Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado
Relato del editor
Según la tradición, así como por algunos registros parroquiales aún existentes, parece que las tierras de Dalcastle (o Dalchastel, como suele escribirse a menudo), pertenecieron a una familia apellidada Colwan hace ciento cincuenta años, y durante todo el siglo anterior a ese período por lo menos. Se cree que esta familia era una rama de la antigua familia de Colquhoun, de la que ciertamente proceden los Colwan que se extienden hasta la Frontera. Encuentro que en el año 1687, George Colwan sucede a su tío, del mismo nombre, en las tierras de Dalchastel y Balgrennan; y dado que esto es todo cuanto puedo recoger de la familia por la historia, tengo que recurrir a la tradición para el resto de las aventuras de dicha casa. Pero no puedo quejarme del material que proporciona esta poderosa fuente: la cantidad transmitida al mundo es ilimitada; y estoy seguro de que al consignar los horribles sucesos que siguen, no hago más que referir a la mayoría de los habitantes de lo menos cuatro condados de Escocia, cosas de las que estaban perfectamente enterados.
Este George era un hombre rico, o así se le suponía, y se casó, a edad ya avanzada, con la única heredera y afamada hija de un tal magistrado Orde, de Glasgow. Pero esta unión resultó de lo menos afortunada para las partes contrayentes. Es bien sabido que los principios de la Reforma se habían adueñado desde hacía tiempo de los corazones y afectos de las gentes de Escocia, aunque el sentimiento no era ni mucho menos general, ni de igual grado; y sucedió que los miembros de este matrimonio pensaban de manera totalmente distinta al respecto. Concedido esto, uno habría podido pensar que el , debido a su vida apartada, era el más inclinado a las severas doctrinas de los reformadores; y que la joven y alegre dama de la ciudad se había adherido a los libres principios cultivados por la gente de la corte, y se había abandonado a los últimos extremos, en oposición a sus rígidos y criticadores contemporáneos.
Sin embargo, en este caso sucedía al revés. El era lo que los vecinos del entorno denominaban «un tipo alegre y atolondrado», con una dosis muy limitada de temor de Dios en el corazón, y algo así como muy poco miedo al hombre. El no había agraviado ni ofendido deliberadamente ni al uno ni al otro, por lo que no veía que pudiesen clamar venganza. Hasta aquí había creído que vivía en los términos más cordiales con la mayoría de los habitantes de la tierra en general, y con los poderes del cielo en particular; ¡pero desdichado, si no debía convencerse pronto de la falacia de tan fatal seguridad!, porque su dama se reveló como el más seguro y tenebroso de los fanáticos en cuanto a los principios de la reforma. Los suyos no eran los dogmas de los grandes reformadores, sino más exagerados y deformados. Los de estos hombres son un brebaje difícil de tragar, pero los de ella eran ese mismo brebaje, agriado y recalentado hasta un grado insoportable para la naturaleza. Había sorbido sus ideas de las doctrinas de un predicador fogoso y fatalista, y eran estas tan rígidas que se volvieron piedra de escándalo para muchos de sus hermanos, y palanca con que los adversarios de su partido podían volver contra ellos la máquina del Estado.
Las fiestas nupciales de Dalcastle participaron de la alegría propia, no de esa época austera, sino de la anterior. Hubo banquetes, bailes, músicas y canciones: las bebidas corrieron en abundancia, la cerveza fue servida en amplios cuencos de madera, y el coñac en grandes cuernos de buey. El dio rienda suelta a su tosca alegría. Bailó —chascando los dedos al compás—, palmeó, y vociferó en los estribillos. Besó a todas las muchachas de aspecto tolerable del salón y pidió a sus galanes se tomasen la misma libertad con su esposa a manera de desquite. Pero ella permaneció sentada en la presidencia del salón, con su belleza impasible y lozana, negándose en redondo a dar un solo paso de baile con ningún caballero. El único solaz que se permitió fue cruzar de cuando en cuando alguna frase de amable plática sobre cuestiones divinas con su pastor favorito: porque este la había acompañado a su casa, tras la ceremonia, para verla totalmente instalada en su nueva morada. Se había dirigido a ella varias veces con el nuevo nombre de señora Colwan; pero la dama había vuelto la cabeza con desagrado y había mirado con lástima y desdén al viejo pecador que, ajeno, retozaba en el cenit de su impía alegría. El sacerdote percibió el malestar de su piadoso espíritu, y desde ese instante le dio el tratamiento de Dalcastle, que sonaba algo mejor, ya que no la vinculaba al apellido de un malvado; y hay sobrada razón para creer que, pese a los votos solemnes que había formulado —que la obligaban de manera nada ordinaria, en especial al —, despreciaba a su esposo, si es que no lo odiaba, en lo más profundo de su corazón.
El buen clérigo la bendijo una vez más y se marchó. Ella lo despidió con lágrimas en los ojos, suplicándole repetidamente que la visitase en esa tierra pagana del amorita, el hetita y el girgasita; a lo que él asintió con muy solemnes y específicas condiciones… después de lo cual la honesta esposa se retiró a su cámara a rezar.
Era costumbre en aquel tiempo, que unos cuantos amigos íntimos del esposo y la esposa visitasen a la pareja recién casada, tras haberse retirado esta a descansar, para brindar por su salud, felicidad y numerosa descendencia. Pero esto al no le hacía gracia; deseaba tener a su joya para él solo; y escabulléndose discretamente de la jovial reunión, se retiró a su cámara con su amada, y cerró la puerta con cerrojo. Aquí la encontró absorta en los textos de los evangelistas, y terriblemente recatada. El se acercó a hacerle una carantoña; pero ella apartó la cabeza, y habló de las estupideces de los viejos, añadiendo algo sobre el ancho camino que conduce a la perdición. El no entendió del todo la alusión; pero dado que estaba bastante bebido y ofuscado, y dispuesto a tomarlo todo con buen ánimo, se limitó a comentar «que fuese ancho o estrecho el camino, era hora de meterse en la cama».
—Supongo, señor Colwan, que no iréis a acostaros esta noche, una fecha tan importante en vuestra vida, sin rezar antes unas oraciones por vos y por mí.
Mientras hablaba, el estaba con la cabeza agachada casi hasta el suelo, desabrochándose la hebilla de un zapato; pero al oír la palabra oraciones, en semejante noche, levantó súbitamente la cara, congestionada y roja como una rosa, y exclamó:
—¿Oraciones, señora? ¡Que Dios asista a vuestra ofuscada cabeza! ¿Acaso es esta una noche para oraciones?
Más le hubiera valido callarse; porque le cayó encima tal chaparrón de teología que se sintió avergonzado, tanto por él como por su flamante esposa, y se quedó sin saber qué decir; pero el coñac le ayudó.
—Me parece, querida, que la devoción religiosa está un poco fuera de lugar esta noche —dijo—. Aunque es siempre muy hermosa y beneficiosa, si navegásemos con su aparejo en todo momento la convertiríamos en una farsa continua. Sería como leer la Biblia y el libro de chascarrillos en versículos alternos; y convertiríamos la vida del hombre en un mezcolanza de absurdo y confusión.
Pero contra el parloteo del fanático y el hipócrita no sirve razonar. Aunque uno discuta hasta el fin de su vida, la infalible criatura ha de ser la única que tiene razón. Y tal resultó ser el caso del . Las citas bíblicas se sucedieron unas tras otras, sin la menor conexión, así como las de los profundos sermones del señor Wringhim, demostrando el deber del culto familiar, hasta que el perdió la paciencia y, metiéndose en la cama, dijo con indiferencia que, por una noche, delegaba en ella ese deber.
El manso espíritu de Dalcastle se sintió algo confundido ante este desenlace inesperado. Tuvo la sensación de que la dejaban en una situación más bien desairada. Sin embargo, para demostrarle a su equivocado esposo que estaba dispuesta a mantener firme su entereza, se arrodilló y rezó con tan poderosos términos, que estuvo segura de impresionarlo. Y así fue; porque al poco rato el empezó a responder con tanto fervor que la dejó completamente asombrada y la sacó de su cadena de oraciones: a decir verdad, empezó a emitir unos trompetazos nasales de potencia nada común… cuyas notas eran poco menos que las de una corneta. La dama trató de continuar; pero cada nota que le respondía desde la cama estallaba en su oído con una nasalidad cada vez más sonora, con un repiqueteo cada vez más largo, hasta que la armonía de sonidos se volvió tan auténticamente patética, que el espíritu de la dama quedó completamente derrotado; y tras derramar un mar de lágrimas, se levantó y se retiró a un rincón de la chimenea, con la Biblia en el regazo, dispuesta a pasar las horas en santa meditación, hasta que el ebrio trompetista despertase a su sentido de la propiedad.
No despertó el a hora razonable ninguna; ya que, vencido por el cansancio y la bebida, su sueño se volvió más pesado, y sus cantos morfeos más ruidosos. Variaban un poco de pauta; pero el discurso general de las notas sonaba más o menos así: «¡Hic-hoc-jiiu!». Resultaba tremendamente ridículo, y no habría dejado de provocar hilaridad en cualquiera, salvo de una piadosa, desilusionada y humillada esposa.
La buena dama lloró amargamente. No fue capaz de acercarse a despertar al monstruo, y suplicarle que le hiciese sitio, sino que se retiró a otra parte; así que cuando a la mañana siguiente el abrió los ojos, descubrió que aún estaba solo. Su sueño había sido de lo más profundo y genuino; y mientras le duró, no pensó ni una sola vez en esposas, hijos ni amantes, sino a la manera en que se sueña con todo eso; pero a medida que su espíritu comenzaba a acercarse nuevamente, poco a poco, a los límites de la conciencia, se le volvía más ligero y animado por los efectos del profundo descanso, y sus ensueños compartían esos efectos en grado difícilmente expresable. Soñaba con la contradanza, la , la y la ; y la elasticidad de su constitución era tal, que saltaba por encima de las cabezas de las jóvenes y rebotaba con los pies en el techo, experimentando con ello las más extáticas emociones. Estas se volvieron demasiado fervientes para poderlas sujetar las cadenas del dios soñoliento. Cesaron al punto los prolongados sones de la trompeta nasal, y fueron sustituidos por una especie de risa héctica: «¡Seguid bailando… Tocad, demonios!», exclamaba el sin cambiar de postura sobre la almohada. Pero este esfuerzo por mantener activos a los violinistas despertó al complacido soñador; y aunque no podía dejar de reír, finalmente, por la regular cadena de los hechos, volvió a la realidad: ¡Rabina, dónde estáis? ¿Qué ha sido de vos, querida?», exclamó el . Pero no oyó voz alguna; nadie le respondió ni atendió. Descorrió las cortinas, creyendo que la iba a encontrar aún arrodillada, como la había dejado; pero no estaba, ni dormida ni despierta. «¡Rabina! ¡Señora Colwan! —gritó lo más alto que pudo; y añadió con el mismo aliento—: ¡Dios salve al rey, he perdido a mi esposa!».
Se levantó de un salto y abrió la ventana; la luz del día empezaba a rayar el oriente; porque era primavera, y las noches se hacían cortas, y muy largas las madrugadas. Se medio vistió en un instante y recorrió todas las estancias de la casa, abriendo las ventanas al pasar y registrando todas las camas y todos los rincones. Entró en el salón donde se había celebrado la fiesta de los desposorios, y al abrir las diversas contraventanas, algunas parejas de amantes echaron a correr como liebres sorprendidas, demasiado avanzada la mañana para ellas, entre los primeros renuevos. «¡Hala, hala; corred! —exclamó el —. ¡Locos; huyen como si se les hubiese cogido en falta!». Su esposa no estaba entre ellos; así que se vio obligado a reanudar la búsqueda. «Estará rezando en algún rincón, pobre mujer —se dijo—. Es cosa desdichada esta de rezar. Pero me temo que me he portado muy mal, y debo procurar repararlo».
Siguió buscando, y finalmente encontró a su amada en la cama de su prima, venida de Glasgow para hacer de madrina. «¡Astuta y maldita condenada! —dijo el —; ¡buena me la habéis jugado mientras dormía! En mi vida había visto una argucia tan hábil y, al mismo tiempo, tan grave. ¡Vamos, zorra del demonio!».
—Señor, os hago saber que detesto vuestros principios y vuestra persona por igual —dijo—. Jamás se dirá que estuve bajo el dominio de un bárbaro adorador de Belial, de un rondador de las hijas de los hombres, de un bailarín promiscuo y un jugador de juegos ilícitos. Deponed vuestra rudeza, señor, os lo ruego, y salid de mi presencia y la de mi pariente.
—Vamos, vamos; mi encantadora Rab. Aunque fueseis el modelo de todas las puritanas y la santa de todas las santas, sois mi esposa y debéis hacer lo que os mando.
