yo me quedé, y me acerqué a la ventana a escuchar. John estaba entrecavando el huerto de atrás. Espero que no fuera pecado el gozar del diálogo que tuvo lugar, en el que la rectitud se impuso al error.
—Bien, John, hoy es buen día para la azada.
—Sí, no está mal el día, señor.
—¿Agradecéis en vuestro corazón, John, estas mercedes temporales?
—Sin duda, señor; hay que agradecer las mercedes temporales y las espirituales; pero no es siempre el corazón más agradecido el que más lo pregona con la lengua.
—Supongo que no hay nada personal en ese comentario, ¿verdad, John?
—Si cada uno lleva la boina a la medida de su cabeza, bien va por lo que a mí me toca, señor.
—John, no apruebo esas insinuaciones. Tenéis una manera archimaliciosa de soltar aforismos que los hombres de este mundo se exponen a tomar por el lado malo; porque estoy seguro de que vuestras oscuras alusiones tienen sentido muy desagradable.
—Nada de eso, señor; solo la gente malintencionada piensa así. Todo se les vuelve escarnio en el corazón, y eso los hace dudar.
—Esa frase es diez veces peor que la anterior, John; es una clara ofensa: es decirme a la cara que pensáis que soy mala persona.
—Ninguna cabeza puede evitar que le vengan pensamientos, señor.
—No, pero los pensamientos de un hombre están formados generalmente por la observación. Ahora, me gustaría saber, aun de labios de un descreído, qué parte de mi conducta responde a semejante conclusión.
—Ninguna en particular, señor; yo saco mis conclusiones del carácter entero del hombre, y no son muchas las veces que yerro.
—Bueno, John, ¿y qué clase de carácter general suponéis que tengo yo?
—El vuestro es un carácter bíblico, señor, y lo puedo probar.
—Eso espero, John. Bien, ¿cuál de los caracteres bíblicos creéis que es el que más se parece al mío?
—Adivinad, señor, adivinad; yo os diré si acertáis.
—Veamos; si ha de ser un carácter del Antiguo Testamento, quizá sea el de Melquisedec, porque en todo caso, no podéis negar que hay un punto de semejanza: yo, como él, soy predicador de la rectitud. Y si es del Nuevo Testamento, supongo que os referís al Apóstol de los Gentiles, del que soy humilde representante.
—No, no, señor; mejor aún que esos, y de un parecido mucho mayor. Ya que me ponéis en esta alternativa, no tengo más remedio que hablar. Sois el justo fariseo, señor, que va con el pobre publicano a rezar al templo; y en este momento desempeñáis el mismo papel, y decís en vuestro corazón: «Señor, te doy las gracias por no ser como los demás, y menos como este incrédulo e impío pecador, John Barnet».
—Espero poder decir eso, en efecto.
—¡Vaya! ¡Ya os lo había dicho! Pero oídme, señor: aquí el pobre pecador, John Barnet, pertiguero y criado vuestro, no cambiaría con vos su suerte ni su conciencia por nada del mundo, aunque le ofrecieseis diez veces lo que poseéis, incluida vuestra justificación por la fe.
—Sois un descarado impertinente, John; pero no me impresiona vuestro lenguaje de réprobo. He venido a haceros una pregunta que quiero que me contestéis con franqueza ¿Habéis dicho alguna vez a alguien que soy el padre natural de Robert?
—¿Era eso, señor? ¡Ja, ja, ja! ¡No, por Dios, señor! No me atrevería a decir eso en mi vida. Dudo que en mi cuenta, y en el costal de mis culpas, o en la parte de miseria que me toque cargar, esté el haber dicho yo tal cosa. ¡Ca, ca! ¡Eso no! ¡Demasiado fuerte para un Melquisedec o un San Pablo!
—John, sois un irreverente, y os aconsejo que dejéis de lanzar los dardos de vuestras burlas contra mí. Decidme, ¿os atrevéis a decir, o a pensar, que yo soy el padre natural de ese joven?
—Vos no podéis impedirme pensar lo que quiera, señor; ni yo mismo puedo, tampoco.
—Pero ¿habéis dicho a alguien que se parece a mí, y que es su padre clavado?
—Muchas veces he dicho que se parece a vos, señor. Eso nadie es capaz de negarlo.
—Pero John; hay muchas razones naturales que explican semejante parecido, aparte de la consanguinidad. Depende mucho de los pensamientos y los afectos de la madre; y es probable que la madre de este joven, abandonada por su indigno esposo, haya vuelto sus pensamientos hacia mí, verosímilmente como su protector, y eso ha dado lugar al sorprendente parecido.
—Sí; puede ser, señor. Yo no sabría decir.
—Yo he conocido a una dama, John, que dio a luz un niño negro, únicamente por la circunstancia de haber sufrido un sobresalto al entrar su criado negro, y no haberlo podido olvidar en varias horas.
—Puede ser, señor; yo lo que sé es esto: que si fuera yo el , no habría aceptado esa historia.
—Entonces, John, ¿os empeñáis en creer, por un parecido casual, que este joven es mío?
—Los pensamientos del hombre son tornadizos, señor; vienen sin que se les llame, y se van sin avisar, y sin que uno pueda remediarlo. Yo no voy a decir que que es hijo vuestro, ni que lo es; así que más vale que no sigáis preguntando sobre el particular.
—Escuchad entonces mi decisión: si no me prometéis bajo palabra de honor que no diréis nunca, ni volveréis a insinuar en vuestra vida, la especie de que ese joven es mi hijo natural, os quitaré las llaves de la iglesia y os echaré de mi servicio.
John sacó las llaves y las arrojó a la grava, a los pies del reverendo.
—¡Ahí tenéis las llaves de vuestra iglesia, señor! No tenía demasiada fe en ellas desde que habéis salido por esa puerta. Las he llevado treinta y tres años, pero sentía como si me quemaran en el bolsillo desde vuestra entrada. Tomadlas y dádselas a quien queráis, y que le sean de provecho. El viejo John puede ser un mendigo y dormir en un pajar o en el fondo de una zanja; pero siempre será dueño de sus pensamientos, y los manifestará o no según le parezca.
Ese mismo día dejó la rectoría, y yo me alegré de librarme de él; porque detestaba que me tuviese tan sometido un cautivo de la iniquidad para el que no parecía haber esperanza, dado que se recreaba en su insolencia y se negaba a someterse a tan justo maestro como era su amo.
Fue por esta época cuando mi reverendo padre pronunció un sermón, una de cuyas frases me causaron enorme desagrado: dijo que cada pecado que quedaba sin arrepentimiento originaba un nuevo pecado con cada soplo que el hombre aspiraba, y cada uno de esos nuevos pecados se sumaba a la lista de la misma manera. Me sentí anonadado ante la multitud de mis transgresiones; porque era consciente de que tenía cantidades y cantidades de pecados de los que jamás me había podido arrepentir del todo; y puesto que databan de mucho tiempo atrás, comprendí, por un moderado cálculo, que se elevarían a unos ciento cincuenta mil por minuto, y no veía fin a la serie de arrepentimientos de que tendría necesidad. Una vida no era nada si debía llegar al total, y dado que me hallaba (de eso estaba seguro) en mi estado de naturaleza y sin la gracia del arrepentimiento, ¿qué podía hacer, o qué iba a ser de mí? Así que seguí pecando sin freno. Pero más me turbaba el número que la magnitud de mis transgresiones; y las insignificantes me confundían más que las graves, ya que estas poseían generalmente un efecto beneficioso en forma de castigos a los hombres malvados, a los muchachos insolentes y a las mujeres mentirosas y disfrutaba incluso en mi temprana juventud, haciendo de azote en la mano del Señor; de otro Jehú, de otro Ciro, de otro Nabucodonosor.
En general, recuerdo que tenía una gran confusión en lo que se refiere a mis pecados y mis arrepentimientos; no sabía por dónde empezar ni cómo seguir, y me asaltaba a menudo un gran temor a encontrarme enteramente sin Cristo, y a que Dios no fuese sino un fuego que acabaría consumiéndome. No podía evitar caer continuamente en nuevos pecados; pero luego, todo se resolvía misericordiosamente, ya que a menudo me veía obligado a arrepentirme muy de veras por los castigos corporales que recibía al descubrirse estos delitos míos. Era especialmente dado a mentir, y no puedo sino admirarme de la clemencia con que se me han perdonado estas faltas juveniles. Ahora que sé que han sido borradas todas, y que soy una persona aceptada, puedo confesarlos con más libertad: lo cierto es que una mentira siempre allanaba el camino a otras, hora tras hora, día tras día, año tras año; de manera que me encontraba constantemente enredado en un laberinto de falsedades, del que me era imposible liberarme. Cuando me enteraba de que una persona era piadosa, casi era capaz de cubrirlo de besos; pero contra la parte carnal de la humanidad, me oponía invariablemente con determinación. Honraba a los verdaderos ministros del evangelio; pero al bando episcopaliano y a los predicadores de las buenas obras los odiaba, y hasta esta hora los considero los peores y más odiosos transgresores.
Solo había un joven en la clase del señor Wilson que me aventajaba en todas las materias de la enseñanza. Competí con él año tras año, pero en vano; porque era un muchacho ruin, y estaba seguro de que tenía tratos con el diablo. Efectivamente, en todo el país se tenía la convicción de que su madre era bruja; por último, llegué al convencimiento de que no era un ingenio humano el que me derrotaba con tanta facilidad en latín, después de pasarme noches enteras, con mi reverendo padre, estudiando la lección en todos sus apartados. A menudo la decía tan bien como él, y a veces mejor; pero en cuanto el señor Wilson empezaba a preguntarnos, mi adversario sobresalía siempre por encima de mí. Decidí (porque sabía que era una mala persona, un hijo impenitente del demonio) vengarme de él y humillarlo como fuera. Así que no perdí ocasión de disponer al maestro en contra suya, y varias veces conseguí que le pegase severamente por faltas de las que era inocente. Me es difícil describir la alegría que me producía ver sufrir a un ser malvado que, aunque no lo merecía por una cosa, en cambio se lo tenía ganado por otras. Puede que mucha gente considere esto un pecado grave por mi parte; pero no es verdad, porque lo hacía por deber; y lo que un hombre o un joven hace en pro de la justicia, jamás se cargará a la cuenta de sus transgresiones.
Este muchacho, M’Gill se llamaba, estaba siempre, en las horas de recreo, enfrascado dibujando animales, hombres, mujeres, casas, árboles y, en suma, cualquier cosa con que tropezaba su mirada. El maestro sonreía ante estas cosas profanas, y las admiraba; así que comencé a practicar yo también, en secreto. Apenas había intentado esbozar un par de veces la figura de un hombre, cuando se me ocurrió dibujar la del señor Wilson. Tenía unos rasgos tan acusados que era difícil que no lo consiguiera; quedé tan satisfecho y complacido con el gracioso parecido que me salió que solté una carcajada. No dibujé más figura que esta, y la repetí en todas las posturas que podía adoptar un hombre y un maestro de escuela. A menudo me pasaba horas repitiendo esta caricatura, y no tardé en dominar tanto la silueta, que pude dibujarla en todas las posturas. Luego me llevé a casa el libro de álgebra de M’Gill y le dibujé varias caricaturas groseras del señor Wilson aquí y allá, algunas especialmente ridículas. Aguardé a que se produjese el descubrimiento de este tesoro con impaciencia; pero como era un libro que M’Gill no utilizaba, comprendí que iba a pasar mucho tiempo antes de poder disfrutar del resultado de mi magnífico plan: así que, con una ingeniosidad en la que era yo maestro, lo puse a la vista de nuestro dómine. ¡Jamás olvidaré la ira que brilló en la faz del tirano! Me sentí realmente aterrado y temblé al oír su voz. Llamó a M’Gill, lo interrogó en relación con los ofensivos dibujos. Él negó de plano que fueran obra suya. Pero al preguntarle el maestro quién los había hecho, no supo qué decir, aunque afirmó que se trataba de una jugarreta. El señor Wilson empezó a dudar, me pareció a mí; pero la prueba en contra de M’Gill era tan fuerte que finalmente sus solemnes protestas de inocencia no hicieron sino agravar su crimen. No había nadie en la escuela a quien se le hubiese visto nunca dibujar figuras más que a él, y sobre él cayó toda la ira del tirano. Fue espantoso; hasta abrigué esperanzas de que no abandonase culpable esta vida. Pero dejó la escuela durante varios meses; se negaba a volver para que lo castigasen por faltas de otros, y yo me erigí en rey de la clase.
Finalmente, se arreglaron las cosas entre los padres de M’Gill y el maestro de escuela, pero entretanto yo ya le había sacado ventaja, y jamás me esforcé tanto en conservar la supremacía. Pero no sirvió de nada: volvieron a imponerse los poderes hechiceriles y otra vez fui desplazado con lágrimas en los ojos. Solo se me ocurría una manera de arreglarlo; y llevado por la desesperación, la puse en práctica. Dije una mentira sobre él. Fui osadamente al maestro y le conté que había oído a M’Gill maldecirlo de manera espantosa e insultarlo ignominiosamente. Llamó a M’Gill y lo acusó del crimen; y el orgulloso mequetrefe se quedó tan estupefacto ante la atrocidad de la acusación que se puso rojo como un tomate y se le atascaron las palabras en la garganta cuando quiso protestar. Su culpabilidad era manifiesta; y otra vez fue noblemente azotado, y expulsado de la escuela de forma definitiva, por vagabundo incorregible.
Fue una gran victoria, y con ella disfruté y gocé lo indecible. Sin embargo, estuvo muy cerca de costarme la vida; porque poco después me encontré en el campo con M’Gill; se me acercó y me desafió a una pelea por embustero. Me negué, y dije que lo consideraba muy poca cosa para mí; pero no me dejó en paz; finalmente me dijo que o me sacudía , o , ya que no tenía otro modo de vengarse de semejante canallada. Traté de intimidarlo, pero sin resultado; y creo que habría dado cuanto tenía en el mundo por librarme de él. Por último, se atrevió a darme una patada y a pegarme en la cara; y como yo era mayor que él, y más fuerte, me pareció que no estaba bien soportar pasivamente estas injurias. Sin embargo, yo sabía muy bien que al final prevalecerían los poderes diabólicos de su madre; y fuera por miedo a eso, o porque era consciente de haberle causado un gran daño, el caso es que me quedé sin fuerza en los brazos, peleé lastimosamente y no tardó en vencerme. Tan lastimosamente que me arrodillé, dispuesto a suplicarle que me perdonase. Pero en ese momento se me ocurrió otra idea, y me dejé caer de bruces y pedí ayuda al cielo en mi interior; al mismo tiempo, sentí como si me llegase la seguridad de que mi súplica era escuchada, y que sería atendida. Mientras estaba en esa actitud humillada, el malvado me pateaba y me maldecía. Y súbitamente animado, me levanté y le hice frente otra vez. No llevábamos mucho tiempo enzarzados cuando vi que un hombre venía corriendo hacia nosotros; proferí un grito de alegría y le pegué valientemente. Pero al mirar otra vez, descubrí que era el viejo John Barnet, al que había hecho todo el daño que había podido también; así que de estos dos malvados podía esperarlo todo menos justicia. Volvieron a aflojárseme los brazos, y se impusieron los de mi adversario. El rufián me derribó y me golpeó cruelmente, y mientras me pateaba y me daba puñetazos con toda su gana y placer, se acercó el viejo John Barnet, sin aliento por la carrera, y de una bofetada derribó al suelo a mi adversario. «¡Esto os enseñará, amo —dice John— a portaros mejor! ¡Aparta tú, muchacho! Y si quieres pelear, sé leal. ¡Dios nos acoja! ¿Es de caballeros bien nacidos patear y golpear a un joven que está en el suelo?».
Cuando oí esta amable e inesperada intervención, me envalentoné otra vez y, levantándome de un salto me abalancé sobre mi adversario; pero John, sin decir palabra, se mordió el labio, me agarró por el cuello, y me arrojó al suelo. M’Gill le pidió que se quedase, cuidase que la pelea fuera limpia, y nos dejase terminarla; «porque —añadió— es un mentiroso y un canalla, y se merece diez veces más de lo que le he dado».
—Ya sé que es eso, y más, amigo —replicó John—; pero ¿cómo sé que no sois igual o peor? No dice mucho en favor de ninguno de los dos el que estéis aquí destrozándoos como perros.
John alzó el garrote y se plantó entre nosotros, amenazando con matar de un estacazo al primero que levantase la mano contra el otro; pero, viendo que ninguno dábamos muestras de estar dispuesto a dejarlo, me llevó a casa delante de él como un buey, vigilando con atención, no fuera que M’Gill nos siguiese. Me sentía inmensamente agradecido a John; pero me quejé de su intervención ante mi madre, y el viejo y entrometido pecador no recibió las gracias por su intervención.
Estoy escribiendo de memoria, y no recuerdo nada más de esos primeros días; al menos, nada digno de consignar. Confieso que yo era un grande y aventajado pecador. Sin embargo, tenía esperanzas de alcanzar el perdón, puesto que nunca pecaba por principio, sino por accidente; y en aquel entonces siempre de arrepentirme de estos pecados en conjunto, ya que era imposible hacerlo uno por uno; y aunque no siempre salía airoso en mis esfuerzos, no podía evitar que, habiéndome sido negada la gracia del arrepentimiento, no me considerase en absoluto responsable del fracaso. Es más, había muchos pecados mortales en los que nunca caía, dado que tenía miedo de los llamados en la Revelación pecados excluyentes, de manera que constantemente me protegía contra ellos. En especial, procuraba desdeñar, si no odiar, la belleza de las mujeres, a las que tenía por el mayor peligro a que está sujeta la humanidad; y aunque los jóvenes y las doncellas, y aun las mujeres maduras (mi madre incluida), me tildaban de desdichado antinatural, yo me ufanaba de mi dominio; y hasta hoy me siento orgulloso de haber escapado de la más peligrosa de las asechanzas.
También me mantuve libre de los pecados de la idolatría y la incredulidad, ambos de naturaleza mortal; y en general, creo que en esa época no quebranté (es decir, no quebranté totalmente) más de cuatro, de los diez mandamientos; pero a pesar de eso, tenía suficiente lucidez para considerar que ni mis buenas obras ni mis malas acciones influirían lo más mínimo en los eternos decretos de Dios con relación a mí, tanto en el sentido de mi aceptación como de mi reprobación. Y confiaba enteramente en la generosidad de la gracia gratuita, juzgaba la honradez humana como un pingajo inmundo, y creía en la verdad trascendental y sublime de que, cuanto más cargado está el creyente de transgresiones, más cálidamente es recibido en el trono de la gracia. Y tengo razones para creer que fueron esta confianza y esta fe las que finalmente aseguraron mi aceptación.
Llego ahora al más importante período de mi existencia; período que ha modelado mi carácter y ha influido en todas las acciones de mi vida, sin el cual, esta enumeración de mis actos habría sido como un cuento, un monótono, una perorata insulsa, una fruslería, en suma. Muy al contrario, lo que viene ahora es una relación de grandes y terribles acciones, llevadas a cabo con el poder y el concurso del cielo. .
Al igual que el rey pecador de Israel, había estado durante un tiempo caminando calladamente ante el Señor. Me había humillado por mis transgresiones y, que yo recuerde, me había contristado por su número y su enormidad. Mi reverendo padre, por otra parte, me interrogaba a diario acerca del estado de mi alma, y unas veces mis respuestas le producían satisfacción, y otras no. En cuanto a mi madre, insistía sin descanso en el asunto de mi fe; sin embargo, aunque yo sabía que era cristiana, confieso que despreciaba sus instrucciones heterogéneas y no tenía mucho respeto a su persona. Si esto era un crimen por mi parte, nunca lo pude evitar. Lo confieso con franqueza; y hasta me parece que era un castigo que el cielo le había impuesto por algún pecado de sus primeros tiempos, y que no podía haberla tratado de otro modo a como lo hice.
En este estado de ánimo me encontraba, cuando una mañana se levantó mi reverendo padre de su silla, acudió a mi encuentro en el momento en que entraba yo en el aposento, me abrazó y me introdujo en la comunidad de los justos en este mundo. Me quedé mudo de asombro, incapaz de responder de otro modo que con miradas de sorpresa. Mi madre vino también, me besó y lloró sobre mí; y tras derramar sobre mi cabeza innumerables bendiciones, me dio la bienvenida, también, al seno de la sociedad de los . Luego, me cogieron cada uno de una mano y mi reverendo padre me explicó cómo había luchado por mí con Dios, igual que hizo el antiguo patriarca, no una noche, sino durante días y años, con amargura y angustia de espíritu; pero que había vencido finalmente y había obtenido la larga y fervientemente deseada confirmación de que era aceptado por el Todopoderoso; y gracias a los méritos y sufrimientos de su Hijo, ahora era yo una persona justificada y acogida entre el número de los hijos de Dios; mi nombre estaba inscrito en el libro de la vida del Cordero, y ninguna transgresión pasada ni fechoría futura, mía o de otro, podría alterar tal decreto. «El poder de las tinieblas —añadió— jamás podrá volverte a arrancar de las manos del Redentor. Y ahora, hijo mío, sé fuerte y constante en la verdad. Aparta tu rostro del pecado y de los pecadores, resiste hasta la sangre, como tantos fieles han hecho en este mundo, y verás doblada tu recompensa. Estoy seguro de tu aceptación por la palabra y el espíritu del que no puede equivocarse, y de que tu santificación y arrepentimiento en la vida seguirán su curso. Alégrate y da gracias, pues has sido arrancado como tizón de la hoguera, y ahora tu redención ha quedado sellada y confirmada».
Lloré de alegría al saberme así a salvo del pecado, y de caer nunca más de mi nuevo estado. Eché a correr hacia el campo y los bosques, a fin de derramar mi espíritu en oraciones al Todopoderoso por su bondad conmigo: todo mi ser parecía renovado; una nueva vida me animaba cada nervio; me sentía como si pudiese flotar en el aire o saltar por encima de las copas de los árboles. Una exaltación espiritual me elevaba, por así decir, muy por encima de la tierra y de los pecadores que se arrastraban en su superficie, y me creí como el águila entre los hijos de los hombres, remontándome a las alturas mientras contemplaba con lástima y menosprecio a las miserables criaturas de abajo.
En ese estado caminaba, cuando vi a un joven de aspecto misterioso que venía hacia mí. Traté de rehuirlo, enfrascado en mis meditaciones; pero se me interpuso de tal modo que no lo pude evitar; más aún, sentí que una especie de fuerza invisible, como un poder mágico irresistible, me empujaba hacia él. Cuando estuvimos a escasa distancia se encontraron nuestras miradas, y no me es posible describir las extrañas sensaciones que recorrieron todo mi ser en ese instante sobrecogedor; instante lleno de las más tremendas consecuencias, y principio de una serie de aventuras que me asombraron a mí, y asombrarán al mundo cuando yo ya no esté en él. No tardará en llegar ese tiempo; antes de lo que pueda suponer quien no conozca el tumulto de mis pensamientos y los trabajos de mi espíritu; y cuando eso haya ocurrido y quedado atrás, cuando mi carne y mis huesos se hayan podrido y mi alma haya ascendido a su eterna morada, entonces los hijos de los hombres reflexionarán sobre los sucesos de mi vida: maravillaos y temblad; temblad y maravillaos de que tales cosas puedan ocurrir.
Nos fuimos acercando aquel joven desconocido y yo, en silencio, despacio, cada uno con los ojos fijos en el otro, hasta que estuvimos a la distancia de una yarda; entonces nos detuvimos y nos miramos con atención, estudiándonos de pies a cabeza. ¡Cuál no fue mi asombro al descubrir que era idéntico a mí! La ropa era igual hasta en los más pequeños detalles. Su figura era igual también; la edad aparente, el color del pelo, los ojos y el semblante según recordaba de haberme visto en el espejo, eran asimismo idénticos. Al principio pensé que se trataba de una visión, y que mi ángel de la guarda se me aparecía en esta importante etapa de mi vida; pero este ser singular me leyó el pensamiento en mis ojos y se adelantó a las mismísimas palabras que yo iba a pronunciar:
—Creéis que soy vuestro hermano —dijo—; o vuestro segundo yo. Soy, efectivamente, hermano vuestro, pero no según la carne, sino en la creencia en las mismas verdades y en la fe en el mismo modo de redención, que para mí son lo más grande y glorioso que pueda haber en el mundo.
—Entonces sois un compañero muy acorde con mi actual estado —dije yo—. Porque este tiempo es tiempo de gran alborozo para mí. Voy a dar gracias al Altísimo por haberme redimido de las cadenas del pecado y de la desdicha. Si queréis uniros a mí sin reserva, en juvenil acción de gracias, iremos los dos a adorarlo juntos; si no, seguid vuestro camino y yo seguiré el mío.
—¡Ah, no sabéis con qué placer deseo acompañaros, y unirme a vuestras elevadas devociones! —dijo él con fervor—. Vuestro estado es verdaderamente digno de envidia; pero me han informado de él, y he venido para ser humilde discípulo vuestro; para que, conversando con vos, y quizá con la ayuda de vuestras plegarias, me iniciéis en el auténtico camino de la salvación.
Exaltado mi orgullo con este discurso, empecé a asumir el papel de preceptor; interrogué a este extraordinario joven sobre sus principios religiosos, y le dije claramente que si era de los que esperan que Dios los acepte simplemente por sus buenas obras, yo no estaba en comunión con él. Rechazó esta falsedad con gran vehemencia, y aseguró que estaba de acuerdo con mi fe. Le pregunté si creía en los eternos e irrevocables decretos de Dios respecto a la salvación y la condenación de la humanidad, y respondió que por supuesto que sí; ¿qué podían significar todas las demás cosas si no creía en eso? Seguimos conversando acerca de otros aspectos de nuestro credo, y a todo cuanto yo sugería se adhería él; e incluso, como me pareció entonces, los llevaba a los últimos extremos, de manera que me asaltaba el secreto temor de que estuviese insinuando blasfemias. Sin embargo, tenía tal actitud y mostraba tal respeto a todas mis opiniones, que me sentía cautivado, a la vez que experimentaba una especie de miedo que no acertaba a explicarme; en varias ocasiones, incluso me vino un involuntario deseo de huir de él. Pero constantemente parecía anticiparse a mis pensamientos y distraía mi propósito mediante algún giro de la conversación que me interesaba de manera especial. Y se alargó en el tema de la imposibilidad de la apostasía para quienes han sido aceptados por Dios y acogidos en su alianza; porque parecía conocer, punto por punto, esa confianza y esa fe en la que se cifran todas mis esperanzas.
Estuvimos paseando hasta que se hizo de noche. El espíritu me daba vueltas todo el tiempo como atrapado por un remolino; y cuando nos separamos, me di cuenta de que había olvidado el propósito con el que había salido al campo, y que me había apartado del culto a Dios, siguiendo las sutilezas y dogmas de este singular e inexplicable ser, que parecía poseer más conocimientos y más información que todas las personas juntas que yo conocía.
Nos despedimos con expresiones de mutuo pesar; y mientras me alejaba, tuve una sensación de liberación; pero al mismo tiempo, cierta conciencia de que no me libraría de él, sino que probablemente sería una amistad que iba a pegarse a mí para bien o para mal. Yo estaba impresionado de su agudeza y erudición acerca de todo; en cuanto a su parecido conmigo, me resultaba totalmente inexplicable. Era la misma persona en todos los conceptos; sin embargo, no lo era siempre; porque había observado varias veces, cuando hablábamos de determinados teólogos y sus dogmas, que su rostro adoptaba cierto parecido con ellos; y me había sorprendido cómo ajustando su semblante al molde de otras personas, penetraba inmediatamente en sus ideas y maneras de pensar. Me había sentido inmensamente halagado e interesado con su conversación; pero no estaba seguro de si había sido buena o mala para mí. Me había desviado de dar gracias al divino Hacedor por sus bondades conmigo, y regresé a casa como había salido, aunque no con la misma alegría y ligereza de corazón. Recuerdo muy bien el día en que fui recibido entre los elegidos y nombrado heredero de todos los privilegios de los hijos de Dios, y en que conocí a este misterioso compañero, que a partir de entonces buscó el medio de intervenir en todos mis asuntos, espirituales y temporales, hasta esta hora en que escribo la presente relación: fue el 25 de marzo de 1704, y acababa de entrar en el año decimoctavo de mi vida. Si debo bendecir a Dios por los acontecimientos de ese día, o lamentarlos, es algo que escapa de mi entendimiento; aunque mucho he pensado en ello, con temor y con temblor; ahora he perdido ya toda esperanza de descubrir alguna vez el verdadero sentido de tales acontecimientos, hasta el día en que mis cuentas deban ser saldadas y evaluadas en otro mundo.
Al lleguar a casa, entré directamente al salón donde estaba mi madre sola. Se levantó sobresaltada y profirió un grito ahogado:
—¿Qué te ocurre, Robert? —exclamó—. ¿Qué te ocurre, hijo mío?
—¿Veis algo especial en mí? —dije—. La dolencia parece que la tenéis vos en vuestra cabeza trastornada o en vuestros ojos miopes; porque lo que es a mí no me pasa nada.
—¡Ah, Robert, estás enfermo! —exclamó—; estás muy enfermo, mi querido niño; estás completamente cambiado; tu misma voz y tu actitud son diferentes. ¡Ay, Jane, sube corriendo al estudio y di al señor Wringhim que baje un momento a hablar con Robert!
—Os ruego, mujer, que os contengáis —dije—. Si dejáis que vuestros extravíos os arrebaten el juicio de esa manera, dejaré esta casa. ¿Qué pretendéis? Os digo que no me pasa nada: nunca me he sentido mejor.
Mi madre profirió otra exclamación y corrió a interponerse entre la puerta y yo para impedir que me fuera; entretanto, entró mi reverendo padre, y no he olvidado cómo nos miró, a través de sus lentes, primero a mi madre, y luego a mí. Me pareció que su ojos ardían como dos velas y tuve miedo de él, lo que supongo hizo más vacilante mi expresión.
—¿A qué viene todo esto? —dijo—. ¡Señora! ¡Robert! ¿Qué ocurre aquí?
—¡Oh, señor, es nuestro niño! —exclamó mi madre—; ¡nuestro querido niño, señor Wringhim! Miradlo y habladle: ¡o se está muriendo, o nos lo han cambiado, señor!
Me miró con expresión de gran alarma, murmurando para sus adentros; y cogiéndome luego del brazo como para buscarme el pulso, dijo con voz insegura:
—Efectivamente, algo te ha sucedido, en el cuerpo o en el espíritu, muchacho. Has cambiado desde esta mañana, al extremo de que podía haberte tomado por otra persona. ¿Has sufrido algún accidente?
—No.
—¿Has visto algo que se aparte del curso natural de las cosas?
—No.
—Entonces, me temo que Satanás se ha ocupado de ti, tentándote de manera nada común, en esta etapa decisiva de tu vida.
Pensé en mi compañero de ese día; y la idea de que pudiese ser un agente del demonio me produjo tal efecto, que no tuve fuerzas para contestar.
—Ya sé qué es —dijo—: tienes el espíritu turbado, y no me cabe duda de que el enemigo de nuestra salvación ha estado contigo. Dime, ¿te ha vencido o no?
—No, mi querido padre —dije—. Con la fortaleza del Señor, espero haberlo rechazado. Pero desde luego, si se ha ocupado de mí, yo no lo he reconocido. Hoy he estado conversando tan solo con un desconocido, al que he tomado más bien por el ángel de la luz.
—Una de las argucias más solapadas del diablo es presentarse como tal —dijo mi madre.
—¡Señora, tranquilizaos! —dijo mi reverendo padre—. Pretendéis enseñar lo que no sabéis. Dime una cosa, muchacho: ¿suscribió ese desconocido con quien has estado, los principios religiosos en los que te he educado?
—Sí, cada uno de ellos, en toda su amplitud —dije yo.
—Entonces no es con un agente del Malo con quien has estado —dijo él—; porque esa doctrina ha sido calculada para confundir a las fuerzas y las potestades, a los poderes y dominaciones del reino de las tinieblas. Oremos.
Después de pasarnos como un cuarto de hora en solemne y sublime acción de gracias, este hombre santo y ministro de Jesucristo manifestó su decisión de que el día siguiente lo guardase la familia como de solemne acción de gracias, y lo pasarámos en oración y alabanza por la llamada y elección de uno de sus miembros; o más bien por haber sido revelada al mundo dicha elección, así como confirmada en el cielo.
Así que el día siguiente fue para mí de santo gozo. Empezó mi reverendo padre imponiendo sus manos sobre mi cabeza; luego me bendijo, y me ofreció al Señor de la manera más impresionante y terrible. No fue rutinario este rito profundo, ya que lo hizo con todo el celo y fervor de un devoto de la verdadera causa y un campeón del bando que había abrazado. Utilizó esas palabras notables que aún atesoro en mi corazón: «Lo entrego solo a Ti, enteramente a Ti, y por siempre a Ti. A Ti lo dedico, en alma, cuerpo y espíritu. No como los malvados de este mundo, o los mercenarios de una Iglesia sacrílegamente llamada con Tu nombre. Lo consagro a Ti, para que sea Tu siervo; no con palabras y fórmulas inertes, dictadas por los satélites del Anticristo; lo pongo en Tus manos, Señor, como el capitán pone en las de su soberano la espada con que extermina a sus enemigos. Ojalá sea arma de doble filo en las Tuyas, y venablo disparado por Tu boca, para destruir, y vencer, y atravesar; y ojalá los enemigos de Tu Iglesia caigan ante él, ¡y sean como estiércol que abona la tierra!».