—Señor, antes renunciaré a mi vida que someterme a vuestra impía voluntad; por tanto, os pido desistáis y os marchéis de aquí.
Pero el no atendió a estas irritadas palabras; la envolvió en una manta y se la llevó triunfalmente a su cámara, tomando la precaución de mantener un pliegue o dos de la manta sobre su boca, por si salía de ella algún ruido injurioso.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, la esposa tardó en hacer su aparición. Su doncella solicitó verla, pero George no consintió que entrase nadie más que él: efectuó varias visitas, y cerró siempre con llave al salir. Finalmente, fue servido el desayuno, y durante el tiempo del refrigerio, el trató de gastar varias bromas; pero se observó que carecían de su acostumbrada brillantez, y que tenía la punta de la nariz especialmente colorada.
Las cosas, sin la menor duda, habían ido muy mal entre la pareja recién casada; porque en el transcurso del día, la dama abandonó al marido y regresó a Glasgow, a casa de su padre, después de una noche entera de camino, ya que por entonces no existían en aquella comarca ni diligencias, ni naves de vapor. Aunque el magistrado Orde había asentido a la afirmación de su esposa sobre el parecido de su única hija con él, nunca la había querido ni la admiraba demasiado; así que esta conducta no le llenó de consternación. La interrogó estrictamente acerca de la atroz ofensa de que había sido objeto, y pudo descubrir que no había nada que justificase una conducta tan llena de desagradables consecuencias. Conque, tras madura deliberación, el magistrado le habló en estos términos:
—¡Entiendo, entiendo, Raby! Infiero que lo que ha ocurrido es que Dalcastle se ha negado a rezar contigo cuando tú se lo ordenaste, y te ha tratado de un modo rudo y grosero, sobrepasando el respeto debido a mi hija… como tal hija mía. En cuanto a lo que debe a su esposa, de eso es él mejor juez que yo. Sin embargo, dado que se ha comportado con mi hija de esa manera, me desquitaré por una vez; le voy a devolver ese trato en la persona más allegada a él: o sea, me voy a cobrar en su esposa hasta el último penique… y que se chupe esa.
—¿Qué queréis decir, señor? —dijo la asombrada damisela.
—Que me voy a vengar de ese villano de Dalcastle —dijo—, por lo que ha hecho a mi hija. Venid aquí, señora Colwan, que me las vais a pagar.
Y dicho esto, el magistrado procedió a aplicarle un castigo corporal a la esposa fugitiva. En realidad, sus golpes no eran severos; aunque daba mucho énfasis al castigo, fingiendo estar tremendamente furioso tan solo con el de Dalcastle. «¡El muy villano! —exclamaba—; ¡ya le enseñaré yo a tratar así a mi hija mía, sea ella como sea; ya que no puedo resarcirme en él, lo haré en la persona más allegada! ¡Tomad, y tomad, señora Colwan, por la impertinencia de vuestro marido!».
La pobre y desconsolada mujer lloraba y suplicaba; pero el magistrado no amainaba su rigor. Y tras soltar un montón de bufidos, y de llenarle el cuerpo de cardenales, la subió a su cámara, molida y un poco abatida, cinco pisos más arriba, la encerró, y la puso a pan y agua para vengarse del presuntuoso de Dalcastle. Pero cada vez que bajaba la escalera, después de dejarle la comida, el magistrado se decía a sí mismo: «Voy a hacer que la visión del sea la más gozosa que haya tenido en su vida».
Dalcastle dispuso de mucho tiempo para leer, y rezar, y meditar; pero se sentía muy frustrada al no tener con quién discutir sobre cuestiones religiosas; porque encontraba que sin esta ventaja, por la que había una pasión enorme en aquel tiempo, su lectura y estudio de los textos sagrados y sentencias de complicada doctrina, no le servían para nada; así que a menudo se veía obligada a sentarse junto a la ventana, a ver si aparecía el pagano de Dalcastle.
Este héroe, tras un considerable espacio de tiempo, hizo finalmente su aparición. Las cosas no fueron difíciles de arreglar; dado que su dama había descubierto ya que no había refugio para ella en casa de su padre; y así, luego de algunos suspiros y lágrimas, acompañó a su marido de regreso. A pesar de lo ocurrido, las cosas no mejoraron. Ella quería convertir al a toda costa; el no quería ser convertido. Ella quería que el rezase las oraciones de la familia, por la mañana y por la noche, y el no quería rezar ni por la mañana ni por la noche. Ni siquiera cantar los salmos, o permanecer arrodillado junto a ella mientras estuviese ocupada en esos menesteres, ni hablar jamás en lugar alguno sobre los sagrados misterios de la religión, si bien su dama aprovechaba todas las ocasiones para contradecir cualquier afirmación que él hiciera, con objeto de poder espiritualizarlo llevándolo al terreno de la discusión.
El mantuvo la calma durante un tiempo; pero finalmente se le acabó la paciencia: y la interrumpía en sus vanos intentos de espiritualizarlo, y se burlaba de los forzados extremos de su fe, esperanza y arrepentimiento. También se atrevió a dudar de la ejemplar doctrina de la predestinación absoluta, cosa que colmó ya el resentimiento de la cristiana dama. Tachó a su compañero de satélite del Anticristo, y declaró que ninguna persona regenerada podía convivir con él. Así que pidió vivir aparte, y antes de expirar los primeros seis meses, se acordaron amistosamente las disposiciones de la separación. Se designó la planta superior, o tercera, de la vieja mansión como residencia de la dama. Dispuso esta de puerta separada, escalera y jardín aparte, y senderos que en ningún caso se cruzaban con los del ; de manera que podía decirse que la separación era completa. Cada uno tenía a sus amistades, escogidas entre sus iguales. Pero aunque al jamás le molestaron las compañías de la dama, esta no tardó en entrometerse en las de él.
—¿Quién es esa señora gorda que visita al tan a menudo, y siempre sola? —preguntó un día a su doncella Martha.
—¡Ay, señora, yo qué sé! Aquí estamos separados de nuestros conocidos, igual que de los dulces mandatos del evangelio.
—Averíguame quién es esa cortesana, Martha. Puesto que tienes trato con la servidumbre de ese impío, seguro que puedes traerme información. He observado que, al venir y al irse, dirige una mirada hacia nuestras ventanas; y sospecho que raramente se va de vacío.
Esa misma noche, Martha volvió con la noticia de que la augusta visitante era una tal señorita Logan, antigua e íntima conocida del , y dama muy digna de respeto y con buenas relaciones, y cuyos padres habían perdido su patrimonio en las guerras civiles.
—¡Ah, muy bien! —dijo la dama—; ¡muy bien, Martha! De todos modos, vigila los movimientos y conducta de esa respetable señora la próxima vez que venga a visitar al … y las siguientes. Creo que no te faltarán ocasiones.
La información de Martha resultó ser de naturaleza tal, que a partir de entonces, cada noche y cada mañana, se elevaron preces contra esa cananea en la parte superior de la casa de Dalcastle, donde reinaba gran descontento, y hasta anatemas y lágrimas. Cartas y más cartas fueron expedidas a Glasgow; y finalmente, para inmenso consuelo de la dama, llegó puntualmente y sin novedad el reverendo señor Wringhim al elevado santuario de Dalcastle. Fue maravilloso el diálogo entre estas sesudas personas. Wringhim sostenía siempre en sus sermones que había ocho clases de Fe perfectamente diferenciables en sus obras y en sus efectos; pero la dama, en su estado de reclusión, había descubierto otras cinco, con lo que hacían doce en total: la justeza o falacia de estas cinco fes motivó una discusión de lo más ilustre que duró casi diecisiete horas, en el transcurso de las cuales se fueron acalorando los dos con sus argumentos, en la misma medida en que se alejaban de la naturaleza, la utilidad y el sentido común. Finalmente, Wringhim abordó con inusitado fervor cierta cuestión debatida entre una de estas fes y la confianza, cuando la dama, temiendo que su celo sobrepasase los límites acostumbrados, interrumpió sus vehementes aseveraciones con la siguiente e inopinada pregunta:
—Pero, señor, ahora que recuerdo, ¿qué se puede hacer en este caso de abierta y confesada iniquidad?
El sacerdote se quedó mudo de desconcierto. Se recostó en su silla, se alisó la barba, carraspeó, meditó, volvió a carraspear, y luego dijo en tono distinto, aplacado: «Bueno, esa es una cuestión secundaria; ¿os referís al caso de vuestro esposo y la señorita Logan?».
—Al mismo, señor. Estoy escandalizada de las intimidades que tienen lugar delante de mis narices. Es un mal insoportable tenerlas que aguantar.
—El mal, señora, puede ser activo o pasivo. Para ellos es un mal, pero no para nosotros. Nosotros tenemos que ver con los pecados de esos malvados descreídos tanto como con los de un turco infiel; ya que toda fraternidad y lazos mundanos son tragados y absorbidos en la sagrada comunidad de la Iglesia Reformada. Sin embargo, si es vuestro deseo, lo amonestaré, reprendiéndolo y humillándolo de tal manera que quedará avergonzado de sus acciones, y renunciará a ese comportamiento para siempre por mero respeto a sí mismo, por irreligioso que sea de corazón y de obra. Para los malvados, todas las cosas son malvadas; pero para el justo, todas las cosas son justas y rectas.
—¡Ah, qué frase más dulce y confortadora, señor Wringhim! ¡Qué delicioso es pensar que una persona justificada por la gracia no puede obrar mal! ¿Quién no envidiaría la libertad con que se nos ha hecho libres? Id a mi esposo, a ese desventurado y ciego infeliz, y abridle los ojos a su estado de degeneración y de pecado; pues bien preparado estáis para esa tarea.
—Sí; iré a él y lo confundiré. Dejaré las fuertes ataduras del pecado y de Satanás tan abatidas como el estiércol que se esparce para fertilizar la tierra.
*
—Amo: en la puerta hay un caballero que quiere hablaros en privado.
—Dile que estoy ocupado; no puedo ver a ningún caballero esta noche. Pero que lo recibiré mañana a la hora que guste.
—Está subiendo, señor… Esperad, señor; mi amo está ocupado. No os puede recibir en este momento…
—¡Aparta, moabita! Mi misión no admite demora. ¡Vengo a salvarlo de las fauces de la destrucción!
—Si es así, señor, la cosa cambia; y como el peligro nos puede amenazar a todos, me figuro que tanto da dejaros pasar como impediros el paso, ya que parecéis dispuesto a entrar… El hombre dice que viene a salvaros, y no lo puedo detener, señor… Aquí está.
Iba el a prorrumpir en una andanada de improperios contra Waters, el criado, cuando, antes de salirle una palabra de su boca irrumpió el reverendo Wringhim en la habitación, se retiró Waters, y cerró la puerta tras de sí.
Ninguna introducción habría podido ser más : imposible; porque en ese mismísimo instante de abrirse la puerta, el y Arabella Logan se hallaban sentados muy juntos hojeando un libro.
—¿Qué ocurre, señor? —dijo el furioso.
—Traigo un mensaje de la mayor importancia, señor —dijo el eclesiástico, acercándose sin cumplidos a la chimenea, y poniéndose de espaldas al fuego y de cara a los culpables—; supongo que me conocéis, ¿verdad, señor? —prosiguió, mirando con desagrado al medio de soslayo.
—Supongo que sí —replicó el —. Sois un tal señor Como-se-llame, de Glasgow, que me jugó la peor pasada que me han hecho en toda mi vida. La gente como vos está siempre presta a hacer jugadas de esa clase a un hombre. Decidme, señor, ¿habéis hecho algún bien a alguien para compensarlo? Porque si no es así, debéis ser…
—¡Conteneos, señor! No quiero oír ninguna de vuestras irreverencias. Si hago daño a alguien en ocasiones, es porque se lo merece; así que el mal no procede de mí. Y ahora os pregunto, señor… Ante Dios y ante esta testigo, os pregunto: ¿habéis guardado íntegra y solemnemente los votos que hicisteis ese día? Contestad.
—¿Ha guardado los suyos la mujer a la que me habéis unido? Contestadme vos a eso, señor. Nadie puede hacerlo mejor, señor Como-se-llame.
—Así, pues, confesáis vuestras apostasías y reconocéis vuestra vida libertina. Y esta persona aquí presente es, supongo, la compañera de vuestra iniquidad…, ¡la que con su belleza ha ocasionado vuestro descarrío! Levantaos los dos, hasta que yo os repruebe, y muestre lo que sois a los ojos de Dios y de los hombres.