Desde ese instante sentí que estaba prescrito que sería no ya un ministro del evangelio, sino uno de sus paladines, con la misión de borrar de la faz de la tierra a los enemigos del Señor. Y me congratulé de esta misión, ya que encontraba más acorde con mi naturaleza matar pecadores con la espada que arengarlos desde el púlpito, esforzándome en obtener un efecto que Dios, con su acto de predestinación absoluta, había hecho definitivamente irrealizable. Cuanto más meditaba sobre estas cosas, más veía yo la estupidez e incoherencia de los predicadores, que malgastaban sus vidas amonestando y reconviniendo al pecador, para inducirlo a hacer lo que no estaba a su alcance hacer. Puesto que Dios había decidido desde toda la eternidad el destino de cada individuo que naciese de mujer, ¡cuán vano era esforzarse en salvar a los que el Creador había predestinado, por inexorable decreto, a la condenación! Yo no podía dudar de la doctrina que el mejor de los hombres me había enseñado, y hacia la que conducía la totalidad de las Escrituras; sin embargo, eso mismo hacía que la economía del mundo cristiano me pareciese una absoluta contradicción. ¡Cuánto más sensato sería, pensaba yo, empezar a eliminar pecadores con la espada!, porque mientras no se llevase a cabo dicha empresa, no podrían los santos heredar la tierra en paz. ¡Cómo gozaría si se me honrase como tal instrumento para dar comienzo a esta magna obra de purificación! Pero, ¿dónde encontraría los medios, o bajo qué dirección debía empezar? Una cosa estaba clara: ahora pertenecía al Señor, y mi misión era servirlo. ¡Ah, ojalá tuviera una hueste a mis órdenes! ¡Sería como un fuego devorador entre los agentes de la iniquidad!
Henchido de estas grandes ideas, corrí a la ciudad y busqué el sendero particular que atraviesa el prado y el bosque de Finnieston, donde mi reverendo preceptor tenía el privilegio de pasear en sus meditaciones, y cuya llave estaba siempre a mi disposición. Cerca de uno de los portillos vi a un joven sentado en actitud devota, leyendo la Biblia. Se levantó, se quitó el sombrero y me hizo un saludo con la cabeza, que yo devolví y seguí andando. No bien hube cruzado el portillo, me vino la súbita impresión de que conocía la cara de este joven, y que sin duda era algún amigo al que debía haber dicho algo. Recorrí un trecho y di la vuelta; iba y volvía, tratando de recordar quién era; aunque en vano. Sin embargo, su semblante y su ademán ejercían una especie de fascinación que me atraía hacia él a mi pesar; hasta que decidí acercarme, aunque solo fuese para averiguar quién era.
Fui y lo saludé; pero estaba tan absorto en su libro que, pese a mis palabras, no alzó los ojos. Me fijé en el libro; me pareció la Biblia, con sus columnas, capítulos y versículos; pero estaba escrita en una lengua que yo desconocía, y tenía tachadas las páginas con rayas rojas. Me produjo una sacudida como de descarga eléctrica la visión de este libro misterioso, y me quedé en suspenso. Él alzó los ojos, sonrió, lo cerró y se lo guardó en el pecho:
—Parece que os ha afectado extrañamente este libro, mi querido señor —dijo con suavidad.
—¡Dios mío, qué libro es? —dije yo—. ¿Es la Biblia?
—Es Biblia, señor —dijo él—; pero dejaré de leerla, ya que me alegro de veros. Y bien, ¿no es este un día de santificación para vos?
Lo miré a la cara pero no respondí, tenía los sentidos ofuscados.
—¿No me conocéis? —dijo—. Parece que dudáis. ¿No tuvimos ayer, vos y yo, una agradable y amistosa conversación?
—Disculpad, señor —dije—. Pero si sois el caballero con quien pasé varias horas ayer, sin duda tenéis la habilidad del camaleón para cambiar de fisionomía; jamás os habría reconocido.
—Mi cara cambia con mis pensamientos y sensaciones —dijo—. Es una peculiaridad natural en mí que no controlo bien del todo. Si observo con atención el rostro de un hombre, el mío adquiere gradualmente sus rasgos y su expresión. Y lo que es más, cuando miro así, no solo llego a adoptar su parecido, sino que adquiero sus ideas, y su mismo modo de ordenarlas; de manera que, como veis, con solo centrar la atención en alguien absorbo su parecido; y con su parecido, acabo tomando posesión de sus pensamientos más secretos. Como digo, es una peculiaridad de mi naturaleza, un don del Dios que me hizo. Si me lo concedió como una bendición o no, es algo que solo sabemos Él y yo. En todo caso, ese privilegio tengo… Nunca me equivoco sobre el carácter de la persona por la que me intereso.
—Un don extraordinario —repliqué—; yo daría lo que fuese por poseerlo. Entonces, a lo que parece, es inútil disimular con vos, ya que en cualquier momento podéis extraer de nuestro interior los pensamientos más íntimos. ¿Ya conocéis mi carácter natural?
—Sí —dijo—; y eso es lo que me inclina hacia vos. Al adoptar ayer vuestro parecido, me familiaricé con vuestro carácter; y tanto la profundidad y alcance de vuestros pensamientos, como la heroica magnanimidad con que se combinan, me llenaron de asombro. Pero ahora, además, estáis consagrado a la magna obra del Señor; razón por la que he decidido unirme a vos cuanto me sea posible, y prestaros todo el servicio de que es capaz mi limitada inteligencia.
Confieso que me sentí inmensamente halagado ante estos cumplidos a mi talento, expresados por un joven dotado de méritos superiores por demás y que, a una modestia y una afabilidad raras a sus años, sumaba una grandeza de genio y una sabiduría que casi escapaban a la comprensión humana. Sin embargo, adopté ante él cierta superioridad que consideraba obligada si quería que mantuviera su concepto de mi carácter excepcional. Nuevamente estuvimos conversando hasta que empezó a oscurecer; y las ideas que más se esforzó en inculcarme fueron la infalibilidad del elegido y la preordinación de todo cuanto iba a ocurrir. Fingí rebatirle la primera de estas cuestiones, para demostrarle la capacidad de mis poderes dialécticos, y dije que «indudablemente había grados de pecado que podían inducir al Todopoderoso a condenar al elegido». Pero mi hasta ahora humilde y modesto compañero atacó esta afirmación con tal calor, que me dejó no solo mudo, sino absolutamente avergonzado.
—Cómo, señor —dijo—; proclamando semejante idea desacreditáis la magna expiación en la que confiáis. ¿No hay bastante mérito en la sangre de Jesús para salvar miles de mundos, si hubiese muerto por ellos? Entonces, sabiendo como sabéis (y como cada uno de los elegidos sabe por sí mismo) que este Salvador murió por vos de manera especial y particular, ¿os atrevéis a decir que no hay bastante mérito en ese gran sacrificio para borrar todos vuestros pecados, por horrendos y atroces que sean? Y más aún, ¿no reconocéis que Dios ha preordinado y decretado cuanto ha de suceder? Entonces, ¿cómo consideráis que está en vuestro poder evitar una acción de vuestra vida, sea buena o mala? El consejo del gran predicador es verdadero: «Lo que ves que tu mano sabe hacer, hazlo con todas tus fuerzas, pues ninguno de nosotros sabe lo que el día puede traer». Es decir, ninguno de nosotros sabe qué está preordinado; pero sea lo que sea, , ya que ninguna de estas cosas se cargará a nuestra cuenta.
No acababa de creer que estas palabras fueran auténticas ni ortodoxas; pero no tardé en comprender que, en vez de humilde discípulo mío, este recién conocido debía ser mi guía y director, y todo bajo la modesta apariencia de sentarse a mis pies para aprender la verdad. Dijo que veía que yo estaba llamado a realizar alguna gran acción por la causa de Jesús y su Iglesia, y que aspiraba seriamente a compartirla conmigo; pero me suplicaba que no creyese que me era posible apartarme ya nunca de la verdad, ni del favor de Aquel que me había elegido, no fuese que esta desconfianza desbaratase las buenas obras que me propusiera.
Había algo tan adulador en todo esto, que no podía resistirme. No obstante, cuando se despidió de mí, sentí como un gran alivio. Pero antes de que llegase el día siguiente ya estaba yo deseoso e impaciente por verle otra vez. Nuestra amistad se fue acrecentando de día en día; aunque yo seguía sin saber quién era, en tanto mi madre y mi reverendo padre insistían en que había cambiado, y que mi aspecto, mis modales y mi conducta entera eran distintos. Pero siempre había algo que me impedía hablarles de mi nueva amistad, aparte de lo que ya les había contado el primer día. Disfrutaba con él, estaba orgulloso de él, y pronto me fue imposible vivir sin él; con todo, aunque decidía un día tras otro revelar la historia de esta amistad, no estaba en mi poder hacerlo: siempre surgía algo que frustraba mi propósito; hasta que finalmente dejé de intentarlo. Resolví gozar de su fascinante compañía en secreto, aunque manteniendo independencia. Este último propósito, sin embargo, resultó un fracaso. Me lancé intrépidamente a la empresa, pero no tenía fuerzas suficientes; mi acompañante, con la mayor suavidad imaginable, se salía siempre con la suya. Y unas veces me enfurecía y otras derramaba lágrimas, cuando me veía obligado a rendirme ante proposiciones contra las que sentía al principio que se sublevaban todas las fuerzas razonables de mi alma; y a pesar de mi resistencia, acababa imponiéndose dialécticamente y, o me obligaba a someterme a sus reglas y a asentir a la verdad de sus tesis, o bien me derrotaba tan completamente que me quedaba sin argumentos que poder aducir para refutarlas.
Al cabo de varias semanas e incluso de meses de intimidad, observé, algo asombrado, que no habíamos rezado juntos ni una sola vez; más aún, que había logrado desviarme de estos deberes, haciendo que los abandonara por completo. Me pareció que era una mala señal en un hombre aparentemente tan empeñado en inculcar aspectos importantes de la religión, y resolví ponerlo a prueba al día siguiente y pedirle que ejecutase ese sagrado deber en nombre de los dos. Se opuso resueltamente, diciendo que, en efecto, había pocas personas con quienes él podía unirse en oración, y que había tomado la decisión de no hacerlo nunca, ya que estaba seguro de que pedirían demasiadas cosas que él rechazaba, y que si oficiaba él habría muchas otras que no entrarían en el ámbito de la fe de los demás. Desaprobaba por entero la oración tal como se efectuaba en general, dijo. El hombre la tenía meramente por un asunto egoísta y la empleaba de continuo para pedir; para pedir lo que fuera, siendo así que todas las criaturas de Dios deberían estar contentas con su suerte y no arrodillarse ante él sino para darle gracias según los beneficios que habían recibido. En resumen, razonó con tal energía, que antes de separarnos me sometí, como de costumbre, a su postura, y no volví a hablarle más de rezar.
Varias personas, al verme tan a menudo en su compañía, se lo comentaron a mi madre y mi reverendo padre; pero al mismo tiempo, cada una lo describió de manera diferente. Por último, empezaron a preguntarme sobre el compañero con el que salía, dado que me ausentaba diariamente de casa. Les dije que salía con un joven caballero, cuyo modo de pensar sobre cuestiones religiosas encontraba puntualmente acorde con el mío, y que no me era posible vivir sin él. Mi madre empezó a perorar sobre algunas de sus viejas y consabidas reglas de la fe; pero me fui para no oírla; porque, tras la energía de los argumentos de mi amigo, los suyos me parecían tan blandos que no los soportaba. Y confieso con vergüenza que por ese tiempo empecé a perder el gusto por las disertaciones religiosas de mi reverendo padre, que se iban volviendo cada vez más fastidiosas a mis oídos. Eran tan inferiores en fuerza y sublimidad a los comentarios más corrientes de mi joven amigo que, en comparación, las del primero me parecían trivialidades. Él, sin embargo, me hizo muchas preguntas sobre mi compañero, a todas las cuales di cumplida satisfacción; salvo a una: no pude decirle ni quién era, ni cómo se llamaba, ni de quién era hijo; y yo mismo me maravillé de no haber caído jamás en eso, ya que a la sazón nos habíamos hecho amigos íntimos.
Al día siguiente le pregunté el nombre; como he dicho, había estado a punto de hacerlo muchas veces, cuando hablaba con él. Me contestó que no convenía que un amigo diese nunca su nombre a otro cuando su relación era un secreto, como la nuestra; por su parte, no me había llamado por el mío ni una sola vez, ni lo haría, a menos que yo se lo pidiese.
—Pero si no podéis conversar sin nombrarme, podéis llamarme Gil, de momento —y añadió—: Y si pensase más adelante adoptar otro nombre, lo haría con vuestra aprobación.
—¿Gil? —dije—; ¿no tenéis más nombre que el de Gil? ¿O cuál de vuestros nombres es? Quiero decir, si es nombre de pila o apellido.
—¡Ah, queréis saber también el apellido, claro! —replicó él—. Muy bien, podéis llamarme Gil-Martin. No es mi nombre de pila; pero es un nombre que puede valer para vos.
—¡Eso es muy extraño! —dije—. ¿Os avergonzáis de vuestros padres, que os negáis a dar vuestro nombre verdadero?
—No tengo más que un padre, al que no reconozco —dijo orgullosamente—; así que os ruego que dejemos este tema; me es desagradable. Soy un ser de carácter muy extraño, porque aunque tengo más siervos y súbditos de los que podría nombrar, sin embargo, para satisfacer cierto capricho, los he dejado y me he retirado a esta ciudad; y a pesar de la sociedad que contiene, como veis, me he dedicado exclusivamente a vos. Esto es un secreto, y os lo cuento solo por amistad; así que guardádmelo, os lo ruego, y no digáis a nadie una palabra de esto.
Asentí y no volví a mencionar el asunto; porque de pronto se me ocurrió que no podía ser otro que el zar Pedro de Rusia, del que había oído decir que viajaba por Europa de incógnito; y ni que decir tiene que, desde entonces, abrigué grandes y poderosas esperanzas de alcanzar altos favores, como defensor y vengador de la oprimida Iglesia cristiana, con la influencia de este gran potentado. Él había comentado ya bastantes veces que era más honroso y ventajoso eliminar malvados con la espada que tratar de reformarlos, así que juzgué completamente fundado suponer que se proponía concederme algún alto cargo, y que por esto me había escogido como compañero entre el resto de Escocia, e incluso fingía aprender de mi boca las grandes verdades de la religión. A partir de ese momento, me sentí dispuesto a someterme sin vacilación a las sugerencias de tan grande príncipe.
Nada me asombraba tanto como los excepcionales poderes de que parecía investido. Un día, durante nuestro paseo, nos encontramos con el señor Blanchard, pastor que tenía fama de elocuente y piadoso, aunque con inclinaciones marcadamente moralistas, que se unió a nosotros; estuvimos paseando los tres, y descansamos juntos en el prado. A mi compañero no pareció caerle simpático; pero, de todas maneras, lo observaba a menudo con profunda atención; y hubo varias veces, mientras parecía tratar de adivinar sus pensamientos, en que su rostro adoptó tal parecido con el del señor Blanchard, que me era imposible distinguir al uno del otro. La antipatía entre los dos hombres era mutua, y se hizo palpable al poco rato. Cuando mi compañero el príncipe se marchó, el señor Blanchard me preguntó sobre él; yo le dije que era extranjero, pero que se trataba de un personaje muy grande y excepcional. El comentario del señor Blanchard fue:
—En mi vida he visto a un individuo que me desagrade más, Robert; si de verdad es extranjero aquí, cosa que dudo, creedme que no ha venido a nada bueno.
—¿Habéis observado las poderosas facultades intelectuales de que está dotado? —dije yo—, ¿y lo claro y firme que es en algunas de las cuestiones más interesantes de la teología?
—Son esas grandes facultades intelectuales lo que me asusta de él —dijo—. Es incalculable el mal que puede hacer un sujeto así, si tiene esa inclinación. Hay grandeza en sus ideas, en las que se percibe una mezcla de terror. Al hablar de religión, lo hace como el que tiene miedo de sus verdades, más que respeto. Desde luego, aparenta un gran rigor de ortodoxia en algunos puntos de la doctrina admitida por la Iglesia Reformada; pero parece que no os dais cuenta de que los dos, vos y él, lleváis dichos puntos a extremos peligrosos. La religión es algo sublime y glorioso, vínculo de la sociedad en la tierra, y lazo de la humanidad con la naturaleza Divina; pero nada hay tan peligroso para el hombre como desvirtuar cualquiera de sus principios, o forzarlos más allá de sus límites debidos: ese es el camino más rápido para la condenación; y ninguno hay más fácil de recorrer. No hay error en el que pueda caer el hombre, a cuyo servicio no se haya esforzado vuestro alabado teólogo en poner las Sagradas Escrituras como prueba de honradez, y aunque ha eludido toda discusión abierta delante de mí, cuando lo habéis instado a ello, he podido apreciar claramente que los dos lleváis las ideas de la predestinación absoluta, y sus derivaciones concomitantes, a un extremo que invalida toda religión y revelación; o al menos, las hunde en un caos en el que la inteligencia humana jamás tiene posibilidad de escoger lo que es bueno. Creedme, Robert, cuanto menos andéis con ese ilustre extranjero, mejor; porque me parece que vuestro credo y el suyo conducen derechamente a la condenación.
Me quedé un poco desconcertado al oír esto; pero simulé sonreír con desdén, y dije que no parecía bien que los jóvenes contradijésemos a los ancianos, y, dado que nuestros principios diferían de manera tan fundamental, era preferible dejar ahí el asunto. Él, sin embargo, no quiso dejarlo, sino que censuró terriblemente mis principios, y a mí: Blanchard era un anciano elocuente y de gran poder de convicción, y antes de separarnos creo que le prometí renunciar a mi nuevo amigo, cosa que estaba casi completamente decidido a hacer.
Fue igual que si me hubiera propuesto huir de la luz del día: lo tenía a mi lado con la constancia de mi sombra, e iba adquiriendo tal ascendiente sobre mí, que no me sentía contento sin su compañía, ni era feliz si no estaba él. Cuando le repetí lo que Blanchard me había dicho, su semblante se encendió de indignación y de rabia; luego, poco a poco, sus ojos se hundieron, y su ceño se ensombreció, de manera que me asusté, y desvié la mirada. Un rato después, al dirigirme a él, lo miré casualmente a la cara, y su visión me sobresaltó sobremanera: había adoptado tal parecido con el señor Blanchard, que verdaderamente creí que estaba hablando con dicho caballero, con un enajenamiento que no acertaba a explicarme. En vez de reírse de mi confusión, pareció ofenderse: en efecto, jamás encontraba una cosa divertida. Luego me preguntó sombríamente si no comprendía que las personas como él tenían dotes distintas de las de los demás mortales.
Le dije que jamás había imaginado que los príncipes y los potentados tuviesen otras dotes que las de cualquier mortal, y a veces menos. Pero meneó la cabeza y me pidió otra vez que dejáramos el asunto; y así acabó la discusión. Yo, verdaderamente, me sentía cada día más dispuesto a reconocer esa superioridad en él, y por lo que había podido deducir, no tenía ninguna duda de que era Pedro de Rusia. Todo contribuía a confirmar esta suposición; y como es natural, decidí obrar de acuerdo con dicho descubrimiento.
Durante varios días, las dudas y doctrinas del señor Blanchard constituyeron el tema de nuestras pláticas. Mi amigo las estuvo desaprobando muy devotamente; luego las deploró, y lamentó el gran daño que un hombre así podía hacer al género humano. Yo me uní a él, ampliando ese mal a su plena dimensión; finalmente, tras manifestar él su convicción de que había preparado mi naturaleza para probar sus poderes y aptitudes, propuso tranquilamente que matásemos entre los dos al señor Blanchard. Me sobresalté de tal modo que sentí como si el pecho se me quedase vacío, y los latidos del corazón me sonaron fuertes y cavernosos; se me cortó el aliento, la lengua y el paladar se me secaron y enmudecieron. Él se burló de mi cobardía; y empezó a razonar sobre esta cuestión con tan poderosa elocuencia, que antes de separarnos, me había convencido de que era mi ineludible deber matar al señor Blanchard. Pero mi voluntad estaba lejos, muy lejos, de dar consentimiento a esta acción.
Esa noche la pasé sin dormir, o casi, y a la mañana siguiente, al salir el sol, ya estaba yo en la calle otra vez, en compañía de mi ilustre amigo. Retomamos el asunto, y nuevamente razonó él del siguiente modo: suponiendo que me encontrara yo a la cabeza de un ejército de soldados cristianos, con la misión de matar enemigos de la Iglesia, ¿dudaría en destruir y exterminar a tales enemigos? Evidentemente no. Bien, pues entonces, cuando veía y estaba convencido de que un individuo hacía más daño a la Iglesia de Cristo en la tierra que cientos de miles de estos guerreros, ¿no era mi deber matarlo y salvar a los elegidos? «El que está destinado a ser un campeón de la causa de Cristo y su Iglesia, mi bravo y joven amigo —añadió—, debe empezar pronto, y nadie puede calcular a qué ilustre distinción puede conducir un insignificante principio. Si ese Blanchard es hombre de valía, su cambio de situación no puede sino beneficiarlo, y si no lo es, mejor que caiga él y no que perezcan miles de almas. Tengamos valor y cumplamos con nuestra vocación. Por mi parte, la decisión está tomada; solo tengo una meta en este mundo, y jamás la perderé de vista un solo instante».
Me vi obligado a admitir la fuerza de su discurso; porque aunque no puedo repetir de memoria sus palabras, su elocuencia era de naturaleza tan irresistible, que la sutileza de los demás hombres se doblegaba ante él; y no hay duda de que la certeza que yo tenía de que tales palabras venían de un potentado que podía exaltarme a los más altos honores (con tal que participase en sus vastos y decisivos proyectos), ayudó no poco a disipar mis escrúpulos juveniles y remordimientos de conciencia. Por otra parte, pensé que teniendo a un amigo tan poderoso que me respaldaba, no había por qué asustarse de las consecuencias. ¡Asentí! Pero le pedí algo de tiempo para pensarlo. Él dijo que cuanto menos pensaba uno en el deber, mejor; y nos despedimos.
Pero la muestra más singular del poder de este hombre excepcional es que tenía completa influencia sobre mí tanto de día como de noche. Todos mis sueños se adecuaban puntualmente a sus sugerencias, y cuando se ausentaba de mi lado, sus argumentos calaban más hondo en mi corazón que cuando estaba presente. Esa noche soñé que conseguía un gran triunfo; y aunque toda la escena aparecía oscura y confusamente definida en mi visión, sin embargo, el ataque y muerte del señor Blanchard eran el primer paso por el que yo alcanzaba un puesto preeminente. Y así, soñando con la acción durante la noche, y discurriéndola durante el día, pronto se me hizo tan familiar al espíritu, que casi la imaginaba consumada. Decidimos que sería la primera y más grande victoria lograda; porque no había dificultad en encontrar ocasiones suficientes para eliminar a un hombre al que, en cuanto hacía buen tiempo, se le veía pasear a solas en algún paraje apartado. Fui a oírlo predicar dos días, y la verdad es que sus principios me parecieron poco menos que blasfemos; eran tales como jamás había oído en mi vida, y su congregación, que era numerosa, alzaba sus oídos y sorbía sus doctrinas con indecible placer; ¡ah, cómo satisfacían sus naturalezas carnales y su autosuficiencia hasta la saciedad! ¡Sostenía como un hecho incontestable que era culpa de cada hombre no alcanzar la salvación! ¡Qué horrible sofisma! Luego afirmó y trató de probar, por la naturaleza y la razón, ¡que nadie es culpable de una acción pecaminosa si no la había podido evitar! «¡Desdichado polemista —dije para mis adentros un centenar de veces—, no sé cómo la espada del Señor no abandona su reposo ante afirmaciones arrogantes y absurdas de esa naturaleza!».
Cuando le hablé al príncipe de estas falsas doctrinas, descubrí con asombro que él también había estado en la iglesia; repitió literalmente cada uno de los argumentos que el anciano predicador había utilizado, y dijo que observaba con gran inquietud que estos principios no se correspondían con el concepto de la sociedad, y que tenía agentes en cada ciudad y en cada país ejerciendo sus poderes para eliminarlos. Le pregunté con gran ingenuidad:
—¿Son cristianos todos vuestros súbditos, príncipe?
—Todos mis súbditos europeos lo son, o así se consideran —respondió—; y son los más fieles y auténticos que tengo.
¿Quién podía dudar, después de esto, que era el zar de Rusia? Sin embargo, he tenido motivos para dudar de su identidad, desde entonces, y creo que solo Dios sabe cuál de todas mis hipótesis es la correcta, porque yo no. Seguiré contando estas cosas tal como las recuerdo; si alguien se toma alguna vez la molestia de leer estas confesiones, que juzgue por sí mismo. Se observará que desde que conocí a este extraordinario personaje solo hablo de él; sin embargo, seguiré haciéndolo hasta el final de esta memoria, dado que no he ejecutado ninguna acción grande o interesante en la que no haya participado él de manera muy principal.
Un día vino a mí y me dijo:
—No debemos demorar más la ejecución de lo que hemos acordado. Tenemos por delante mucho que hacer en beneficio de la humanidad, tanto desde el punto de vista civil como religioso. Hagamos lo que hay que hacer aquí, y luego podremos dirigirnos a otras ciudades, y quizá a otros países. El señor Blanchard tiene que predicar en la Alta Iglesia de Paisley el domingo que viene, con un motivo especialmente señalado: hay que impedirlo; no debe acudir. Como estará ocupado preparando su homilía, seguramente gran parte del viernes y del sábado saldrá a pasear por la cañada de Finnieston. Iremos y acabaremos con él. ¿Qué tiene la vida de un hombre que no tenga la de un cordero o de cualquier otro animal inofensivo? No representa ni la mitad, sobre todo si se tiene en cuenta el enorme daño que este viejo está haciendo a nuestros semejantes. ¿Puede haber alguna duda de que es deber de un consagrado a Dios eliminar esa roya?
—Me temo, gran soberano —dije—, que vuestra idea de la retribución es demasiado radical y demasiado arbitraria para las leyes de este país. No discuto que vuestros motivos sean nobles y elevados; pero ¿habéis medido las consecuencias y establecido el resultado?
—Sí —replicó—; y me hago responsable de la acción ante las leyes de Dios y de la equidad; en cuanto a las de los hombres, las desprecio. ¡Con gusto vería el brazo del Señor de los Ejércitos iniciar la misión de venganza que espera llevar a cabo!
No sé por qué, me pareció notar un asomo de burla en la expresión de su cara al decir esto; sin embargo, me quedé callado ante este hombre, y me dispuse a emprender la tarea, dado que él no quería diferirla. Yo la aprobaba en teoría; pero mi ánimo estaba muy lejos de la práctica. Comprendía y creía que los elegidos de Dios serían más felices y más puros si eliminábamos a los malvados y a los infieles, impidiendo así su labor perturbadora y de perversión; pero de no haber sido por las instigaciones de este ilustre extranjero, jamás se me habría ocurrido emprender tan magna empresa. Sin embargo, aunque él excitaba mi celo al más alto grado, mi corazón aún retrocedía a veces ante la idea de derramar sangre, y solo gracias a las incesantes instigaciones de mi ilustre y voluntario protector, me puse finalmente manos a la obra. Después de alegar cuanto se me pudo ocurrir y de verlo todo refutado (recuerdo mi actitud y mis palabras como si fuese ayer), me volví vacilante, y miré al cielo sin saber qué rumbo tomar; pero me sobrevino un ofuscamiento que me anuló la vista. Fue como si hubiesen desplegado un velo sobre mí, tan cerca que podía alzar la mano y palparlo; entonces Gil-Martin (como este gran soberano quería que lo llamasen), arrugó el ceño y me preguntó qué pretendía coger. No supe qué decir, pero contesté con temor y vergüenza:
—No tengo armas; ni sé dónde las puedo encontrar.
—El Dios al que sirves te las proporcionará —dijo él—, si demuestras que eres digno de la confianza depositada en ti.
Miré otra vez hacia el oscuro velo que nos cubría, y me pareció que caían de él armas doradas de todas clases, todas apuntando hacia mí. Me arrodillé; e iba a extender la mano hacia una, cuando me cogió mi protector por la ropa, según me pareció, y me levantó con la misma facilidad que si fuese un cordero, diciendo con voz sonora y regocijada:
—Bien, amigo mío, separémonos; tú estás soñando… soñando. Despierta todas las energías de tu espíritu exaltado, pues eres un privilegiado; y no dudes que aquel a quien estará siempre a tu derecha y a tu izquierda, para dirigirte y ayudarte.
Estas palabras, pero sobre todo la visión que había tenido de las armas doradas descendiendo del Cielo, inflamaron mi celo a tal grado que me sentí como enajenado. Cuando mis padres lo notaron, esa noche, tomaron medidas para encerrarme en mi habitación. Me uní a las plegarias familiares, luego canté un salmo y recé a solas, y tuve fundados motivos para creer que esa pequeña ofrenda de alabanza y oración no se había vuelto pecado. Pero hay cosas extrañas y acciones inexplicables en la naturaleza: solo el que habita entre los Querubines puede descifrarlas; y en él debe redundar el honor, por los siglos de los siglos. .
Me sentí inmensamente fortalecido y animado esa noche, y a la mañana siguiente corrí a reunirme con mi compañero, de quien no podía vivir alejado. Se alegró al verme tan dispuesto para la magna obra de reforma por la sangre, y dijo muchas cosas para alentar mis esperanzas de futura fama y gloria; luego, sacando dos pistolas de puro oro batido, me las tendió y me pidió que escogiese una, diciendo: «¡Mira lo que tu amo te ha traído!». Tomé una ansiosamente, porque en seguida comprendí que eran las mismas armas que habían descendido del velo nuboso del Cielo, oscuro tapiz del firmamento. Y me dije a mí mismo: «Sin duda es esta la voluntad del Señor».
La pequeña, espléndida, encantadora pieza era tan perfecta, tan completa y tan preparada para ejecutar la voluntad del donante, que ahora ardía en deseos de utilizarla en su servicio. La cargué con mis propias manos, como hizo Gil-Martin con la otra, y nos apostamos tras unas zarzas y espinos en la linde de un bosque, casi junto al camino. Mi protector era tan sagaz en todos sus cálculos que nunca erraba en el pronóstico de un suceso: no hacía más de minuto y medio que estábamos en nuestros puestos, cuando apareció el anciano señor Blanchard caminando despacio por el sendero. Al verlo, nos agachamos y pusimos rodilla en tierra, apuntando con las pistolas a través del arbusto, con tal firmeza, que era imposible errar el tiro.
Avanzaba absorto, deteniéndose a veces tanto tiempo que temíamos que fuese a dar media vuelta. Gil-Martin expresó ese temor, y yo le dije que era el mío también, aunque en mi interior deseaba que lo hiciera. Sin embargo, el anciano siguió avanzando. ¡Nunca se me olvidará de qué manera! No; no creo que pueda olvidarlo nunca, ¡ni en los estrechos límites del tiempo, ni en los ciclos de la eternidad! Era un hombre de constitución acartonada y contrahecha, de aspecto tosco y algo encorvado por los años; iba con las manos cogidas detrás, por debajo de la casaca, y caminaba con un lento balanceo muy peculiar. Cuando se detuvo y miró hacia la naturaleza, con el gesto enormemente solemne: parecía consciente de estar a solas, y conversar con Dios y los elementos de su creación. ¡Jamás ha habido pintura más expresiva de la humana inadvertencia!: un hombre acercándose paso a paso al agente que iba a arrojarlo de una existencia a otra, con la docilidad e indiferencia del buey que camina hacia el establo. ¡Horrible visión, desaparece de los ojos de mi espíritu! ¡Y si no, déjame sufrir contigo lo que pueda!
Cuando estuvo frente a las bocas de nuestras armas, Gil-Martin dio un grito seco y rápido: «¡Eh!». El anciano, sin sobresaltarse, volvió su rostro y su pecho hacia nosotros, y miró hacia el bosque, por encima de nuestras cabezas. «¡Ahora!», susurró mi compañero, y disparó. Pero mi mano se negó a accionar el arma, porque no estaba seguro, en ese instante, de querer convertirme en asesino por la causa de Cristo y su Iglesia. Me pareció oír una voz dulce detrás de mí, susurrándome que desconfiara; e iba a volverme, cuando mi compañero exclamó: «¡Cobarde, estamos perdidos!».
No había tiempo para otra alternativa: la bala de Gil-Martin no había alcanzado su objetivo, lo que era totalmente inexplicable, dado que tenía el pecho del anciano a solo unas yardas. «¡Hola!», exclamó Blanchard; «¿a qué viene eso, perro?», y seguidamente se acercó a asomarse entre los arbustos. Yo vacilé, como he dicho, y quise mirar detrás de mí; pero no había tiempo; el siguiente paso le permitiría descubrir a dos asesinos ocultos que acechaban en espera de sangre. «¡Cobarde, estamos perdidos!», exclamó mi indignado amigo, y en ese instante mi arma se disparó. El efecto fue tan espantoso como era de esperar: el viejo trastabilló primero hacia un lado y luego cayó de espaldas. Nosotros continuamos en nuestro escondite, y noté que los ojos de mi compañero relampagueaban con un gozo inhumano. El herido se incorporó y se quedó sentado; tenía los ojos aguanosos; sin embargo, parecía consciente, porque le oímos decir con una voz baja y trémula: «¡Ay, ay!, ¿a quién he ofendido, qué les ha empujado a cometer una acción como esta? Salid y daos a conocer, que pueda perdonaros antes de que muera, o maldeciros en nombre del Señor». Cayó entonces con ambas manos en el suelo, como si hubiese perdido algo, evidentemente en las ansias de la muerte, y tras una plegaria entrecortada pidiendo perdón, expiró.
Yo me había quedado rígido como una estatua, mientras que mi compañero parecía indeciblemente exaltado. «Levántate, pusilánime, y vámonos —dijo—. Te has portado bien por una vez; pero ¿cómo es que vacilas en semejante causa? Esto solo es un modesto principio de la gran empresa de purificar el mundo cristiano. Pero la primera víctima es siempre meritoria, y hay muchas luces como esta que debemos apagar sin dilación».