—Antes, quedaos vos ahí, hasta que os haya dicho yo lo que sois a los ojos de Dios y de los hombres: sois, señor, un presuntuoso, un pedagogo arrogante, un fomentador de disputas y agitaciones en la Iglesia, en el Estado, en las familias y en las comunidades. Sois, señor, un sujeto para el que la rectitud consiste en fragmentar las doctrinas de Calvino en mil películas indiscernibles y establecer un sistema sobre la gracia justificante frente a la violación de todas las leyes morales y divinas. En suma, señor, sois añublo y gusano de gangrena en el seno de la Iglesia Reformada, a la que genera una enfermedad de la que no se purgará, sino mediante el derramamiento de sangre. Id en paz y no cometáis más abominaciones de esa naturaleza, sino humillaos, no vaya a caer una reprobación peor sobre vos.
Wringhim escuchó todo esto sin pestañear. De cuando en cuando, contraía la boca con desprecio, acumulando venganza entretanto contra los dos transgresores; porque estaba convencido de que los tenía a su merced, y estaba dispuesto a desatar su ira y su indignación sobre ellos. Lamento decir que las trabas del moderno decoro me impiden consignar esa famosa reprobación, cuyos fragmentos han sido atribuidos a todos los eclesiásticos de antigua notoriedad en Escocia. Pero me la sé de memoria; y una gloriosa parte es digna de determinados incendiarios. Fueron tan fuertes las metáforas, y tan aterradoras, que la señorita Logan no pudo soportarlas ni un instante, y se vio obligada a retirarse en confusión. El resistió con mucho esfuerzo, aunque su rostro se teñía de cuando en cuando con los colores de la vergüenza y la ira. Varias veces estuvo a punto de echar a la calle al oficioso sicofante; pero sus buenos modales, y el respeto innato que sentía por el clero como inmediato servidor del Ser Supremo, lo contuvieron.
Al notar Wringhim estos síntomas de enojo, los tomó por vergüenza y contrición, y llevó sus reproches más allá de lo que jamás se habría atrevido clérigo alguno en un caso como este. Al terminar, para evitar cualquier discusión, abandonó lenta y solemnemente el aposento, haciendo oscilar sus ropajes tras de sí de manera majestuosa; iba, sin duda, rebosante de orgullo por su brillante victoria. Subió al piso superior y contó a su metafísica camarada el éxito obtenido: cómo había arrojado de la casa a aquella dama, sumida en un mar de lágrimas y de confusión, y cómo había dejado al apóstata en tal estado de vergüenza y arrepentimiento, que no había sido capaz de articular palabra alguna, ni levantar el semblante. La dama le dio las gracias muy cordialmente, y elogió su servicial celo y poderosa elocuencia; y seguidamente se dedicaron otra vez a hacer distingos y sutilezas religiosas allí donde no existían.
Siendo ambos criaturas elegidas, y considerándose a salvo de caer en ninguna trampa, ni en poder del malo, acostumbraban, en cada visita, pasarse la noche en vela, enfrascados en dulce plática espiritual; pero esta vez, en el transcurso de esa noche, discreparon a tal punto sobre una pequeña distinción entre la justificación y la elección final, que el clérigo, llevado del ardor de su celo, se levantó vivamente de su asiento, paseó por la estancia, y sostuvo su opinión con una energía que llenó a Martha de alarma; esta, creyendo que iban a pelearse y que el pastor era más fuerte que su ama, se puso alguna ropa y se levantó dos veces de la cama a escuchar detrás de la puerta, dispuesta a irrumpir si la situación lo requería. Si alguien considera esta escena excesiva, puedo garantizarle que está tomada de la realidad y la verdad; de lo que ya no estoy tan seguro es de que no estuviera el teólogo trastornado o algo ebrio. Si hay que creer las palabras de la que escuchaba, no se manifestó entre ellos un solo atisbo de amor o galantería, sino un celo ardiente y acalorado en torno a cuestiones de tan escasa importancia, que el auténtico cristiano se habría ruborizado al oírlas, y el profano y el infiel las habrían aprovechado para burlarse de nuestra religión.
Grande fue la alegría de la dama ante el triunfo de su amado pastor sobre los pecadores vecinos de la parte inferior de la casa, y se estuvo jactando de la hazaña ante Martha en los términos más altisonantes. Pero duró poco tiempo, porque cinco semanas después, Arabella Logan fue a vivir a casa del en calidad de ama de llaves, sentándose a su mesa y encargándose del gobierno como sustituta de la dueña. El pesar y la indignación de la dama se elevaron ahora a un grado jamás alcanzado, y puso en movimiento a todos los agentes sobre los que tenía algún poder para que procurasen la discordia entre estos dos sospechosos. De nada valieron las reconvenciones. George se rió de quienes trataron de presionarle y conservó a su ama de llaves, en tanto la dama se entregaba a la más completa desesperación; porque, aunque no convivía con su esposo, no soportaba que otra lo hiciese.
Pero para contrarrestar esta cruel ofensa, nuestra santa y afligida dama dio a luz, a su debido tiempo, un precioso niño, a quien el reconoció como hijo y heredero suyo, bautizó con su propio nombre y crió en su propia morada. Dio permiso a la nodriza para que llevase al niño a la presencia de su madre siempre que esta desease verlo; pero, por extraño que parezca, esta no pidió verlo nunca desde el día en que nació. El niño creció y se hizo un chico sano y dichoso, y en el transcurso de otro año, la dama se presentó con un hermano. Hermano era, ciertamente, a los ojos de la ley, y es más que probable que lo fuese en realidad. Pero el pensaba de otro modo, y, aunque sabía y reconocía que estaba obligado a sostenerlo y proveer para él, se negó a reconocerlo en los demás respectos. Y ni quiso patrocinar el banquete, ni tomar las promesas bautismales en nombre de la criatura; por supuesto, el pobre niño tuvo que vivir y permanecer extraño al cuerpo visible de la iglesia durante un año y un día; al cabo de este tiempo, el señor Wringhim, movido por la compasión y la benevolencia, aceptó a la madre como madrina del niño, y lo bautizó con el nombre de Robert Wringhim, que era el del propio clérigo.
George fue criado junto a su padre y educado en parte en la escuela parroquial y en parte en casa, por un tutor contratado a tal propósito. Era un joven generoso y afable, siempre dispuesto a agradar, y que rara vez se disgustaba con nadie. Robert se crió con el señor Wringhim, a quien el pagaba por ello determinada asignación anual, y allí el niño se habituó muy pronto a toda la rigidez y severidad de la arbitraria e implacable doctrina del pastor. Se le enseñó a rezar dos veces al día y siete los domingos, pero solo por los elegidos; y como David en otro tiempo, a condenar a la destrucción a cuantos eran ajenos a Dios. Nunca oyó hablar bien, en esa familia en la que estaba como si fuese un adoptado, de sus supuestos padre y hermano, y en consecuencia, los abominaba y rezaba todos los días «para que el viejo pecador sea arrebatado de la cumbre de su iniquidad y transportado sin demora al infierno, y para que el joven vástago del corrompido tronco desaparezca igualmente de un mundo que infama, pero le sean perdonados sus pecados, puesto que no ha conocido otro mejor».
Tales eran los principios en los que al parecer fue criado el joven Robert. Era un muchacho agudo, excelente estudiante, dotado de ardientes e ingobernables pasiones y, al mismo tiempo, de una austeridad de conducta ante la que los demás jóvenes retrocedían. En las diversas clases a las que asistía era el mejor gramático, lector, escritor y aritmético, y le gustaba escribir ensayos sobre cuestiones controvertidas de teología, con los que obtenía premios y grandes elogios de su tutor y su madre. George estaba muy por debajo de él en conocimientos escolásticos; en cambio lo aventajaba en gallardía, elegancia, aspecto y todo cuanto contribuye al donaire de la figura y la persona. El había manifestado frecuentemente a la señorita Logan su sincero deseo de que no se conociesen los dos jóvenes, o en todo caso que tuviesen el menor contacto posible; y la señorita Logan, que sentía por George el mismo afecto que si fuese hijo suyo, tomó todas las precauciones, mientras fue niño, para que así fuese; pero a medida que se hacían mayores, resultaba más difícil mantener esta situación. Así que Dalcastle fue removida de la casa de su esposo y trasladada a Glasgow, con gran alegría por su parte, y todo para evitar que el joven se manchase con su compañía y la de su segundo hijo; porque el había visto el efecto de los principios que profesaban, y les tenía más miedo que a la persecución, el fuego y la espada. Durante los tiempos terribles por los que había pasado, aunque el había sido hombre moderado, se había inclinado del lado del privilegio real y había escapado de la confiscación y los impuestos sin haber tomado parte activa en la represión de los presbiterianos. Pero después de sufrir a un ejemplar de sus dogmas y modo de vida en su esposa, protectora secreta de ellos y sus doctrinas, empezó a alarmarse ante la preponderancia de tan rígidos y sediciosos principios, ahora que no encontraban ningún obstáculo ni freno; y desde ese momento, empezó a oponerse activamente, asociándose al grupo de caballeros de ese tiempo en todas sus iniciativas.
Y ocurrió que, por influencia de los condes de Seafield y Tullibardine, fue elegido miembro del Parlamento, en el famoso periodo de sesiones que se celebró en Edimburgo, cuando era comisario el duque de Queensberry, y con tal motivo acudió en apoyo de su partido. El joven acompañó a su padre a la Corte, y permaneció en la ciudad el tiempo que duraron las sesiones; y dado que toda la gente interesada en uno u otro bando se había congregado en la ciudad en ese período, el importante señor Wringhim estuvo allí con los demás, avivando los rescoldos de los principios revolucionarios con todas sus fuerzas en cada tertulia en la que lograba ser admitido. Dada su inflexible insolencia, era gran favorito entre algunos nobles del oeste del país que pertenecían a esta facción. Ninguna oposición era capaz, ni por un momento, de hacer que se ruborizara, o corrigiera un solo párrafo de lo que hubiese adelantado. Así que el duque de Argyle y sus amigos lo utilizaron como los deportistas suelen hacer con sus terriers para iniciar la caza, que arman gran alboroto de ladridos para señalar dónde corre la pieza. Hacía esto a menudo por deporte, para fastidiar a sus oponentes; porque de todos los majaderos que jamás hayan agobiado al hombre, era este el más insufrible; ya que, sabedor de que su casaca lo protegía de todo castigo manual, no ahorraba la menor aspereza y se complacía en la mortificación y la ira de aquellos con quienes discutía. Pero, a veces, era también de verdadero uso para los dirigentes del bando presbiteriano, por lo que era admitido a sus mesas; y él, naturalmente, se consideraba un gran personaje.
Lo acompañó su pupilo; y muy poco después de su llegada a Edimburgo, Robert se encontró por primera vez con el joven hermano suyo en un partido de tenis. La donosura y agilidad del joven noble arrancaban los más calurosos aplausos de aprobación de sus compañeros, y con su solo esfuerzo hacía que los juegos cayesen casi todas las veces a favor de su equipo, de manera que consiguieron una ventaja de tres a uno. No tardó en correr por el círculo de espectadores el nombre del héroe; y cuando su hermano Robert, que estaba entre ellos, se enteró de quién era el que tanta aclamación cosechaba, se acercó y se quedó a su lado el tiempo que duró el juego, sin parar de hacer, de cuando en cuando, mordaces comentarios a manera de burla.
George no pudo por menos de reparar en él, no solo debido a sus impertinencias, sino, además, porque lo tenía tan encima que varias veces le estorbó en sus rápidas evoluciones y, naturalmente, tropezó con él de manera no muy considerada. En lugar de servir para que guardase la distancia, estos rudos choques y empujones, acompañados de cuando en cuando de vivas imprecaciones, no hicieron sino que se pegase aún más al rey del juego. Parecía decidido a hacer valer su derecho a ese sitio como espectador, igual que cualquiera de los que participaban en el juego, y cuando trataron de razonar con él, siguió en sus trece; quizá quería provocar una disputa con el objeto de sus celos y aversiones, y por ese medio llamar la atención de la alegre multitud sobre sí; porque, al igual que su tutor, no conocía otras satisfacciones que las que consistían en oponerse. George le tomó por algún impertinente estudiante de teología, más bien con ganas de gastar bromas que otra cosa. No vio sino un joven vestido de negro, con cara de metodista, con una expresión y unas miradas que le desagradaron sobremanera las varias veces que tropezó con ellas, y eso fue cuanto pudo apreciar en este primer contacto. Pero al día siguiente, y en los sucesivos, lo acompañó el mismo joven de aspecto diabólico con la constancia de su propia sombra; lo encontraba siempre en su camino como con intención de estorbarlo, y de cuando en cuando sus ojos, profundos y malignos, se encontraban con los suyos y le lanzaban una mirada tan feroz que a veces le asustaba.
La siguiente vez que George se puso a jugar al tenis, aún no le había dado un par de raquetazos a la pelota, cuando de nuevo se metió el impertinente ser en su camino. Los participantes se jugaban este día una apuesta considerable, consistente en una cena, con vino incluido, en la posada del Black Bull; y George, como héroe y capitán de su equipo, estaba muy interesado en ganar; así que la visión del enojoso y molesto estudiante no le hizo ninguna gracia:
—Por favor, señor, tened la bondad de poneros fuera del alcance de la pelota —dijo.