No tocamos a nuestra víctima, ni ninguna de sus pertenencias, por temor a mancharnos las manos con su sangre. Y como los disparos habían sido oídos por tres hombres, que acudían corriendo, mi impasible compañero cogió las dos pistolas y salió a su encuentro, ordenándome que me pusiese a salvo. Huí en dirección contraria, hasta que llegué al pie del Pearman Dike, luego corrí ladera arriba, y aparecí en lo alto de la loma como otro más atraído por los estampidos. Llegué a tiempo de presenciar parte de la escena, aunque no toda. Vi cómo mi compañero iba derechamente hacia ellos, con una pistola en cada mano, blandiéndolas con indiferencia. No parecía muy claro que fueran a su encuentro; y efectivamente, se cruzó con ellos y pasó por en medio. Los tres hombres siguieron su camino sin volverse a mirarlo; pero cuando llegaron a donde estaba el anciano tendido y empapado en sangre, dieron media vuelta y persiguieron a mi compañero, aunque no todo lo deprisa que hubieran podido; en seguida comprendí que lo habían perdido ya de vista.
Grande fue la consternación ese día en Glasgow. El más popular de los predicadores moralistas había sido asesinado a sangre fría (como dijeron), y se había iniciado una rigurosa y extensa búsqueda del homicida. No descubrieron a ninguno de los cómplices, ni llegó a recaer siquiera la sospecha en ninguno de los dos; pero detuvieron a otro en circunstancias que lo hacían sospechoso. Esta es una de las cosas que nunca he comprendido, y sin duda una de las más hábiles argucias de mi consejero; porque debo decir una vez más que desde el principio tuve la convicción de que nunca ha habido un hombre como él. El joven al que prendieron era un pastor de la Iglesia, de quien se demostró que había comprado armas de fuego en la ciudad y había salido con ellas esa mañana. Pero lo más misterioso de todo es que dos de los tres que se cruzaron con mi compañero, juraron que habían visto a este desventurado pastor con una pistola en cada mano minutos después de la muerte del viejo teólogo. El pobre individuo hizo un confuso alegato, que era cierto sin la menor duda; pero en la sala se oyó una carcajada, y una expresión de horror cruzó por los semblantes del público y del jurado. Yo asistí a todo el proceso, y también Gil-Martin; pero abandonamos a este pastor a su suerte, y desde ese momento perdí la confianza en la justicia de los juicios criminales. Si un hombre recibe alguna vez una impresión en un sentido, jurará lo que sea que refuerce tal prejuicio. Yo traté de reprochar a mi misterioso amigo la horrenda injusticia que iba a sufrir este joven, al morir por una acción que habíamos cometido nosotros; pero el príncipe se alegró de esta muerte más que de la otra, y dijo que este hombre era el más peligroso de los dos.
La alarma que cundió en Glasgow y sus alrededores fue prodigiosa. Como el país estaba dividido en dos bandos políticos, el de la corte y el de los campesinos, el primero celebró asambleas, publicó proclamas, ofreció recompensas, y atribuyó el crimen a la violencia del espíritu faccioso de sus adversarios y lamentó sus procedimientos infernales. Yo no entendía sus diferencias políticas; pero era fácil observar que los defensores del verdadero Evangelio se unían todos en un bando, y los de la pura moralidad y la vida intachable en el otro, de suerte que esta división nos sirvió a nosotros de criterio, e inmediatamente decidimos que debíamos escoger a algunos de los dirigentes de esta impía y heterodoxa maquinación, y eliminarlos uno tras otro en cuanto tuviéramos ocasión.
Ahora, una vez roto el hielo, sentía yo un gran celo por nuestra magna obra, aunque fingía tenerlo mucho mayor; y podíamos haberlos secuestrado a todos sin tardanza, con la sagacidad de mi consejero, de no haber fallado nuestro siguiente atentado por cierta torpeza mía. La consecuencia fue que lo descubrieron claramente, y lo prendieron en seguida. A mí también me vieron, y me consideraron tan sospechoso, que fuimos interrogados en secreto mi reverendo padre, mi madre y yo. Yo negué saber nada del asunto, y ellos presentaron la acusación bajo una luz tan ridícula, y era tan completa su convicción de que la sospecha carecía de fundamento, que prevalecieron sus declaraciones y se acalló el asunto. Me vi obligado, sin embargo, a moverme con precaución y ver muy de tarde en tarde a mi compañero el príncipe, que andaba de aquí para allá sin preocuparse de su seguridad. De todos modos, cada día era un hombre distinto, y no tenía por qué recelar ningún peligro; porque era tal su facilidad para disfrazarse, que si no hubiese sido por la contraseña que habíamos acordado, para reconocernos, jamás habría sabido quién era.
Y ocurrió que mi reverendo padre fue llamado a Edimburgo en aquel tiempo, para que colaborase con su consejo a resolver determinados asuntos nacionales. Previa formal petición mía, me permitió acompañarlo, por lo que nos alegramos mi camarada y yo, dado que así nos moveríamos en un campo nuevo y dilatado. Hasta ahora no había logrado averiguar dónde residía mi ilustre amigo. Ni una sola vez me había invitado a visitar su casa, ni vino tampoco a la nuestra, lo que a veces me hacía sospechar que, si se descubría alguno de nuestros grandes esfuerzos por la causa de la verdadera religión, me dejaría en la estacada. Así que, cuando nos reunimos en Edimburgo (porque no hicimos el viaje juntos), me ofrecí a acompañarle a buscar alojamiento, y le conté en qué bendita familia religiosa estábamos acomodados mi reverendo preceptor y yo. Él dijo que me lo agradecía, pero que tenía por norma no parar en ninguna casa en particular, sino tomarla el día y hora que estimase conveniente, y que nunca tenía dificultades en esto.
—¡Qué tremendas molestias cargáis sobre vos, gran soberano! —dije—; y todo, al parecer, con el fin de ver y conocer cada vez más al género humano.
—Yo nunca voy sino a donde tengo una gran misión que cumplir —replicó—; para aumentar mi poder y dominio, o para desbaratar el de mis enemigos.
—Con la debida deferencia a vuestra gran comprensión, mi ilustre amigo —dije yo—, me sorprende que podáis cumplir muy poco en uno u otro sentido aquí, y con la humilde y limitada inteligencia que os habéis dignado emplear.
—Es tu innata modestia la que inspira esas palabras —dijo él—. ¿Crees que ganarte a ti para mi servicio no es un logro digno de ser envidiado por los más grandes potentados de la Cristiandad? Antes que perder una presa como es la consecución de tus servicios, recorrería más de la mitad del mundo habitable —me incliné con gran humildad; pero al mismo tiempo, ¿cómo no sentirme orgulloso y altamente halagado? Y prosiguió—: Créeme, mi querido amigo; ante una presa así, ningún esfuerzo es demasiado. Porque un hombre que no solo entrega al Rey de los Cielos, de la manera más solemne, su alma, su cuerpo y su espíritu, sino que también es un elegido desde el principio, un justificado y santificado, acogido en el seno de una comunión que jamás se romperá, y de la que ninguna mala acción lo arrancará… la posesión de un hombre así, digo, vale reinos enteros; porque cada acción que realiza, la realiza con total seguridad para él y honor para mí —me incliné otra vez, descubriéndome, y prosiguió—: Y ahora voy a someter su valía para la causa que ha abrazado a una prueba difícil; una prueba ante la cual se rebelaría una naturaleza ordinaria. Pero el destinado a ser espada del Señor debe elevarse por encima del común de los mortales. Tienes un padre y un hermano según la carne; ¿qué sabes de ellos?
—Siento tener que decir que nada bueno —dije—. Son réprobos, impíos, seres entregados al Malo y, como él, agentes codiciosos de toda clase de iniquidad.
—¡Pues deben caer! —dijo, con un suspiro y una melancólica expresión—. Se ha decretado en los consejos de lo alto que los dos deben morir por tu mano.
—¡El Dios del Cielo no lo quiera! —dije yo—. Son enemigos de Cristo y su Iglesia, eso lo sé, y lo creo; pero por mí vivirán y morirán en su iniquidad y recibirán su recompensa cuando les llegue el momento. Ahí, mi mano no intervendrá.
—Ese sentimiento es natural, y generoso —dijo él—; pero reflexionar. ¿Qué vínculos son más fuertes, los de naturaleza carnal, o los lazos y los votos del Señor?
—No quiero discutir con vos sobre este asunto, poderoso potentado —dije—, ya que cada vez que lo hago no es sino para sufrir una derrota. Solo quiero manifestar mi determinación de no ejecutar la venganza como mano del Señor en este caso. De nada sirve. Hay hombres que llevan la marca de la bestia en la frente y en la mano derecha; son seres que se han perdido a sí mismos, pero carecen de influencia sobre los demás. Que perezcan hundidos en sus pecados; yo ahí no me voy a entrometer.
—¡Cuán absurdamente hablas, mi querido amigo! —dijo—. Esa gente son tus peores enemigos; se alegrarían de verte aniquilado. Y puesto que has abrazado la causa del Señor para vengarlo de sus enemigos, ¿cómo es que perdonas a los de tu familia? Además, debes considerar las grandes ventajas que supondría para la causa de la justicia y la verdad, si las posesiones y riquezas de esa opulenta casa pasaran a ser de tu propiedad, y no de quien se opone a la verdad y a toda clase de santificación.
Esta era otra consecuencia de seguir el sumario procedimiento de mi ilustre consejero que nunca había entrado en mis cálculos. Rechacé toda idea de dejarme guiar en eso; sin embargo, debo confesar que la posibilidad de hacer tantísimo bien con las riquezas de esos malvados me tocó el corazón, y dije que meditaría el asunto. Lo medité, seria y largamente; y apenas había una hora al día en que mis decisiones no recibieran el aliento de mi gran amigo; hasta que finalmente empecé a sentir un acuciante deseo de matar a mi hermano en particular. Si alguien llega a leer alguna vez este manuscrito, se asombrará de esta confesión, y la considerará bárbara y antinatural. Eso me pareció a mí al principio; pero el pensar constantemente en una acción cambia sus aspectos. Yo todo lo he hecho con la mejor intención, y alentado por alguien que conocía el bien y el mal mucho mejor que yo. Tenía el de matarlo, es cierto; como el que tiene un sediento de beber; pero al mismo tiempo, este deseo se mezclaba con cierto terror, como si temiese que la bebida que ansiaba contuviera algún veneno mortal. Por entonces tenía el espíritu tan debilitado, o más bien ablandado, que mi fe empezaba a ceder, y dudaba arrogantemente del menos tangible de los principios cristianos, a saber: . Apenas comprendía la magna obra que había iniciado, y dudaba de infalibilidad, y de la de cualquier ser creado. Pero la incansable diligencia de mi amigo me indujo una vez más a arrepentirme de mi apostasía, y a reconocer la superioridad de los dictámenes del Todopoderoso en su más amplia extensión. .
Rezaba mucho en secreto, por entonces, y con gran fervor de espíritu, y humildad; y no es posible decir con palabras mi satisfacción al ver concedidas todas mis peticiones.
Mi ilustre amigo seguía insistiendo en el imperioso deber al que yo estaba llamado de eliminar a mis empecatados familiares, y citaba muchas acciones parecidas que recogían las Sagradas Escrituras y los textos de los santos Padres, sobre la complacencia del Señor en la ejecución de la venganza sobre los malvados, hasta que no tuve más remedio que someterme a sus planes, aunque con ciertas limitaciones. No era fácil rebatir sus argumentos; sin embargo, temía que notase que me sometía a su voluntad.
—Si los actos de Jehú, al exterminar a la casa entera de su amo, fueron ordenados y aprobados por el Señor —decía—, ¿no habría sido más loable que uno de los propios hijos de Ahab se hubiese alzado por la causa del Dios de Israel, y hubiese extirpado del mundo a los pecadores y sus ídolos?
—Ciertamente, lo habría sido —dije yo—. Todos los deberes tienen que supeditarse al de Dios.
—Ve entonces, y haz tú lo mismo —dijo—. Estás llamado a una alta misión: limpiar el santuario de tu Dios en esta tu tierra natal, por el derramamiento de su sangre; ve entonces, como una fuerza incontenible, como un espíritu irresistible de desolación, a la morada de los malvados, y tu recompensa será grande aquí y en el más allá.
El corazón me latía de ansiedad por tener delante a mi hermano: así que mi compañero, que jamás permanecía ajeno a mis tribulaciones, me condujo a un pequeño solar de las afueras de la ciudad, donde había varios jóvenes nobles y caballeros jugando a un juego vano, frívolo y pecaminoso en el que se proferían expresiones abominables; y entre estos blasfemos, me señaló a mi hermano. Al verlo en esa compañía, y ocupado en semejante pasatiempo, me encendí de indignación; así que me situé junto a él para observar sus movimientos, oír sus palabras y extraer conclusiones sobre cuanto veía y oía. ¡En qué sentina de pecado se revolcaba! Decidí llamarle la atención y, si rechazaba mis admoniciones, infligirle algún merecido castigo; y consciente de que mi ilustre amigo y consejero lo estaba presenciando, resolví mostrar valentía. Así que aguardé hasta que le oí profanar el nombre del Hacedor tres veces; entonces, excitada mi indignación espiritual más allá de todo freno, fui y le di una patada. Sí, le lancé un puntapié con toda la intención de hacerle mucho más daño del que quiso la fortuna que resultara. Tuvo, sin embargo, el efecto de mover su corrompida naturaleza a la disputa y la pelea, en vez de aceptar el castigo del Señor con humildad y mansedumbre. Se abalanzó furiosamente sobre mí con la cólera que es siempre inspirada por el Malo; pero lo derribé, a fin de impedir el natural y rápido progreso de sus pasos impíos hacia la condenación. Yo también caí ligeramente; pero la suya fue una caída aparatosa: se levantó furioso y me golpeó con el mazo que tenía en la mano, con lo que empecé a sangrar abundantemente; en ese mismo instante me prometí a mí mismo destruirlo. Pero en ese momento no llevaba ningún arma encima, ni medio alguno con que darle el castigo que merecía el muy ruin, aunque después me lo devolviesen doblado sobre la cabeza, él o sus compinches. Me metí entre ellos a sugerencia de mi amigo y los seguí a su antro de voluptuosidad y pecado; hice lo posible por que me admitiesen allí, con la esperanza de descubrir algún medio de ejecutar mi magno objetivo, tal como el espíritu que habitaba dentro de mí me impulsaba a hacerlo. Pero no solo me lo impidieron, sino que las maquinaciones de mi perverso hermano y sus camaradas me llevaron a prisión.
No lamenté la honra de sufrir por la causa de la justicia a manos de gente impía; y en cuanto me quedé solo, me entregué a la oración, invocando la paciencia de Dios para soportar a tan horrendos pecadores. Vino mi carcelero y me ultrajó. Era un individuo tosco y sin escrúpulos, que se daba a la licencia y a las costumbres carnales de la época; pero yo recordaba haber leído en la que hubo hombres de estos en el pasado que fueron convertidos por los santos prisioneros; así que me dediqué por entero a la tarea de mover a este al arrepentimiento y la reforma.
—¿Por qué demonios os ponéis ahí de rodillas, a rezar delante de la puerta? —dijo, entrando airadamente—. Creía que había acabado el tiempo de los prisioneros santurrones. Ya tuvimos un montón de gente así, una vez, hace mucho, y fueron el saldo más barato y más negro que hemos visto los honrados carceleros. Levantaos y dejaos de lamentos, si no queréis que os encierre en un pozo que hay ahí al lado, y os dé motivo de sobra para rezar.
—Amigo —dije yo—. Lo que hago es apelar a ese tribunal en el que se ven y se juzgan todas las acciones humanas, y donde no seréis olvidado vos, ni tampoco vuestros pecados. Id en paz y dejadme tranquilo.
—¿No tenéis más cerca a nadie a quien recurrir? —dijo él—; porque si es así, me temo que no tardaremos en conocernos muy bien.
Entonces le desvelé de forma clara y patente, los misterios de la religión, pero en especial la gran doctrina de la elección por la gracia. Y añadí:
—Ahora, amigo, decidme si pertenecéis al número de los elegidos. En el poder de cada hombre está descubrirlo, y es deber de cada uno hacerlo.
—¿Y qué beneficios os trae averiguarlo? —dijo.
—Porque si sois uno de mis hermanos, os acogeré en dulce comunión y compañerismo —repliqué—; pero si pertenecéis a los réprobos, tengo el deber de mataros.
—¡El demonio en el cuerpo, es lo que tenéis! —dijo, abriendo la boca y soltando una risotada—. Y decidme, ¿quién os ha mandado cumplir tan valerosa comisión?
—Mi comisión está sellada con el sello de lo Alto —dije—; y es cuanto puedo deciros; a vos y a todos los pecadores. Estoy consagrado a ella por los más solemnes votos y promesas. Soy la espada del Señor, y la Sequía y la Peste son mis hermanas. ¡Ay de los malvados de este mundo, pues caerán muertos todos, para que la Iglesia se purifique!
—¡Bah! Ya veo —dijo él—; muy arriesgada es vuestra comisión. Pero no tendréis la más pequeña oportunidad de llevarla a cabo aquí. Si queréis mi consejo, escribid unas letras a vuestros amigos, y yo las enviaré, porque no es este lugar para un hombre tan afamado. Si no tenéis la mano firme para escribir, ya que observo que habéis tenido una buena refriega, puede valer una palabra; os aseguro que este no es el lugar, ni mucho menos, para vuestra empresa.
Por lo visto, el hombre estaba convencido de que tenía trastornado el juicio. No podía creer tan grandes verdades de buenas a primeras. Así que seguí su consejo y envié unas líneas a mi reverendo padre, que no tardó en llegar; y grande fue el asombro del carcelero cuando vio a todos los nobilísimos cristianos del país avalar mi libertad.
Mi reverendo padre se tomó el asunto muy a pecho, e hizo infinidad de diligencias en favor de la buena causa, hasta que los transgresores fueron obligados a dar la cara. Mi ilustre compañero no había permanecido ocioso: me extrañó que no viniera a verme a la prisión, ni cuando me soltaron; pero se había dedicado a hacer cumplir los justos designios de Dios, y eso con tal eficacia que mi hermano y todos sus compinches estuvieron a pique de caer víctimas de su propia ira. No obstante, fueron muchos los heridos, magullados y encarcelados, lo que produjo gran conmoción en la ciudad. Por mi parte, me sentí enormemente alentado en mi resolución, con los anatemas de mi reverendo padre, que privadamente (es decir, en el seno de una familia), ofrendaba en sus oraciones a mi padre y mi hermano según la carne a Satanás, dejando claro a todos mis sentidos que eran seres dejados de la mano de Dios, acabarían siendo devorados por los demonios o los hombres, a su voluntad y placer, y que quienquiera que los matase rendiría un buen servicio a Dios.
A la mañana siguiente, mi ilustre amigo se reunió conmigo a hora temprana; y su alegría llegó al colmo al oírme cantar mis sentimientos al unísono con los suyos. Le dije:
—Deseaba fervientemente que llegara el día y la hora en que pudiera ver a mi hermano con el rostro de Gilgal, y reconocer en él la iniquidad de su padre y la suya propia; por lo que ahora me siento fortalecido y preparado para la empresa.
—He estado vigilando los pasos y movimientos del libertino —dijo—; así que te llevaré a donde está. Que tu corazón sea como el de un león, y tus brazos fuertes como siclos de bronce y veloces en la venganza como el rayo que desciende del Cielo, pues la sangre de los justos y los buenos ha manado abundantemente en Escocia. Pero ha llegado el día de empezar a vengarla. ¡Al fin se ha levantado el héroe que mandará al Infierno a todos los que alimentan el odio contra la Iglesia verdadera, y a los que confían en sus propias obras!
Alentado de este modo, seguí a mi amigo, que me condujo al mismo campo de juego en el que había castigado yo al hereje el día anterior; y efectivamente, allí encontré al mismo grupo reunido. Ellos me miraron con expresión de temor cuando me puse en medio, y yo a ellos con reprobación y censura; y pude comprobar que bastaba con que los ojos de un elegido se detuvieran en esos hijos de Belial para infundirles terror y ponerlos en fuga. Me acerqué a mi amigo, que se había quedado a cierta distancia, y me dijo: «¿Qué piensas ahora?». Yo le contesté con las palabras del profeta venal: «Si tuviese una espada en mi mano, lo mataría».
—¿Cómo es que no lo haces? —dijo él—. ¿No ves cómo tiemblan ante tu presencia, conscientes de que el vengador de la sangre está entre ellos?
Al oír esto, mi corazón se enardeció; y me metí otra vez entre ellos, y los miré con ojos iracundos, de manera que se sintieron tan confundidos que abandonaron su juego pecaminoso, ¡y huyeron cada uno a su casa!
Fue una victoria palpable sobre los malvados, y por ella supe que la mano del Señor estaba conmigo. Mi compañero también exultaba de gozo; y exclamó: «¿No te lo había dicho? Como ves, no conoces ni la mitad de tu propio poder, ni las grandes proezas que estás llamado a realizar. Ven conmigo y te enseñaré mucho más, porque estos jóvenes no saben vivir sin el ejercicio del pecado. He oído sus deliberaciones y sé que van a reunirse de nuevo».
Así que me llevó algo más al sur, y paseamos hasta que vimos cómo empezaba a congregarse alguna gente; y al poco rato descubrimos al mismo grupo que se despojaba de la ropa, a fin de moverse con soltura en esa práctica demente de la insensatez. Empezó el juego antes de que llegásemos nosotros; y con él, las maldiciones y los juramentos. Me metí las manos en los bolsillos y avancé con dignidad y decisión hasta situarme en el centro. Fue suficiente: el terror y el asombro se apoderaron de los libertinos. Algunos me increparon, pero sus voces se apagaron entre murmullos de temor. Entonces se me acercó uno, en nombre de los demás, y me pidió les concediese la libertad de divertirse; me negué de plano; desafié a todos a que me tocasen con un solo dedo, y los eché en el nombre del Señor.
Una vez más huyeron y se dispersaron ante mi vista, y regresé a casa triunfal, escoltado por mi amigo y algunos jóvenes cristianos y honestos que, no obstante, no habían aprendido a comportarse con modestia y humildad. Pero mi poder sobre mis enemigos era verdaderamente grande; porque donde yo aparecía, era saludado con aprobación, y donde mi culpable hermano se presentaba, era abucheado y escarnecido, hasta que se vio obligado a ocultar su cabeza ignominiosa y no volver a aparecer en público.
Inmediatamente después de esto me sentí presa de una extraña enfermedad, que ni mis amigos ni los médicos lograban determinar, y que me tuvo recluido en mi cámara muchos días. Pero yo sabía que estaba hechizado, y sospechaba que toda la culpa era de la supuesta concubina de mi padre. Conté mis temores a mi reverendo protector, que se mostró dudoso sobre el particular; pero me di cuenta por sus palabras y su expresión de que sabía que tenía razón. El caso es que me sentía como dividido en dos: cuando estaba en la cama, tenía la impresión de que éramos dos los que estábamos metidos en ella; cuando me incorporaba, veía a otro, siempre a la distancia de unos tres pasos a mi izquierda. Hubiera o no personas presentes, este segundo yo se hallaba infaliblemente en su sitio, lo que me ocasionaba tal confusión en mis palabras e ideas que dejaba boquiabiertos a mis interlocutores, quienes afirmaban que, lejos de notar trastornado mi juicio, jamás me habían visto mostrar tanta energía y sublimidad de conceptos en mis exposiciones; pero, debido a esta singular ilusión por la que me creía desdoblado, mi raciocinio carecía de fuerza. Lo más perverso de todo era que nunca me identificaba con ninguno de los dos. Casi siempre tenía la impresión de que uno de estos dos era mi amigo y el otro mi hermano, y encontraba que el estar obligado a hablar y contestar con el carácter de otro me resultaba a la larga sumamente embarazoso.
¿Quién puede dudar, después de lo que digo, que me tenían embrujado, y que mis parientes estaban detrás de esta conjura? La constante y antinatural convicción de que yo era mi hermano lo demostraba cumplidamente; para mí y, creo, para toda persona imparcial. Esta victoria de los malvados me tuvo recluido en mi aposento, en casa del señor Millar, casi un mes; hasta que prevalecieron las plegarias de los fieles, y me restablecí. Yo sabía que era un castigo a mi orgullo; porque mi corazón se estaba ensoberbeciendo a causa de mi superioridad sobre los enemigos de la Iglesia; sin embargo, decidí terminar con el agresor para que el justo no pudiera ser sometido nunca más a sus artes diabólicas.
Repito que estuve recluido un mes. Juzgue el que esto lea hasta dónde son fiables las palabras y juramentos de los malvados. Durante un mes no vi más que a las personas que entraban en mi aposento; y a pesar de eso, como se sabe, hubo muchos de la misma calaña que testificaron bajo juramento que estuve yendo detrás de mi hermano todo ese tiempo; que lo perseguía con mi presencia día y noche; cuando en todo ese tiempo no vi ni sombra de él, salvo en mis delirios. No sé qué maniobras se traía con ellos mi amigo por entonces; pero dado que tenía el arte de semejarse a quien quería, quizá les había hecho caer en algún engaño; de lo contrario, no habría habido tanta gente que declarara lo mismo. Jamás he conocido a nadie tan constante en su afecto y sus atenciones; pero como tenía por norma no hacer visitas por temor a que descubriesen su identidad, no lo vi mientras duró mi postración. Pero en cuanto me restablecí, no tuve más que acudir a alguno de nuestros lugares de encuentro para verlo otra vez. Fue puntual, como de costumbre, y no tuve que esperar.
Me acogió exactamente como yo esperaba. No hubo muestras ni expresiones altisonantes y fingidas por parte de ninguno, sino un digno retorno a mi obediencia, y una inmediata reanudación de nuestras conversaciones sobre los importantes deberes que teníamos que afrontar, en nuestra condición de reformadores y purificadores de la Iglesia.
—He seleccionado a cierto número de los más peligrosos personajes de esta ciudad —dijo—. Todos ellos deben ser extirpados de la verdadera viña antes de marcharnos de esta tierra; y si no te muestras diligente en la labor para la que has sido llamado, tendré que conceder ese honor a otros.
—Estoy a vuestro servicio, ilustrísimo príncipe —dije yo—. Mostradme qué debo hacer, que aquí está mi corazón para desafiar y mi mano para ejecutar. Señalasteis a mis parientes según la carne como tizones dignos de ser arrojados al fuego. Apruebo sin reparos la sentencia; más aún, estoy ansioso por cumplirla; porque yo mismo he sufrido el rigor de sus artes diabólicas. Cuando haya dado prueba de mi entrega a la fe, entonces me revelaréis nuestros proyectos futuros.
—Eres generoso con tus palabras y tus promesas —dijo.
—Y lo seré igualmente con mis acciones al servicio de mi amo, ya lo veréis —dije—. No me falta valor ni voluntad; aunque sí experiencia, por desgracia; y debido a esta deficiencia, debo inclinarme ante vuestras instrucciones.
—Ven a buscarme aquí mañana temprano —dijo—, y quizá pueda darte ocasión de que muestres tu celo en la causa de la justicia.
Fui a buscarlo como me había pedido, y me habló en términos apresurados y jubilosos, informándome de que mi hermano andaba ya por la calle, y que hacía unos minutos lo había visto pasar en dirección al monte.
—El cerro está cubierto de nubes —añadió—; no volverá a presentarse una ocasión como esta para descargar la justicia divina sobre un culpable pecador. Puedes seguirle la pista en el rocío, y lo encontrarás indefectiblemente junto a un precipicio; porque solo en secreto se atreve a sacar su indigna cabeza a la luz.
—No tengo armas; si no, ahora mismo lo seguiría y acabaría con él —dije.
—Aquí tienes una pequeña daga —dijo él—; no llevo encima otra arma que esta, pero es poderosa; en caso de que te haga falta, no encontrarás ninguna más rápida y certera.
—¿No queréis acompañarme? —dije—. ¿Seguro?
—Estaré contigo, o cerca de ti —dijo él—. Ve delante.
Salí deprisa en la dirección que me había indicado, e imprudentemente pregunté a los de la guardia de Queensberry si habían visto a tal y tal joven salir de la ciudad. Me contestaron que sí. Hasta ese momento, había dudado de la información de mi amigo, por lo incongruente que parecía en la vida de un libertino salir tan temprano. Cuando me confirmaron que mi hermano iba delante, eché a correr, sin saber apenas lo que hacía, y aunque miré varias veces hacia atrás, no vi rastro alguno de mi celoso y arbitrario amigo. El caso es que cuando llegué a la fuente de St. Anthony empezó a flaquear mi determinación. No mi valor, porque ahora que había derramado sangre una vez por la causa de la verdadera fe me sentía ardiente y osado; pero en cuanto me encontraba abandonado a mí mismo me asaltaban dudas pecaminosas, siempre en torno a la misma cuestión: la de si los elegidos eran infalibles, y si la promesa de las Sagradas Escrituras comprendía a todas las situaciones y respectos. Confieso que esta duda era una debilidad pecadora y vergonzosa; pero mi naturaleza estaba sujeta a ella y no podía evitarla. Jamás dudé que era uno de los elegidos; porque, además de la convicción poderosa, íntima y espiritual que sentía, poseía la benéfica seguridad de mi padre, a quien le había sido revelada de modo y manera que no era posible ponerla en duda.
En este estado de desazón me senté en una piedra a reflexionar sobre la temeridad de mi empresa. Traté de averiguar, para mi propia tranquilidad, si verdaderamente había sido delegado por Dios para perpetrar estos crímenes en su nombre, porque a los ojos de los hombres, y según sus leyes, eran grandes y enormes delitos. Mientras reflexionaba sobre estas cosas, me sentí envuelto por un velo brumoso de vapor blanco; y miré hacia arriba, dispuesto a suplicar al cielo que me hiciesen saber qué camino debía tomar, cuando oí como una voz queda y apagada que me decía palabras de burla y censura. Me volví hacia la dirección de la que parecía provenir, y descubrí a una dama vestida de blanco que se acercaba deprisa. Me miró con tal expresión y ademán de severidad que me heló y me dejó sin habla. Pero no guardó ninguna pausa, sino que en cuanto estuvo delante dijo: «¡Estúpido desdichado!, ¿cómo te atreves a alzar los ojos al cielo con tales propósitos en tu corazón? ¡Huye a tu casa y salva tu alma, o adiós para siempre!».
Estas fueron las únicas palabras que pronunció, según he podido recordar siempre; aunque yo tenía el ánimo tan agitado esa mañana que puede que se me escapara algo. La seguí ansiosamente con los ojos; un instante después se desplazaba por encima de las rocas de la fuente sagrada y desaparecía. Me quedé convencido de que había sido una visión, y de que el ser resplandeciente que acababa de hablarme era uno de los ángeles buenos o espíritus guardianes a los que el Todopoderoso encomienda velar por los justos. Mi primer impulso fue seguir su consejo y huir a casa; porque me dije: «¿Por qué ha de ser este extranjero interesado y misterioso el juez más idóneo de las acciones de un cristiano libre?».
Apenas me vino este pensamiento, y aún no había dado yo media docena de pasos, cuando descubrí a mi ilustre amigo y gran consejero que descendía del cerro hacia mí a grandes y enérgicas zancadas. El corazón me dio un vuelco; y cuando se acercó y habló, me sentí como el que es cogido en falta.
—¿Qué te detiene, espíritu pusilánime? —dijo—. Estoy viendo que vamos a perder una ocasión de oro que no volverá a presentarse en la vida. He seguido al réprobo hasta su santuario de nube, y ahora está justamente encaramado en lo alto de un precipicio de un centenar de brazas. Con que le des una patada, incluso un pequeño empujón con el dedo, lo borrarás de tu vista hundiéndolo en las volutas de nube, y no lo volverás a ver hasta que lo encuentren destrozado en el fondo del barranco. Así que date prisa, holgazán, si quieres prosperar alguna vez y alcanzar la cima en la empresa de tu amo y Señor.
—No sigo con esto —dije—, pues acabo de tener una visión que me ha recriminado la hazaña.
—¿Una visión? —dijo—. ¿Era esa joven que ha bajado de la montaña?
—El ser que me ha hablado, y me ha advertido del peligro que corro, tenía efectivamente la apariencia de una dama —dije.
—También se ha acercado a mí y me ha dicho unas palabras —replicó él—; y creo que había algo misterioso en su gesto. ¿Qué te ha dicho?, porque debemos hacer caso de tan singular mensaje y mensajera. Si he comprendido bien, nos ha reprochado nuestra falta de fe y nuestra estúpida tardanza.
Le repetí sus palabras; pero él replicó que había caído en pecado al dudar en el momento preciso, y que era contra esas dudas contra lo que me prevenía. En resumen, este portentoso y clarividente extranjero disipó al punto mis dudas y vacilaciones, haciendo que me avergonzase de ellas; y una vez más emprendí, en su compañía, la persecución de mi hermano. Me enseñó las huellas de sus pies en el rocío y me señaló el lugar donde podía encontrarlo.
—No tienes más que ir sigilosamente por detrás —dijo—, y acercarte sin que te vea hasta tenerlo a un codo de distancia; entonces te lanzas sobre él y lo arrojas de su asiento, por lo que no tendrá donde agarrarse o apoyarse. Entretanto, yo iré y lo distraeré con alguna visión desde el otro lado, y ni se enterará de quién le ha hecho ; y liberado de más graves preocupaciones, una cosa es segura: que cuanto antes caiga, de menos crímenes tendrá que dar cuenta, y su caudal en el otro mundo será relativamente más soportable que si dejamos que lleve una larga vida empapada de iniquidad hasta la abominación del alma.
—Nada más claro ni pertinente —dije yo—; ¡corro a cumplir lo que es un deber para con Dios y con el hombre!
—Así alcanzarás gran honor y dignidad —dijo.
—Eso no me preocupa, con tal de cumplir con lo que es honra y justicia para la causa de mi amo —dije yo.
—Serás dueño de las riquezas y posesiones de tu padre —añadió.
—Rechazo y desprecio todo motivo egoísta relacionado con esto —dije—; y más si me brinda la oportunidad de hacer el bien.
—Sí; pero es alta y divina razón —replicó.
Al decirlo, no pude por menos de observar cierta mueca de burlesco regocijo, cuyo sentido no pude comprender; y a decir verdad, sorprendía muchas veces esa misma mueca en mi ilustre amigo; y alguna vez se lo hice notar muy cortésmente, aunque él lo negaba siempre. En esta ocasión no dije nada, sino que tras esconderme su puñal en las ropas, subí apresuradamente monte arriba, dispuesto a ejecutar mi propósito antes de que me asaltara nuevamente el temor; y nunca me ha sido más difícil mantenerme firme en mi resolución. No podía desechar los pensamientos que me acudían; y ciertamente, hay algunos cuyo curso y naturaleza debilitan poderosamente el ánimo. Pensé en lo espantoso que era precipitar a un semejante de lo alto de un precipicio al oscuro y brumoso vacío, donde quedaría destrozado por los picos de las rocas, y oírle proferir alaridos mientras caía en medio de la nube, al ver las dentadas puntas sobre las que iba a estrellarse. Luego pensé que iba a arrojar un alma repentinamente al infierno o, en el mejor de los casos, enviarla a rondar las fronteras de ese abismo llameante… a hacerla comparecer ante el tribunal del Todopoderoso para oír su sentencia. Y entonces se me ocurrió una pregunta: «¿No pronunciará allí, el jurado de los justos, una sentencia contra mí, y se consignará en los registros del cielo?».
Estos pensamientos, digo, me venían sin querer; y lejos de conseguir alejarlos, se me agolpaban en la cima de mi imaginación en número cada vez más espeso. Y había otros que me afectaban de manera muy especial, si bien (y tengo razones para creerlo así) no tan fuertemente como los que acabo de señalar: «¿Qué pasaría si fracasase en mi primer intento? ¿No me arrojaría él a mí desde lo alto de la roca?». ¡Entonces, todo lo que yo preveía que le ocurriría al cuerpo y al alma me sobrevendría a mí! La idea me produjo escalofríos; sin embargo, aunque la probabilidad caía más bien de este lado, mi celo en la causa de la santidad era tal que me hacía seguir, por encima del peligro y el desaliento.
No tardé en llegar a donde estaba mi hermano, sentado en la cima vertiginosa, con la mirada fija en la dirección opuesta a la mía. Bajé precavidamente el pequeño declive que había detrás de él, alzando a cada instante la cabeza para vigilar sus movimientos. Su postura seguía siendo la misma, hasta que por último me acerqué tanto que habría podido oír su respiración de haberlo tenido de cara. Me quité la boina, la dejé a un lado, y me dispuse a saltar sobre él y empujarlo. ¡No pude! No porque no me atreviera, creo; porque siempre he encontrado valor cuando se trata de la buena causa. Pero no tuve corazón, o lo que fuese que debía haber tenido. En resumen, no lo hice a tiempo, cuando no me habría costado nada. ¡Estos pensamientos son enemigos difíciles de combatir! Y me sentí tan mal por no haber sido capaz de llevar a efecto mi justo propósito, que me dejé caer de bruces y lloré. Luego, una vez más, pensé en lo que mi ilustrísimo amigo y consejero diría, y nuevamente me inflamé de firmeza, y de una indignación imposible de aplacar, salvo por la sangre. Me incorporé sobre la rodilla derecha y el pie izquierdo; iba a ponerme de pie: el siguiente paso sería cumplir mi magno propósito, y hacer sufrir al culpable el castigo que merecían sus crímenes. Pero no sé qué lo alarmó: en ese instante crítico se levantó de un salto y, abalanzándose furiosamente sobre mí, me derribó, con grave peligro de mi vida. Me libré de él por la fuerza y eché a correr; pero él me alcanzó, me derribó de un golpe y me amenazó, jurando espantosamente con arrojarme al precipicio. Tras recuperarme un poco del golpe que me había aturdido, me dispuse a pelear; y aunque no recuerdo los detalles de ese mortal encuentro, sé que lo vencí al extremo de obligarlo a pedirme perdón y suplicar que nos reconciliásemos. Rechacé con desprecio ambas cosas y lo abandoné a los castigos de su corazón perverso y corrompido.
Mi amigo se reunió conmigo otra vez, en el cerro, y se burló de mí con acritud, por mi torpeza y falta de decisión. Le conté lo cerca que había estado de conseguir mi propósito, y me excusé cuanto me fue posible. Al verme entonces que sangraba, me aconsejó que denunciara a mi hermano, e hiciese que lo castigasen, ya que había sido el primero en agredir. Prometí cumplirlo, y nos separamos, dado que me sentía avergonzado de mi fracaso; y me alegré de que me dejase ahora el que tanto temor me inspiraba.
Cuando mi reverendo padre me vio sangrando por segunda vez por culpa de mi hermano, su enojo llegó al límite; y confiando en el alto interés y justicia de su causa, llevó inmediatamente el caso a los tribunales. Mi hermano y yo fuimos interrogados cara a cara. Su declaración fue una pura quimera. La mía no fue sincera; pero como la hice por consejo de mi reverendo padre y mi ilustre amigo, que eran buenos cristianos y verdaderos creyentes, me consideré totalmente justificado. Dije que había ido temprano al monte a rezar; y me había retirado, buscando soledad, a un barranco pequeño y apartado; había dejado mi boina a un lado, y me estaba arrodillando, cuando fui brutalmente atacado por mi hermano, que me golpeó y estuvo a punto de matarme. Preguntaron a mi hermano si era cierto. Él reconoció que sí, que yo estaba con la cabeza descubierta y en acción de arrodillarme, cuando tropezó violentamente conmigo sin la menor intención. Pero el juez puso en evidencia la improbabilidad de lo que decía, lo que dejó al libertino sin saber qué decir. El resto de su historia era aún más inverosímil; tanto, que provocó las risas de todos los presentes; a continuación el juez le hizo observar que, aunque fuese cierto que había tropezado conmigo involuntariamente en el monte, y me hubiese derribado por accidente, ¿cómo era que, después de librarme y echar a correr, me había perseguido, atrapado y derribado de un puñetazo por segunda vez? ¿Pretendía que todo esto había sido igualmente casual? El acusado no fue capaz de aducir nada en su favor a este respecto, y no olvidaré mi alegría y la de mi reverendo padre cuando leyeron la sentencia. Mi perverso hermano debía ser encerrado en prisión y juzgado bajo acusación criminal de ataque con intento de homicidio. Era este un juez justo y recto, y veía las cosas en sus dimensiones adecuadas; es decir, sabía distinguir al hombre justo del malvado, de modo que no le cupo duda sobre cuál obraba rectamente y cuál no.
De no haber sido yo consciente de que una persona justificada no podía obrar mal, no me habría sentido tranquilo con la declaración que me indujeron a prestar. Veía claramente que extirpando la mala hierba del jardín de la Iglesia contribuía al progreso de la rectitud; en cuanto a la morosa forma de dar falso testimonio en cuestiones de dudoso resultado, confieso que no vi mucha corrección en ello desde el principio. Pero ahora solo obraba por voluntad y mandato de mi ilustre amigo: no tenía paz ni sosiego cuando él no estaba, ni me sentía capaz de alardear mucho en su presencia. Bien cierto es que la vida del cristiano es sufrimiento.
Ahora tenía el tiempo muy ocupado, junto a mi reverendo preceptor, preparándonos para el inminente juicio como demandantes. Nuestro abogado nos aseguró una completa victoria, y dijo que la pena más suave que la ley podía imponer al culpable era el destierro. ¡Pero qué distinto fue el resultado! Debido a las argucias y ambigüedades de un tribunal corrompido que compartía la iniquidad de los defensores… rechazaron mi demanda, y me conminaron a no turbar la paz pública, so pena de graves fianzas si quería seguir en libertad.
Este fallo me puso de lo más furioso, y eché en cara a mi amigo su consejo. Él manifestó gran pesar, se extendió en la perversidad de nuestros tribunales; y añadió: «Veo que no puedo confiar en ti para decisiones rápidas y sumarias; pero me vengaré en tu nombre de ese juez, y no tardaré muchos días».
¡El juez murió esa misma semana! Pero murió en su casa, en la cama; ignoro de qué medios se valió mi amigo. No quiso decirme una palabra del asunto; pero la súbita muerte del juez produjo gran revuelo, y yo hice tantas preguntas extrañas sobre el particular, que di ocasión a que se levantasen sospechas en relación con mi familia, sobre que habíamos recurrido a medios oscuros. Personalmente, no sé nada, y más bien creo que murió de muerte natural, y que mi amigo debió de advertir algún síntoma y me había querido consolar con la promesa de tomarse cumplida venganza.
Pasaron unos días antes de que volviera a mencionar la proyectada muerte de mi hermano, y desde luego me cogió totalmente dispuesto contra él cuando lo hizo. Pero le dije que era impensable de momento, dada la reciente sentencia; porque, si mi hermano desaparecía o lo encontraban muerto, no solo me podía costar a mí la vida, sino que las sanciones cuantiosas dejarían a mi familia en la ruina.
—Supongo que te sabes completamente a salvo en lo que respecta a tu alma —dijo él—; que así está decretado desde el principio de los tiempos, y ahora ha quedado sellado y confirmado en el cielo y la tierra.
—Así lo creo total y absolutamente —dije yo—; y cada vez que me asalta la duda, tengo sentimientos de culpa y de debilidad.
—Muy bien; pues lo mismo me ocurre a mí —dijo él—. Creo que ahora puedo adivinar con toda certeza que será un alto y merecido galardón a tu parte inmortal. Escúchame bien: te doy mi solemne garantía y promesa de que ninguna mano de hombre podrá atentar jamás contra tu vida, ni derramar una sola gota de tu preciosa sangre, a condición de que te dejes guiar siempre por mi consejo.
—De buen grado me dejaré guiar —dije—; ya que sin vuestro ilustre consejo, me doy cuenta de que no puedo hacer nada. En cuanto a vuestro poder para protegerme la vida, debéis excusar que lo ponga en duda. Al contrario: ni aun en vuestros propios dominios podríais garantizar semejante cosa.
—En cualquier dominio o país que me encuentre, me acompaña siempre mi poder —dijo—; y solo contra el poder humano y las armas de los hombres puedo asegurar tu vida; mantendré atenta vigilancia, puedes estar tranquilo. Nunca he quebrantado mi palabra y mis promesas contigo. ¿No confías en mí?
—Sí, confío —dije yo—; porque observo que habláis seriamente.
—Entonces, ¿por qué no vas ahora mismo y desafías a tu hermano a medirse contigo en el campo del honor? Ahora que puedes obrar sin peligro, ¿no puedes obrar sin miedo también?
—No es miedo —repliqué—; creedme. Yo casi no conozco el miedo. Es la duda que constantemente me atormenta el espíritu en estas situaciones, de si al ejecutar tal o cual acción no caeré de mi estado de rectitud. Lo cual convierte el fratricidio en una empresa espantosa.
—Eso es una estupidez —dijo él—. Hemos discutido y acordado el asunto un centenar de veces. Por tanto, te aconsejo que desafíes a tu hermano a un duelo. Yo garantizaré tu seguridad y él no podrá negarse a darte satisfacción.
—Pero, ¿y las sanciones? —dije.
—Procuraremos evitarlas —dijo él—; y suponiendo que te prendan, una vez que seas el de Dalcastle y Balgrennan, ¿qué serán esas sanciones para ti?
—¿No podríamos despacharlo en un lugar apartado y desierto, como hicimos con el anciano predicador? —dije yo.
—La acción sería igual de meritoria —dijo él—. Pero quizá habría que esperar años, hasta que se presentara la ocasión. Mi consejo es que lo desafíes, todo lo secretamente que quieras, y le mates una vez en el lugar.
—Así lo haremos, entonces —dije—. Cuando haya luna llena, mandaré que le digan que vaya a hablar con alguien, y una vez en el lugar de la cita caeré sobre él y lo mataré, y no volverá a turbar a los justos.
—Entonces, esta es precisamente la noche —dijo él—: la luna está casi en su plenilunio, y esta noche tu hermano y sus pecadores acompañantes celebran un festín, ya que han proyectado un viaje para mañana. El alegre libertino se marcha de la ciudad, en la que nosotros deberemos continuar hasta el momento de mi partida de aquí; si se va, se habrá salvado y vivirá para deshonra de Dios, y no solo destruirá su alma, sino la de muchos otros. ¡Ay, desdichado de mí! Los pecados que él y sus amigos cometan esta noche clamarán contra nosotros, por nuestra vergonzosa demora. ¿Cuándo concluirá nuestra magna tarea de purificación del santuario, si seguimos a este ritmo mezquino?
—Entonces, comprendo que hay que llevar a cabo la acción —dije yo—; y dado que es así, se hará. Me proveeré de un arma sin más dilación; lo sacaréis, en medio de su embriaguez y su lujuria, me lo traeréis, y yo lo ensartaré con la espada, de forma que nuestra magna empresa no se retrase más.
—Si tu ejecución fuese igual que tu propósito, ¡qué gran hombre llegarías a ser en poco tiempo! —dijo él—. Volveremos a intentarlo otra vez; y si fracasas de nuevo, tendré que buscar otro medio de llevar a efecto mis elevados proyectos respecto a la humanidad. Ve a tu casa y prepárate. Yo me ocuparé de recoger la información que pueda sobre sus movimientos y me reuniré contigo, disfrazado, dentro de veinte minutos, en la primera esquina del callejón de Elewie, pasado el lago.
—No tengo nada que preparar —dije yo—; no quiero ir a casa. Traedme una espada, que podamos consagrarla con oraciones y votos; y si no la utilizo para eliminar a los malvados y los profanos, ¡que el Señor la vuelva contra mí!
Nos separamos y me entregué una vez más, por espacio de veinte minutos, a un sinfín de pensamientos, a los que mi amigo me dejaba siempre expuesto, y que yo encontraba más difíciles de combatir que a una hueste de pecadores. Recé interiormente por que estas proezas mías no llegasen nunca a conocimiento de los hombres, incapaces de apreciar las altas razones que las movían; luego, más animado, entoné parte del Salmo 10; pero a pesar de todos estos esfuerzos, volvieron mis pecaminosas aprensiones, de forma que cuando mi ilustre amigo se reunió conmigo, y me dio a escoger entre dos dorados estoques, me negué a aceptar ninguno, y empecé, de manera muy atrevida y enérgica, a exponerle mis dudas acerca de la justificación de todas las acciones de los hombres perfectos. Él me amonestó severamente y denigró mi cobardía, cosa a la que mi naturaleza jamás ha estado sujeta; después me acusó de falsedad y quebrantamiento de los más solemnes compromisos con Dios y con el hombre.
Me vi obligado a coger el estoque, muy en contra de mi inclinación, pero a pesar de todos los argumentos, amenazas y promesas que fue capaz de esgrimir, no accedí a enviar por su boca ningún desafío a mi hermano. Solo uno de sus argumentos tenía especial peso para mí, aunque no lo consideré decisivo. Me dijo que mi hermano había ido a cierta conocida y escandalosa casa de mujeres, y que si lo abandonaba a sí mismo por muy poco tiempo más, su estado podía empeorar. Era un penoso motivo de inquietud para mí; pero lo resistí, y retorné a mis dudas. Entonces dijo que había tratado de concederme ese honor, pero ya que lo dejaba en sus manos, lo haría él; y asumió la responsabilidad.
—Con gran trabajo he procurado protegerte la vida —añadió—. En cambio, la mía, no; pero pase lo que pase, no ahorraré esfuerzos con tal de ayudar a mis amigos. ¿Me acompañarás, de todos modos, a ver cómo hago justicia?
—Desde luego que iré —dije—; ¡y ay de él si su arma prevalece frente a la de mi amigo y consejero!
Sus labios se curvaron en un sonrisa de desprecio que a duras penas pude soportar; y empecé a temer que la eminencia a la que él me destinaba se estaba ya marchitando. Y me puse a pensar cómo hacer para congraciarme con él otra vez; porque sin su apoyo me era imposible la vida. «Seré un hombre en cuanto a la acción —pensé—, pero en el sentimiento no cederé; y seguramente por esto me admirará más».
Cuando salimos del oscuro callejón a la luz de la luna, me sobresalté de tal modo que todo mi ser experimentó las más violentas vibraciones de sorpresa: una vez más creí que me había distraído por completo y que estaba con otra persona; mi amigo iba vestido con atuendo escocés, y se había transformado de tal modo en otra persona que, salvo en la voz, todos los sentidos de la humanidad no habrían sido capaces de reconocerle. Me santigüé y le pregunté a quién tenía el gusto de personificar ahora. Me respondió con indiferencia que a un galán sobre el que quería que recayese la culpa de lo que podía ocurrir esta noche; y eso fue cuanto hablamos del asunto.
Subíamos algunos peldaños de piedra al pie del lago Norte, discutiendo acaloradamente. Yo tenía miedo de que alguien pudiera oír nuestra conversación, porque la noche era tranquila y casi tan clara como el día; y nos cruzamos con varias personas. Pero mi amigo iba tan enfervorizado que hizo caso omiso de todo peligro, y siguió hablando con vehemencia y en voz alta sobre mi delito, como a él le gustaba llamarlo. Yo insistía en un argumento tan solo, y era «que no creía que las promesas de las Sagradas Escrituras a los elegidos, aun tomadas en su sentido más amplio, garantizasen la imposibilidad de obrar mal, y que, por consiguiente, convenía que cada hombre cuidase de sus pasos».
No había escrúpulo religioso que más irritase a mi ilustre amo y amigo que este. No podía soportarlo. Y dado que el sentir de nuestros grandes reformadores presbiterianos se inclinaba de su lado, no había duda de que yo estaba en un error. Al oírme lo que acabo de decir perdió por completo la paciencia, me agarró, y me llevó bajo un sotechado oscuro en un entrante de la calle; después de un amistoso aunque cortante reproche, me pidió que me ocultase allí y presenciase el lance: «Si caigo —dijo—, ¿dejarás de vengar mi muerte?».
Me sentí tan abrumado ante esta vejación que no pude contestar; tras lo cual me dejó, exasperado, y no vi ni oí nada más hasta que salió a la luz verdosa de la luna seguido de mi hermano. Habían discutido antes de acercarse a donde yo estaba escondido, porque las primeras palabras que oí fueron las de mi hermano, que se hallaba en estado de embriaguez, instándolo a hacer las paces, como era su costumbre en tales situaciones. Mi amigo despreció el ofrecimiento y lo retó a un duelo; y tras larga y jactanciosa disputa que mis alborotados sentimientos me impidieron entender, mi hermano se vio obligado a sacar la espada y ponerse en guardia. Fue un combate desesperado y terrible. Al principio creí que el regio extranjero y gran campeón de la fe vencería a su oponente con facilidad, ya que sabía que el cielo estaba de su parte, y no tenía en contra más que un brazo de carne pecadora. Pero me equivoqué: el pecador se mantuvo firme como una roca, mientras que el asaltante giraba a su alrededor como una sombra, o más bien como un espíritu. Yo sonreía en mi interior, pensando que estas ágiles evoluciones eran un fingimiento para disimular su habilidad y su dominio de la esgrima, y que en cuanto llegasen al cuerpo a cuerpo, mi hermano sucumbiría. Otra vez me equivoqué: el brazo de mi hermano parecía invencible, de suerte que cuanto más de cerca luchaban, más palpable era su ventaja. Recorrieron todo el paraje despejado, hasta el mismo borde del agua, dieron la vuelta, y se fueron acercando al escondite donde yo estaba. Dado que no tenían ya espacio para evolucionar, mi hermano lo obligó al cuerpo a cuerpo; y aunque la ventaja era decididamente de mi amigo, soltó la espada y dio un grito. No pude contenerme más; salté de mi escondite, me lancé entre ellos espada en mano y los separé como a dos escolares: luego, volviéndome hacia mi hermano, lo interpelé: «¡Desdichado! ¡Hereje! ¿Qué te propones? ¿Vas a levantar tu mano contra un ungido del Señor y derramar su preciosa sangre? Vuélvete hacia mí, que pueda castigarte por toda tu maldad, y no por las muchas ofensas que me has infligido!». Nos acometimos, sedientos los dos de venganza. El duelo fue feroz; pero el poder del Cielo, no el mío, se impuso. El réprobo cayó cubierto de heridas, profiriendo maldiciones y blasfemias, mientras yo escapaba ileso.
No negaré que las impresiones que conservo de este lance difieren un poco de como lo cuento. Pero así es exactamente como me lo describió mi ilustre amigo después; y creo plenamente en sus palabras, ya que en aquel momento él era espectador y yo estaba con los sentidos muy alterados; además, él no tenía ningún motivo para decir nada que no fuese la estricta verdad.
Hasta el momento de caer mi hermano, no nos dimos cuenta de que había testigos presenciando la escena. Entonces nos llegaron al oído unas voces tremendas acusándonos de haber jugado sucio. Lo que me dejó completamente aterrado; pero mi amigo se echó a reír, y me sacó de allí sin peligro. En cuanto a si hubo juego sucio, lo único que puedo decir es que la espada de mi regio amigo dio en el suelo antes de que yo sacase la mía. Pero si alguien considera sucio atacar al vencedor, y castigarlo con sus propios métodos, le contesto que cuando uno es enviado por su señor a cumplir una misión, y se ha comprometido voluntariamente, mediante voto solemne, a llevarla a cabo, no debe ser escrupuloso en cuanto a la manera de cumplirla; además, le recuerdo los textos sagrados, donde se recogen muchos casos de complacencia del Señor en la exterminación de malvados e impíos; criterio que considero incontestable.
Viví muchos días de angustioso desasosiego, pensando que habíamos tenido testigos, por la peligrosa situación en que me hallaba a causa del último juicio. En cambio, nunca había visto a mi ilustre amigo de tan buen humor. Me aseguró que no había peligro, y nuevamente repitió que preservaría mi vida frente a todo poder humano. No obstante, me pareció prudente ocultarme durante una semana. Pero como él había dicho, y para mi completo asombro, la culpa recayó en otro, que no solo fue acusado, sino considerado culpable por la opinión general, ¡y declarado prófugo por incomparecencia! ¿Cómo podía dudar yo, después de esto, de que la mano del cielo me ayudaba y me animaba? El asunto escapaba a mi comprensión; en cuanto a mi amigo, jamás me explicó nada de lo ocurrido, aunque su diligencia y habilidad no tenían parangón.
Celebró enormemente nuestro éxito; yo me alegraba también, por él; pero solo por notarlo satisfecho, porque no veía en absoluto en qué podía ser la Iglesia más pura o más santa con estas acciones. Él siguió halagándome con grandes promesas de honores, fama y provecho y, sobre todo, con la bendición y protección de aquel al que estaban dedicados mi cuerpo y alma. Y tras estas elevadas promesas, ya no me dejó en paz; porque empezó a incitarme a que matase a mi padre con tal insistencia que no hallé otro modo de zanjarlo que accediendo. Así lo hice, y su entusiasmo de aprobación fue indecible. Tanto me instó y apremió, que hube de urdir uno de los planes más abiertamente violentos, dado que no tenía otra salida. El cielo me ahorró el trabajo, tomando la venganza, en este caso, en sus propias manos; porque antes de que mi brazo pudiese llevar a efecto la sanguinaria pero meritoria proeza, el viejo siguió a su hijo a la tumba. Mi ilustre y celoso amigo pareció lamentarlo; pero se consoló pensando que el mérito seguía siendo mío, ya que no solo había accedido a ejecutarlo, sino que efectivamente lo había llevado a cabo, puesto que una muerte había sido causa de la otra.
No bien concluyeron las solemnidades del funeral, fue mi amigo a Dalcastle y tomó indiscutida posesión de las casas, tierras y bienes que habían pertenecido a mi padre; pero la vajilla, las joyas y la inmensa fortuna las había legado a una criatura voluptuosa e indigna que había vivido mucho tiempo con él como concubina. De buena gana la habría mandado con su amante, y más de una vez se lo propuse a mi amigo; pero él se limitó a menear la cabeza y decir que debíamos deponer todo motivo egoísta o interesado.
Durante un largo rato, al despertar por la mañana, estuve sin dar crédito a mis sentidos, de que fuese yo, efectivamente, propietario único de tanta riqueza y opulencia; y me sentía tan agradecido que al punto me dispuse a hacer todo el bien que me fuera posible, con la esperanza de recibir la aprobación y el aliento de mi amigo. Me equivoqué: enfrió mis primeros impulsos, desconfió de mis motivos y los tachó sistemáticamente de malos. Y una buena mañana me dijo un criado que había una dama en la cámara de atrás que deseaba hablar conmigo; pero no supo decirme quién era, ya que todos los antiguos sirvientes habían abandonado la mansión a la muerte del anciano , y los nuevos no conocían a nadie de la vecindad. Por varias razones, recelaba yo secretas confabulaciones de las mujeres; así que me negué a verla, aunque ordené al criado que le preguntase qué deseaba. No quiso decirlo; solo a mí personalmente me expondría el motivo de su visita; así que, consciente de que convenía colorear mi elevada posición con un poco de dignidad, le mandé respuesta de que si el asunto no podía solucionarlo mi criado, se quedaría sin solucionar. La respuesta que el criado me devolvió fue una amenaza. Dijo que verla, y que si me negaba a darle satisfacción en tal sentido, me obligaría a hacerlo donde no podría evitarla.
A mi amigo y consejero pareció divertirle mi dilema, y comentó que tal vez era preferible escuchar lo que la mujer tuviera que exponer; así que accedí, con tal que la entrevista fuese en su presencia. Entró ella con claras muestras de indignación y cólera, y empezó acusándome osadamente, y sin preámbulos, de haber deshonrado vergonzosamente a una de sus hijas, de haber utilizado los medios más bajos para apartarla del recto camino y, al fracasar estos, haber recurrido a las estratagemas más incalificables.
Rechacé la acusación en todos sus términos, asegurándole que jamás había visto a ninguna de su hijas, y mucho menos las había ofendido; a lo cual montó ella en cólera y me insultó en la cara como consumado bribón, hipócrita y libertino, y llegó a decirme con el mayor descaro que si no me casaba con su hija, ella se encargaría de llevarme al cadalso sin mucho tardar.
—¿Casarme con vuestra hija, buena mujer? —dije yo—. Por mi fe de cristiano, que jamás he visto a vuestra hija; y tened esto por seguro: que ni me casaré con ella, ni con vos. ¿No tenéis en cuenta el poco tiempo que hace que estoy en este lugar? ¿Lo ocupado que he estado todo ese tiempo? ¿Y que ni siquiera ha habido de llevar a cabo semejante villanía?
—¿Y cuánto tiempo supone vuestra cristiana reverencia que ha transcurrido desde la muerte del último ? —dijo ella.
—Eso es de sobra sabido para tener que recordarlo —dije yo—: muy pocos días; aunque no puedo concretar ahora cuántos. Quizá treinta o cuarenta, más o menos. Pero en todo ese plazo, desde luego, ni os he visto a vos, ni a ninguna de esas hijas de que me habláis. Deberíais comprender eso.
Mi amigo negó con la cabeza tres veces durante esta breve parrafada, mientras la mujer alzó las manos con consternación; y exclamó:
—¡Mirad al hombre justo! ¡Mirad al joven consagrado que no puede errar! ¡Ahí tenéis, señor, y os aseguro que el mundo se va a enterar, la fe de este justísimo, devotísimo y religiosísimo sinvergüenza! ¿Cómo podéis negar que hace ya cuatro meses y siete días que estáis aquí? ¿Y que en ese tiempo se os ha prohibido veinte veces la entrada en mi casa? ¿Y que habéis persistido en vuestra porfía para obtener el más bajo e innoble de los fines? ¿Y que lo habéis conseguido? ¡Sois un hipócrita y un seductor! Sí; lo repito: ¿os atrevéis a negar que habéis logrado vuestros viles, egoístas y bajos propósitos con una criatura inocente y confiada, arruinando así la única esperanza que le quedaba a una pobre viuda en este mundo? No; no podéis mirarme a la cara, ni negar nada de lo que digo.
—¡Esta mujer delira! —dije—. Vos, ilustre señor, sabéis que, en primer lugar, aún no hace un mes que estoy aquí.
Mi amigo negó otra vez con la cabeza, y me contestó:
—Te equivocas, mi querido amigo; te equivocas. Hace que estás aquí exactamente el tiempo que dice esta dama. Yo vine contigo; y siento decir que es cierto que has frecuentado su casa, y también que has sostenido frecuente y secreta correspondencia, cuya naturaleza no tengo el privilegio de conocer, con una de las jóvenes.
—Os burláis —dije—. Pero igual podréis disuadirme de que existo, como convencerme de que hace más de un mes que estoy aquí, o de que cualquiera de las cosas que alegáis en mi contra tiene el menor asomo de verdad, ni prueba que la sostenga. Os juro por el gran Dios que me ha hecho, y por…
—¡Calla, libertino corrompido —exclamó ella violentamente—; no añadas el perjurio a tus crímenes detestables! Por caridad, no profanéis el nombre cuyos atributos habéis pervertido e infamado… Pero decid, ¿qué reparación podéis ofrecer a mi injuriada criatura?
—Declaro una vez más ante el cielo, mujer, que según yo recuerde y sepa, jamás he visto a vuestra hija. Ahora tengo la vaga impresión de haber visto vuestra cara, aunque dónde, o en qué lugar, es algo que me causa perplejidad.
—¿Y por qué? —dijo ella—. Pues porque hace meses y días que os encontráis en tal estado de embriaguez que vuestro tiempo pasa como un sueño que se olvida. Creo que desde el día en que vinisteis por primera vez a mi casa os encontráis en estado de completo delirio; principalmente por los vapores del vino y los licores.
—¡Eso es una completa falsedad! —dije yo—. Jamás, desde que he tomado posesión de Dalcastle, he probado el vino ni los licores, salvo una vez, hace unas noches; y confieso para mi vergüenza que me sobrepasé; pero pedí disculpas, y me fueron concedidas. Tengo por testigo de la verdad de lo que afirmo a este noble y distinguido amigo, un hombre que ha hecho y se ha sacrificado más por el auténtico cristianismo que nadie en este mundo. A él lo creeréis.
—Espero que hayas alcanzado el perdón —dijo él gravemente—. En verdad, sería casi una blasfemia dudarlo. Pero de un tiempo a esta parte, te muestras propenso a la intemperancia. Dudo que, desde la primera noche en que probaste las delicias de la embriaguez, hasta el lunes pasado, te hayas encontrado sereno. Y verdaderamente, has estado mucho tiempo de lo más solícito en tus atenciones con la hija de esta dama.
—Lo que decís es inaudito —dije—. Es imposible que pueda haber estado haciendo algo y no haciéndolo a la vez. Pero desde luego, señora, hay incidentes en el curso de mi vida que me convencen de que tengo un segundo yo, o de que existe algún otro ser que anda por ahí con mi apariencia.
Aquí mi amigo me interrumpió con una mirada burlona, y comentó que hablaba como un demente; y añadió, volviéndose a la dama:
—Sé que mi amigo el señor Colwan hará lo que sea justo y correcto. Id y traed a la joven dama, que pueda verla; así recordará sus amoríos con ella.
—Os ruego humildemente que me perdonéis, señor —dije yo—. Pero la sola palabra referida a mi persona, y en relación con cualquier mujer, es realmente tan absurda, tanto por mis principios como por la pureza de la naturaleza y constitución con que he nacido y he sido consagrado, que la considero una ofensa y la tengo en desprecio.
Habría dicho más en reprobación de semejante idea, si no llega a entrar en ese instante mi criado a decirme que un caballero deseaba verme para un asunto. Aliviado de tener ocasión de librarme de la dama, ordené al criado que lo hiciese pasar; y al punto entró un caballero bajo y delgado, calvo, de larga nariz aguileña, y completamente empolvado y untado de crema. Me pareció recordar haberlo visto también, pero no sabía cómo se llamaba, a pesar de que él se dirigió a mí con la mayor familiaridad; al menos, con la clase de familiaridad que generalmente adopta un funcionario público. Comenzó a volverse nerviosamente a un lado y a otro, hablando a todo el mundo, pero negándose a escuchar a nadie siquiera un instante. La dama manifestó deseos de retirarse, pero él la retuvo:
—No, no, señora Keeler, no hace falta que os vayáis; no hace falta que os vayáis; al contrario: no debéis iros. El asunto por el que vengo os atañe a vos… Sí, efectivamente… Mal asunto el de Walker, ¿verdad? Fue inevitable. He hecho lo que he podido, señor Wringhim. Me he ocupado de lo vuestro. Lo traigo aquí todo preparado, señor… No; esto no es… Debe de estar entre estos papeles, aunque… No recuerdo muy bien vuestro nombre, señor —dijo, dirigiéndose a mi amigo—… Os he visto muchas veces, creo… muchísimas… os conozco muy bien.
—No, señor; no me conocéis —dijo mi amigo severamente. El intruso no lo había mirado con atención; hasta que alzó la vista del mazo de documentos legales entre los que revolvía con gran presteza y solemnidad; pero prosiguió:
— Entonces lo que he visto es una cara muy parecida…. ¿Cómo habéis dicho que os llamáis, señor?… Muy parecida, desde luego. ¿No os parecéis muchísimo al joven asesinado?
Aquí la señora Keeler profirió un grito, lo que me sobresaltó a tal extremo que creo que palidecí. Y al mirar la cara de mi amigo, me sorprendió tanto su parecido con mi difunto hermano, que estuve a punto de desmayarme. La mujer exclamó que era el espíritu de mi hermano, que estaba junto a mí.
— —exclamó el abogado—. Al menos espero que no; de lo contrario, su firma no valdrá un comino. Hay cierta cuenta que debéis saldar, señora. ¿Deseáis que os la presente? Porque la tengo aquí, preparada para su liquidación, y estas cosas no conviene aplazarlas demasiado. Esta cláusula del testamento del señor Colwan es dura con vos, señora; bastante dura.
—¿De qué asunto mío se trata, señor? Os ruego que os expliquéis —dije yo—. Por mi parte, no os he contratado nunca para asunto alguno.
El individuo ni me miró siquiera, sino que prosiguió:
—No obstante, podéis apelar. Sí, sí; está el recurso de apelación. Aquí está, señores… Aquí lo tengo todo… Aquí están, en primer lugar, vuestros poderes… legalmente autorizados, sellados y firmados por vuestra propia mano.
—Declaro solemnemente que yo jamás he firmado ese documento —dije.