—¿Existe alguna ley o precepto que me obligue a hacerlo? —dijo el otro, mordiéndose el labio con desprecio.
—Si no existe, aquí hay alguien que os obligará —replicó George—; así que os aconsejo, amigo, que andéis con cuidado.
Al decir esto, una oleada de ira encendió su bien parecido rostro y centelleó en sus brillantes ojos azules; pero no era propio de él este sentimiento, y se le disipó en seguida. El joven de la casaca negra se ajustó el gorro, dejó caer sus espesas pestañas sobre sus ojos negros, se metió las manos en los bolsillos de sus calzones de felpilla negra, y avanzó un poco hacia el interior del semicírculo, acercándose a la derecha de su hermano más de lo que se había atrevido antes. Se plantó firmemente con las piernas abiertas y una expresión tan impasible como la muerte, decidido, al parecer, a no moverse. Fingía seguir la pelota con la mirada; pero sus ojos se desviaban continuamente para observar a George. Uno de los jugadores dijo casualmente, en un instante de euforia: «¡Un golpe fenomenal, George!». Tras lo cual, el intruso adoptó la frase, característica de los jugadores, y la repitió a cada jugada, utilizándola con tal sorna que varios espectadores se echaron a reír estrepitosamente; pero los jugadores se picaron tremendamente, que era lo que él pretendía en realidad, deslizando algún que otro término canónico para ridiculizar a los competidores y su juego.
Pero al final la situación llegó a un extremo que les hizo olvidar el deporte. Al retroceder George rápidamente para situarse hacia donde iba la pelota, chocó de forma violenta e inesperada con el entrometido, al que no solo derribó, sino que cayó dolorosamente sobre sus piernas; se levantó este, y le largó una patada que, de alcanzarlo, habría acabado con la carrera del joven de Dalcastle y Balgrennan. George, irritado como es fácil suponer, sobre todo por la tremenda patada que le había dirigido, le dio un golpe con su raqueta, sin demasiada fuerza, pero de tal modo que le hizo sangrar por la boca y la nariz; al mismo tiempo, dijo, volviéndose a sus amigos:
—¿Sabe alguno de los presentes quién es este mocoso del demonio?
—¿No lo sabéis vos, señor? —dijo uno de los espectadores, un desconocido—: Ese caballero es vuestro hermano, señor; ¡el señor Robert Wringhim Colwan!
—No; Colwan no, señor —dijo Robert, metiéndose las manos en los bolsillos y plantándose aún más en el centro que antes—; Colwan no, señor; en lo sucesivo rechazo ese apellido.
—No; desde luego que no —repitió George—. Puede que seáis el hijo de mi madre… ¡pero no un Colwan! En eso tenéis razón —luego, volviéndose a su informador, añadió—: ¡Muchas gracias, señor! ¿Es este el hijo de ese cura chiflado de Glasgow?
Hizo la pregunta llevado de la irritación del momento; pero fue demasiado brutal, e impropia del lugar. Lamentó el reproche, y lo lamentó profundamente; en seguida pareció deseoso de tener una oportunidad de reconocer su falta y ofrecer alguna reparación.
Entretanto, el joven Wringhim presentaba un espectáculo de lo más desagradable. No se molestaba en restañar ni limpiarse la sangre que le manaba de la nariz; de manera que se le desparramó por la cara y el pecho, y le manchó hasta la punta de los pies. En ese estado se metió entre los jugadores; y no se quedó quieto, sino que comenzó a correr de un lado para otro estorbando a todo el que intentaba darle a la pelota. Lo cubrían de improperios, pero no servía de nada; parecía buscar que lo persiguieran y abofetearan, repitiendo con tanta resolución su viejo y detestable chiste y desbaratando el juego tan completamente que, a pesar de todos los esfuerzos de los jugadores, los obligó a dejarlo y a desistir de seguir jugando. Su aspecto era tan lamentable, cubierto de sangre, que ninguno de ellos tuvo valor para darle un puntapié, aunque parecía que era lo único que pretendía; en cuanto a George, no volvió a dirigirle una sola palabra, ni de ira ni de reproche.
Una vez suspendido el juego, y cuando el grupo se estaba lavando las manos en la fuente de piedra, algunos le pidieron a Robert Wringhim que se limpiase; pero este se burló y dijo que estaba mucho mejor así. George, finalmente, se acercó a él avergonzado y le dijo:
—Me he portado muy mal, Robert, y siento mucho lo que he hecho. Pero he obrado así al principio por ignorancia, sin saber que erais mi hermano; porque desde luego lo sois; y después, movido por una irritación de la que me siento avergonzado. Os ruego que me perdonéis y me deis la mano.
Dicho esto, tendió la mano hacia su manchado hermano; pero el incorregible fatalista no sacó la suya del bolsillo sino que, levantando un pie, le dio una patada a la de su hermano:
—Os doy algo más acorde con esa mano que la mía —dijo con sonrisa burlona; y luego, mirando a su alrededor, añadió—: ¿Ya no va a haber más golpes fenomenales, caballeros? ¡Qué vergüenza, suspender un juego tan edificante y provechoso!
—Es una lástima —dijo George—. Pero ya que es así, lo lamento bastante menos —y tras este comentario general, no volvió a hacer caso del grosero agresor. Sin embargo, la persecución de este no concluyó en el terreno de juego: se colocó entre ellos, ensangrentado y repugnante como iba; y pegándose a su hermano, siguió al grupo camino de la posada del Black Bull. Antes de llegar, los rodeó una multitud de chicos y gente desocupada, gritándoles e incomodándolos insistentemente, de forma que se alegraron de meterse en la posada; el irresponsable monstruo trató de entrar con ellos para participar en la comida del grupo. Pero el posadero, y sus hombres a una seña, le impidieron el paso por la fuerza, aunque él lo intentó una y otra vez, diciendo mentiras y ofreciéndoles un soborno. Viendo que no podía salirse con la suya, se puso a azuzar a la chusma para que cometiese actos de violencia, lo que probablemente habría conseguido. Por último, el posadero no tuvo otro remedio que mandar llamar secretamente a dos corchetes, quienes se lo llevaron a la prisión, y el júbilo y alegría de los jóvenes caballeros, por la tarde, se malogró completamente ante el desdichado final del juego.
El reverendo Robert Wringhim fue llamado para que pusiese en libertad a su amado pupilo. El mensajero lo encontró sentado a la mesa con cierto número de dirigentes de la facción , presidida por el marqués de Annandale; y al pasarle aquel la nota del detenido, Wringhim la leyó en voz alta, acompañándola de algunos comentarios explicativos. Deformando y exagerando las circunstancias del caso, concitó en los reunidos la más grande execración, tanto de la acción como de los que la habían perpetrado. Calificaron la acción de atentado antinatural contra la dignidad, y aun contra la vida, de un desventurado hermano que había sido expulsado de la casa de su padre. Y como el espíritu de partido estaba a la orden del día, hubo un intento de cargar ese peso a dicha cuenta. En conclusión, el joven culpable pudo aducir como aval la mejor sangre del país, y fue puesto en libertad. Pero cuando Wringhim vio el aspecto que presentaba, lo cogió tal como estaba y lo mostró a sus honorables patronos. Esto centuplicó la indignación contra el joven y sus compañeros, y sumió a la tertulia en una locura temporal. Puede que estuvieran todos un poco excitados a causa del vino y los licores que habían trasegado; de otro modo, un altercado casual entre dos jóvenes, en el tenis, no los habría soliviantado a esos extremos. Lo cierto es que, de uno que se había levantado para dirigir la palabra a la reunión sobre la atrocidad de la ofensa, desde el punto de vista moral y político, pasó de repente a seis el número de los que se pusieron en pie al mismo tiempo para abundar en el tema, y muy poco tiempo después se habían levantado todos en el local, hablaban a grandes voces sobre lo mismo y adoptaban el mismo bando en la disputa.
En medio de esta confusión, alguien salió de la casa, que estaba detrás de Canongate, gritando: «¡Conspiración, conspiración! ¡Traición, traición! ¡Abajo los incendiarios asesinos de Black Bull!».
El número de personas que se había reunido en Edimburgo en aquel tiempo era prodigioso, y como todos estaban animados por motivos políticos, solo necesitaban una chispa para prender una montaña: dado que la noche era agradable y las calles estaban muy concurridas, el grito corrió de boca en boca por toda la ciudad. Más que eso: la chusma que hacía poco se había congregado a la puerta de la posada del Black Bull se había ido dispersando poco a poco; pero, como eran todos jóvenes y gente ociosa, andaban callejeando en busca de alguna nueva distracción; así que solo bastó una palabra para hacerlos volver al lugar de antes, donde habían presenciado algo que no les había gustado.
El dueño de la taberna se asombró al ver cómo se reunía la chusma otra vez y con tanta prisa y alboroto. Pero como sus huéspedes eran de la más alta respetabilidad, creyó contar con protección, o al menos con una indemnización si algo pasaba. Tenía dos grandes reuniones en su casa en ese momento; la más numerosa era la facción revolucionaria; la otra consistía en nuestros jóvenes tenistas y sus compañeros, que eran todos de la orden jacobita o, en cualquier caso, de inclinación episcopaliana. La tertulia más numerosa se hallaba en la estancia delantera y el ataque de la chusma cayó primero sobre sus ventanas, aunque con cierto temor y precaución. Saltó en añicos un cristal; se oyó un sonoro hurra, que fue seguido, a su vez, de numerosas voces que trataban de dominar la indignación y evitar que se descargase destruyendo las ventanas, e intentaban volverla hacia los clientes. Los llamaron al posadero y preguntaron qué significaba este asalto; él les contestó, astutamente, que sospechaba que eran jóvenes del bando del Cavalier o de la alta Iglesia, que excitaban a la chusma contra ellos. La tertulia estaba formada en su mayoría por jóvenes caballeros, en aquel tiempo dispuestos a meterse en cualquier refriega y, en todo caso, poco propensos a soportar nada que viniese del otro bando, contra el que sus pasiones estaban sumamente inflamadas.
Así que, no bien les había soltado el posadero la irritante noticia, profirieron como por instinto su habitual juramento, y echaron mano a sus armas. Unos cuantos que pertenecían a la clase más alta llevaban espada, que sacaron intrépidamente; y los de categoría subordinada recurrieron al punto a las que podían proporcionar la cocina y el fregadero, como tenazas, atizadores, asadores, ganchos y palos, clamando venganza contra el grupo episcopaliano, hijos del Anticristo y herederos del infierno, traficantes de las libertades de su país y traidores a la más sagrada fe; y así exaltados, y armados, por la causa del derecho, la justicia y la libertad, nuestros héroes atacaron a la chusma con tal violencia que la disolvieron en un instante, y la dispersaron como pajas al viento. Los jóvenes jacobitas que estaban sentados en la habitación interior, y eran contra los que la chusma había pretendido dirigir su furia, no se enteraron de este segundo tumulto hasta que les llegó el ruido del ataque provocado por los ; informados entonces de que el populacho había atacado la casa por el trato que ellos habían dado a un joven caballero de la facción adversaria, y que otro grupo había salido en su defensa, y ahora estaba empeñado en un combate desigual, los galanes saltaron al campo para proteger a sus defensores con todas sus fuerzas, sin molestarse en averiguar quiénes eran.
El populacho es como una marea en una tormenta de primavera, que se retira solo para volver con una furia aún más irresistible. La multitud había sido cogida por sorpresa cuando el grupo, fuerte y bien armado, salió de la casa con gran ímpetu, derribando a todo el que se ponía delante. Los que estaban cerca de la puerta, y fueron naturalmente los primeros en recibir el asalto, retrocedieron mezclándose entre la chusma con todas sus fuerzas. La taberna se hallaba en una plazuela a mitad de camino entre High Street y Cowgate, y tenía entrada por dos callejas, en las que la presión se hizo simultánea y el gentío se vio obligado a huir sin saber por qué.