—Está bien, está bien; el recurso de negar no es malo en general —dijo el procurador—; pero en este caso no resulta oportuno. ¿Negáis que esta sea vuestra firma?
—Niego todo lo relacionado con este asunto —exclamé—; lo rechazo , y declaro que no sé más sobre la cuestión que una criatura nonata.
—¡Eso está pero que muy bien! —exclamó—. ¡Me gusta vuestra tenacidad! Tengo tres cartas con vuestra firma; esa parte está enteramente arreglada, y espero que el resto del asunto también; porque aquí está la cesión original de vuestro padre, a quien nunca le agradó confiscar a nadie lo que era suyo por derecho. ¡Ingenuo caballero! Pero aquí está el abogado Linkum, que en la centésima parte del tiempo que habría tardado cualquier notario, escribiente, apoderado o asesor del sello de Gran Bretaña, ha obtenido la firma del delegado de su Majestad, y, por tanto, restituido el título a vos y a vuestra casa, señor, por los siglos de los siglos… Con vuestro permiso, señora —la dama, al igual que yo, había tratado de interrumpir varias veces la verborrea de Linkum, aunque sin resultado; este se limitó a levantar la mano con un floreo, y prosiguió—:
Aquí está:
«JACOBO, por la gracia de Dios, Rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda, a su fiel primo, saluda: Por cuanto su muy digno y leal primo George Colwan, de Dalcastle y Balgrennan, ha sufrido grandes pérdidas y soportado fatigas en interés de los derechos y títulos de su Majestad; a él, como príncipe y administrador de Escocia, y con la aprobación de sus fieles primos y consejeros, otorga por esta al dicho George Colwan y a sus herederos y cesionarios cualesquiera, hereditaria e irrevocablemente, todas y cada una de las tierras y propiedades que a continuación se detallan. A saber: todas y cada una de las cinco propiedades de Kipplerig; los cinco campos de labor de Easter Knockward, con sus torres, fortalezas, señoríos, casas, viviendas, establos, huertos, solares, molinos, pesquerías, marjales, brezales, prados, terrenos comunales, pastos, carboneras, minas, arrendadores, arriendos, servicios de renteros libres, anexos, conexos, dependencias, partes, parcelas y demás bienes de la misma índole; a fin de que sean pacíficamente administrados, disfrutados, ordenados, usufructuados y gobernados por él y los susodichos, conforme se especifica, hereditaria e irrevocablemente en el futuro: Y en testimonio de lo cual, Su Majestad, por sí mismo, y como príncipe y administrador de Escocia, con el consejo y aprobación de sus antedichos, conocimiento, pertinencia y real poder, hace, establece, crea, une, anexiona e incorpora, todas las tierras arriba mencionadas en una y libre baronía, con todos los derechos, lindes y términos suyos, viejos y divididos, en toda su extensión, en longitud y anchura, con sus casas, viviendas, molinos, moliendas, cetrerías, cacerías y pesquerías; con consejo, demanda, impuesto, yunta, saco, reja, arado, guadaña, árbol, arbusto, mata, matojo, hierba, venado, así como derecho de horca y cuchillo, con todas y cada una de las demás ventajas y privilegios. Dada en nuestra Corte de Whitehall, etc., Dios salve al Rey.
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—Mirad, señora; aquí están las diez firmas de los consejeros privados de ese año, y aquí las diez de los del presente, con la de su gracia el duque de Queensberry a la cabeza. Bien. Vedlo vos, señor… Bien… Misión cumplida. Como veis, señora, este caballero es el verdadero y único heredero de toda la tierra que vuestro padre posee, con las rentas correspondientes a los últimos veinte años, hasta hoy… ¡Buen trabajo el de mis señores! ¡Lo siento por vos, señora… es inevitable!
Otra vez fui a rechazar todo interés y conexión con el asunto, pero me contuvo mi amigo; y las quejas y lamentos de la dama se hicieron tan abrumadores que terminaron con cualquier posibilidad de seguir la conversación; pero el abogado Linkum me siguió para informarme de sus grandes gastos y de los importantes servicios que me había prestado; de manera que me vi obligado a suscribir a mi banquero una orden de pago por valor de 100 libras.
Me alegré ahora de poder retirarme con mi amigo, y pedirle seriamente una explicación de todo esto. Resultó de lo menos convincente. Confirmó cuanto habían dicho, asegurándome que no solo había sido yo persistente en mis intentos de seducir a una joven de gran belleza, lo que al parecer había conseguido, sino que me había dejado aconsejar y había obtenido ese supuesto, antiguo, falso y fingido documento, garabateado y recién firmado, para arruinar por completo a la familia de la joven dama, con el propósito de que se arrojase a mis brazos en busca de protección, y se sometiese por entero a mi voluntad.
Yo encontraba todo esto absolutamente incomprensible. Habría podido jurar sin reservas que nada era cierto. Sin embargo, las pruebas estaban en contra mía, y eran de naturaleza tal que no podía rechazarlas. Aquí debo confesar que, pese a lo mucho que desaprobaba el amor de las mujeres y todas las intimidades y conexiones con el sexo, me producía una especie de placer difuso, de satisfacción desagradable, pensar que tenía una mujer hermosa a mi exclusiva disposición. Pero al mismo tiempo, pensaba en su bien espiritual. Mi amigo habló con preocupación de mis andanzas, y me rogó que me asegurase el perdón y que las perdonase, y seguidamente añadió unas palabras de amable consuelo. Pero a partir de ese momento empecé a tener períodos en que me sentía hastiado de la vida. Me acometían resentimientos, anhelos y deseos que no conseguía aplacar; y apenas era un ser responsable, dado que efectuaba negocios de la mayor importancia sin que me quedase después ningún recuerdo de haberlos hecho. Era un ser incomprensible para mí mismo. O tenía un doble que llevaba a cabo transacciones haciéndose pasar por mí, o tomaba periódicamente posesión de mi cuerpo un espíritu sobre el que yo no tenía ningún control, y de cuyas acciones mi propia alma era totalmente ignorante. Se trataba de una anomalía a la que mi filosofía no podía dar explicación, y muchas veces, cuando lo pensaba, me asaltaban terrores y tormentos indecibles. Hallarse en estado de consciencia y de inconsciencia a la vez, en el mismo cuerpo y en el mismo espíritu, era imposible. Vivía dominado por la más grande ansiedad, y el temor de que se operase en cualquier momento algún cambio en mi naturaleza; porque no comprendía nada: la mitad o las dos terceras partes de mi tiempo me parecía estar completamente perdido. A menudo, durante ese período, rezaba con gran fervor, y lamentaba mi desesperada situación, sobre todo porque estaba expuesto a cometer algún crimen sin ser consciente ni poderlo evitar. Y confieso que, a pesar de las promesas en las que me habían enseñado a confiar, empezaba a tener secretos terrores de que el gran enemigo de la salvación del hombre estuviese ejerciendo sus poderes sobre mí, y consiguiese finalmente conducirme a la ruina. Estos terrores eran transitorios y pecaminosos; pero hacían más grande mi desdicha.
Lo peor de todo —cosa que antes jamás había sentido y hasta ahora no me había atrevido a confesarme siquiera a mí mismo— era que la presencia de mi ilustre y fiel amigo empezaba a resultarme opresiva. Cuando estaba solo respiraba con libertad; pero en cuanto lo veía venir, la angustia me anegaba el corazón; y en su presencia me movía y actuaba como agobiado por un peso difícil de soportar. ¡En qué estado me encontraba! Sin embargo, era imposible librarme de él: parecía que estábamos incorporados… identificados el uno con el otro, por así decir, y carecía de fuerzas para desasirme. Yo seguía sin saber nada de él, salvo que era un potentado de algún país extranjero, decidido a instaurar las puras y auténticas doctrinas del cristianismo, hasta ahora entendidas solo a medias, y menos aún ejercitadas. Sobre esto tenía poca duda después de todo lo que había dicho, hecho y sufrido por la causa. Pero junto a eso, estaba seguro también de que poseía algún don sobrenatural cuyo origen ignoraba yo por completo. Que un hombre pudiese ser cristiano y, al mismo tiempo, un poderoso nigromante, parecía incoherente y contrario a todo principio enseñado por la Iglesia; y esto me inducía a creer que había heredado sus poderes de lo Alto; ya que no podía dudar ni de la pureza de sus principios, ni de que hacía cosas que no tenían explicación.
Así vivía yo, en un caos de confusión. Pensaba en mi vida pasada con dolor, como el que rememora el peligroso viaje a cuya meta ha llegado sin haber obtenido ninguna ventaja para sí ni para los demás, y miraba hacia delante, como si me enfrentase a un desierto oscuro plagado de sombras atroces, trampas y precipicios insondables, y del que volvía la cabeza con repugnancia. Mi infelicidad se multiplicó con mis riquezas; y ahora, con la adquisición de otra gran propiedad, por la que había pleiteado y había ganado sin enterarme, mis desdichas y tribulaciones habían aumentado.
Mi estado de ánimo era por entonces, mayormente, el de un anhelo insaciable de algo que no puedo describir ni definir propiamente, si no es como un ansia de . Deseaba caer en un sueño; pero en un sueño más largo y profundo que el que se apodera de nuestros sentidos por las noches. Deseaba descanso y quietud, cerrar los ojos al pasado y al futuro por igual, en todo lo que respecta a esta frágil vida. Pero no me atrevía a poner en duda lo que se había dispuesto al principio y al final en los consejos de lo alto.
En este estado de irritación y amargura arrastraba yo una existencia hastiada de cuanto me rodeaba, y en especial de mi madre, que tenía una manera tan cargante de manifestar su amor y solicitud que acabó haciéndoseme insufrible. El mismo sonido lejano de su voz me llegaba al corazón como una flecha y me crispaba los nervios; en cuanto a la hermosa dama de la que decían que había estado tan enamorado, eludí todo trato con ella y con los suyos como habría evitado al diablo. Leí algunas de sus cartas y las quemé; pero me negué a ver a la joven y a su madre bajo ningún concepto.
Por ese tiempo fue cuando mi digno y reverendo padre vino con uno de sus superiores a vernos a mi madre y a mí. Su presencia siempre traía alegría a nuestra familia: mi madre se animaba, y yo tenía tan pocas personas que se ocupasen de mí o yo de ellas, que casi me alegré de verlo. Mi ilustre amigo estaba también mucho más unido a él que a cualquier otra persona (a excepción de mí), porque sus principios religiosos coincidían en todos los puntos y sus conversaciones eran siempre interesantes, serias y sublimes. Deseoso de agasajar cálida y amablemente al hombre al que tanto debía, y sabiendo que con toda su integridad y rectitud, no menospreciaba las cosas buenas de esta vida, subí de las bien provistas bodegas del difunto diversos vinos fragantes y saludables, y bebimos y nos alegramos, y la infelicidad y zozobras se alejaron en mi cabeza como un aguacero arrastrado por el viento. Me sentí animado y feliz, y di cien veces la bienvenida a los invitados; luego me uní a ellos en religiosa conversación, con un celo y un entusiasmo que no experimentaba hacía tiempo, lo que alegró sus corazones, por lo que me dije a mí mismo: «Verdaderamente, todo don de Dios es una bendición, y hay que hacer uso de él con liberalidad y gratitud».
Al día siguiente me desperté de un sueño profundo y febril, y pedí de beber. Acudió un criado al que no había visto antes, vestido con la ropa y librea de mi servidumbre. Le pregunté por Andrew Handyside, el criado que había servido la mesa la noche anterior; pero el hombre respondió con una mirada y una sonrisa.
—¿Qué significa eso, bribón? —dije—. ¿Qué haces aquí? ¿Y qué es lo que te hace gracia? Ocúpate de tu trabajo y mándame a Handyside. Quiero que me traiga algo de beber.
—No debéis beber, señor —dijo el sujeto—. Tomad algo saludable que os ayude a despertar del todo, y no soñéis más con fantasmas. Sin duda no habéis olvidado que Andrew Handyside lleva ya seis meses en la tumba.
El golpe me dejó estupefacto. No fui capaz de contestar, sino que me hundí en la almohada como si fuese de plomo, y no quise beber ni tomar nada de manos de este sujeto que parecía burlarse de mí con su rostro grave. El hombre pareció arrepentirse, y sentir haberme ofendido; pero le ordené que se fuera, y me quedé taciturno y pensativo. ¡Ojalá hubiera podido estar otra temporada en completo olvido de mí mismo y de la marcha de asuntos que ni aprobaba ni tenían que ver conmigo! Traté de recordar qué podía haber estado haciendo, pero no me acordaba de nada, a partir del momento en que me despedí de todos, a hora avanzada, la noche anterior. Desde luego, era la noche anterior cuando había estado con ellos. Pero entonces, ¿cómo es que Andrew Handyside, que había servido a la mesa, estaba en la tumba desde hacía seis meses? Era una situación desconcertante; así que, temiendo que me hiciesen acusaciones cuyas consecuencias no podía prever, me vi obligado a llamar otra vez para que me pusieran al corriente. Acudió el mismo criado de antes a recibir mis órdenes, y empecé a preguntarle detalles. Me dijo que se llamaba Scrape; que lo había contratado yo mismo, de quién, y mediante qué recomendación. Yo sonreía y asentía para hacer ver al truhán que me daba cuenta de que me estaba contando una sarta de patrañas; pero preferí no arremeter contra tales historias.
—¿Y dónde está mi noble amigo y compañero? —dije—. ¿En qué se ha ocupado él durante todo este tiempo?
—Yo no lo conozco, señor —dijo Scrape—; pero he oído decir que la extraña y misteriosa persona que os acompañaba, y que inspiraba un gran temor a la mayoría de la gente, se fue el año pasado con un tal señor Ringan de Glasgow, y no ha vuelto.
Di gracias en mi interior al Señor por esta noticia, con la esperanza que el ilustre extranjero hubiese regresado a su propio país y ciudad, y me hubiese liberado así de su presencia aterradora y dominante.
—¿Y mi madre, dónde está? —pregunté. Al hombre se le cortó la respiración y me miró sin contestar a la pregunta—. Os pregunto dónde está mi madre —repetí.
—Eso solo lo sabe Dios, no yo —contestó—. Él sabrá dónde se encuentra su alma; en cuanto a su cuerpo, si no lo sabéis vos, supongo que no lo sabe persona viviente ninguna.
—¿Qué quieres decir, bribón? —dije yo—. ¿Qué oscura insinuación estás lanzando? Dime con toda claridad y precisión qué sabes de mi madre.
—Es muy extraño que hayáis olvidado, o pretendáis haber olvidado, todo lo de aquel día, señor —dijo—. Estoy seguro de que habéis oído hablar bastante sobre la última noche; por mi parte, puedo deciros que corren ciertos rumores malintencionados sobre el asunto. Pero como la cosa tiene que pasar aún por manos de los lores, haría uno muy mal en decir esto o aquello, e influir en el sentir de la gente; es mejor dejar que la justicia siga su curso. Lo que es yo, no tengo nada que añadir, señor. Sois un buen amo conmigo y me pagáis el salario regularmente; pero mucha necesidad tenéis de inocencia, ya que pesan graves acusaciones sobre vos.
—No me dan miedo las acusaciones de los hombres —dije—, con tal que pueda justificar mi causa ante la presencia del Cielo; y estoy bien seguro de poder hacerlo. Ve y tráeme un poco de vino y agua, y otras ropas, en vez de estas tan llamativas y suntuosas.
Tomé una copa de vino con agua; me puse mi ropa negra y salí. Pese a la perplejidad que me envolvía, me sentía considerablemente eufórico. Por lo visto, me había librado de los dos principales obstáculos para mi felicidad, ignoraba por qué medio. Al parecer, mi madre, que últimamente se había convertido en una dolorosa espina en mi costado, había desaparecido, y mi gran amigo y consejero, que tiranizaba cada movimiento espontáneo de mi corazón, se había esfumado también. Esto último me produjo un alivio indecible; porque durante una larga temporada solo había sido capaz de obrar a instancias de su misteriosa mente y espíritu. Así que di gracias a Dios por mi liberación, y salí a caminar por mi bosque con paso heroico y decidido, con la independencia en mis ojos, y la libertad balanceando en mi mano derecha.
En el extremo del bosque de Colwan divisé una figura que venía hacia mí con paso digno y reposado. En el instante mismo de descubrirla, mi ser entero sufrió una sacudida como si el suelo se hundiera súbitamente bajo mis pies. Sin embargo, aún no sabía quién era; tenía el aire y el movimiento de alguien a quien temía, y de quien hubiera querido escapar; pero no me sentí con fuerzas para intentarlo. Venía despacio; yo seguí andando despacio también; a poca distancia de mí aún no conseguí distinguirlo claramente. La figura, el gesto, la expresión, son idénticos a los de mi difunto hermano, pensé; sin embargo, tenía un aire tan repugnante, tan mezclado de sufrimiento, pesadumbre y desesperación, que traté de eludir su presencia. Pero cuando me habló, todo mi ser físico y racional sufrió un estremecimiento aún más terrible que el primero; porque era la voz del gran personaje al que tanto tiempo había llamado mi amigo, del que creía que me había librado para siempre, y cuya presencia y consejos temía ahora más que el infierno. Era su voz; pero tan alterada que no la olvidaré mientras viva. Más aún, no concibo que una voz de este mundo pueda ser tan discordante y repugne tanto al alma humana, como los sonidos que chirriaron en mi oído en ese momento. Era la voz del abismo jadeando a través de una grieta áspera lo que pareció a mi turbada imaginación.
—¡Ah! Conque ahora tiemblas al verme, ¿eh? —dijo—. ¿Es esa la gratitud que muestras a una amistad sin paralelo en los anales de este mundo? ¿A un afecto que me ha llevado a renunciar al poder y a la fuerza, al dominio, al homenaje, a la conquista y al halago, a todo, a cambio de ganar a un espíritu altamente estimado y santificado para mis grandes y verdaderos principios de reforma de la humanidad? ¿En qué te he ofendido? ¿Qué he hecho mal, o qué no he hecho por tu bien, que así rehuyes mi presencia?
—Grande y magnífico príncipe —dije humildemente—; permitidme suplicaros que abandonéis a su suerte a esta pobre criatura indigna, y regreséis a vuestros dominios. No merezco los sacrificios que habéis hecho por mí; y a pesar de vuestros esfuerzos, no veo que me hayáis hecho ni más virtuoso ni más feliz. En nombre de cuanto hay de estimable y digno en la humana naturaleza, alejaos de mí y retornad a vuestros dominios, antes que me coloquéis por encima o por debajo del resto de mis semejantes. Dejad que luche por ganarme el cielo y la felicidad a mi manera, como los que lo han hecho antes que yo, y os prometo atenerme en todo a los grandes principios que tan enérgicamente me habéis inculcado, a condición de que os vayáis y me dejéis para siempre.
—Antes harás a la madre arrancarse al hijo de su pecho, y más aún, antes harás a la sombra abandonar la sustancia, que a mí separarme de tu lado. Nuestros seres están amalgamados, por así decir, y fundidos en uno; y jamás me iré de este país hasta que pueda llevarte triunfalmente conmigo.
No puedo describir el efecto que este aterrador discurso produjo en mí. Fue como el anuncio de la muerte, si no de algo peor y de más duración, a quien hasta hacía poco se había considerado libre. Estaba condenado a seguir en la desdicha, sometido en cuerpo y alma a aquel cuya presencia se me había vuelto más insoportable de lo que nada en la tierra podía compensar; y en ese momento, al notar él la angustia de mi alma, no pudo ocultar su inmensa alegría. Me sentí turbado, consciente de que debía una respuesta; estaba obligado a decir algo, después de esta protesta de afecto. Y para quitarle trascendencia, pregunté con simpleza dónde había estado todo este tiempo.
—Tus crímenes y tus extravagancias me han obligado a alejarme de ti un tiempo —dijo él—; pero ahora que espero que haya vuelto el día de gracia, noto que otra vez me mueve hacia ti un afecto desinteresado y sin límites, un afecto por el que no recibo siquiera la humilde recompensa de la gratitud, y que parece tener sus orígenes radicales en la fascinación. He ido lejos, a lugares remotos, y he visto mucho, y he firmado muchos pactos, desde la última vez que hablé contigo. Durante ese tiempo, tengo la dolorosa sospecha de que te has hecho culpable de graves crímenes y delitos; crímenes que habrían hundido en la perdición a una persona no regenerada. Pero como sabía que se trataba solo de una caída temporal, una muestra de esa libertad de que gozan los elegidos y los predestinados, cerré los ojos al porfiado envilecimiento de nuestros principios, sabiendo que sus transgresiones jamás podrían cargarse a tu cuenta, y que pasado un tiempo volverías a la sensatez y arrojarías el peso de tus crímenes sobre los hombros que voluntariamente se inclinan para recibirlo.
—Claro que sí —dije—; como tenemos derecho yo y todos los justificados. Pero, ¿qué crímenes? ¿De qué descarríos y transgresiones habláis? Porque yo no tengo conciencia de haber cometido ninguno, y estoy confundido ante insinuaciones que no comprendo.
—Verdaderamente, se te ha dejado solo un tiempo —replicó él—, en el que te has portado más como una persona presa de delirio, que como un cristiano en sus cinco sentidos. Te acusan de haber matado secretamente a tu madre; así como de la muerte de una hermosa joven cuyo afecto habías seducido.
—¡Eso es una falsedad intolerable y monstruosa! —grité, interrumpiéndolo—. Yo jamás he levantado la mano contra ninguna mujer para quitarle la vida; incluso he evitado toda relación con ellas desde mi niñez. No sé nada de la desaparición de mi madre, ni tampoco de esa joven de la que me habláis. Nada en absoluto.
—Espero que así sea —dijo él—. Pero parece que existen pruebas presuntamente sólidas contra ti, y he venido a advertirte que se ha abierto una causa, y que a menos que estés plenamente convencido no solo de tu inocencia, sino de tu habilidad para probarla, lo más prudente será que te escondas y dejes que el proceso siga sin ti.
—No consentiré que se diga que huyo de un proceso como este —dije yo—. Daría pie a que sospechasen una culpabilidad que jamás ha existido, ni siquiera de pensamiento. Iré y me dejaré ver en todos los lugares públicos, para que ninguna mala lengua pueda arremeter contra mí. He derramado sangre de pecadores; pero de esas muertes soy inocente; por tanto, afrontaré cualquier tribunal y haré callar a todos los acusadores.
—De poco te valdrán tus protestas de inocencia —contestó él tranquilamente—; sin embargo, es comprensible, aunque no tiene ningún sentido para mí, ya que sé bien que cometiste los dos crímenes personalmente y con tus propias manos. Estoy muy lejos de traicionarte y, por supuesto, haré lo posible por quitar gravedad a los delitos porque, aunque contrarios a la naturaleza, puedo demostrar que son por la causa del puro Cristianismo, cuya forma hemos aprobado y deseamos difundir.
—Si eso que decís es cierto —dije yo—, entonces es igualmente cierto que poseo dos almas que toman posesión de mi cuerpo alternativamente, ignorando la una lo que ejecuta la otra; pues tan seguro es que tengo en este momento un espíritu en mí, creado y destinado a la eterna felicidad, como que soy absolutamente ignorante de los crímenes de que me hacéis culpable.
—Tu suposición puede ser verdad, desde luego —dijo él—. Todos estamos sujetos a dos naturalezas distintas en una sola persona. Yo mismo he sufrido dolorosamente en ese sentido. El espíritu que ahora dirige mis energías no es aquel con el que se me dotó en el instante de mi creación. Ha cambiado en mí, lo mismo que mi naturaleza. Mis primeros días fueron de esplendor y felicidad. Pero, ¿lo creerás?, . Ahora lo soy. Me he convertido a sus verdades pasando por el fuego, y desde mi conversión final, mi desdicha ha sido extrema. Tú te lamentas de que no te haya hecho más feliz de lo que eras. ¡Ay! ¿Lo esperabas, con la difícil carrera de exterminio que has emprendido? No obstante, te prometo esto: una porción de la única felicidad que disfruto, sublime en sus movimientos y espléndida en sus logros. Te pondré a la derecha de mi trono, y te enseñaré la grandeza de mis dominios y la felicidad de mis millones de auténticos adeptos.
Una vez más me humillé ante este poderoso potentado, y prometí dejarme guiar enteramente por sus instrucciones, aunque en ese momento mi naturaleza se resistía a hacer concesiones y mi alma anhelaba más bien encontrarse en las profundidades del mar, o sumida en el absoluto olvido. Me sentía como Daniel en la cueva de los leones, sin fe en la protección divina, y totalmente a merced de ellos; o como el que tiene enroscada alrededor del cuerpo una serpiente que lo atenaza con sus colmillos, aunque no hace otra cosa que mover sus anillos infernales, exultante de satisfacción, para que la presa sienta qué poder la tiene a su merced; así arrastraba yo mi existencia día tras día, en completo hastío y desamparo, unas veces rezando con gran fervor de espíritu y otras tan absolutamente abandonado a mí mismo, que me entregaba con avidez a toda clase de vicios y locuras. Mi ilustre amigo no participaba de estas disipaciones, aunque siempre estaba dispuesto a acompañarme, para luego dejarme en la estacada. Al día siguiente, después de estas caídas, jamás dejaba de amonestarme suavemente, reprochándome mis transgresiones veniales; pero a continuación tenía la habilidad de justificarlas todas, aludiendo a mi infantilismo, lo que era un bálsamo exquisito para mis males.
Pero de todas mis tribulaciones, esta era la principal: cada día y cada hora me asediaban acusaciones de hechos que yo ignoraba en absoluto, de actos de crueldad, injusticia, difamación y engaño; de negocios que no entendía, pleitos, apelaciones y mil recursos interminables, por boca de mi locuaz y altivo procurador. Tan desventurada se había vuelto mi vida con estos ataques continuos, que a menudo necesitaba pasarme varios días encerrado, sin ver a nadie salvo a mi criado Samuel Scrape, hombre rudo y leal, y sano partidario de la doctrina cameroniana, aunque muy poco dado a hablar de cuestiones religiosas. Decía que era de un pueblo llamado Penpunt, nombre que me sonaba tan ridículo, que lo llamaba por él, cosa que le llenaba de orgullo, y contestaba con más cortesía y claridad que si lo hacía por su nombre de pila. A veces me veía obligado a llevarme a este patán de compañero; y eran extrañas, en efecto, las cosas que me contaba sobre mí mismo y las ideas que la gente de la región tenía sobre mí. Anoté unas cuantas por mera distracción, y aquí las consigno para dejar constancia de cómo las mejores y más grandes acciones son malinterpretadas por los pecadores y los ignorantes.
—Dices, Samuel, que te he contratado yo personalmente… que soy buen amo contigo, que te pago puntualmente cada semana. Pero, ¿cómo dices eso sabiendo como sabes que yo nunca te he contratado, ni te he pagado un penique en mi vida, aparte de este mes pasado?
—Es como si dijerais, señor, que el agua no es agua, o que la piedra no es piedra. Pero eso es exactamente lo que habéis hecho; y es gran lástima que os empeñéis en decir lo contrario. Bueno, ya que no me habéis pagado, y yo puedo demostrar el día y la fecha en que me habéis contratado y he entrado a vuestro servicio, ¿me haréis el favor de pagarme ahora? Es la mejor manera de curar a un hombre de la mortal enfermedad del «aquí quien lo sabe soy yo».
—Yo creía que los principios de Penpunt y de la doctrina cameroniana no admitían que un hombre cobrase dos veces por un mismo artículo.
—En un caso como este, señor, no tengo en cuenta los principios, sino las buenas maneras; y puedo deciros que en un trance así el cameroniano suele ser sano y educado. Se ve empujado a escoger entre perjudicar el buen nombre de su amigo, o la bolsa. Y ¡ay, señor! ¿Cuál de las dos cosas creéis que es más preciosa? Os pondré un caso: un ganadero de Galloway fue al pueblo de Penpunt, y le dijo a un cameroniano (la gente allí es cameroniana): «Señor, quiero compraros vuestra vaca». «Muy bien —dice el cameroniano—; precisamente pensaba venderla; si me dais veinte libras escocesas, os la podéis llevar». Cerraron el trato. El ganadero le da las veinte libras escocesas al cameroniano y se lleva la vaca. Pero más tarde se lo vuelve a encontrar en la plaza con otros ganaderos y tratantes de la región; y el de Galloway le dice al cameroniano delante de todos: «Oiga, señor Whiggam, no os pagué esa vaca holgazana que os compré y quiero hacerlo ahora mismo, pero no olvidéis el cambio; hoy en día hace mucha falta», o algo por el estilo. El cameroniano, que es hombre educado, no consiente en dejar al otro como un estúpido y un embustero delante de sus compañeros; así que deja a un lado sus principios para llevarle la corriente, por decirlo de alguna manera, y saca a relucir su buena educación: se embolsa el dinero, da al de Galloway los buenos días y se larga. ¿Qué de malo puede haber en eso? Cuida de ti mismo, es el primer mandamiento. Los principios de un cameroniano jamás se interponen entre él y su bolsa, ni lo harán en el presente caso; porque no consentiré dejaros por embustero, así que os agradeceré que me paguéis mis atrasos.
—Bien. Los tendrás, Samuel, si me aseguras que te contraté yo mismo con esta misma persona, y que ajusté el precio con esta misma lengua y voz con que ahora te estoy hablando.
—Así lo aseguro, a menos que tengáis dos personas con el mismo aspecto y dos lenguas con la misma voz. Pero, Dios nos guarde, señor, ¿sabéis lo que las viejas comadres del lugar dicen de vos?
—¿Cómo voy a saberlo, si nadie me cuenta nada?
—¡Ah!, creo que son infundios; la gente no debería hacer caso de lo que cuentan las arpías. Hay algunas con fama de brujas, también, y dicen…, ¡el Señor nos asista!, dicen que a menudo ven al demonio paseando a vuestro lado, unas veces con un aspecto y otras con otro. Y dicen que unas veces toma vuestra misma apariencia, o se apodera de vuestra persona, y os convierte en diablo.
Me produjo tal terror la idea de tener amistad con el príncipe de las tinieblas, que no pude contestar a la información de este camarada y me quedé como en estado de estupor; y si no llega a ser por mi bien fundada fe y convicción de que era un elegido y predestinado desde antes de la creación del mundo, en ese instante habría creído el rumor popular y habría caído en el pecado de la falta de fe. Pero contra un error fatal de esa naturaleza me defendía un protector interno e invisible. No obstante, la insinuación era tan plausible que me quedé terriblemente asustado y confundido.
El pobre tipo se dio cuenta, y trató de borrar la impresión con otro discreto comentario de su cosecha:
—Bueno, mi querido señor, eso son infundios, como es natural. Sería el colmo de la estupidez tomar como el evangelio las patrañas de esas comadres. Yo les dije que mi amo es un hombre piadoso y sensible, y que podría apabullar al propio Macmillan. «El diablo también podría —dijeron ellas—, si le diera por predicar o rezar, y vinieran bien estas cosas a sus propios fines». «No, no —dije yo—, que mi amo es un fiel creyente de las verdades del cristianismo». Ellas me contestaron que también lo era Satanás, quien era el más firme creyente de las verdades cristianas que existía fuera del cielo, y que desde la Rebelión, el evangelio se había vuelto tan corriente que él mismo había recurrido a la estratagema de predicarlo en persona, a fin de introducir algún que otro dogma torcido, y por este medio convertirlo en blasfemia y ridículo.
Confieso para mi vergüenza que estaba tan abrumado por esta sarta de tonterías, que me dio un escalofrío; y a pesar de mis esfuerzos en reprimir la impresión que me había producido, sufrí un desmayo. Samuel me reanimó en seguida, y tras un buen trago de vino con agua, me recobré y sentí levantarse mi ánimo por encima de la esfera de las concepciones vulgares y los estrechos puntos de vista de los hombres no regenerados. El astuto charlatán, al darse cuenta, intentó reparar en cierto modo el pesar que me había ocasionado con una historia que consigno aquí, y que sacó a relucir al hilo de lo que hablábamos:
—Vamos, Penpunt, cuéntame lo que ocurrió con las mujeres de la aldea. Ya se me ha ido la náusea que a veces me acomete, y me distraerá oír lo que piensan las célebres brujas de mí y mis amistades.