Pero la High Street de Edimburgo, a la que llegaron en seguida, es un lugar peligroso para atacar abiertamente a una multitud. Y parece que las entradas de la posada daban cerca de la Cruz, en la parte sur de la calle; pero el gentío huyó con gran rapidez hacia el este y hacia el oeste, y los atacantes, separándose según mandaban las circunstancias, los persiguieron impetuosamente, hiriendo a diestro y siniestro mientras corrían. Pero ocurrió que, antes de que ninguna de las dos alas que perseguían a los escuadrones fugitivos de sus adversarios hubiera recorrido un centenar de yardas en una u otra dirección, ¡se quedó sin nadie a quien perseguir! ¡La multitud se había desvanecido como si fuese una legión de fantasmas! ¿Qué podían hacer los héroes? Pues emprender el regreso a su ciudadela, la posada del Black Bull. Pero no era fácil ni sencilla esta proeza, como en seguida pudieron comprobar. Los innumerables callejones que desembocaban a cada lado de la calle se habían tragado en pocos segundos a la multitud; pero los estaban vigilando desde allí, y, al darse cuenta del número exiguo de sus atacantes, surgió de ambos lados tan rápida e inexplicablemente como había desaparecido minutos antes. Cada callejón vomitó sus legiones, mejor pertrechadas que cuando habían buscado un refugio provisional. ¡Ay de nuestras dos columnas de victoriosos ! La turba se cerró entonces a su alrededor como si se los tragase y, entretanto, cayó sobre ellos aluvión tras aluvión de las más abominables armas ofensivas. Si los caballeros se habían sentido antes irritados, esto los inflamó aún más; pero su peligro era ahora tan evidente que no podían cerrar los ojos ante él; así que los dos grupos, como movidos por la misma idea, hicieron un desesperado esfuerzo por reagruparse, y gran parte lo consiguió; pero algunos fueron derribados y otros quedaron separados de sus amigos, aunque por fortuna se convirtieron en mudos miembros de la multitud.
La batalla estalló ahora delante de los callejones a los que daba la posada; el reducido cuerpo de los apenas había mejorado de posición; y probablemente habrían sido vencidos y pisoteados todos ellos de no habérseles unido en este instante los jóvenes caballeros, los cuales, armados y de refresco, irrumpieron desde la calleja, despejaron valientemente la entrada del pasadizo y levantaron así los ánimos de los desesperados , que eran los que de hecho habían causado más bajas entre el populacho.
La guardia de la ciudad había sido alertada, y dos compañías del regimiento cameroniano, con el honorable capitán Douglas al mando, salieron inmediatamente del castillo en dirección al escenario de la lucha; pero, a pesar del estrépito y tumulto que armaron en la calle, el combate se había vuelto tan fiero y encarnizado que muchos de ambos bandos fueron hechos prisioneros cuando estaban trabados en un cuerpo a cuerpo del que a duras penas pudieron separarlos los hombres de la guardia y los soldados, cogiéndolos por el cuello.
Grande fue la alarma y confusión de esa noche en Edimburgo. Unos y otros pensaban que se trataba de un enfrentamiento entre partidos, y dado que los dos bandos estaban muy igualados en fuerza, se barruntaban las más graves consecuencias. La agitación se hizo tan general que se disolvieron todas las tertulias de la ciudad, las grandes y las pequeñas, y el lord Comisario consideró conveniente acudir en persona a la Cámara del Consejo, pese a ser una hora tardía, acompañado de los gobernadores de Edimburgo y Linlithgow, así como de varios nobles, a fin de informarse sobre el origen del tumulto.
Durante largo rato reinó en el tribunal la más completa confusión. Cada uno de los caballeros allí conducidos protestaba en los términos más agrios del trato que había recibido, declarando que el bando contrario había azuzado a la chusma contra él y sus amigos, y que las cosas habían tomado muy mal cariz, hasta que las autoridades empezaron a darse cuenta de que estaban interrogando a caballeros de ambas facciones, y que lo habían estado haciendo desde el principio, casi alternativamente, de modo que era casi idéntico el número de prisioneros de una y otra parte. Finalmente, se puso en claro que unos cuantos caballeros, dos tercios de los cuales eran acérrimos, se habían liado a palos con toda la población de Edimburgo. La investigación no reveló nada cuyo efecto no fuese ridículo; y el duque de Queensberry, cuyo interés a la sazón era conciliar a las dos facciones, intentó con todos los medios a su alcance convertir el fracaso entero en una burla, una broma desafortunada en la que no había mala intención por parte de ningún bando y que, no obstante, había causado mucho daño.
La mayoría regresaron a sus casas satisfechos; pero no así el reverendo Robert Wringhim: este hizo cuanto pudo por encender a los jueces y al populacho contra los jóvenes , especialmente contra el joven de Dalcastle, al que acusó de incendiario, y de haber sido incitado por un padre desnaturalizado para que calumniase a su madre y matase a su desventurado y único hermano. Y verdaderamente, este detractor de todo mérito humano poseía esa clase de poderosa, vulgar y amarga elocuencia que rara vez deja de causar efecto en sus oyentes; y en esa ocasión hizo que el desdichado lance entre los dos hermanos adquiriese tintes extremadamente feos, y que la gente se retirase con no muy favorable opinión sobre el de Dalcastle y su hijo George, ninguno de los cuales estaba presente para hablar por sí mismo.
En cuanto al propio Wringhim, se retiró a su alojamiento lleno de amargura y despecho hacia el joven , a quien, según le habían hecho creer con toda intención, tenía por agresor. Pero sobre todo estaba lleno de indignación contra el padre, al que odiaba desde siempre y hacía culpable único de este poco elegante ataque perpetrado sobre su pupilo favorito, homónimo e hijo adoptivo; así como de la imputación pública de un crimen a su propia reverencia al llamar al muchacho hijo suyo, cargándolo así con un pecado contra el que, como sabía muy bien, apuntaban todos los dardos de la censura de la Iglesia con fuerza despiadada.
Pero si bien su corazón albergaba estos malos sentimientos, a los que está expuesta la carne, tenía no obstante el temor del Señor ante sus ojos, de modo que jamás omitía ninguno de los deberes externos de la religión; y más allá de esa raya, ningún hombre tiene derecho a escudriñar. Se alojaba en casa de un tal señor Miller, cuya esposa procedía de Glasgow, y había sido oyente y, por supuesto, gran admiradora del señor Wringhim. En esta familia efectuaba cada tarde sus devociones públicas; y ese día, en sus oraciones al trono de la Gracia, pidió que se descargase tanta ira sobre la cabeza de determinado pecador, que los asistentes temblaron y se taparon los oídos. Pero no podía darse a tan violentas medidas, que llegaban a la excomunión, sin el debido respeto bíblico; así que comenzó el ejercicio de la tarde cantando los siguientes versos, que es una lástima que hayan sido admitidos jamás en la salmodia cristiana, dado que son lo más opuesto a sus mansos y benévolos principios:
Arroja al Malo sobre él
Y en su mano derecha
Haz que el más grande enemigo,
Satanás, prevalezca.
Y cuando por ti sea juzgado,
Haz que recuerde;
Que su plegaria se vuelva pecado
Cada vez que te invoque.
Que sus días sean breves; y en su casa
Ocupe otro su lugar;
Que sus hijos queden huérfanos;
Y viuda su esposa.
Quiera Dios que la maldad del padre
Sea recordada por el hijo;
Y no consienta que la ofensa a su madre
Se borre por completo.
Y como se deleitó en placeres execrables,
Deja que se pierda;
Y como no quiso bendecir,
Quede él sin bendición.
Y ya que es la maldición su vestidura,
Y jugo en sus entrañas,
Y aceite en su osamenta,
Déjalo que se hunda en el abismo.
Solo el joven Wringhim sabía el pleno significado de este canto espiritual, y se fue a dormir más satisfecho que nunca de que su padre y su hermano fuesen malvados y réprobos, extraños a la Iglesia de la verdadera fe, y malditos en el tiempo y en la eternidad.
Al día siguiente, como de costumbre, se reunieron George y sus compañeros… es decir, los que no estaban heridos de gravedad. Pero mientras paseaban por la ciudad, los iban señalando el rencoroso ojo y dedo del desprecio. Ninguno comprendía el motivo al principio; pero les enfrió el buen humor y la alegría de manera irremediable. Acudieron a su acostumbrado ejercicio matinal de tenis, no para jugar un partido, sino a manera de entrenamiento; pero no habían hecho más que ocupar sus puestos, cuando apareció el joven Wringhim en el mismo sitio de antes, a la derecha de su hermano, y con expresión más grave y decidida que nunca. Tenía los labios tan apretados que apenas se distinguía la boca, y sus ojos oscuros centelleaban de santa ira contra este grupo impío, pero sobre todo contra su hermano. Su presencia actuaba como una plaga sobre toda clase de diversión o entretenimiento social: estropeó el juego, que terminó apenas empezado. Hubo cuchicheos aparte… y el grupo se dispersó; y decididos a sacudirse la nefasta influencia de este porfiado perseguidor, entraron en distintas casas de conocidos suyos, con el secreto acuerdo de reunirse en el campo de juego para jugar al .
Así lo hicieron; y aligerándose de ropa, iniciaron este vigoroso deporte. No llevaban jugando ni cinco minutos, cuando Wringhim se plantó en medio, impidiéndoles jugar. Un grito se elevó de las cuatro esquinas:
—¡Ah, esto ya es demasiado! ¡Sacadlo a puntapiés del terreno de juego! Sacudidle a ese imbécil para que aprenda. Démosle una paliza a este bribón, o atémoslo para que no nos siga.
—De ninguna manera —exclamó George—: está claro que no desea otra cosa. Por favor, no le demos el gusto de tocarle un solo pelo —luego, volviéndose a un amigo, dijo en voz baja—: Habla con él, Gordon; seguramente no se negará a despejar el terreno si se lo pides tú.
Se acercó Gordon, y le pidió cortésmente, pero con vehemencia, «que se retirase a cierta distancia; de lo contrario nadie sería responsable de lo que pudiera pasarle, aunque lo sintieran».
El joven Wringhim giró desdeñosamente sobre sus talones, profirió una especie de carraspeo de púlpito y añadió:
—Correré ese riesgo; como me haga daño alguno de vosotros, veremos.
Los amigos sonrieron ante el rencor y desprecio de este obstinado animal. Gordon le insistió, y trató de afearle su conducta; pero Wringhim le hizo saber que «le apetecía estar allí en ese momento y que, a menos que pudiese demostrar que él y su grupo tenían más derecho sobre dicho terreno que los demás, estaba dispuesto a reclamar lo que pertenecía a él y a sus conciudadanos, tomando posesión de la parte del campo común que había elegido».
—Vos no sois caballero, señor —dijo Gordon.
—¿Lo sois vos? —dijo el otro.
—¡Sí, señor; y por Dios que os lo voy a demostrar!
—Entonces, gracias a Aquel cuyo nombre habéis profanado, yo no. Si hay alguno aquí que sea caballero, ¡pido a Dios que no lo sea yo!
Comprendieron ahora, con toda evidencia, que se había propuesto que le aplicasen un correctivo ignominioso y manual, si es que lograba provocarlos de alguna manera; y recelando que había algún designio secreto y siniestro detrás de tan singular comportamiento, se contuvieron los unos a los otros para no infligirle el castigo que todos tenían ganas de administrarle personalmente, y tanto se merecía.
Pero la impopularidad del joven George Colwan no pudo ya pasar desapercibida ante sus amigos. Se ponía de manifiesto allí donde se juntaba la chusma, y su joven e íntimo amigo, Adam Gordon, se vio obligado a prevenirlo sobre esta circunstancia, y de que no se sorprendiese si caballeros conocidos suyos lo eludían, ya que no podía vérseles con él sin que los insultasen. George le dio las gracias; y acordaron que se mantendría alejado durante el día, mientras siguiese en Edimburgo, y que se reunirían por la noche, junto con los compañeros a los que no podía comprometer.
Día tras día encontraba George cada vez más necesario atenerse a este método de aislamiento, porque no eran solo los silbidos de la chiquillería y el populacho… Además, llevaba pegado a su codo a un demonio con la apariencia de su hermano. A cualquier lugar de diversión que acudiese, y por mucho que ocultase su intención a todo bicho viviente, allí estaba su hermano Wringhim, siempre a pocas yardas de él, a la misma distancia, y lanzándole unas miradas que le helaban el alma. Eran miradas imposibles de describir; en todo caso, sentía que le penetraban hasta lo más hondo. Incluso afectaban a los de alrededor de manera muy particular; porque todo el que las captaba, las seguía hasta la persona a la que iban dirigidas: la caballerosa y sosegada actitud de esta tranquilizaba por lo general sus sobresaltadas aprensiones, ya que nadie reparaba en las miradas del joven de negro al rostro de su hermano sin dar al principio muestras de gran alarma.
George se sentía confuso; no solo ante la insistencia de esta persecución, sino por cómo diablos era posible que este extraordinario ser conociese todos sus movimientos, y cada pensamiento íntimo, como por intuición. Cuando reflexionaba sobre sus previos sentimientos y resoluciones, descubría que las circunstancias por las que había ido a tal o cual lugar eran a menudo de lo más casuales y contingentes… un capricho espontáneo. Sin embargo, nunca llegaba a estar allí muchos minutos, sentado o de pie, sin que se presentase el dichoso personaje, siempre en la misma posición con respecto a él, con la regularidad de la sombra que proyecta la materia o el rayo de luz desde el lado opuesto de un medio más denso.
Por ejemplo, recordaba que un día había salido con intención de asistir al oficio divino de la , y cuando ya estaba cerca de la puerta, le alcanzó el joven Kilpatrick de Closeburn, que acudía a Grey Friars a encontrarse con su novia, y le dijo: «Venid conmigo, Colwan, y os la presentaré; veréis cómo opináis igual que yo».
George accedió al punto, y fueron; y al sentarse, apoyó la cabeza sobre el reclinatorio y pronunció una breve jaculatoria, como tenía costumbre de hacer al entrar en la casa de Dios. Hecho esto, alzó los ojos instintivamente hacia su derecha, donde su mirada solía encontrarse con la implacable aparición de su hermano: ¡y allí estaba, con el mismo hábito, y la misma figura, actitud y exacta distancia de siempre! George bajó la cabeza otra vez; su sobresalto fue tal que a punto estuvo de sufrir un desmayo. Un momento después, reunió todo el valor de que fue capaz y se concentró en el orador, en los asistentes y en la novia del capitán Kilpatrick; pero las miradas del joven de negro eran demasiado malévolas e irresistibles… Sus ojos las captaban tanto si volvía la vista en aquella dirección como si no: finalmente, vencido por completo, se resignó a permanecer con los ojos bajos el resto del culto.
Fuera de noche o de día, siempre pasaba lo mismo. Tanto en la galería de la Sede del Parlamento, como en los palcos del teatro, en la iglesia, la asamblea, la calle, las afueras o en el campo; y cada día y a cada hora, desde el primero o segundo encuentro, su presencia se fue haciendo más constante, inexplicable y, en definitiva, más alarmante e insoportable; hasta que, por último, George se vio obligado a retraerse de la sociedad y a pasar los días en la residencia de su padre con las puertas cerradas. Y aun allí le asaltaba la idea de que en cuanto alzase los ojos vería indefectiblemente aquel rostro, el más repulsivo de cuantos había en la tierra. La asidua presencia de este hermano, con sus apariciones inexplicables y sus miradas cargadas de espantosa malevolencia, se había convertido en algo así como la asistencia de un demonio a un ser desventurado que se hubiera vendido a sí mismo para su perdición. Raramente lo veía siguiéndolo por las calles, o entrando detrás de él en alguna casa o iglesia; surgía en su sitio de siempre, George no sabía cómo ni de dónde. Pero dado lo mal que habían resultado sus primeros acercamientos amistosos, nunca volvió a dirigirle la palabra.
Finalmente se le ocurrió, meditando sobre las circunstancias de esta extraordinaria asiduidad, que quizá su hermano se había apaciguado y, aunque era de tan intratable y rígida disposición que no lo reconocería, ni pediría una reconciliación, podía muy bien ser esa la razón por la que le seguía los pasos noche y día de esta manera tan incansable. «No se me ocurre qué otro objeto puede perseguir —pensó—. Nunca trata de atentar contra mi vida; ni se atreve, si es esa su intención; así que aunque su actitud me es particularmente repulsiva, no cargaré mi conciencia pensando que el hijo de mi propia madre desea reconciliarse conmigo y es rechazado por mi arrogante e insolente conducta. La próxima vez que lo tenga a mi alcance estoy decidido a hablarle como un hermano debe dirigirse a otro, pase lo que pase; y si me rechaza con desprecio, entonces la culpa será suya».
Después de tomar esta generosa decisión, aún transcurrió mucho tiempo antes de que su gratuito asistente se presentase de nuevo a su lado; y George empezó a pensar que había interrumpido sus visitas. Esta esperanza le produjo un alivio indecible; aunque tenía la impresión de que era demasiado maravilloso para que durase: había sido demasiado pertinaz para abandonar de repente su propósito, fuera el que fuese. Sin embargo, empezó a concederse un poco más de libertad; y durante varios días disfrutó de ella impunemente.
George era, desde niño, de disposición inquieta y activa, y no soportaba el confinamiento; y dado que se había visto muy coartado en sus ejercicios juveniles por este singular perseguidor, tal limitación le tenía cada vez más desasosegado; así que una mañana en que se despertó temprano, se levantó dispuesto a hacer una excursión a la cima del , a respirar la brisa matinal y ver salir el sol en el océano. Era una madrugada tranquila y serena; y mientras bajaba por la cuesta de Canongate hacia el Palacio, la niebla se cerró de tal modo a su alrededor que no veía las casas de la otra acera. Al cruzar ante la casa del lord Comisario, la guardia de servicio le aconsejó que no saliese por el Palacio, ya que todas las entradas estarían cerradas una hora más tarde, así que fue por detrás del parque de St. Anthony y desembocó en un pequeño rincón romántico contiguo a la capilla del santo. Caminaba aún envuelto en una niebla azulenca, como un humo denso, aunque era refrescante y delicioso respirarla. La hierba y las flores estaban mojadas de rocío; y al quitarse el sombrero para secarse la frente, descubrió que la piel negra y lustrosa de que estaba hecho tenía un velo de la más delicada plata, una especie de tejido mágico, compuesto de esferas diminutas, tan minúsculas que la vista era incapaz de discernirlas; sin embargo, brillaban a millones. Temeroso de estropear tan hermoso y delicado adorno, volvió a ponerse el sombrero con el mayor cuidado, y siguió gozoso su camino.
Al acercarse el joven caballero al borde del barranco —ese borde pequeño y delicioso desde el que aparecen a la vista los límites orientales y las playas de Lothian—, al acercarse allí, digo, a poca distancia de la cima, descubrió con asombro un halo resplandeciente en la niebla que se alzaba en forma de semicírculo sobre él como un pálido arco iris. Se quedó inmóvil ante esta hermosa visión; jamás la había contemplado, aunque era muy corriente de madrugada. Pero no tardó en comprender la causa del fenómeno, y que se debía a los rayos del sol en un cielo matinal limpio y despejado al incidir en este denso vapor que los refractaba. Pero cuanto más se comprenden las obras de la naturaleza, más se admiran. Esta escena habría extasiado al hombre de ciencia; en cambio, el profano y el materialista le habrían prestado menos atención que a la mancha oscura que coronaba el monte en la oscuridad y el silencio.
George admiró el halo espléndido que aún se dilataba y se volvía menos definido a medida que él se acercaba al borde de la nube. Pero para su completo asombro y gozo supremo, descubrió, al llegar a la cima de , que este arco iris sublunar, este halo terrestre, se extendía con sus más vívidas tonalidades a sus pies. Aún no podía ver la masa del sol, aunque la luz que tenía detrás era deslumbrante; pero la niebla se extendía densa en el barranco profundo que se abre entre el monte y las rocas de Salisbury, donde la oscura sombra del monte se mezclaba con la nube y convertía el valle en un pozo de negrura. Sobre esta nube oscura era donde se había formado el arco iris, extendiéndose en un plano horizontal, con el despliegue leve y brillante de todos los colores del arco celeste, aunque más pálidos y menos definidos. Este fenómeno terrestre de la aurora no puede expresarse mejor que con el nombre que los jóvenes pastores le dan: «El pequeño fantasma del arco iris».
Esa fue la descripción de la mañana y de las agrestes sombras del monte que George hizo a su padre y al señor Adam Gordon el mismo día que las contempló, y es preciso que el lector comprenda la naturaleza de estos fenómenos para comprender también lo que sigue.
Se sentó en lo alto del rocoso precipicio, ya casi en la cima del monte, en el lado oeste; y con el corazón gozoso y alegre, se puso a observar las bellezas matinales y a respirar la brisa pura. «Aquí —pensó— puedo conversar con la naturaleza sin molestias, sin que me importune ningún horrible y molesto visitante». En ese momento le vinieron a la memoria las tenebrosas miradas de su hermano, y volvió los ojos instintivamente a su derecha, hacia el punto en que el incómodo huésped solía hacer su aparición. ¡Dios Todopoderoso! ¡Qué visión se ofreció entonces a sus ojos! Descubrió, recortados en la nube, los hombros, brazos y semblante de un ser humano de aspecto terrible. La cara era la cara de su hermano, pero veinte veces más grande que el tamaño natural. Sus ojos oscuros centelleaban en su dirección a través de la niebla, mientras que su espantosa frente se fruncía en arrugas profundas como cárcavas en el ceño de un monte. George se estremeció, y los cabellos se le erizaron como púas ante este monstruoso ser. Distinguía sus rasgos y sus facciones, a la vez que sentía su mirada insoportable. Sus ojos estaban fijos en él como los del animal carnívoro en su presa; y sin embargo, había en esa expresión ultraterrena un temor, y un temblor, tan evidentes y manifiestos como la maldad en el homicida. La gigantesca visión pareció encogerse como de miedo, de manera que George no vio entonces más que la frente y los ojos; pero estos no se apartaban un instante de él… Luego aumentó gradualmente otra vez, y comenzó a acercarse con gran precaución; y al hacerlo, fue disminuyendo, aunque seguía siendo muchísimo más grande que el natural.
George pensó que se trataba de un espíritu. No se le ocurría otra cosa; y lo tomó por algún demonio horrible que venía a acosarlo y que había adoptado la apariencia de su hermano en todos los detalles, si bien al adquirir forma humana había calculado espantosamente mal el tamaño y lo remedaba así, con un cuerpo hinchado y dilatado de aire corporeizado, exhalado de las cavernas de la muerte o de las regiones del fuego eterno. Y se sintió más confirmado en su creencia de que se trataba de un espíritu maligno al ver que venía hacia él a través del precipicio que tenía delante, donde no había nada firme sobre lo que pudiera caminar criatura mortal alguna. Dominado por el miedo y el asombro, siguió clavado en su sitio hasta que llegó, según le pareció, a unas dos yardas de él; entonces, al ver que se disponía a saltarle violentamente encima, se levantó como por un resorte y echó a correr frenéticamente en dirección opuesta, mirando hacia atrás, no fuera que le atrapara en aquel peligroso lugar. Pero al primer salto que dio en su huida entró en contacto con un cuerpo real de carne y hueso, chocando con tal violencia que ambos rodaron entre las rocas, cayendo George encima del otro. El de debajo gritó: «Asesino» y, levantándose, huyó precipitadamente. George se dio cuenta entonces de que era su hermano; confundido entre el espectro y la sustancia, no sabía qué hacía ni qué había hecho; y dado que solo había un modo de apartarse del borde de la roca, se levantó también y persiguió al espantado culpable con todas sus fuerzas, monte arriba. Wringhim bramaba al tiempo que corría: «¡Asesino! ¡Asesino!», lo que sublevó a George; le irritaba que le atribuyera la intención deliberada de hacerle ningún daño. Así que cuando alcanzó al cobarde, lo agarró brutalmente por el hombro y le tapó la boca con la mano. «¿Asesino, idiota? —dijo—; ¿qué pretendéis, gritando asesino de esa manera? ¿Quién demonios os está asesinando ni tratando de mataros?».
Wringhim libró su boca de la mano de su hermano y rugió con doblada energía: «¡Ej! ¡Aj! ¡Asesino! ¡Asesino!», por lo que George decidió sofocar esta alarma exasperante, no fuese que alguien la oyera y acudiera, o sacase conclusiones muy distintas de la verdad; y viendo que el terror de este joven elegido era tan grande que resultaba vano todo intento de razonar, lo agarró por la boca y la nariz con la mano izquierda, con tanta fuerza, que le hundió los dedos en las mejillas. Pero el cobarde seguía tratando de gritar, así que George le propinó un puñetazo en la sien izquierda que lo abatió al suelo, por así decir, aunque más por efecto del terror que del golpe. Pero empezó a sangrar por la nariz otra vez, sistema de defensa que parecía ser tan natural en él como el utilizado por la especie de las mofetas. A continuación se levantó sobre las rodillas, y alzando su rostro horrible, mientras la sangre se le extendía hacia las orejas, imploró a su hermano le perdonase la vida con voz abyecta y plañidera, y boqueando y gimiendo lastimeramente.
—Decidme entonces, señor —dijo George, dispuesto a aprovecharse del terror del desdichado—, con qué objeto seguís mis pasos de este modo. Decídmelo claramente ahora mismo; de lo contrario, os arrojaré a ese precipicio.
—¡Ah, no lo haré más! ¡No lo volveré a hacer! ¡Perdonadme la vida, mi querido y buen hermano! ¡Perdonadme la vida! ¿Os he hecho yo daño alguna vez?
—Juradme entonces, por el Dios que os ha hecho, que en lo sucesivo no me seguiréis más para atormentarme con esas miradas de amenaza; juradme que no os pondréis delante de mí sin haberos invitado. ¿Lo juráis?
—¡Sí, sí! ¡Lo juro! ¡Lo juro!
—Pero eso no es todo: vais a decidme con qué objeto habéis venido a buscarme esta mañana.