—Bien, señor, pues yo les dije: «Mucho ha de pasar, antes de que el demonio se interese por un profesor tan serio y religioso como es mi amo; porque si consigue hacer caer a un hombre semejante, ¿quién puede estar seguro?». ¿Y qué creéis que dijeron ellas, señor? Una tal Lucky Shaw alzó los ojos echando chispas y me contestó, mientras el resto callaba y movía la cabeza con aprobación: «¡Tú no tienes nada en la sesera, estúpido cameroniano! —exclamó—. ¿Qué sabes de las añagazas y tretas del príncipe del aire, que acecha y asedia a los nacidos de la desobediencia? Cuando encuentra a un profesor orgulloso con pretensiones desmedidas en su vocación divina, que lee y reza hasta que las mismas lechuzas se aprenden de memoria sus preámbulos, a ese es al que el Viejo Simmie escoge para abatirlo. Cuando ve a uno o a varios de esa clase, no hay nada que pueda retenerlo en el infierno; y si se pone a trabajar con gana, raro será que no se los lleve adonde quiere, por las buenas o por las malas. ¡Ah!, es una gran presa para el diablo, y un orgullo llevárselo sobre la espalda, junto con el hato de almas de profesores engolados. Sí; creo que el viejo Ingleby, el buhonero de Liverpool, no entraría en las calles de Glasgow más orgulloso con diez caballos delante de él, cargados de encaje de Flandes, linón de Holanda y seda de las Indias orientales, que Satanás en el infierno con su costal de almas de profesores soberbios al hombro. ¡Ja, ja, ja! Me parece ver al viejo ladrón recorriendo sus requemados dominios y voceando su mercancía con sarcasmo: “¿Quién me compra un predicador fresco y recién pescado, un obispo borracho, un puritano ayunador, un cura lacrimoso? ¡Aquí los traigo, al fin, con sus rezos y sus loas, sus amitos y sus penitencias, sus quejas, sus bramidos, sus rimbombancias y sus delirios! ¡Aquí están! ¡Vedlos por fin! ¡Contemplad la rara y preciosa mercancía! ¡Un profesor gordo, dos peniques; uno flaco, medio tálero!”». Confieso que me estremecí ante las divagaciones de la bruja; pero el resto de las comadres aplaudían como si fuesen verdades sagradas. Luego, Lucky continuó: «Hay mucho lobo disfrazado de oveja entre nosotros, muchacho; y mucho diablo con toga de celoso profesor rondando por las iglesias y templos del país. El año antepasado, la gente de Auchtermuchty se volvió tan rígidamente devota, que el más humilde patán era tenido por resplandeciente lumbrera en las demás parroquias vecinas. Ni de día ni de noche se oía otra cosa que rezar, predicar y catequizar en el dichoso pueblo de Auchtermuchty. Los muchachos cortejaban a sus novias con el Cantar de Salomón, y las muchachas respondían con sartas de versículos de los Salmos. Mientras picaban lino, se planteaban cuestiones y se leían capítulos; y en los desposorios cantaban himnos, y viejos y jóvenes rezaban dormidos y profetizaban en sueños; hasta que los demonios del último rincón del infierno se alarmaron y conmocionaron. De no haber sido por un viejo llamado Robin Ruthven, el pueblo de Auchtermuchty se habría condenado para siempre. Pero Robin era un hombre astuto y tenía más luces que nadie, porque de niño había estado en manos de las hadas, y toda clase de espíritus eran visibles para él, y conocía su lengua como la de su propia madre. Una noche tranquila y oscura de septiembre, estaba Robin cerca de West Lowmond, cuando vio una bandada de cuervos que venía del este, justo del borde de la noche. Nada más verlos, supo por sus movimientos que eran cuervos del otro mundo; así que se santiguó y subió a una pequeña eminencia. En seguida llegaron y se posaron todos por allí, agitando sus alas negras como el hollín y extendiéndolas a la brisa para refrescarse; y Robin oyó hablar a uno de ellos, y a otro contestarle, y que el primero decía: “¿Dónde encontraremos una presa esta noche?”. “Entre las almas flacas de Auchtermuchty”, dijo el otro. “Me temo que estarán bien arropadas en el cálido manto de la fe, y vestidas con los sucios andrajos del arrepentimiento, para que nos sirvan de festín”, añadió el primero. “¿Qué voces despreciables son esas que oigo resonar en lo alto de la colina?”. “¡Ah, son himnos y alabanzas de las viejas comadres y los cochinos estúpidos de Auchtermuchty, que han ido a mendigar un puesto en el cielo; y si no fuera porque iba a suponer una derrota, podríamos dejar que se las llevase nuestro gran enemigo. ¡Porque vaya un saldo que iba a conseguir! ¡Válgame el cielo! Qué habrá que pensar de la gloria si se llena de una canalla como esa, en la que hay más miseria y corrupción de la que uno puede contar”. “Eso no tiene nada que ver —dijo el primero—; nosotros no podemos dejar de cumplir con nuestra obligación; aunque después las metamos en una cueva de ladrones, tenemos que pescarlas, y pescarlas con su propio cebo. Iremos a la iglesia mañana y ya veréis cómo engaño a esos santurrones de Auchtermuchty. Entretanto, hay un festín en los montes de Sidlaw esta noche, al pie del cerro de Macbeth… Levanta, Diabolus, y volemos”. Y con sonoros graznidos y cacareos, la bandada de cuervos se elevó en el aire oscuro y dejaron a Robin Ruthven en su loma.
»Al día siguiente acudieron los fieles de Auchtermuchty a la iglesia; pero el pastor no estaba. Los más viejos entraban y salían sin parar de hacer preguntas; pero no averiguaron nada, salvo que el cura había desaparecido. Ordenaron al sacristán que cantase una parte del Salmo 119, a ver si entretanto amanecía el sacerdote. Hizo el sacristán lo que le ordenaban, y cuando iba por el versículo 77, entró por la puerta de poniente un predicador desconocido, y se dirigió solemne al púlpito. Los ojos de toda la congregación siguieron al sublime forastero, vestido con una túnica negra de arpillera que flotaba a su alrededor y le arrastraba detrás, y lo tuvieron por un ángel que acudía disfrazado a exhortarlos. Leyó ese texto de las profecías de Ezequiel en el que dice las siguientes misteriosas palabras: “A ruina, a ruina, a ruina la reduciré, y dejará de existir, hasta que venga aquel de quien es el derecho, y entonces los entregaré a él”.
»Basándose en estas palabras, predicó un sermón como nunca oyeron oídos humanos, al menos en Auchtermuchty. Fue un sermón auténtico, legítimo, del evangelio…, y fue sorprendente, sublime, y espantoso en extremo. Por último explicó que lo que se menciona en el texto se refiere propia y expresamente al notable pueblo de Auchtermuchty. Probó a sus habitantes, sin la menor duda, que estaban inmersos en la mayor amargura y cautiverio de la iniquidad, y les aseguró que Dios los reduciría a ruinas, con sus principios y profesiones, y que dejarían de existir hasta que viniese el demonio, el más grande enemigo del pueblo, y se entregasen a él en calidad de presa, pues de él era el derecho, y a él pertenecerían, si no ocurría sin tardanza un cambio radical en sus opiniones y formas de culto.
»Los habitantes de Auchtermuchty se quedaron electrizados…, hechizados; verdaderamente, deliraban de entusiasmo con las grandiosas y sublimes verdades que este elocuente e impresionante predicador del cristianismo acababa de revelarles. “Es un profeta del Señor —decía uno—, enviado para advertirnos, como Jonás a los ninivitas”. “¡Ah!, es un ángel que el cielo envía para instruir a esta gran ciudad —decía otro—, pues ningún hombre ha pronunciado jamás verdades tan sublimes”. El buen pueblo de Auchtermuchty se hacía lenguas del predicador, que así tiraba de ellos para el infierno, por el remiendo, el pingo, el cabo y el rabo. Nada en el mundo complace tanto a un pueblo religioso como que lo envíen a la condenación eterna. Todos estaban embelesados con el predicador… se reunían y comentaban sus palabras con admiración; y mientras hablaban aumentaba aún más su maravilla y asombro; de manera que nadie escuchaba al buen Robin Ruthven. En vano decía que había oído hablar a un cuervo, y a otro contestarle: la gente se burlaba de él y lo echaba a puntapiés de sus reuniones como al que habla mal de las dignidades; y le llamaban brujo y necio, por creer que era lenguaje el graznido de los cuervos.
»No pudieron averiguar nada del sublime predicador, aunque lo buscaron por toda la comarca, hasta el más pequeño rincón de St. Johnston y Dundee; pero como había anunciado otro sermón sobre el mismo texto para determinado día, todos los habitantes de la región populosa, los de lejos y los de cerca, acudieron a Auchtermuchty. Cupar, Newburgh y Strathmiglo enviaron a sus hombres, mujeres y niños. De Perth y Dundee acudieron a millares, y los de la parte oriental de Fife, al pie de los montes Grampianos, viajaron toda una mañana, a pie o a caballo, hasta Auchtermuchty. En la iglesia no cabía ni la centésima parte. Montaron una gran tienda al norte del pueblo, en un alto, y a su alrededor se reunió la ingente multitud. Cuando todos esperaban ansiosamente al gran predicador, fue Robin Ruthven y metió la cabeza en la tienda, para prevenir a sus paisanos contra las doctrinas que iban a escuchar; porque estaba dispuesto a probar, a satisfacción de todos, que eran completamente falsas, y buscaban su perdición.
»La multitud alzó un grito de indignación contra Robin, y lo sacó a rastras de la tienda, reprobándolo los más viejos y amenazándolo el resto con recurrir a medidas más severas; y aunque les contó la clara y sencilla historia de los cuervos, solo le respondieron con escarnios. Apareció una vez más el gran predicador, y pronunció sus dos discursos con redoblada energía y aprobación. Los que le escucharon estaban aterrados; muchos sufrieron ataques, y se retorcían y echaban espumarajos en medio de las más horribles contorsiones. Robin Ruthven se había sentado a escuchar como los demás, y observaba que, llevados del entusiasmo, no se daban cuenta de la ruinosa tendencia de los principios que inculcaba sutilmente. Robin reconoció la voz de su amigo el cuervo, y estuvo seguro de que no se equivocaba; así que cuando hubo terminado el culto, los viejos y la gente distinguida se apiñaron alrededor del gran predicador, que aún estaba en lo alto de la loma, a la vista de todos, para ofrecerle alguna muestra de respeto. Robin Ruthven se metió entre ellos para cumplir lo que había prometido, y con la mayor presteza y simplicidad, le agarró un lado de su holgada vestidura, y ante la mirada de todos, tiró de ella hacia arriba, hasta la altura de las rodillas del predicador, ¡y he aquí que descubrió un par de pezuñas! El viejo ladrón fue desenmascarado en la misma cima de su orgullosa conquista, y vencido por un viejo patán. Ya no pudo seguir fingiendo, sino que rechinando los dientes, miró a Robin y huyó veloz por los aires como un dragón de fuego, trazando un rojo arco iris por encima de Lowmonds.
»Todas las comadres e hilanderas de Auchtermuchty estaban muertas de miedo, y volvieron a sus plegarias una vez más, porque se daban cuenta del espantoso peligro del que habían escapado; y a partir de ese día, hasta hoy, es difícil que un vecino de Auchtermuchty quiera escuchar un sermón, y más aún que lo aplauda, ya que están convencidos de que ven asomar la pezuña por debajo de cada frase.
»Pues “esa es una historia verdadera, muchacho —me dijo la vieja—; y cada vez que dudes de algún hombre, haz lo que el viejo Robin Ruthven, y comprueba si tiene pezuñas; porque eso es algo que no se puede esconder completamente, y aparece donde menos se piensa. Mira debajo de la túnica del clérigo, de la peluca del juez y de la boina azul del cameroniano; pero aún hay una regla de oro para averiguarlo que nunca falla”. La vieja bruja no me la quiso decir, y aunque he oído hablar de ella montones de veces, ¡maldito si la sé! Pero vos la conoceréis, y no estaría mal que la probaseis con alguno de vuestros amigos; porque dicen que hay cierto caballero que suele pasear con vos, que donde pone el pie, la hierba se marchita como chamuscada por un hierro. ¡Su presencia está entre nosotros! ¿Qué os pasa, amo? ¿Necesitáis tomar otra vez el calmante para el estómago?».
La verdad es que la absurda historia del patán, con la aún más ridícula moraleja, me había puesto mortalmente enfermo por segunda vez. No porque creyese que mi ilustre amigo fuese el diablo, ni considerase la conseja un argumento en contra de la revelación divina que confirmaba mi justificación a los ojos de Dios antes de que el tiempo existiera. Pero el hecho es que me dio una visión de mi propio estado que me hizo estremecer, como me ocurría ahora, invariablemente, cuando la imagen de mi asiduo amigo y jefe me venía al pensamiento. A menudo he deliberado con mi corazón acerca de esto, y me he preguntado cómo una relación que obedecía únicamente al bienestar de la humanidad podía producir frutos tan amargos. Entonces probé a someter mis obras a la regla de oro del Salvador, tal como el criado me había aconsejado que hiciese, y he aquí que ninguna de ellas resistió la prueba. Había derramado sangre con un motivo por el que no podía admitir que nadie tuviese derecho a derramar la mía, y empecé a pensar una vez más, no que las razones de mi consejero fuesen intencionadamente malas, sino que la suya era una gran inteligencia desviada por el entusiasmo o por alguna pasión incontenible.
Él parecía adivinar todas estas zozobras de mi corazón, porque su actitud hacia mí fue variando de día en día. Primero se volvió cualquier cosa menos amable; luego, ceñuda; y finalmente insoportable. Así que decidí librarme de él, costara lo que costase, aunque tuviese que mendigar en un país extranjero. Librarme de él en mi tierra era imposible, ya que tenía mi vida en sus manos y podía venderme en cuanto se lo propusiese; y además, su poder sobre mí era tan completo como el del cazador sobre sus perros. Aun fui lo bastante débil para mirarle los pies la siguiente vez que me reuní con él, y traté de averiguar si tenía pezuñas o no. Sus pies eran los de un caballero a todos los respectos, al menos en apariencia; pero la manera de sus consejos era algo equívoca; y si no doble, resultaba asombrosamente retorcida.
Pero si yo hubiese tomado mis medidas para huir de mi lugar natal y esconderme, a fin de librarme de este agobiante, intransigente y sanguinario reformador, él habría tomado las suyas para expulsarme, o arrojarme a las manos de la justicia. Parece ser que, por entonces, había espías que me vigilaban a causa de la muerte de mi padre y mi hermano, y uno de ellos era la concubina del primero. En la muerte de mi hermano había habido dos testigos; a decir verdad, yo siempre había tenido la impresión de que la había presenciado más de uno, y recordaba vagamente haber oído voces e insultos contra mí. Y esta mujer se puso a indagar, hasta que dio con ellos; pero fue, como astutamente sospechaba yo, con la ayuda de la única persona que estaba en el secreto: mi fiel y afectuoso amigo. Digo esto porque descubrí que las había ocultado en la vecindad y luego me llevó una y otra vez a donde podían verme, sin que yo lo supiese. Una de las veces, concretamente, con el pretexto de darme ocasión de vengarme cumplidamente de esa infame mujer, que él sabía dónde estaba, me llevó hasta ella, y me dejó a merced de dos marimachos que a pique estuvieron de acabar conmigo. Mi tiempo en Dalcastle estaba llegando a un punto crítico. No podía seguir viviendo con este tirano que me seguía como una sombra; además, en todas partes parecían surgir acusaciones de homicidio contra mí. Yo me consideraba inocente de algunas de ellas, pero el mundo opinaba de otro modo, y solo Dios sabe qué habría ocurrido de haber ido a juicio, porque yo no. Quizá convenga, no obstante, que cuente aquí lo que sé acerca de todo esto, que simplemente es esto:
El 1 de junio de 1712 (cómo olvidar ese día), me hallaba encerrado en mi cámara secreta, en un estado de extremo desaliento, resolviendo en mi interior qué debía hacer para librarme de mis perseguidores, y deseando ser un gusano o una polilla para que me aplastasen y así encontrar descanso, cuando entró Samuel con los ojos desorbitados, y exclamó:
—¡Por el amor de Dios, amo, huid y ocultaos; pues han encontrado a vuestra madre, y tan seguro como que tenéis alma, que la culpa recaerá sobre vos!
—¿Han encontrado a mi madre? —dije yo—. ¿Y dónde ha estado todo este tiempo? —me sentí terriblemente contrariado al saber que había vuelto.
—¿Que dónde ha estado, señor, que dónde ha estado? Pues, ha estado en donde vos la pusisteis, al parecer: enterrada en la arena del río. Lo que puedo decir es que como veáis el espantoso aspecto que tiene, se os van a quitar las ganas de verla otra vez. Y a la joven dama la han encontrado también, señor, y se dice que el diablo (perdón, señor; quiero decir, ), se dice que vuestro es quien las ha descubierto; y la gente ha ido a llamar a los oficiales de la justicia, y estarán aquí dentro de una hora o dos a lo más; así que no tenéis un minuto que perder, porque hay declaraciones, señor, graves declaraciones juradas, de que os vieron por última vez con ellas; así que, a menos que podáis presentar pruebas sólidas, será mejor que os ocultéis o huyáis, si tenéis aprecio a vuestra vida.
—Ni me ocultaré, ni huiré —dije yo—; porque soy tan inocente de la sangre de esas mujeres como un niño nonato.
—La gente no piensa igual, amo, y puedo aseguraros que, como falle vuestra prueba, corréis el riesgo de que os hagan pedazos. Van a traer los cadáveres aquí, para obligaros a que los toquéis ante testigos, ¡que no van a faltar!
—¡No los traerán aquí! —exclamé, excitado sobremanera al pensar en la prueba a que me querían someter—: Ve inmediatamente e impide que entren en mi casa con esas carroñas tumefactas.
—¡Es el cuerpo de vuestra madre, señor! —dijo el criado con vehemencia.
Yo estaba terriblemente agitado; y como no podía dominar mis nervios, me levanté y empecé a pasear arriba y abajo por la habitación. Samuel no sabía qué hacer, pero por sus miradas me daba cuenta de que me consideraba doblemente culpable. Sonó una llamada en la puerta del aposento: nos sobresaltamos los dos como dos delincuentes. A Samuel se le pusieron los pelos de punta; y cuando le mandé abrir, fue incapaz de moverse de donde estaba. Fue a abrir finalmente, y entró mi ilustre amigo con una expresión de gran alarma. Y Samuel, en cuanto le hubo cedido el paso, se escurrió por un lado del príncipe y echó a correr como si le acabara de dar un ataque de locura. Yo me sentí casi igual al ver entrar a este terrible personaje en mi aposento, cosa que nunca había hecho; e incapaz de preguntarle a qué venía, creo que me quedé como una estatua, mirándolo.
—Vengo con tristes y terribles nuevas para ti, mi querido e ingrato amigo —dijo—; aunque dispongo de un minuto tan solo para salvarte la vida, voy a intentarlo. Hacia aquí viene una chusma con los cadáveres, con intención de ponerte en una situación sumamente desagradable; pero no es desesperada, y tal vez puedas escapar. En este momento hay ahí fuera un grupo de oficiales con una orden de detención de la Justicia de Edimburgo. Han rodeado la casa y están a punto de iniciar el registro. Si caes en sus manos, estás perdido irremisiblemente; porque he hecho averiguaciones y me he enterado de que está todo dispuesto para tu ruina.
—¿Sí? ¿Y quién ha sido el causante de todo esto? —dije con gran amargura.
Pero él me hizo callar, y añadió:
—No hay tiempo para reflexiones en este instante; te di mi palabra de que tu vida estaría a salvo contra la mano del hombre. Y así será, si está a mi alcance poderte salvar. He venido a redimir mi compromiso, y a salvarte la vida a costa de la mía. Vamos… no quiero protestas; cambia tus ropas conmigo y podrás pasar entre los oficiales y guardias, y hasta entre la multitud que se acerca, con total impunidad. Este atuendo tiene una virtud por la que, en vez de detenerte, te prestarán obediencia. Apresúrate; sal en seguida de aquí y huye a donde mejor puedas; y si escapo de estos peligros que me rodean, trataré de buscarte y enseñarte de qué soy capaz.
Me puse su casaca verde, su cinturón de piel y una especie de turbante que él siempre llevaba en la cabeza, algo parecido a la mitra de un obispo. Me pasó la mano tres veces por la cara, y me retiré mientras él seguía apremiándome. Las puertas del salón y la de atrás estaban fuertemente custodiadas, y había diversos hombres armados en el interior, registrando los aposentos; pero todos me abrieron paso y se descubrieron ante mí. Solo un oficial superior me abordó para preguntarme si había visto al culpable. No sabía que contestarle; pero acerté a decir con gran sinceridad y corrección: «Parece que anda bastante libre». El hombre me miró con una sonrisa, como diciendo: «Gracias, señor, es suficiente», y seguí mi camino con toda tranquilidad.
No bien acababa de abandonar la casa, cuando oí un gran alboroto que venía del fondo del valle y me encaminé en esa dirección, ya que me consideraba seguro con este nuevo disfraz, para ver qué ocurría, y si las cosas eran tal como me habían contado. Me encontré con una gran turba, con los dos cadáveres sobre unas tablas y discretamente cubiertos con sábanas blancas. Me habría detenido a examinarlos, si no llega a ser por la evidente ira que reflejaban los semblantes de los hombres, y porque me pareció más prudente no meterme en el tumulto. No sabría decir la razón, pero sentí un extraño placer al contemplar esta escena, y cierto secreto orgullo de que se me tuviese por el autor de los horrendos crímenes que se me achacaban. Era una sensación nueva para mí; y si estaban dotadas de virtudes las ropas del ilustre extranjero, que indiscutiblemente me había salvado la vida en esta ocasión; repito, si poseían alguna virtud inherente, como él había dicho, uno de sus efectos fue inclinar mi corazón hacia lo malo, lo horrendo y lo repugnante.
Me metí entre la chusma para oír lo que decían. ¡Todas las lenguas se dedicaban a cubrirme con los más ignominiosos epítetos! Unos me llamaban monstruo de la naturaleza; otros, demonio encarnado; otros, criatura maldita (engendro nacido para maldición temporal y eterna). Me alejé de ellos y tomé la dirección sur, consolándome en el pensamiento de que así era como la humanidad había tratado y perseguido a los más grandes padres y apóstoles de la Iglesia cristiana, y que su afrenta ruin no podía alterar lo que el cielo había dispuesto sobre mí.
Al subir por un paraje elevado llamado Dorington Moor, no pude por menos de volverme a contemplar Dalcastle. Tuve la convicción de que lo hacía por última vez, y casi el deseo de que fuera así. Pensé cuán altas habían sido mis esperanzas de felicidad y de progreso en la virtud al entrar en esta casa y tomar posesión de sus ricos y vastos dominios, y cuán desdichadamente había topado con la decepción. Al contrario, no había encontrado otra cosa que desazón, disgusto y terror, y ahora me consolaba con la esperanza de que en adelante estaría libre de las cadenas de mi gran atormentador; y con ese privilegio, estaba dispuesto a afrontar cualquier sufrimiento terreno. Me daba cuenta de que ahora me hallaba en un sendero que me conduciría a una suerte de desdicha hasta ahora desconocida para mí, en la que no había pensado nunca, y que era el total desamparo. Porque con todas las riquezas que había poseído hasta hacía unas horas, acababa de quedarme sin una simple parcela de mis dominios, ni tenía posibilidad de retirar la más pequeña cantidad de dinero, sin que me descubriesen y detuviesen. De haber podido escapar con mis ropas, habría podido disponer de una buena suma que ocultaba en ellas; pero, con el cambio repentino, me había quedado sin nada con que afrontar mi actual necesidad. Pero tenía esperanza en el cielo, sabía que no dejaría al justo en el desamparo, y que por muchas aflicciones que lo asediasen, al fin se libraría de todas. Me consideraba adornado de brillantes dotes naturales y de una magnífica formación; y aunque en cierta manera había ido arrinconando incomprensiblemente mis conocimientos teológicos desde que trabé amistad con el más poderoso y estricto de los teólogos, sin embargo, predicando la redención por la gracia, la predestinación y los designios eternos, tenía la esperanza de contribuir al bien de la humanidad en algún país, y de alcanzar así una alta distinción.
Estos eran algunos de los pensamientos con que me consolaba mientras viajaba hacia el sur, evitando pueblos y ciudades, y metiéndome por senderos que, cruzando de este a oeste, enlazaban un camino real con otro. La primera noche me hospedé en casa de un tejedor, a la que llegué a hora avanzada, completamente vencido de hambre y de cansancio, después de treinta millas a pie desde mi casa. El hombre me recibió desabridamente, informándome de que a no mucha distancia tenía la casa de un caballero, y poco más lejos una posada; pero le dije que prefería la compañía de un hombre como él, a la de ningún caballero del país, ya que mis afectos estaban con los pobres de este mundo; porque era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja, que un rico entrase en el reino de los cielos. La esposa del tejedor, que estaba sentada con un niño en el regazo y hasta ahora no había abierto la boca, al oírme hablar de manera tan grave y religiosa, animó el fuego con la mano libre; seguidamente, acercó una silla al hogar, y dijo:
—Pasad, joven, y sentaos. Ya que pertenecéis al que nos da cuanto tenemos, lo menos que podemos hacer es compartirlo con vos. Sois forastero, desde luego, pero el que no acoge a un forastero, no acogerá nunca a un ángel que venga sin avisar.
Nunca me han conmovido las naturalezas sencillas; en general, las desprecio. Pero dadas las circunstancias, el modo de aceptarme esta buena mujer me afectó profundamente. El tejedor se mantuvo seco toda la velada, evidentemente contrariado por el gesto de acogida de su esposa, y le habló en un tono tan áspero que consideré oportuno reprenderlo, ya que la mujer era modesta en su persona y virtuosa en su conversación, mientras que su esposo el tejedor era un hombre grande de cuerpo, feo y pestilente; así que lo amonesté severamente por su conducta; pero el hombre era incorregible y me contestó con burla y desprecio; y en el colmo de su extravagancia, dijo a su esposa:
—Cuando la gente habla tanto de acoger ángeles, señora, convendría saber a qué clase se refiere. No me extrañaría nada que el que habéis acogido esta noche sea vuestro amigo el demonio, porque me parece notar un tufo a azufre a su alrededor. No parece un ángel de la mejor clase, y la gente no gana nada con acogerlo.
Desde luego, dado que me hallaba a seguro, tenía tan pocos motivos para alarmarme ante la mención del diablo como cualquier persona de este mundo; sin embargo, desde hacía poco, notaba que no era así, y que cualquier alusión a mi gran enemigo me alteraba lo indecible. Las palabras del tejedor hicieron tal efecto en mí, que tanto él como su esposa se alarmaron visiblemente. Esta se enfadó, y reprochó al marido su aspereza; pero el tejedor parecía más bien confirmado en sus sospechas de que yo era el demonio, ya que miró en torno suyo como un corzo asustado y echó mano a la Biblia familiar.
No sé si fue con la intención de probar mi identidad o no; pero creo que me habría pedido que leyera algún trozo de las Sagradas Escrituras que él tendría seleccionado, o que dirigiese las oraciones familiares, de no haber tomado la conversación otros derroteros; porque el tejedor, no sabiendo cómo dirigirse a mí, me preguntó de repente mi nombre, a la vez que me ponía la Biblia en las manos. Dado que no me consideraba un malhechor, sino más bien un paladín de la causa de la verdad, y puesto que me hallaba totalmente a salvo bajo mi disfraz, no se me ocurrió pensar ni una sola vez en la utilidad de cambiar de nombre; de manera que cuando el tejedor me preguntó cómo me llamaba, vacilé; pero, obligado a dar algún nombre, dije que Cowan. El hombre me miró, y luego miró a su esposa, con una expresión que delataba que tenía conocimiento de algo alarmante o misterioso.
—¡Conque Cowan, eh? —dijo—. ¡Sí que es asombroso! ¿No será Colwan, más bien?
—No: me llamo Cowan —dije—. Pero, ¿por qué no puede ser Colwan, ya que se diferencian tan poco?
—Temía que fueseis ese desdichado del que ha tomado posesión el demonio y ha hecho que mate a su padre, a su madre, a su único hermano y a su novia —dijo—; y para decir la verdad, aún no estoy seguro de vos, ya que observo que vais armado.
—No, buen hombre —dije—; no llevo armas; el que es consciente de su inocencia y de la rectitud de su corazón, no necesita llevar armas para defenderse.
—Sí, señor; sí, señor —dijo él—; y decidme, ¿qué es ese bulto que os sobresale ahí? —y señaló algo que llevaba en el pecho, debajo de la levita.
Lo miré y, en efecto, era el dorado puño de una daga, la misma arma que yo había visto y manejado antes, y que mi amigo llevaba siempre consigo; pero hasta este momento, no tenía idea de que la llevaba encima. La saqué: nadie puede concebir aspecto más peligroso e insidioso que el de aquella arma. El tejedor y su esposa se estremecieron, sobre todo esta; y dado que la consideraba de mi parte y necesitaba de su hospitalidad esa noche, dije:
—Declaro que no tenía idea de que llevaba encima semejante daga, y que se encuentra en esta levita por casualidad y no por intención mía. Pero para que no penséis que vengo a esta casa con idea de daño alguno, la pongo en vuestras manos, con el ruego de que la guardéis bajo llave hasta mañana, o hasta que la necesite.
La mujer pareció alegrarse de poderla guardar; la cogió, fue a una especie de despensa que había fuera de mi vista y guardó el arma bajo llave. Luego prosiguió la conversación.
—Eso en realidad no puede ser —dije yo—; lo que decíais hace un instante de alguien de nombre parecido al mío.
—Probablemente vos sabéis algo más que yo sobre esa historia, señor —dijo—; a lo mejor habéis quitado la L de vuestro apellido. Aunque creo que ese miserable asesino habrá adoptado un nombre que suene mucho más diferente. Pero la historia es tan verdadera que han pasado por aquí dos oficiales de la Reina, aún no hará un par de horas, detrás del fugitivo; porque están seguros de que ha tomado esta dirección. Sin embargo, dicen que la última vez que lo han visto iba vestido de negro. Su propio criado iba con ellos; a fin de identificar al malvado; y andan por toda la comarca como locos. ¡Pido a Dios que lo atrapen y le retuerzan el cuello!
No pude decir a esta jaculatoria del tejedor; así que traté de serenarme lo mejor que pude e hice algún comentario piadoso sobre las causas de la corrupción de la nación. Pero sospechando que mi poderoso amigo había denunciado mi huida y disfraz para salvar su pellejo, me sentí muy nervioso y me di por perdido. Recé mis plegarias con ellos, cuyo contenido agradó a la mujer, aunque el tejedor se mostraba aún receloso, y tras una cena sencilla, trató de entablar conversación conmigo, probando que cada cosa por la que yo había intercedido en mi plegaria era indiferente para el presente estado del hombre. Pero yo, cansado y con el espíritu atribulado, evité toda disputa y pedí un lecho donde dormir.
Me condujo al otro extremo de la casa, entre telares, cárcolas, husos y un sinfín de chirimbolos; y allí, en una especie de cajón, me encerró para que pasase la noche, porque el tejedor, al marcharse, echó la llave, dejando que me las arreglase yo solo entre los hilos, y decidido a que no me fuese de su casa con algo. Tras retirarse con los hijos a su madriguera, oí al matrimonio discutir furiosamente sobre mí con voz sofocada, el uno sosteniendo la posibilidad de que fuera el asesino, y la otra probando la imposibilidad de que lo fuera. Por lo que dijo el marido, sin embargo, entendí que me había encerrado con objeto de llamar a la milicia o a los oficiales de la justicia para que me detuviesen. Me sentí confuso en extremo; sin embargo, pese a eso, y al inminente peligro que corría, me dormí; y en mi vida he tenido sueño más inquieto y angustioso. Soñé cosas que no sería capaz de repetir; y de madrugada me desperté con fiebre y muerto de sed.
Me dispuse a advertir a mi anfitrión de que podía abrirme. Antes, no obstante, debía vestirme. Al ir a coger la ropa, me dejó boquiabierto una circunstancia (que en modo alguno pude explicarme y que aún hoy sigo sin comprender, y no comprenderé mientras viva), y es que habían desaparecido la levita y el turbante que me habían servido de disfraz el día anterior, y en su lugar vi mi casaca negra y mi sombrero de tres picos. Al principio creí que soñaba, y palpé el telar, la tela y las cuerdas de la cárcola con la mano, para convencerme de que estaba despierto. Efectivamente, lo estaba; y la puerta estaba tan cerrada y atrancada como la noche anterior. Cogí la ropa, la llevé al ventanuco y la examiné. Era la mía; y el dinero que había escondido en ella por si tenía necesidad estaba intacto. Me quedé pasmado de asombro; y al retirarme de la ventana, me metí torpemente entre las telas del tejedor, me enredé, y me di cuenta de que no iba a desembarazarme sin organizar un gran desbarajuste con los hilos de tosco lino que, dispuestos en urdimbre, cruzaban el aposento de un extremo al otro. No tenía cuchillo con qué cortar las cuerdas de este hombre perverso; así que tuve que gritar pidiendo ayuda. Llegó el tejedor semidesnudo, abrió la puerta y, metiendo la cabeza y su largo cuello, me saludó:
—¿Qué pasa ahora, señor Satanás? ¿A qué vienen esos rugidos? ¿Os revolvéis en un infierno pequeño, en vez de hacerlo en el grande? ¡Tenéis el demonio en el cuerpo! ¿Por qué os escondéis entre mis telas?
—Amigo, os ruego que disculpéis —dije—; cuando iba a salir a la luz, he tenido la mala fortuna de enredarme en el embrollo de vuestras telas, de las que no me puedo desembarazar sin causaros un gran perjuicio. Por favor, echadme una mano, que me pueda desenredar.
—¡Aunque volviese yo luminosas las manchas de condenación de vuestros ojos estúpidos, no os desenredaría lo suficiente! ¡Vaya la que me habéis armado, pajarraco del demonio! ¿Quién os manda revolver ahí y arruinar a un pobre como yo? Salid, pedazo de mastuerzo, u os hago salir con doblada humillación y vergüenza, y sanos la mitad de los huesos.
Se me habían escurrido los pies entre la trama y el urdimbre de una tela, y al no conseguir apoyarlos en el suelo (me sentía como suspendido sobre un pequeño abismo), me quedé a caballo sobre varios hilos flojos, sin encontrar nada a mi alcance donde asirme para salir del enredo. Estaba totalmente imposibilitado, y, además, las hilazas me hacían muchísimo daño. Sin embargo, el malvado tejedor cogió un palo de bastidor y comenzó a apalearme de manera despiadada, en tanto yo, atrapado como estaba, no podía hacer otra cosa que pedir clemencia o ayuda a quien pudiera oírme. Finalmente, me llegó esta en la persona de la esposa, en el mismo estado de semidesnudez que su marido, la cual intercedió en mi favor con toda energía. Antes de que llegase, no obstante, ya había hecho yo un desesperado esfuerzo por desembarazarme del lío en que me hallaba, porque el tejedor seguía descargando sus golpes y sus maldiciones sobre mí con tanta gana que decidí salir de sus redes costara lo que costase. Este esfuerzo empeoró mi situación, ya que al arrojarme de los hilos superiores en los que cabalgaba se me trabaron los pies en los inferiores, saqué los unos por encima de los otros y me quedé colgando cabeza abajo, con los pies tan sujetos como si los tuviese en un cepo. Al ver el tejedor aumentado el enredo de sus hilos, le aumentó también la ira, y empezó a desfogarla sin piedad.
En esta crítica coyuntura llegó la mujer y, sin vacilar, se arrojó sobre su enojado señor, sujetándole la mano para que no siguiera golpeándome, aunque en ese momento la tenía en alto, enarbolando el palo con furia incontenible.