—¡Ay, hermano! Nada más que por vuestro bien. No me ha movido otra cosa que vuestro puro beneficio, vuestro inmenso e infinito provecho.
—Entonces, sabíais efectivamente que yo estaba aquí, ¿no?
—Me lo ha dicho un amigo; aunque yo no lo creía, al… al… al menos no he sabido que era verdad hasta que os he visto.
—Decidme una cosa entonces, Robert, y todo quedará olvidado y perdonado: ¿Quién es ese amigo?
—No lo conocéis.
—Entonces, ¿cómo me conoce él a mí?
—No puedo decirlo.
—¿Estaba aquí con vos, ahora?
—Sí; no estaba lejos. Ha venido a este monte conmigo.
—Pues, ¿dónde está?
—No puedo decirlo.
—Entonces, desdichado, confesad que es el diablo ese amigo que os ha dicho que yo estaba aquí, y que ha venido con vos. Ningún otro podría saber dónde estaba yo.
—¡Ah, qué poco sabéis de él! ¿Discutiréis que no existe hombre ni espíritu dotado de suficiente clarividencia como para sacar conclusiones naturales de acciones o incidentes anteriores, más que el diablo? ¡Ah, hermano! Pero, ¿por qué me sorprendo de nociones y principios tan extraviados? Estaba escrito que los ibais a adoptar y que serían la ruina de vuestra alma y vuestro cuerpo, antes de que el mundo fuera creado. Estad seguro de una cosa, sin embargo: ¡que al buscaros no pretendía más que vuestro bien!
—Bien, Robert, lo creo. Tengo tendencia a conducirme de manera impulsiva; es un defecto de mi temperamento; pero jamás he pretendido ni deseado vuestro mal, y Dios es testigo de que alzaría la mano contra vuestra vida tanto como contra la mía o la de mi padre —a estas palabras, Wringhim profirió una ronca y triunfal risotada, se metió las manos en los bolsillos y se retiró a la distancia acostumbrada; George prosiguió—: Y ahora, de una vez por todas, os ruego que hagamos las paces y nos despidamos como amigos y lo sigamos siendo.
—¿Creéis que sería eso oportuno? ¿O que sería consecuente con la gloria de Dios? Yo lo dudo.
—No creo que haya nada más consecuente. ¿No lo es con todos los preceptos del Evangelio? Vamos, hermano, confirmad que nuestra reconciliación es completa.
—¡Ah, sí, por supuesto! Os lo diré, hermano según la carne: tan completa como la de la alondra con la serpiente, ni más ni menos; y nunca será de otro modo. ¡Reconciliarme, pues sí! ¿Para qué habría yo de reconciliarme?
Dicho esto se alejó, indignado, a grandes zancadas. Desde el momento en que oyó que su vida no peligraba, adoptó su antigua insolencia y sus miradas de reproche… que nunca fueron tan terribles como las que dirigió a su hermano al dejarlo en lo alto del monte. «Bien; sigue tu camino —se dijo George—; cualquier otro te despreciaría, pero yo te compadezco. Si no eres un satélite de Satanás, es que no tiene ninguno».
El sol había disipado los vapores; y como la mañana era indeciblemente hermosa, George se sentó en lo alto del monte y meditó sobre el inexplicable incidente que acababa de ocurrirle. No lograba comprenderlo en absoluto; pero, teniendo en cuenta las circunstancias anteriores, no podía sustraerse al convencimiento de que era perseguido por algún genio maligno que adoptaba la forma de su hermano, y también por este mismo oscuro y misterioso desdichado. De ningún otro modo podía explicarse la aparición de esta mañana en la cara de la roca, ni las diversas otras en lugares donde no había ninguna posibilidad de prever que fuese a ir él, y muy pocas de que dicho ser, si era de carne y hueso como el resto de los hombres, surgiese siempre en el mismo sitio con respecto a él. Decidió, por tanto, al llegar a casa, contarle a su padre lo sucedido de principio a fin, y pedirle consejo y ayuda; aunque sabía muy bien que su padre no era la persona más indicada para resolver tal problema: andaba ahora metido hasta las orejas en reuniones políticas y, además, no podía oír el nombre de ninguno de los Wringhim sin caer en un acceso de furia y enojo, y todo lo que se dignase hacer sería aplicarles los dicterios deshonrosos que fuera capaz de inventar.
Ocurrió como el joven había supuesto: el viejo Dalcastle no quiso saber nada de ellos de ninguna de las maneras. George se quejó de que su hermano lo acosaba con su presencia constante y en todas partes; el viejo Dal le preguntó por qué no arrojaba de su lado a ese perro a patadas, cada vez que lo importunaba. George dijo que parecía que tenía un demonio familiar.
Dal contestó que no le extrañaba lo más mínimo, ya que el joven petimetre era el tercero de una línea directa en la que todos eran hijos del adulterio; y era bien sabido que todos eran medio demonios natos, y nada había más probable como que mantuviesen relaciones con sus camaradas. Y en estos términos simpatizaba él con las zozobras y perplejidades de su hijo mayor.
En el señor Adam Gordon, sin embargo, encontró George un amigo que compartía sus sentimientos, ya que había sido testigo y estaba al corriente del caso. Trató de convencerlo de que, de cualquier modo, no podía haber nada sobrenatural en las circunstancias, y que la visión que había tenido en la roca, en medio de la espesa niebla, era la sombra de su hermano al acercarse a él. George no acababa de creerlo, dado que había visto su propia sombra sobre la nube y, lejos de parecerse en nada a él, no vio otra cosa que un halo de resplandor más blanco y puro que el resto en torno a un punto de la nube. Gordon le dijo que si iba con él a la montaña de su padre, como la llamó, en Aberdeenshire, le mostraría un espíritu de gigante igual de grande, a la salida del sol, con tal que incidiese en ese lugar. Esta revelación excitó sobremanera la curiosidad de George; y dado que le tenían disgustado algunas cosas de Edimburgo, y estaba deseando marcharse, accedió a ir con Gordon a las Tierras Altas por un tiempo. Acordaron, pues, el día de la marcha, obtuvieron el consentimiento del viejo , y los dos jóvenes se separaron en un estado de gran impaciencia por la excursión.
Uno de los dos, sin embargo, tropezó con otro impedimento poco después de decidir el viaje. El joven Wringhim, esa mañana, había regresado directamente del monte a casa de su tutor, sin limpiarse la sangre de la cara y el cuello, y le contó una historia lastimosa: que había salido a dar un paseo matinal por el monte y se había encontrado con su malvado hermano en medio de la niebla, que este lo había derribado, y que había estado cerca de matarlo, profiriendo horribles juramentos y amenazándolo con arrojarlo al precipicio.
La cólera del gran teólogo alcanzó un grado indecible. Maldijo al agresor en nombre del Altísimo y se comprometió personalmente, mediante juramento, a hacer que los atentados del malvado se volviesen duplicados contra su propia cabeza. Pero antes de continuar con el asunto de la venganza, se arrodilló con su hijo adoptivo y expuso toda la causa al Señor, al que habló como el que exhala carbones ardiendo, y arroja sus relámpagos, para destruir y aniquilar a todo el que hubiera movido la mano o la lengua contra los hijos de la promesa. Después se levantó reconfortado y se lanzó a la conquista.
No podemos entrar en el detalle de los sucesos que siguieron sin anticipar una parte del relato de alguien que conocía las circunstancias, estaba hondamente interesado en ellas, y cuya versión es mucho más valiosa que la que pueda extraerse de la tradición y los viejos registros; pero dado que dicha versión difiere de estas fuentes, parece oportuno transcribirla tal como ha llegado hasta nosotros. Baste decir que, antes del anochecer, George fue detenido y encarcelado, acusado de agresión criminal, con derramamiento de sangre e intento de fratricidio. Esto causó al anciano una gran consternación y se culpó a sí mismo por haber juzgado con ligereza un asunto que parecía planeado desde el principio y ejecutado sistemáticamente, con un claro propósito que los malvados estaban a punto de lograr; a saber: eliminar al joven y, en contra de todas las previsiones del viejo noble, hacerse su hermano con el título de .
El viejo Dal apeló a toda su influencia entre los nobles y abogados de su bando. El caso de su hijo presentaba un cariz extremadamente feo, debido al primer altercado ante testigos y a las desafortunadas expresiones por él empleadas en esa ocasión, así como al último ataque, que George no negó, y que ninguna causa ni motivo podían haber justificado.
Tras su primera declaración ante el gobernador, la situación no pareció mejorar; pero el gobernador era . Es bien sabido cuán distintamente juzga hoy la gente de Escocia los casos de sus propios correligionarios y los de quienes defienden principios políticos opuestos. Sin embargo, eso no es nada comparado con aquellos tiempos; aunque bien sabe Dios que aún surgen a veces bastantes desvergonzados. Parecía, según todos los testigos del primer incidente, que el demandante había sido el primer agresor… que se había negado a retirarse, aunque le habían advertido del peligro; y cuando su hermano chocó con él inopinadamente, le había largado una patada que, de acertarle, podía haberlo matado. Pero al oír la historia de la aparición en la madrugada, su huida al venírsele encima la aparición, el innoble comportamiento de su hermano persiguiéndolo y derribándolo de un puñetazo… bueno, entonces el gobernador sonrió ante esta declaración; y tras comentar: «Es una historia de lo más inaudita», devolvió a George a la prisión, y pasó el caso al Tribunal Supremo.
Cuando el caso llegó a dicho Tribunal las cosas tomaron un sesgo diferente: la constante presencia de un hermano junto al otro despertó sospechas, y estas se confirmaron en cierto modo cuando los miembros de la guardia de Queensberry-house declararon que esa mañana el acusado había pasado por donde ellos estaban, en dirección al monte, unos veinte minutos antes que el demandante, y que este les preguntó si tal joven había pasado antes, describiéndoles el aspecto del acusado, y que, al contestarle afirmativamente, reanudó su marcha a toda prisa.
Al oír esto el juez, preguntó al acusado si tenía alguna sospecha de que su hermano tramase algo contra su vida.
Contestó que todo el tiempo, desde el momento de su primero e infortunado encuentro, su hermano le había seguido los pasos tan constantemente, y de manera tan inexplicable, que estaba convencido de que lo hacía con algún propósito ajeno al curso ordinario de las cosas, y que si, como su señoría sospechaba, era efectivamente su sombra lo que había visto acercársele a través de la niebla, entonces, por la manera solapada y cautelosa con que lo hizo, había poca duda de que el propósito de su hermano era precipitarlo al barranco esa mañana.
A continuación tuvo lugar una conversación entre el juez y el lord abogado. Entretanto, se oía una agitación en el vestíbulo, por lo que se ordenó que se guardasen las puertas y… sí; que pusieran al precioso señor R. Wringhim bajo custodia, ya que intentó escabullirse. Finalmente George fue honrosamente absuelto y el joven Wringhim obligado a dejarlo en paz, bajo amenaza de graves sanciones y apercibimientos.
Ese fue un día de gran alegría para George y sus jóvenes amigos, todos los cuales detestaban a Wringhim; y después de pasar la tarde celebrándolo con gran júbilo, el señor Adam Gordon y George decidieron no demorar más su excursión a las Tierras Altas que, aunque aplazada, no habían renunciado a ella; y a pesar de haber perdido la época más encantadora por culpa de las maquinaciones de un incendiario, aún podrían hacer bastante ejercicio en la caza del ciervo. Así que acordaron una segunda fecha de partida; y para la víspera, George invitó a todo el grupo a cenar una vez más en la enseña del Black Bull de Noruega. Todos prometieron asistir, sin otro pensamiento que el de divertirse y pasarlo bien. ¡Ay, qué miopes y faltos de previsión somos todos, y cuán a menudo la copa de la alegría de la noche nos trae aflicción por la mañana!
Llegó el día; se reunió el grupo de jóvenes nobles y caballeros, y fueron todo lo felices y dichosos que puede ser la juventud. Jamás se había visto a George tan ocurrente, tan lleno de buen humor, ni tan feliz de ver a tantos y tan valerosos jóvenes oficiales y caballeros a su alrededor, gloriándose todos de los mismos principios de lealtad (quizá sería mejor decir deslealtad), pronunciando discursos, ofreciendo brindis y cantando canciones, todas ellas con la misma sibilina tendencia, hasta hora muy tardía. Para entonces habían usado de la botella tan prolongada y liberalmente, que sus vapores se habían adueñado de todos los cerebros, al extremo de reducir a la Diosa Razón al último rincón, sofocando así sus consejos y reconvenciones. Y uno de los más ebrios propuso con la mayor osadía ir a pasar el resto de la noche a un burdel, lo que apoyó una mayoría de voces.