—¡Johnny, cariño! Parece que os habéis vuelto loco esta mañana. Serenaos, cariño, y no organicéis una batalla en vuestra propia casa. ¿A qué viene perseguir a un siervo del Señor que está de paso, y quitarle la vida colgándolo con las patas arriba y la cabeza abajo?
—Si dijeseis siervo del demonio, Nans, mejor encaminada andaríais; porque si no es el propio Satanás, es pariente cercano suyo. Ved si no: lo encerré aquí con idea de llamar a la milicia; ¿y qué ha hecho?, me ha sumido en un sueño tan profundo como la muerte; y ahora me lo encuentro escondido como una araña entre mis telas, mientras yo he estado soñando toda la noche que tenía al demonio en mi casa y que me destrozaba con sus garras en el telar. ¡Toma, taimado ladrón! —y a pesar de los esfuerzos de la buena mujer, me atizó otro golpe tremendo.
—¡Vamos, Johnny Dods, cariño! ¡Ay, Johnny Dods, pensad que no es de cristianos ni de héroes de Boddel Brigg acoger a un extranjero para luego enredarlo cabeza abajo en una tela, y matarlo de una paliza! ¡Oh, Johnny Dods, pensad lo que vais a hacer! ¡Bajad ese palo y dejad que este joven honrado y religioso se vaya!
El tejedor estaba bastante rendido; pero aún siguió manteniendo su idea de que yo era el diablo, aunque con menos irritación, y mientras aflojaba la tela para soltarme, comentó medio riendo:
—¡Quién iba a decir que John Dods escaparía de las trampas y añagazas que lo cercaran, y que al final tejería una red para atrapar al diablo!
La mujer me desenredó en poco tiempo, mientras me susurraba precavida que lo más prudente era que me vistiese y me fuese. La obedecí con presteza, y me vestí con mis ropas negras sin saber qué hacía, ni qué pensaba, ni adónde huiría. Estaba molido por los golpes del airado rufián, y, lo que era peor, me había torcido un tobillo tan dolorosamente que apenas podía apoyar el pie. Recurrí al tejedor una vez más, para averiguar si sabía algo sobre mis ropas, o cómo había ocurrido este cambio.
—Señor —dije—, ¿cómo es que me habéis quitado mis ropas y me habéis dejado estas durante la noche?
—¡Cómo! ¿Esas ropas? ¿Que he puesto yo ahí esas ropas? —exclamó, abriendo la boca con asombro y tocando las ropas con la punta del dedo—; tan cierto como que tengo que morir, que no las había visto nunca. ¡Dios nos asista!
Entró en el taller donde yo había dormido, comprobó que las otras no estaban, y comentó con espantada consternación:
—Las dos puertas tenían pasado el cerrojo. Ni una rata habría podido entrar ni salir. ¡Era cierto mi sueño! ¡Era cierto mi sueño! El Señor nos ha de juzgar a ti y a mí, pero, en su nombre, te exhorto a que salgas de esta casa; y si no te importa, me gustaría que no arramblases con nada, sino que salieses tranquila y dignamente por esa puerta. Mujer, no permitáis que este hechicero permanezca en la casa como una trampa y una maldición para nosotros; id y traedle su arma dorada, y que el Señor proteja a los suyos contra su infernal y mortífera punta.
La mujer fue a buscar mi puñal; temblaba tanto que apenas podía andar, y un momento después oímos un débil alarido en la despensa. El arma había desaparecido con las ropas, pese a que había estado guardada bajo doble llave. Y dado que el terror de esta buena gente rayaba en lo insoportable, me pareció lo más sensato iniciar inmediatamente la retirada, seguido por los anatemas del tejedor.
Mi estado de cuerpo y espíritu era ahora lamentable. Estaba hambriento, herido y cojo; me sentía un desterrado y un vagabundo de la sociedad; mi vida era perseguida con avidez, y todo por hacer aquello a lo que estaba predestinada por el que dispone lo que ha de pasar. No sabía adónde huir. Había pensado dirigirme a Inglaterra, y recurrir allí a la formación clásica que había recibido; pero mi cojera lo hacía inviable de momento. Así que no tuve más remedio que volver a Edimburgo, donde era poco conocido, donde me sería más fácil ocultarme que andar huyendo por el campo, y donde podría dedicarme a algo que fuese grande y bueno. Tenía un poco de dinero inglés y escocés, pero no tenía ningún amigo en el mundo en el que confiar. Es verdad que tenía un amigo asiduo; pero se había convertido en mi mayor pesadilla. Para escapar de él, estaba dispuesto a irme a los más lejanos rincones del mundo y someterme a todas las privaciones; pero después de lo que me había acontecido esta noche tras recorrer treinta millas por caminos apartados y secundarios, no sabía aún si escaparía de él.
Angustiado, desamparado y temeroso de cuantas personas veía detrás o delante de mí, me dirigí deprisa a Edimburgo, tomando los senderos menos frecuentados; y a la tercera noche de abandonar la casa del tejedor, llegué a West Port sin percance digno de mención. Medio muerto de hambre, cojeando, tomé alojamiento en la primera casa que encontré, donde tuve que pagar ocho peniques por semana, y compartir mesa y cama con un joven que quería un compañero para que le saliese más barato el alquiler. Me agradó esta oportunidad; porque sabía por experiencia que el gran personaje que se había pegado a mí (y ahora se había convertido en el mayor terror, de los muchos que me asediaban) me perseguía generalmente cuando yo estaba solo, y que rehuía toda otra sociedad.
Mi compañero de alojamiento regresó por la noche, y se alegró de mi llegada. Se llamaba Linton, y yo me cambié el nombre por el de Elliot. Era un individuo locuaz e inestable, para el que no había nada difícil, según él, pero que a la postre hacía muy poco. Era lo que llaman cajista de la imprenta de la Reina, entonces dirigida por un tal señor James Watson. En el curso de nuestra conversación, esa noche, le conté que era un aventajado estudiante de materias clásicas, y que me encantaría trabajar en algo en lo que pudiera valerme mi educación, y que nada me gustaría más que entrar en el taller de impresión de la Reina. Linton dijo que no habría dificultad en colocarme allí. Su respuesta fue:
—¡Ah, mi buen señor, sois precisamente la persona que necesitamos! ¡El Señor bendiga vuestro pecho y vuestros botones, señor! Sí; eso está bien, y no está mal… ¡Ja, ja, ja! Una expresión de la casa, señor. Pero como iba diciendo, sois precisamente la persona que necesitamos. Podréis pedir el salario que queráis, señor. El salario que queráis. ¡Dios bendiga vuestros botones! Nada, nada: eso está hecho… Arreglado, arreglado… Yo me encargaré, yo me encargaré. No se hable más. Arreglado, arreglado.
Al día siguiente fui con él al taller y me presentó al señor Watson como el más maravilloso genio y erudito jamás conocido. Su recomendación hizo poco efecto en el señor Watson, que se limitó a sonreír ante las extravagancias de Linton, como el que sonríe ante el parloteo de un niño. Estuve deambulando por el taller unas dos horas o tres, durante las cuales Watson no paró de trajinar, con sus lentes verdes prendidos en la nariz, sin hacerme ningún caso. Pero viendo que aún seguía allí, se volvió finalmente hacia mí y me preguntó con toda cortesía y educación sobre mis opiniones. Le satisfice en todas mis respuestas, sobre todo en sus preguntas acerca de las lenguas griega y latina; pero cuando empezó a pedirme referencias sobre mi persona y conocimientos, y vio que no podía presentar ninguna, me miró con recelo, y dijo que temía que fuese un incompetente, huido de mis padres o tutores, y que no estaba dispuesto a dar empleo a personas de esa clase. Le dije que mis padres habían muerto, y que al quedarme sin medios para continuar mis estudios, necesitaba dedicarme a algún oficio en el que mi instrucción pudiera servirme de algo. Dijo que me aceptaría y me pagaría conforme al trabajo que hiciese y el modo de desempeñarme, pero que no podía contratar de manera regular a nadie en la imprenta de su Majestad si no presentaba las más respetables referencias sobre su moral.
No pude por menos de despreciar en mi interior a este hombre que tanto hincapié hacía en la moral y pasaba por alto la gracia, y lo consideré un lamentable ejemplo de depravación y engreimiento humanos; pero, pese a todo, tuve que aceptar sus condiciones, porque tenía dentro de mí una sed inmensa de distinguirme en la gran causa de la religión, y pensaba que si alguna vez llegaba a imprimir mis propias obras, asombraría a la humanidad y confundiría su egoísmo y su famosa moral; aplastaría de una vez por todas la idea de cualquier dependencia de las buenas obras y de la moral. E imaginaba que alcanzaría más celebridad que si me nombraran general de las tropas del zar Pedro contra los infieles.
Trabajaba en la imprenta varias horas al día, pero sin mucho entusiasmo; aunque estaba deseoso de aprenderlo todo, y no tardé en componer bastante bien. Aquí es donde concebí por primera vez la idea de escribir este diario e imprimirlo, y le pedí al señor Watson que lo imprimiese para mí, diciéndole que era una parábola religiosa del estilo del . Él me aconsejó que lo imprimiese resumido y en forma de folleto; así, si no se vendía, no me saldría muy caro; pero los folletos religiosos, especialmente los de carácter alegórico, estaban demasiado de moda. Escribía en las madrugadas y las noches, y metí mi obra en la prensa; animé a mi compañero a trabajar en los ratos perdidos y los domingos, y antes de empezar a tirar el segundo pliego, teníamos compuesta la obra entera, la habíamos corregido, y habíamos sacado una copia en limpio para una nueva revisión. Terminamos la primera copia definitiva, y jamás olvidaré el gozo que experimenté ese día, en el taller, al ver los montones de ejemplares de mi obra, que iban a difundirse entre la humanidad, y decidí no poner en la portada el nombre de Elliot que había adoptado.
Hasta aquí llega mi .

Ahora debo facilitar a mis lectores cristianos la clave de la continuación, vicisitudes y término de todo el asunto, que me propongo resumir, con ayuda de Dios, en muy pocas páginas.
.— Mis esperanzas y expectativas se han venido abajo. ¡Mi precioso diario se ha perdido! ¡Ha sido pasto de las llamas! Mi enemigo me ha descubierto, y no tengo posibilidad de paz ni de descanso a este lado de la tumba.
A principios de la semana pasada, mi compañero de habitación regresó a casa presa del pánico, y me contó la historia de que el diablo se había aparecido dos veces en la imprenta, y había estado presenciando cómo los operarios imprimían mi libro, lo que asustó a algunos al extremo de perder la noción de lo que hacían; fueron a decírselo al señor Watson, que no había prestado mucha atención al manuscrito, y se puso a leer un trozo por curiosidad; que al punto montó en cólera, dijo que mi obra era una sarta de mentiras y blasfemias, ordenó que la arrojaran al fuego, y culpó al encargado y a los de la prensa de haber permitido que llegara tan lejos un libro que podía atraerse la venganza del cielo.
Si alguna vez he derramado lágrimas de amargura, fue entonces; aunque creo que fueron más por la ignorancia y la estupidez de mis compatriotas, que por el derrumbamiento de mis propias esperanzas. Pero mi atención se desvió súbitamente hacia otra cuestión, al referirme Linton que los del taller comentaban que el diablo había preguntado por mí.
—¿No seréis tan estúpido —dije yo— de creer que el diablo ha estado realmente en la imprenta?
—¡Ah, Dios os bendiga, señor! Yo mismo lo he visto, lo he saludado con la cabeza y le he dado los buenos días. Es un personaje educado: tipo circasiano, casaca de caza y turbante. Como un extranjero. Tiene el poder de desvanecerse en un santiamén: detalle sospechoso. Por lo demás, su aspecto no inspira rechazo.
Si sus primeras palabras me hicieron estremecer, esta me produjo terror. Comprendí quién era el personaje que había visitado la imprenta para alentar el progreso de mi obra; y a partir de ese instante, cada vez que se acercaba alguien a nuestra casa me temblaban todos los huesos de miedo a que fuese mi eminente y temido amigo. No podía decir que hubiera recibido nunca de su mano otra cosa que favores serviciales; sin embargo, esos favores tenían todos una extraña derivación; y el horror con que ahora pensaba en él seguía siendo inexplicable para mí. Escapaba a toda descripción, a toda concepción, y era más de lo que el alma del hombre puede soportar. Cogí los pliegos impresos, único ejemplar existente de mi obra incompleta y, con el pretexto de ir al taller del señor Watson, abandoné mi alojamiento de Portsburgh poco antes del anochecer, y tomé el camino de Inglaterra.
En cuanto dejé atrás la ciudad, emprendí una carrera de la que nunca me habría creído capaz. Tan deprisa volaba en dirección a Dalkeith que a menudo no veía el suelo que pisaba; y me decía: «¡Ojalá tuviese las alas de una paloma, ojalá pudiese volar hasta los rincones más lejanos del mundo, y ocultarme de aquellos contra los que no me es posible luchar!».
Viajé durante toda la noche y la mañana siguiente, esforzándome más de lo que soportaba mi cuerpo; y hacia mediodía llegué a la casa de un pequeño terrateniente llamado Ellanshaws, allí pedí un lecho cualquiera donde poder descansar, ya que estaba enfermo y no podía continuar mi viaje. Me mostraron el sobrado de la cuadra, donde había dos camas, me tumbé en una de ellas, me venció un profundo sueño, y no me desperté hasta que fue de noche, al entrar tres hombres que llegaban del campo y dormían allí también. Uno de ellos se acostó junto a mí, lo que me alegró muchísimo. Se durmieron en seguida. En cambio yo me alarmé al oír una conversación fuera de la cuadra. No conseguía entender lo que decían; pero me estremecí al descubrir que al menos una de las voces me era familiar, y si mis sospechas eran ciertas, habría deseado que alguien me atravesara con su espada. Me entró un sudor frío, y pensé en quitarme la vida allí mismo, como único medio de descansar (¡ojalá que este pensamiento temerario y pecaminoso me sea misericordiosamente perdonado!), cuando oí como si dos personas discutieran delante de la puerta, según me pareció, sobre su derecho e interés sobre mí. Me di cuenta claramente de que una trataba de impedir por la fuerza que entrase la otra, y sus palabras se referían a algo horrible y misterioso. En una agonía de terror, desperté con gran dificultad al compañero que roncaba a mi lado, y le pregunté en voz baja quiénes eran los que estaban en la puerta. El hombre guardó silencio, escuchó y a continuación, bastante despabilado ya, me preguntó qué había oído. Le dije que había oído voces discutiendo en la puerta.
—Entonces puedo deciros que no era nada bueno ni normal —dijo—. Tal vez por eso están los caballos tan inquietos.
Por primera vez, observé que los animales resoplaban y se encabritaban como si quisieran irrumpir en la casa. El hombre los llamó por sus nombres y les mandó que se tranquilizaran; pero los animales se enfurecieron aún más. Así que despertó a sus compañeros soñolientos, que se alarmaron igualmente ante el pánico de los caballos, y aseguraron que nunca habían visto a y a espantarse de nada. Mi compañero de cama y otro se aventuraron entonces a bajar por la escala, y oí que uno de ellos decía:
—¡Dios nos asista!, ¿qué ocurre en la casa? Los pobres animales están empapados de sudor.
Acordaron salir a ver juntos y, si podía ser, entrar en la cocina y traer una luz. Me alegré de esta decisión, aunque no tanto cuando oí que uno le decía al otro en voz baja:
—No me gusta ese forastero tan raro.
—¡Sabe Dios quién será! —dijo el otro—. Tiene una pinta extraña.
El muchacho de la otra cama, al oír esto, levantó la cabeza evidentemente asustado, mientras los otros dos se alejaban ya en dirección a la cocina; creo que le habría gustado acompañarlos; ocupaba el lecho que estaba junto a la escala, cosa que me tranquilizaba; porque de no haber estado allí, nada en el mundo me habría convencido de que aguardase el regreso de los otros dos. No habían hecho más que desaparecer, cuando oí claramente que entraba alguien en la cuadra y se dirigía a la escala. El joven, que se había sentado en su cama y estaba alerta, exclamó:
—¿Quién anda ahí? ¿Walker, eres tú? Purdie, habla, ¿eres tú?
El oscuro intruso se detuvo un instante y siguió hasta el pie de la escala. Los caballos se soltaron y, resoplando y relinchando de terror, se precipitaron en la casa. En mi vida había oído un estrépito tan espantoso. El causante de todo esto empezó a subir por la escala hacia el sobrado, y el joven de la cama vecina a la escala se levantó de un salto gritando: «¡El Todop… nos proteja! ¿Quién es?». Y cruzó el sobrado como una exhalación sin parar de rezar, se arrojó desde el borde a un pesebre, y echó a correr, desnudo como estaba, hacia la puerta abierta por los furiosos caballos, y desapareció en un instante, dejándome solo en la estacada. Muerto de miedo y dando voces, traté de seguir su ejemplo; pero como desconocía la distribución de la cuadra, calculé mal y, en vez de caer en el pesebre, fui a dar sobre el enlosado de uno de los compartimientos. Me quedé aturdido y con una rodilla magullada. Pero, dominado por el terror, me levanté e intenté huir. No era posible; no encontraba más que divisiones y subdivisiones en la casa, con los caballos enloquecidos destrozándolo todo a su paso, de manera que no sabía en qué dirección estaba la puerta. Dos o tres veces me derribaron los animales, en tanto yo no paraba de gritar. Finalmente, me cogieron por el cuello y el pelo, y me sacaron a rastras, no sabía adónde. Me había quedado sin voz y sin fuerzas, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y estaba totalmente vencido. Y no recuerdo nada más, hasta que me desperté tendido sobre la mesa de la cocina, desnudo, con una manta de caballo echada encima. Lo único que me dijeron al recobrarme fue que mi ausencia iba a ser para ellos la mejor compañía, y que me habían recogido en un estado lastimoso del que preferían no hablar ni saber nada.
En cuanto amaneció, me pusieron de patas en la calle, con las imprecaciones y denuestos de la familia del amo, que me veía como alguien de quien había que guardarse, y culpable de las visitas de esa aciaga noche. Otra vez emprendí el camino hacia el sur, como el ser más desesperado, degradado y solitario que podía encontrarse en este hastiado mundo. Y mientras caminaba cojeando, lloraba pensando en lo que podía haber sido y en lo que realmente me había convertido, en mis altas y floridas esperanzas de alzarme como el vengador de Dios contra los hijos envilecidos de los hombres; en las cosas a las que me había atrevido por la exaltación y el progreso de la verdad, y en lo mucho que ahora me costaba conservar inconmovible mi fe, aunque estaba protegido contra ese pecado; y me consolaba con la certeza de que el progreso en la vida lo consigue el creyente mediante la lucha y el sufrimiento.
Mi caso era realmente lamentable: estaba cojo, hambriento, cansado y casi sin recursos. Sin embargo, todo esto no eran sino miserias secundarias en las que casi no valía la pena pensar, comparadas con las que aquejaban a mi alma. No solo miraba aterrado a mi alrededor cada vez que veía venir a alguien, sino que yo mismo me había convertido en motivo de terror para mí; o más bien mi cuerpo y mi espíritu se habían convertido en motivo de mutuo terror, y, si es esto posible, me sentía como si ambos estuviesen en guerra. No me atrevía a mirarme la cara en el espejo porque mi aspecto y mi imagen me espantaban. Tenía miedo de que amaneciese, temblaba cuando se avecinaba la noche, y no encontraba cosa alguna en la naturaleza que me trajese el más pequeño deleite.
En este deplorable estado físico y mental caminaba yo hacia el Tweed, por la orilla de un riachuelo llamado Ellan, cuando, precisamente en la parte más estrecha de la cañada, fui a topar, cara a cara, nada menos que con el único ser en todo el universo de Dios que más hubiera querido evitar. No me sentí con fuerzas para huir; ni me atreví, aunque el espíritu que habita en mí lo acusaba de falsedad y rechazaba su compañía. Me detuve ante él como un sentenciado, y lo miré a la cara, dispuesto a que me atase, retorciese y atormentase cuanto quisiera. Clavó en mí una mirada triste y solemne. ¡Cómo se había cambiado su semblante majestuoso en una expresión huraña y macilenta, y todo él, salvo su extraordinario parecido con mi difunto hermano; parecido que la desdicha y la extremidad acentuaban aún más. No intercambiamos ningún saludo, como hacen los hombres de este mundo; me miró con una mirada que me heló la sangre, pero no dijo nada; hasta que, haciendo acopio de valor, me atreví a articular:
—¿Vos aquí? Espero que me traigáis nuevas consoladoras.
—¡Nuevas de desesperación! —dijo él—, que son las que el pusilánime y el ingrato se merece y tiene motivos para esperar. Eres un proscrito y un vagabundo en tu país, y ofrecen una gran recompensa por tu detención. El populacho enfurecido ha quemado tu casa, con todo lo que contenía, y los campesinos dan gracias por haberse librado de ti. ¡Es lo que le ocurre al que pone su mano en la gran obra de la restauración de la libertad, y la retira, desdeñando la luz que lleva dentro! Tus enormidades me han hecho dejarte durante un tiempo, y ya ves cuál ha sido el resultado. Has permitido que te dominaran algunos malvados que ansían devorarte en cuerpo y alma, y he necesitado todo mi poder y mi influencia para salvarte. De no haber intervenido yo, te habrían destrozado la pasada noche. Pero, por una vez, he salido victorioso. Tenemos que abandonar ya esta tierra, porque aquí no hay paz, ni seguridad, ni consuelo para nosotros. ¿Prometes, aquí y ahora, unirte a quien tantas veces te ha salvado la vida, arriesgando la suya para ello? ¿Prometes dejarte guiar en adelante por mi consejo, y seguirme a donde yo decida?
—Yo siempre me he dejado guiar por vuestro consejo —dije—; y por vos, principalmente, siento que todas nuestras medidas hayan fracasado. Pero espero ser útil aún en mi isla natal; así que suplico a vuestra alteza que abandonéis a su destino a este pobre desdichado, en medio del destierro y el desprecio de todos, y regreséis a vuestros reinos, ¡donde vuestra presencia no puede ser sino ansiosamente deseada!
—¡Ojalá pudiese! —dijo él con aflicción—. Pero hablar de eso es hablar de imposibles. Estoy tan estrechamente unido a ti que siento como si fuésemos la misma persona. Nuestras esencias son una, al estar unidos nuestros cuerpos y nuestros espíritus; de manera que me siento atraído hacia ti como por un magnetismo; y a donde vayas, mi presencia ha de ir contigo.
Al observar cuán hondamente me afectaba esta afirmación, empezó a reprocharme amargamente mi ingratitud; acto seguido, me miró con tal expresión, que no pude soportar más; y reanudé la marcha con paso vacilante, rogándole y suplicándole que me dejase a mi suerte, sin saber apenas lo que decía; porque me dio la impresión de que, con toda su apariencia de aflicción y de desdicha, había en su rostro una expresión exultante que delataba una secreta complacencia en mi absoluta desesperación.
Tardé bastante en atreverme a mirar por encima del hombro. Cuando al fin lo hice, descubrí que esa ruina de potentado me seguía despacio a cierta distancia; y pedí al Señor que me ocultase en las entrañas de la tierra o en las profundidades del mar. Al cruzar el Tweed, observé que iba más lejos, y lleno de desesperación, maldije el día en que topé por primera vez con semejante tortura. Aunque, tras hacer un poco de memoria, recordé que fue el mismo venturoso día en que me consagraron solemnemente al Señor, se me garantizó mi elección final, y su confirmación por un decreto eterno que jamás podrá ser anulado. Dado que era este mi único consuelo, retiré mi maldición y me arrepentí de mi impulso atropellado.
Tras cruzar el Tweed, no volví a ver a mi perseguidor ese día y abrigué la esperanza de que me hubiese dejado por un tiempo. Pero, ¡ay!, ¿qué esperanza de alivio podía tener, después de la declaración que tan recientemente me había hecho? Esa noche me alojé en una posada estrecha y miserable del pueblo de Ancrum, cuyas gentes eran igualmente pobres e ignorantes. Antes de acostarme, pregunté si tenían costumbre de rezar las oraciones de la noche en familia. El hombre me contestó que tenían muchísimo que hacer, y que pocas veces les quedaba tiempo para eso, pero que si yo era tan amable de oficiar, me estarían inmensamente agradecidos. Acepté la invitación, ya que me daba miedo irme a descansar, no fueran a renovarse los mismos alborotos de la noche anterior, y prolongué el culto cuanto permitía el decoro. La pobre gente me lo agradeció, deseó que las oraciones fuesen escuchadas en provecho suyo y mío, y muy impresionados por mis aptitudes, me preguntaron cómo un hombre de tan poderosa elocuencia andaba por ahí en un estado tan desamparado. Les dije que era un pobre estudiante de teología, y que me dirigía a Oxford. Se miraron con expresión de asombro, desencanto y temor. Después me enteré de que habían entendido mal la palabra , y que tenían la burda idea de que en Oxford no se enseñaba otra cosa que , teoría ridícula que imperaba en todo el sur de Escocia. En ese momento no pude comprender lo que estas personas pensaban, y menos cuando me preguntaron con preocupación «si estaba firmemente decidido a ir a Oxford. Esperaban que no, y que siguiese mejor camino».
Les dije que debía terminar mi formación; pero el hombre comentó que las artes de Oxford eran un mal final para la formación de un religioso. Por último, le rogué que durmiese conmigo, o en mi habitación, ya que deseaba tener una seria conversación religiosa con él, y convencerlo de que el estudio de las artes bellas, aunque no era absolutamente necesario, no era incompatible con el carácter de un teólogo cristiano. Negó con la cabeza y preguntó cómo podía llamarlas artes bellas… Esperaba que no intentase convencerlo con alguna demostración visual; finalmente accedió de mala gana a dormir conmigo, y dejar que la moza y la esposa durmiesen juntas por una noche. Creo que habría declinado mi invitación de no haber sido por algunas alusiones de la esposa, en el sentido de que era buen acomodo, por lo que entendí que debía haber solo dos camas en la casa, y que si me hubiese quedado con la de la moza, ella habría tenido que arreglárselas de cualquier manera.
Así que nos retiramos el posadero y yo a nuestro modesto lecho y charlamos un rato sobre diversas cuestiones, hasta que se quedó profundamente dormido. No fue ese mi caso: mi estado interior no me dejaba cerrar los ojos, y a eso de la medianoche oí que empezaban otra vez los mismos rumores y disputas fuera de la casa, igual que la noche anterior; y oí que hablaban nuevamente de un soberano y singular derecho sobre mí. Una de las veces sonó ruido en lo alto de la casa, justo encima de nuestra cama, como si uno de los que discutían quisiera abrirse paso a través del tejado y el otro tratara de impedírselo por la fuerza; otra fue en la puerta, y una tercera, en la ventana; pero mi anfitrión siguió profundamente dormido a mi lado y no se despertó. Un terror indefinido se apoderó de mí, y me puse a rezar fervorosamente; aunque no intenté despertar a mi dormido compañero hasta que vi que no había más remedio. Las mujeres, sin embargo, se habían alarmado, e irrumpieron en nuestro aposento gritando que estaban asediando la casa todos los demonios del infierno. Entonces, efectivamente, se despertó el posadero. Y lo hizo muy oportunamente, porque el tumulto había aumentado de tal manera que la casa se estremecía hasta los cimientos, alcanzando proporciones comparables al más enconado fragor de una batalla, en el que a las descargas de la artillería se mezclasen gritos, alaridos y blasfemas maldiciones. Tronaba y relampagueaba, y a la vez, sonaban voces, gemidos, carcajadas y execraciones en espantosa confusión.
Yo temblaba bañado en un sudor frío; pero pronto tuve que abandonar mi actitud encogida, al encararse conmigo los moradores.
—¡Ay, Tam Douglas! ¡Tam Douglas! ¡Daos prisa y levantaos, que tenéis al diablo encarnado por compañero! —exclamó la esposa—. Estáis junto al propio Satanás; que nuestra moza, Tibbie, le vio anoche las pezuñas.
—¡Dios nos asista! —rugió Tam Douglas; y saltó de la cama como un pez volador. Luego, al oír la barahúnda ultraterrena que lo rodeaba, se acercó a la cama y me dijo, haciendo largas y medrosas pausas—: Si sois el diablo, levantaos y salid en paz de esta casa, antes de que se prenda la paja que tenéis debajo, y tengamos un incendio por vos. Levantaos y marchaos con vuestros camaradas, como un buen… muchacho… Nadie os desea ningún mal, aquí… ¿Me oís?
—Amigo —dije yo—; ningún cristiano echaría a un semejante en una noche como esta, en medio de ese tumulto de aldeanos.
—No —dijo él—, si fueseis persona mortal como yo he creído al veros usar el libro sagrado como habéis hecho… No gastéis vuestras pesadas bromas a extraños y a gente honrada. Esas son algunas de vuestras tretas de Oxford; y os agradecería que acabaseis con ellas… ¡Dios del cielo, están destrozando la casa por las cuatro esquinas a la vez!
Viendo Tibbie, la moza, que el posadero no iba a ser capaz de levantarme de la cama, se abalanzó desesperadamente sobre mí y, cogiéndome del jubón, me hizo aterrizar en el suelo, diciendo:
—¡Demonio o criatura mortal, no os quedaréis aquí a ver cómo nos traga la tierra con casa y todo!
Los amos aplaudieron su gesto, así que traté de vestirme, tarea de lo más dificultosa en el estado en que me hallaba. Pero recibí la ayuda diligente de los tres, y tan pronto como me pusieron las ropas, sin abrochar ni nada, cerraron los ojos, no fueran a ver algo que les hiciese perder la razón, y me arrojaron a la calle, maldiciéndome, y pidiendo a los demonios que tomasen posesión de su presa y se la llevasen.
La escena que siguió no fue de las que se puedan describir, ni creer. Al punto me rodearon varios demonios enseñándome los dientes y lanzándome zarpazos a la cara con sus garras rojas; y en ese mismo instante mi terrible y fiel amigo me cogió por el cuello de la casaca, me mandó que corriese, y me defendió de sus ataques blandiendo y agitando su estoque dorado. Pese al aspecto horrible de mis atacantes (de figuras monstruosas todos ellos), creo que hubiera preferido caer en sus manos a seguir cautivo de mi defensor, que me llevaba a su antojo y placer, sin darme opción ni derecho a decir que mi vida, ni parte alguna de mi voluntad, fueran mías. Ni siquiera le pude dar las gracias por su poderosa protección, sino que bajé la cabeza y continué caminando sin saber hacia dónde, como llevan al reo a su ejecución. El infernal combate se prolongó hasta el alba; momento en que alcé los ojos y descubrí que habían sido rechazados todos los demonios excepto uno, que iba a cierta distancia. Mi perseguidor y defensor seguía llevándome del cuello de la casaca, delante de él.
Finalmente, me ordenó que me sentase y descansase un poco. Obedecí, ya que tenía gran necesidad, y por otra parte no me atrevía a oponerme a lo que mandaba. Allí me tuvo la mañana entera, atormentándome con consideraciones sobre el pasado, y enumerándome los horrores del futuro, hasta hacerme desear mil veces no haber nacido.
—Me he unido a tu veleidosa fortuna —dijo—, lo que ha supuesto mi ruina y la tuya. A pesar de tu ingratitud, no puedo permitir que te devoren; pero esta es una vida que no puede soportarse mucho tiempo. Ya que se han truncado nuestras esperanzas en este mundo y se han derrumbado nuestros grandes proyectos, y que nuestro eterno destino ha sido establecido por un decreto que ninguna de nuestras acciones puede invalidar, caigamos por nuestra propia mano, o el uno a manos del otro; muramos como héroes, y arrojando este cuerpo de escoria y corrupción, fundámonos con la pura esencia etérea de la existencia, de la que procede nuestro ser.
Me estremecí ante tan espantosa alternativa, aunque me veía obligado a reconocer que, en mis presentes circunstancias, no era soportable la existencia. En vano razoné sobre lo pecaminoso de la acción y su naturaleza reprobable; él hacía que me condenase por mi propia boca, dado el carácter absoluto de la gracia justificante y la imposibilidad de que los elegidos apostatasen nunca de su fe, ni del glorioso final al que estaban llamados; luego dijo que, concedido esto, la autodestrucción era un acto heroico, y nadie sino un cobarde retrocedería ante él, para sufrir cien veces más, cada día y cada noche que pasara sobre su cabeza.
Le dije que yo me conformaba con ser tal cobarde, y lo único lo que le suplicaba era que me dejase a mi suerte, y al justo criterio de mi creador durante una temporada; pero replicó que había comprometido su palabra y su honor en mi provecho, y que no podía violar ambas cosas.
—Si no tienes piedad de ti mismo, tenla de mí —añadió—; vuelve tus ojos hacia mí y mira a qué me veo reducido.
Me volví involuntariamente, como me pedía, y lo miré fugazmente a la cara. ¡Ojalá ningún ojo llamado a transmitir al alma bienaventurada las bellezas de la Nueva Jerusalén vea jamás lo que yo vi! El espíritu inmortal, la sangre, los huesos, se me secaron ante tan abrasadora visión; me levanté y eché a andar, exhalando gemidos que las ansias de la muerte jamás me arrancarán.
Sin atreverme a mirar hacia atrás, continué andando, y ya de noche llegué a esta aldea de la frontera de Escocia; y como me había vuelto más descuidado en el peligro insensible a las escenas de horror, pedí alojamiento a un pobre labriego viudo, que solo pudo acomodarme en un lecho de juncos junto al fuego. A medianoche oí ruidos extraños, demasiado parecidos a los que últimamente estaba acostumbrado; pero se mantuvieron a cierta distancia y no tardé en comprender que la casa estaba protegida por una fuerza más grande que las que contendían para imponer su dominio sobre mí. Contentísimo de haber encontrado este asilo, he permanecido en esta humilde cabaña. Hoy es el tercer día que vivo bajo techado, libre de mis infernales asaltantes, y paso el tiempo rezando y escribiendo en este diario, que he compuesto para unirlo a mi obra impresa, y al que tengo el propósito de ir añadiendo anotaciones mientras continúe en este estado de peregrinación, que, según me doy cuenta, no puede durar.
. —Esta mañana el labriego ha traído la noticia de Redesdale, adonde ha ido por carbón, de que un caballero extranjero anda recorriendo la zona, preguntando muy interesadamente por mí, o por alguien que se parece a mí; y por la descripción que ha hecho del extranjero, he comprendido fácilmente quién es. Contento de que mi atormentador haya perdido mi rastro por una vez, abandonaré este refugio, con el pretexto de que voy en busca del extranjero; aunque lo que me propongo es ocultarme más aún de él. Quizá sea esto lo último que estoy destinado a escribir. Si es así, ¡adiós, lector cristiano! ¡Dios te conceda un destino más venturoso que el que me ha asignado a mí, aquí en la tierra, y la misma seguridad de aceptación en el cielo! .
. — Aquí estoy, sentado en este páramo, dispuesto a añadir otra página a mi doloroso diario. Después, ¡adiós a cuantos viven bajo el sol! Cuando abandoné la cabaña del labriego de la Frontera, me dirigí apresuradamente hacia el noroeste, ya que divisaba en esa región los montes más altos y despoblados. Al cruzar las montañas por Hawick, cambié de ropa con un pobre y rústico pastor que encontré tumbado en la ladera, cantando para sí una doliente cancioncilla amorosa. Se quedó encantado con el cambio, y orgulloso de su piadosa indumentaria; yo no estaba menos contento con su atuendo, que me disfrazaba completamente; y descubrí además que vestido de pastor era bien acogido en todas las casas. La primera noche dormí en una granja vecina a la iglesia de Roberton, sin oír ni ver nada extraordinario; no obstante, a la mañana siguiente noté que los criados se apartaban de mí y me miraban con recelo. La noche siguiente llegué a esta casa, donde el granjero me ofreció trabajo de pastor; y como me parecía un hombre amable, digno y religioso, acepté sus condiciones muy de grado. Sin embargo, no había salido muchas veces con las ovejas, cuando fueron los demás pastores a mi amo y le dijeron que yo no sabía nada de rebaños, y le pidieron que me despidiese. Él se había dado cuenta de que era verdad; pero, impresionado por mis conocimientos y mi religiosa conversación, no quiso echarme, sino que me puso a cuidar de su ganado.
Fue una suerte para mí que antes de llegar, y quizá desde hacía un siglo, corriese ya fama de que en esta granja rondaba un fantasma en determinadas épocas. Digo que fue una suerte para mí, porque no llevaba muchos días aquí, cuando empezaron a menudear los espantosos ruidos a mi alrededor llegada la medianoche, prolongándose a veces hasta cerca del amanecer. Todavía sonaban lejos, fuera de la casa; porque la morada de este caballero, como la cabaña en la que había estado antes, parece un santuario frente a todo poder demoníaco. Él da la impresión de ser un hombre bueno y justo, y se ríe de la idea de cualquier fenómeno sobrenatural; y, o no oye a estos espíritus perseguidores, o no lo quiere reconocer; aunque últimamente parece muy preocupado.
La alarma de los criados ha sido extrema. Todo lo atribuyen al fantasma, y cuentan historias horribles de asesinatos cometidos hace mucho tiempo. Últimamente, no obstante, empiezan a sospechar que tengo yo la culpa; y como no les he dado nunca una explicación satisfactoria de mi persona, andan diciendo que soy un asesino, y que me acosan los espíritus de mis víctimas.
. —Hoy me han dicho que debo abandonar la casa por las noches y dormir fuera; a ver si, libre de mi presencia, la familia puede pegar ojo. He dicho que no; tras lo cual el hermano del amo me ha golpeado y me ha dado un puntapié. Tengo el cuerpo consumido de sufrimiento, cada vez me siento más débil psíquica y físicamente, y soy incapaz de reaccionar a los insultos y las agresiones. Si alguna vez ha existido un hijo del infortunio y la desesperación terrenales, ese soy yo. Mi amo todavía me tiene simpatía; pero hay tantos que mandan aquí, y me tratan con tanta acritud, que a todas horas quisiera estar bajo tierra. Si me echan del santuario de la familia por la noche, sé que antes de que amanezca me habrán despedazado; y, ¿quién se dignará o se atreverá a recoger los jirones de mi carne y darles honrosa sepultura?
Ha llegado mi última hora: veo acercarse una vez más a mi atormentador, en este desierto. ¡Ojalá se abra la tierra y me trague, o se desplome el monte sobre mí!
. — Mi leal, principesco pero sanguinario amigo ha estado conmigo varias veces. Mi tiempo ha concluido, y siento ahora un alivio infinito; porque me ha convencido totalmente de que ningún acto mío puede desbaratar los designios eternos, ni alterar o menoscabar en el más mínimo grado lo que está decretado desde antes de la creación del mundo. Dice que ha velado por mí con la más grande ansiedad, pero al observar la acusada aversión que me inspira, se ha abstenido de turbarme con su presencia. Pero ahora, al saber con toda seguridad que iba a ser expulsado esta noche del santuario de la familia, y que tendría una multitud de seres infernales aguardando para disputarse mi cuerpo, ha venido a aconsejarme que no desespere, que él me protegerá de todos, si aún tiene algún poder. Después me ha transmitido una jaculatoria que deberé pronunciar en caso de gran extremidad. Le he objetado que esas palabras son equívocas, y susceptibles de interpretarse en un sentido absolutamente espantoso; pero ha contestado que no; y con él toda discusión es inútil. Ha dicho que no es necesario que recite esas palabras, a menos que me encuentre en muy grave apuro, y cuando quizá ninguna otra cosa pueda salvarme; y como puedo ver, el poder y la fuerza le flaquean.
Ha llegado la hora espantosa de la noche y, como él había anunciado, me han echado de la morada de la familia, y me han mandado a un establo o vaqueriza que hay detrás, paralela a la casa, donde, en un alto, he ocupado un humilde camastro, con el ganado gruñendo y resollando a mis pies. ¡Qué diferente de los espléndidos salones de Dalcastle! ¡Juzgue el sensible lector a qué me veo reducido! ¡Señor, tú sabes todo lo que he hecho en el mundo por tu causa! ¿Por qué, entonces, descargas tu mano tan dolorosamente sobre mí? ¿Por qué me has hecho blanco de tu malicia? ¡Pero hágase tu voluntad! Ya me recompensarás en un mundo mejor. .
. — ¡Mi primera noche de prueba en este lugar ha pasado! ¡Ojalá sea la última que tenga que soportar en este odioso mundo! Si los horrores del infierno son como los que he sufrido, la eternidad será allí de corta duración, porque ninguna energía creada puede resistirlos un mes, o una semana. Me han golpeado como jamás golpearon a ninguna criatura viviente. Me han arrancado los órganos vitales, han torturado y aplicado dolor a todos mis sentidos y facultades del alma hasta reducirme a la más completa insensibilidad. Incluso me han suspendido del cabello sobre un abismo cuyo fondo no alcanzaba a vislumbrar; y entonces, solo entonces, ¡he exhalado la tremenda jaculatoria! Y al punto me han dejado en libertad. ¡Sabe Dios qué debo ser ahora! .
. — Aún estoy vivo, aunque más parezco un espectro que un ser humano; pero este es mi último día de existencia mortal. Incapaz de resistir más tiempo, he prometido a mi fiel amigo que este día moriremos juntos, y fiaremos nuestra sepultura a la caridad de los hijos de los hombres. Me he comprometido solemnemente; y aunque he osado arrepentirme, sé que él no consentirá que me vuelva atrás, ya que está rabioso de desesperación por su caída y arruinada majestad; por mi parte, encuentro cierto consuelo desdichado en la idea de que caiga conmigo mi atormentador. ¡Adiós, mundo, con todas tus miserias, ya que no tienes ningún consuelo ni alegría para mí! ¡Adiós, mujer, a la que he menospreciado y evitado, y hombre, al que he odiado; sin embargo, os dejo sin desearos ningún mal! ¡Y a ti, sol, emblema resplandeciente de un fulgor infinitamente más radiante, adiós también! No quiero dirigirte mi última mirada; porque ¿cómo va a alzar sus ojos a tu orbe glorioso un desdichado suicida en su instante último? Pero, ¡ay!, ¿quién se acerca furioso… con su duro rostro ennegrecido de espantosa desesperación? Mi hora está a punto de sonar… ¡Dios Todopoderoso!, ¿qué voy a hacer? Pero ha pasado el tiempo del arrepentimiento, y mi destino es inevitable… Sellaré este librito y lo esconderé; ¡y caiga una maldición sobre quien intente alterarlo o enmendarlo!
FIN DE LAS MEMORIAS
¿Qué es esta obra? Diréis que se trata sin duda de una alegoría, o (como la llama el autor) una parábola religiosa, para mostrar los peligros espantosos del fariseísmo. No sé. Esperad al final, que es tan extraordinario, tan sin precedentes y tan fuera del común acontecer humano, que si no hubiese centenares de testigos vivientes que confirman su verdad, no habría ser racional que lo creyera.
En primer lugar, incluyo el siguiente extracto de una carta auténtica, publicada en el número de agosto de 1823 de la :
«En lo alto de una loma solitaria y despoblada llamada Cowanscroft, en el punto donde se juntan las tierras de tres propietarios, se encuentra desde hace muchos y largos años la tumba de un suicida, señalada con una piedra en la cabecera y otra en los pies. A menudo me he detenido ante ella, cuando era pastor de una de las granjas del término, a pensar qué pudo inducir a un joven que apenas había alcanzado la primavera de la vida a desafiar a su Hacedor, e irrumpir ante Él con un acto tan antinatural y absurdo de su mano equivocada. Pero nunca se me ocurrió, movido de la curiosidad, exhumar los huesos del criminal, porque lo considero una acción repugnante. Sin embargo, el mes pasado llevamos a cabo dicha exhumación, lo que nos permitió descubrir uno de los fenómenos naturales más grandes de que tengo noticia en este país.
»La breve tradición que subsiste sobre este infortunado joven es de lo más singular. No era natural del lugar, ni dijo nunca de dónde procedía; pero se distinguía por su carácter grave y taciturno. Nadie supo nunca nada en su contra, a pesar de que vivió mucho tiempo en la región. El último empleo que tuvo fue al servicio de un tal señor Anderson de Eltrive (de Ault-Righ, ), muerto hará unos cien años, que lo contrató durante el verano para que cuidase una partida de ganado joven en el Predio de Eltrive. Y ocurrió que un día del mes de septiembre, James Anderson, el hijo del amo, fue con este joven al predio a jugar. El pastor comió con él; y hacia la una, cuando el chico decidió regresar, el otro le insistió mucho en que se quedase y compartiese su comida; pero el chico no quiso, por temor a preocupar a sus padres, y le dijo que regresaba a casa; a lo cual replicó el pastor: “Si no os quedáis conmigo, James, tened por cierto que me cortaré el cuello antes de que volváis”.
»He oído contar también, pero solo a una persona, que mucho antes habían robado en casa de su amo, y que el chico ese día descubrió un cuchillo y un tenedor de plata, parte de lo desaparecido, en posesión del pastor; y que este descubrimiento fue lo que le empujó a ese acto desesperado.
»El chico no regresó al predio esa tarde; pero antes del anochecer, un hombre que venía por el paso llamado el con un hato de ovejas, camino de Edimburgo, divisó algo así como un hombre en una postura espantosa, junto a uno de los almiares de Eldinhope. La atención del ovejero quedó prendida en la figura extraña y singular, y como la vereda pasaba a poca distancia de allí, dio una voz a modo de saludo, pero no recibió respuesta. Así que se acercó, y descubrió que dicho joven se había ahorcado con una soga de heno que colgaba del almiar.
»Esto produjo no poco asombro, y todos dijeron que sin ayuda del diablo era imposible hacer algo así; porque esas sogas, al estar hechas de hierba verde, son tan frágiles que apenas sirven para atar otra cosa que el almiar. Y para mayor horror de la buena gente, el ovejero dijo que haber visto, al acercarse, a dos individuos ocupados en el almiar, dándole vueltas y vueltas, y que le parecía que lo estaban levantando.
»Si esta afirmación contiene algo de verdad, significa que el infortunado joven tuvo que ahorcarse después que el ovejero lo viese de lejos. Sin embargo, estaba completamente muerto cuando cortó la soga y lo bajó. Había atado dos viejas sogas de heno a un lado, al pie del almiar (así es, efectivamente, como se atan al empezar a levantarlos), de manera que no tuvo más que soltar dos extremos del otro lado. Se los ató alrededor del cuello; y luego, doblando las rodillas y dejándose caer poco a poco hasta que la soga soportara todo su peso, puso fin a su vida. Ahora bien, el hecho es que si probamos las sogas que se ponen en los almiares de Escocia, no encontramos una entre un millar que nos sirva para ahorcar un perro pastor; por lo que la forma de morir de este desventurado constituye un hecho bastante singular.
»Por la mañana temprano, fueron a regañadientes los criados del señor Anderson con una manta vieja para usarla de mortaja, envolvieron el cuerpo del suicida primero en su propia capa, dejándole la soga en el cuello, luego lo enrollaron en la manta, y transportaron sus restos execrables, en parihuelas, a unas tres millas de allí, a la cima del Cowanscroft, el punto donde lindan las tierras del duque de Buccleuch con las del de Drummelzier y las de lord Napier, y allí lo enterraron, con todo lo que llevaba encima, incluidos el cuchillo y el tenedor de plata. Eso es lo que dice la tradición, y nadie ha puesto nunca en duda este relato oral.
»Un sobrino del tal señor Anderson que estuvo con el desventurado joven el mismo día de su muerte dice, por las historias que recuerda haber oído a los amigos, y a su propio tío en particular, que el mes que viene (o sea, septiembre de 1823) hará ciento cinco años que el suceso tuvo lugar; personalmente, creo que el cálculo de este caballero es correcto. Pero hay muchas otras personas, bastante más viejas que él, a las que he consultado, que afirman que hace seis o siete años más. Dicen que el señor James Anderson era entonces un niño de diez años; que vivió hasta muy avanzada edad, que rebasó los ochenta, y que hace cuarenta y dos años que murió. En cualquier caso, fue por entonces; de eso no hay duda.
»Y ocurrió que dos jóvenes, William Shiel y W. Sword, subieron a una loma cercana este verano, a cortar turba, y les vino la idea de abrir la solitaria sepultura y ver si aún quedaba algún hueso del antiguo suicida. Así lo hicieron; pero abrieron solo la mitad, empezando por la cabeza y el centro al mismo tiempo. No tardaron en descubrir la manta —creo que dijeron que no estaba a más de un pie de la superficie—. Le hicieron un boquete, y allí estaba la soga, extendida a lo largo del pecho, tan fresca, que al primer golpe de vista vieron que estaba hecha de una especie de esparcilla larga que crece en los pantanos y los bordes de los lagos. Uno de los jóvenes cogió la soga y tiró de ella, pero aún duraba el viejo hechizo del diablo, y no se rompió; y tiró y tiró, y hete ahí que se incorporó el cadáver, y se quedó en posición sentada, con su ancha boina azul en la cabeza y su capa escocesa alrededor, ¡tan nuevo todo como el día en que lo enterraron! Jamás he sabido de una conservación tan asombrosa, si es cierto lo que me han contado, porque aún no he tenido la curiosidad de ir a verlo. Los rasgos eran tan claros y definidos que cualquier amigo suyo habría podido reconocerlo. Uno de los mozos le presionó la cara con el dedo pulgar y notó las mejillas completamente blandas y carnosas, aunque dejó marcados los hoyos, y la carne no volvió a su sitio. Tenía hermosos cabellos dorados, de unas nueve pulgadas de largo; pero no lograron arrancarle uno solo, y tuvieron que cortarle un mechón con el cuchillo. También cortaron trozos de tela, que estaba limpia y flamante, y los repartieron entre los amigos; a mí me enviaron uno, junto con otras cosas, para que lo guardase todo como naturales curiosidades. Varios caballeros me han insistido en que les dé fragmentos de estas prendas encantadas: pero he querido conservar unos trocitos para ti, que adjunto a esta. Pertenecen a una parte de la capa y del jubón; y como verás, aún están tan nuevos como el día en que lo enterraron.
»Su ancha boina azul la enviaron hace varias semanas a Edimburgo, con gran pesar por parte de algunos caballeros de la comarca, que hubieran querido quedársela como recuerdo. Por mi parte, pese a lo que me gustan las boinas, y las anchas en particular, confieso que no me habría atrevido a ponerme esa. No aparecieron el cuchillo y el tenedor de plata de los que yo había oído hablar, ni es probable que existieran; pero parece que estaba sin dinero, y quizá fue esa la causa de su absoluta desesperación; porque al registrarle los bolsillos, no le encontraron más que tres antiguos medios peniques escoceses. Hablando estos dos jóvenes con otro pastor, más tarde, le picaron la curiosidad a tal extremo que fueron los tres y desenterraron los singulares restos por segunda vez; lo que fue una lástima, ya que debido probablemente a estas exposiciones al aire, y a la imposibilidad de volverlos a enterrar tan bien como antes, su carne se ha convertido en polvo».
La carta, de la que es resumen el texto anterior, lleva la firma de James Hogg, y está fechada en Altrive Lake, el 1 de agosto de 1823. Se observa en cada línea el sello de su autenticidad. Sin embargo, no obstante, me han engañado tantas veces las extravagantes ingeniosidades de que hace gala esa revista, que cuando mis ojos tropezaron con dicho relato no me lo creí; pero después de leerlo tomé la resolución de indagar personalmente esos restos asombrosos, si es que existían; porque en la inmediata vecindad del escenario, me dije, seguro que hay metales más preciosos que restos deteriorados de suicidas.
Así que el pasado septiembre, como tenía que resolver unos asuntos en Edimburgo, y que esperar unos días la llegada de un amigo de Londres, aproveché la ocasión para visitar a mi paisano y compañero de carrera, el señor L…t de C…d, abogado. Le hablé de la carta, y le pregunté si había algún atisbo de verdad en su contenido. Su respuesta fue:
—Creo que sí. Por mi parte, nunca lo he puesto en duda, y tengo entendido que se habló mucho de esto en el pasado. ¡Pero sabe Dios! Hogg ha hecho creer al público mentiras muy ingeniosas en otras ocasiones.
Le dije que, si era factible, me gustaría muchísimo visitar al ganadero y la momia escocesa que describía. El señor L…t aceptó a la primera, y dijo que no tenía inconveniente en dar un paseo conmigo hasta el lugar, y pedirle a ese hombre que nos enseñase sus credenciales; haríamos una excursión preciosa por un paraje romántico y ya clásico, y un poco de deporte, además, si conseguía que su suegro le prestase un caballo para mí, al día siguiente. Mandó recado a un tal señor L…w, y este respondió que ponía una excelente jaca a mi disposición, y que él mismo nos acompañaría, ya que tenía que asistir a una gran feria de ganado lanar que se celebraba en Thirslestane, y estaba seguro de que dicho Pastor acudiría también.
El señor L…t dijo que era precisamente el hombre que necesitábamos para completar la expedición; y al día siguiente, de madrugada, salimos camino de la feria de Thirlestane, llevando con nosotros el número de agosto de la . Fuimos por la antigua villa real de Selkirk, nos detuvimos a dar de comer a los caballos en un pueblecito romántico, próximo a las profundas cascadas del Ettrick, y llegamos al mercado de Thirlestane poco antes de mediodía. No tardamos en dar con Hogg, cerca del del mercado, como él dijo, con un rebaño de , raza de la que nunca había oído yo hablar. Eran unas ovejas pequeñas, y tenían el lomo rayado con yeso rojo. El señor L…t me presentó como un importante comerciante en lanas que acudía a animar el precio del género; pero él me miró con recelo y, dando media vuelta, comentó:
—Yo ya he vendido la mía.
Lo seguí y, mostrándole la carta anteriormente citada, le dije que tenía mucho interés en echar una ojeada a esos curiosos restos que tan ingeniosamente había descrito; pero por toda respuesta, se limitó a comentar que era «un capricho muy extraño en un comerciante en lanas».
Entonces, sus dos amigos le pidieron que nos acompañase al lugar, y trajese alguno de sus pastores para ayudarnos a sacar el cuerpo; pero él rechazó la idea, diciendo:
—¡Por Dios, muchacho! Yo tengo otras cosas en la cabeza. Quiero vender todo este ganado, y aquellos terneros de allí, en el recinto de la feria, y luego comprar varias docenas de ovejas; y si no vendo antes las mías, no voy a poder hacer ninguna operación. Hoy tengo más cosas de las que puedo hacer, para encima irme a desenterrar huesos de hace cien años.
Viendo que no podíamos sacar nada de él, lo dejamos con sus , sus terneros, su chaqueta gris y su ancha boina azul, y fuimos en busca de otro guía. No tardó L…w en encontrar uno, ya que parecía conocer a todo el mundo en la feria. Era un viejo pastor de ovejas llamado W…m B…e, hombre muy original, servicial y afable, que no nos puso otra condición que la de no hablar del asunto; pues no quería que llegase a oídos de su amo que se metía . Le prometimos guardar estricto secreto y, acompañados de otro campesino, el señor S…t, y del viejo B…e, nos dirigimos a la sepultura, que B…e decía que estaba como a milla y media del mercado.
Entramos en una cabaña de pastor a beber una jarra de leche; allí leí a nuestro guía la descripción del señor Hogg, y le pregunté si creía que era cierta. Dijo que muy poco, ya que la sepultura no estaba en lo alto del Cowan’s Croft ni en el punto donde se juntan las tierras de los tres lores, sino en la cima de una colina llamada el Faw-Law, donde no hay otra tierra que la del duque de Buccleuch en un cuarto de milla a la redonda. Añadió que era asombroso cómo el poeta podía haberse equivocado, ya que había criado ganado en el mismísimo terreno donde está la sepultura, y podía ver las dos lomas desde su ventana. El señor L…w mostró gran sorpresa ante un error tan singular y de tanto bulto, como también de que el cuerpo no fuera enterrado en la linde de tres o cuatro lores, como había sido siempre costumbre en el sur de Escocia. Nuestro guía dijo que había oído contar que los hombres de Eltrive, con el señor David Anderson a la cabeza, se levantaron antes del alba aquel lunes, porque era domingo el día en que el hombre acabó con su vida, y salieron con idea de enterrarlo en Cowan’s-Croft, donde se juntan las tres lindes. Y aunque era regla invariable enterrar a los antes de la salida del sol, les sorprendió el amanecer cuando cruzaban por delante de la casa de Berry-Knowe; y en el momento en que coronaban la colina de Faw-Law, el sol empezaba a asomar por el este. Entonces dejaron el cuerpo a un lado y cavaron una fosa profunda a toda prisa; pero cuando la tuvieron terminada, resultó muy corta, y como el cadáver estaba tieso, no cabía; así que el señor David Anderson miró hacia el este y, al darse cuenta de que el sol estaría fuera en pocos minutos, puso un pie sobre la frente del suicida y le dio de golpes con el tacón herrado de la bota para meterle la cabeza en la sepultura, hasta que le aplastó la nariz y el cráneo, al tiempo que profería una terrible maldición contra el desdichado que había deshonrado a su familia, y la había cargado con este baldón. Esta anécdota, dijo nuestro guía, la había oído, siendo niño, de boca de Robert Laidlaw, uno de los cinco hombres que enterraron el cadáver.
No tardamos en llegar al lugar, y confieso que experimenté una sensación muy extraña cuando vi la piedra gris hincada en la cabecera y la otra a los pies, y la mitad de la sepultura excavada recientemente y vuelta a tapar, tal como me habían descrito. Aún no podía imaginar que fuese verdad, porque el suelo no se veía mojado, sino que estaba cubierto de una especie de musgo podrido y seco. Mirando por allí, encontramos trozos de tela, dientes y parte de una bolsa, que no habían devuelto a la tumba cuando levantaron el cuerpo la última vez, porque lo habían sacado dos veces, antes de nosotros, aunque solo de caderas para arriba.
Nos pusimos a trabajar con dos azadas, y no tardamos en quitar toda la tierra que lo cubría. La parte de la sepultura que había sido desenterrada antes estaba rellena de argamasa mohosa, lo que nos dificultó enormemente la tarea, e impidió que efectuáramos una inspección adecuada de la cara anterior del cuerpo. Lo describiré todo tal como lo vi ante cuatro testigos respetables, cuyos nombres publicaré puntualmente si me dan permiso: gran parte de los huesos aparecieron separados; debido a la constante filtración del agua hacia la parte inferior de la fosa, no podían haberse conservado en su sitio. Por último, aparecieron cantidades de tosco paño de ropas, manta, capa, etc.; tratamos de subirlo todo con orden, y al hacerlo salió parte del esqueleto, sin carne, salvo un poco que quedaba adherida en oscuros jirones a la espina dorsal, aunque sin consistencia; era meramente una apariencia de carne sin sustancia. Le faltaba la cabeza; y deseoso yo de poseer la calavera, reanudamos la búsqueda entre el mortero y los harapos. Primero encontramos una parte del cuero cabelludo con un largo mechón firmemente adherido, el cual, después de limpiarlo, resultó no ser negro ni rubio, sino castaño oscuro, que es el color de cabello más corriente. Poco después encontramos el cráneo, pero no estaba completo. La azada lo había dañado y le faltaba parte de un temporal. No soy frenólogo, y no sé distinguir un órgano de otro, pero no considero digno de estudio el cráneo de ese desventurado. Si algo de especial tenía, era su tersa, casi perfecta redondez, con una pequeña protuberancia encima del orificio del oído.
Cuando llegamos a la parte de la sepultura que no había sido abierta, el aspecto de todo fue completamente distinto. Los restos se hallaban bajo una estrecha bóveda de musgo, y dentro de un espacio vacío; y supongo, por la excavación que hicieron, que la fosa había quedado más honda, con lo que esa parte estaba a salvo de humedades, ya que, su conservación era total: los calzones aún ceñían los muslos; las calzas, las jarreteras estaban atadas tan pulcra y firmemente debajo de las rodillas como si lo acabaran de hacer. Los zapatos se habían abierto por las costuras, por haberse podrido el cáñamo; pero la suela, la cara y el tacón, que era de madera de abedul, se conservaban tan nuevos como los que llevábamos nosotros. Había un detalle que no pudo por menos de llamarme la atención, y es que en el interior de uno de los zapatos había una capa de estiércol de vaca de un octavo de pulgada de espesor, y en el hueco de la suela, otra de un cuarto de pulgada. Era firme, verde y se notaba fresco; lo que probaba que había trabajado en un establo. Sus ropas eran todas de una hechura singular y antigua, y de un tejido no menos curioso. Su resistencia era realmente prodigiosa; porque en lo que toca a espesor, tosquedad y fortaleza, no he visto paño que se le aproxime lo más mínimo. Llevaba en el cuerpo una levita de color pardo amarillento, con mangas amplias. Es una tela cruzada, más gruesa que una alfombra. Corté dos cenefas para llevármelas. La camisa interior era de sarga listada, como las que he visto usar muchas veces a la gente del campo. Estaba forrada y reforzada con un tejido blanco. Los calzones eran de una especie de sarga listada que nunca había visto, pero nuestro guía aseguró que era muy corriente en el país, tiempo atrás; si bien, por las ropas antiguas que él había visto, pensaba que era una moda de hacía no menos de doscientos años. Las jarreteras eran de estambre con rayas negras o azules; las calzas, grises y sin pie. Me llevé muestra de todo. Ahora tengo también la boina, que es lo que más confundido me tiene: no va con el resto del atuendo. No es ni ancha, ni de las usadas en la Frontera, ya que tiene una abertura detrás, para atarla, lo que no ha tenido nunca la boina fronteriza, según me han dicho. Parece que era la que se llevaba en las Tierras Altas y se usaba aplastada sobre la coronilla a la manera de una gorra, como aún se ve a veces en el oeste de Escocia. Las piernas, de la cadera a los dedos, aparecieron perfectas y enteras, pero no resistieron su manipulación: antes de volverlas a colocar en la sepultura, se habían descompuesto, salvo los muslos, que conservaron una especie de consistencia fofa.
Todas las ropas cosidas con hilo de lino se conservaban con las piezas sueltas, al haberse podrido dicha hebra; pero las cosidas con estambre se conservaban perfectamente firmes y enteras. En esta confusión, nos costó mucho trabajo encontrarle todos los bolsillos; y nuestro guía manifestó que, no obstante, no le habíamos descubierto más que la mitad. En el bolsillo de la camisa encontramos una navaja larga muy afilada; el mango era delgado y las cachas brillaban como si tuviesen plata en el interior. Se la llevó el señor Sc…t y se la regaló a su vecino, el señor R…n de W…n L…e, quien aún la conserva en su poder. Encontramos un peine, una pequeña barrena, una redoma, un taco pequeño de madera alisada, un par de hebillas y varias muestras de tela de diferentes clases, cuidadosamente enrolladas unas en otras. Por último, mientras estábamos ocupados en el registro, el señor L…t extrajo un estuche de piel, que parecía haber estado muy envuelto con una cinta o cuerda que ahora se había podrido y desprendido, porque se notaban las señales en forma de surcos. L…w y B…e manifestaron que «era la caja de tabaco; por cierto bien llena». Pero al abrirla descubrimos, para nuestro asombro, que contenía un folleto impreso: todos sentimos curiosidad por averiguar qué clase de folleto podía leer semejante persona; ¿qué contenía, que con tanto cuidado parecía haberlo guardado? Porque la piel en la que estaba envuelto era de fina gamuza, aunque no podía adivinarse de qué color había sido. En cuanto al folleto estaba tan apretado, húmedo, estropeado y amarillo, que parecía un bloque sólido. Dedujimos todos, por algunas palabras que logramos descifrar, que era un opúsculo religioso; pero no pudimos sacar nada en limpio. El señor L…w comentó que era una verdadera pena no descifrar aunque fuesen algunas frases que diesen la pista sobre el contenido del librito; luego dijo al señor L…t que me lo adjudicasen a mí, porque él tenía tantas cosas sobre literatura y derecho a las que atender, que no podía pensar en ocuparse de él. El otro le contestó que cualquiera de los dos nos ocuparíamos encantados de esa tarea, y que había pensado devolverlo a la tumba, en cuanto hubiese logrado descifrar tan solo una línea o dos, para ver cuál era su tendencia.
—¿Devolverlo a la tumba? —exclamó L…w, que habla un escocés claro y excelente—. ¡Mi buen señor, pues sí que la haría usted buena! Yo considero el contenido de este librito de un valor inestimable. Y le diré por qué, señor: me he preguntado muchas veces cómo es que el cadáver de este hombre se ha conservado milagrosamente de la destrucción mucho más tiempo que el de cualquier otro, incluso que el de un curtidor. Y ahora puedo apostar una guinea a que ha sido por la conservación de ese libro. ¡Y sabe Dios qué puede haber en él! Tal vez revele algún misterio que la humanidad ignora por completo.
—Si contiene algún misterio —replicó el otro—, no le corresponde a usted, mi querido amigo, el trabajo de descifrarlo, que ya tiene que ocuparse de bastantes.
Y con estas palabras, me pasó a mí el enigmático librito. Tras muy poco trabajo, salvo el de secarlo del todo, lo desplegué con facilidad y descubrí el mismísimo opúsculo que ahora me atrevo a presentar al público, una parte toscamente impresa, y el resto manuscrito. La portada lleva el siguiente título:
LAS MEMORIAS PRIVADAS
Y CONFESIONES DE UN PECADOR JUSTIFICADO
escritas por él mismo
fideli certa merces
Y, junto con el título, está todo tal como se publica en la presente edición de la obra. Yo quería modificar el título, y poner , pero los editores no lo han consentido; y dado que el autor ha lanzado una maldición sobre quien se atreva a alterarlo o enmendarlo, lo he dejado como está. Si hay algún pensamiento que vaya en detrimento de cualquier principio aceptado de nuestra Iglesia, soy inocente. La parte impresa termina en la página 275; el resto está escrito en una elegante letra antigua, extremadamente pequeña y apretada. He ordenado al impresor que la saque en facsímil y la encuaderne con el volumen.
En cuanto a la obra misma, no me atrevo a aventurar ningún juicio, ya que no la entiendo. Creo que nadie, ni hombre ni mujer, la leerá con la misma atención que yo; sin embargo, confieso que no comprendo la intención del escritor. Desde luego, es imposible que estas acciones hayan ocurrido jamás, según dice él que las llevó a cabo. tuvo algo que ver con la muerte de su hermano, aunque más bien me inclino a dudarlo, y las numerosas tradiciones, etcétera, que quedan de esa historia, pueden ser atribuibles a la obra, que fue impresa y quemada, puesto que fue conocida por los impresores y, como es lógico, por sus familias y camaradas de taberna. De lo que no hay duda es de que el joven de Dalcastle murió de muerte violenta; pero de ahí a que lo asesinase este desdichado, va mucho. Sin embargo, aun concediendo que hubiese sido así, lo demás lo considero sueño o locura; o, como le dice él mismo al señor Watson, una parábola religiosa destinada a ilustrar algo apenas tangible, pero a la que al parecer dio mucha importancia. De tener el relato alguna conformidad con la razón, se corresponde tan minuciosamente con los hechos tradicionales, que no podría dejar de tenerlo por auténtico; pero en estos tiempos, y con la presente generación, no es posible tragarse que viniese el diablo bajo apariencia humana a tentar diariamente a un hombre, y lo indujese finalmente a suicidarse, con la esperanza de que ese mismo demonio y atormentador sufriese y cayese juntamente con él. Es un asunto atrevido para una alegoría, y habría gustado mucho en la época, de haberlo cogido alguien plenamente capacitado para desarrollarlo, cosa que no ocurrió con este escritor. En resumen, debemos considerarlo no solo el más grande de los locos, sino también el mayor desdichado en el que se ha encarnado nunca la forma humana; o quizá fue un maníaco de la religión, que escribió y escribió sobre un ser ofuscado, hasta que llegó a ese grado de locura en el que se creyó el personaje sobre el que durante tanto tiempo había estado escribiendo; y a fin de escapar de ese atormentador ideal, cometió el acto para el que, según los dogmas que profesaba, no había remisión, y escribió su nombre y su memoria para abominación eterna.