Y así lo hicieron. Y parece, por lo que sigue, que la casa a la que fueron se hallaba al otro lado de la calle donde estaba la posada del Black Bull, un poco más al este. No hacía una hora que estaban allí, cuando se suscitó una disputa entre George Colwan y un tal señor Drummond, hijo menor de un eximio noble. Fue completamente casual y nadie hasta hoy ha podido explicar qué ocurrió, si fue una palabra o frase mal interpretada que había dicho uno de los dos; el caso es que intercambiaron algunas expresiones subidas de tono, seguidas de amenazas; y menos de dos minutos después, Drummond abandonó la casa con evidente enfado, murmurando que ya ventilarían eso en lugar más adecuado.
Los compañeros se miraron unos a otros; ya que todo había terminado antes de que ninguno se enterase de nada. «¿Qué demonios ha pasado?», exclamó uno. «¿De qué refunfuña Drummond?», gritó otro. «¿Con quién se ha peleado?», preguntó un tercero.
—No sé. No me he enterado; palabra. Se habrá peleado con su vino, supongo, y van a verse las caras.
Tales fueron las preguntas y respuestas que se cruzaron jovialmente entre ellos, y nadie volvió a pensar en el asunto.
Pero transcurrido un rato, sobre cuya duración tenía el grupo, al día siguiente, nociones muy dispares, sonó un golpe seco en la puerta, y acudió a abrir una mujer; pero como estaba pasada la cadena, solo vio parte de la persona que había al otro lado. Era un joven caballero, de aspecto parecido al que había abandonado la casa no hacía mucho. Preguntó en voz baja «si aún estaba allí el joven Dalcastle». La mujer no lo sabía. «Si está —añadió—, decidle por favor que salga a hablar conmigo un minuto». La mujer pasó el recado a la concurrencia, entre la que había varias cortesanas de notable distinción; y George, al enterarse, se separó al punto de una de ellas y dijo, de modo que le oyeran todos: «Apuesto cien marcos a que es Drummond». «No os peleéis con él, George», dijo uno. «Hacedle entrar», dijo otro. Salió George; cerraron la puerta con cerrojo, y pasaron la cadena otra vez. Y el grupo de dentro no volvió a pensar en él hasta la mañana siguiente, en que corrió por toda la ciudad la noticia de que habían asesinado a un joven caballero en un pequeño prado vecino a North Loch, al final del mismo callejón donde el inconsciente grupo había estado.
Varios de ellos, al enterarse de la noticia, se apresuraron a acudir al depósito de cadáveres de la vieja prisión, donde había sido trasladado el cuerpo; y allí descubrieron que se trataba de su amigo y reciente anfitrión, George Colwan. Fue enorme la consternación y dolor de todos los allegados; y en particular, de su anciano padre y la señorita Logan; porque George había sido siempre la única esperanza y amor de ambos, y el suceso los dejó paralizados al extremo de incapacitarlos para todo pensamiento o diligencia. El espíritu del viejo se desmoronó con el golpe, y de un hombre alegre, afable y activo, se convirtió de repente en un ser estúpido que lloraba sobre el cuerpo de su hijo y le besaba alternativamente las heridas, los labios y la frente fría; juraba que iba a vengarse de sus homicidas, y lamentaba no haber tenido él este cruel destino, para que se hubiese salvado la esperanza de su estirpe. En resumen, viendo que le habían arrebatado el único motivo de su afán y objeto de interés y de amor aquí abajo, se abandonó a la desesperación y amagó con acompañar a su hijo.
Pero aunque no hizo nada por descubrir a los asesinos, el brazo de la justicia no permaneció ocioso; y dado que era evidente para todo el mundo que el crimen apuntaba indefectiblemente al joven Drummond, algunos amigos fueron a buscarlo, y lo convencieron, con mucho trabajo, de que se ocultase hasta que apareciera la prueba que aclarase lo ocurrido. Drummond negó saber nada del asunto con una resolución que asombró a sus familiares y amigos, que sospechaban unánimemente de él. Su padre no estaba en Escocia. Creo que me dijeron que era hijo segundo de un tal John, duque de Melfort, que vivía en el extranjero con la familia real de los Estuardo. Pero este joven vivía con unos parientes de la parte de su madre, uno de los cuales, un tío, era juez; y tras ocultarlo en lugar seguro, fueron a oír la presentación de las pruebas; y la declaración de cada nuevo testigo les confirmó que su joven pariente era culpable de la muerte de su amigo.
Fueron interrogados todos los jóvenes caballeros del grupo, salvo Drummond, al que no encontraron cuando mandaron por él, circunstancia que corroboraba penosamente la sospecha de su culpabilidad de jueces y jurados, y amigos y enemigos; y no hay duda de que la cautela de sus parientes de ocultarlo perjudicó a su reputación y a su causa. Los miembros del grupo disentían considerablemente sobre el altercado entre él y el difunto. Unos no lo habían oído ni se habían enterado; otros sí, pero ninguno fue capaz de decir cómo empezó. Algunos habían oído la amenaza que Drummond lanzó al marcharse de la casa, y solo uno le vio echar mano a la espada. Ninguno pudo jurar que fuera Drummond el que llamó a la puerta y pidió hablar con el difunto, aunque todos, en su fuero interno, tenían esa impresión; y una de las mujeres juró haber oído claramente la voz de la puerta y cada palabra que dijo esa voz; y que, al mismo tiempo, había oído decir al difunto que era Drummond.
Por otro lado, había pruebas en descargo de Drummond, que lord Craigie, su tío, se había preocupado de recoger. Presentó la espada que su sobrino llevaba esa noche, en la que no había sangre ni mancha alguna; y sobre todo, insistió en la prueba de unos cuantos cirujanos, quienes declararon que las dos heridas que el difunto había recibido se las habían infligido por detrás. Una de ellas, debajo del brazo izquierdo, era superficial; la otra le atravesaba el cuerpo; y las dos habían sido causadas evidentemente por la misma arma, una espada de doble filo, de las mismas dimensiones que la que portaba Drummond.
En resumen, hubo división de opiniones en el tribunal, aunque decidió la mayoría: Drummond fue declarado culpable de homicidio, prófugo por su incomparecencia y se ofreció una elevada recompensa por su detención. Logró escapar con gran dificultad a bordo de un pequeño mercante que tocó Holanda, y de allí huyó rápidamente a Alemania, entrando al servicio del Emperador Carlos VI. Muchos lamentaron no haberle podido apresar y hecho sufrir el castigo que correspondía a su crimen, y el triste suceso se convirtió en tema de sermón en casi toda Escocia, esgrimiéndose como oportuna advertencia a los jóvenes para que evitasen tales antros de vicio y depravación, y nidos donde se fomentaba cuanto había de arrebatado, inmoral y ruin en la humanidad.
Después del funeral de este joven excelente y prometedor, su padre no volvió a levantar cabeza. La señorita Logan, con todo su arte, no consiguió convencerlo de que asistiese a ningún acto mundano, ni hiciese frente a sus negocios, aparte de cederle a ella todo el dinero que tenía disponible. En cuanto a sus propiedades, cada vez que se las mencionaban, decía que ojalá estuvieran en el fondo del mar, y él con ellas. Pero cuando se le recordaba la circunstancia de que Thomas Drummond había sido el homicida de su hijo, meneaba la cabeza; una de las veces comentó que «todo era una equivocación, una lamentable y fatal equivocación; pero Dios, que ha permitido tan escandalosa fechoría, hará que aflore la verdad a su debido tiempo y sazón». Pocas semanas más tarde seguía a su hijo a la tumba, y el famoso Robert Wringhim entró en posesión de sus propiedades como hijo legal del difunto , nacido en el matrimonio, y bajo el techo de su padre. La investidura se celebró a base de oraciones, cánticos, salmos y disquisiciones religiosas. El antiguo tutor y padre adoptivo y la madre del nuevo presidieron la espléndida ceremonia, sobresaliendo en todos los actos del día; y aunque el propio joven bebió con un desenfado nunca visto hasta entonces, todos los presentes convinieron en que jamás se había celebrado una fiesta más santificada en el salón de Dalcastle. Luego, después de dar gracias, se retiraron rebosantes de júbilo. Y a propósito, la acción de gracias consistió en decirle al Todopoderoso que lo era, e informarle con puntual precisión que eran ellos quienes se dirigían a Él; porque el método de retórica popular de Wringhim, al parecer, consistía en esto: amenazar a todos los hombres y mujeres con la aniquilación, y luego ofrecer a sus prosélitos la esperanza de que ellos eran los pocos elegidos, los incluidos en la promesa, y que jamás podrían apostatar. Doctrina farisaica que puede parecer la más deliciosa y grata a las peores personas.
Pero los designios del cielo son inescrutables, y se ciernen tan altos y tan lejos de las obras y la comprensión de los hombres, como el sol que brilla majestuoso y se eleva por encima del minúsculo cohete nocturno disparado por un niño. Es el único controlador de la naturaleza, y el único que puede extraer luz de las tinieblas y orden de la confusión. ¿Quién es el que hace que el topo saque de su secreto camino de oscuridad la gema, el oro y el mineral precioso? El mismo que puede extraer de la boca de los niños y los mamoncillos la alabanza de la perfección, y hacer que la más abyecta de sus criaturas contribuya a sacar a la luz las verdades más recónditas.
No olvidó la señorita Logan las palabras proféticas de su difunto señor, de que el Cielo haría que aflorase la verdad sobre la prematura muerte de su hijo. Se daba cuenta de que una extraña convicción, demasiado horrible para expresarla, le había estado consumiendo el espíritu desde el instante en que le llegó la noticia fatal hasta el último de su existencia; y en sus delirios finales, había dicho algunas palabras incoherentes sobre que la justificación por la fe y la predestinación absoluta y eterna habían sido la ruina de su casa. Fueron sin duda palabras seniles, pronunciadas en el último y más grave de los trances; sin embargo, calaron hondamente en el alma de la señorita Logan, que finalmente comenzó a deliberar consigo misma: «¿Es posible que los Wringhim, y la desdichada que vive con ellos, madre de mi difunto, joven, y afable señor, llevaran a cabo su destrucción? Si es así, dedicaré mi vida, y el poco patrimonio que poseo, a averiguar y desenmascarar ese crimen monstruoso».
En todas sus idas y venidas, la señora Logan (como ahora se hacía llamar), no perdía nunca de vista este único objetivo. Cada nueva decepción no hacía sino estimular su deseo de dar con algún dato relacionado con él; porque pensaba tantas veces en esto, y con tanta vehemencia, que poco a poco se le grabó la idea como una verdad imborrable. Y como la mujer es siempre celosísima de su sexo en tales cuestiones, sus sospechas recayeron sobre su mayor enemiga, la señora Colwan, ahora Viuda de Dalcastle. Todo parecía envuelto en un caos de confusión y tinieblas; pero finalmente, por medio de mil averiguaciones calladas y secretas, la señora Logan se enteró de dónde había estado Dalcastle la noche en que ocurrió el asesinato, y también qué compañía había tenido, y quiénes fueron y quiénes vinieron; tenía la esperanza de descubrir algún indicio; y si era capaz de sostener el hilo, este la conduciría, a través de todas las oscuridades, a la luz de la verdad.
Al regresar una noche muy tarde de una reunión con los criados de la familia, a los que había convocado para ver si les sacaba algo, y a la que la había acompañado su doncella, descubrió que habían entrado en la casa y habían robado diversos objetos de valor. La señora Logan se sintió completamente abatida ante este golpe; y tras resultar vanas sus indagaciones, empezó a pensar en abandonar su infructuosa investigación.
Pocos días más tarde recibió aviso de que la ropa y la vajilla habían sido recuperadas en su mayor parte, y que estaba obligada legalmente a denunciar a la ladrona, si es que los objetos resultaban ser suyos, como proclamaba una prueba oficial. Asimismo, se le ordenaba, o rogaba, no sé bien qué, porque ignoro esos formalismos, que fuese al pueblo de Peebles on Tweedside ese mismo día, a fin de examinar tales objetos y prestar declaración sobre su identidad ante el gobernador. Así que fue; pero al entrar en el pueblo por la puerta norte, la abordó una pobre muchacha que, con gran seriedad, le preguntó si era ella la señora Logan. Al contestarle afirmativamente, dijo que la infortunada acusada suplicaba, por lo que más quería en el mundo, que fuese a verla antes de comparecer ante el tribunal, a la hora de la causa, porque ella (la acusada) tenía que comunicarle algo de la mayor urgencia. Esto despertó la curiosidad de la señora Logan, y siguió a la muchacha, la cual le dijo camino de la prisión que descubriría en la acusada a una mujer de inteligencia excepcional, que había sufrido todas las vicisitudes de la vida. «Ha sido muy desdichada, y me temo que muy mala —añadió la criatura—, pero es mi madre, y Dios sabe que, con todas sus flaquezas y defectos, jamás ha sido severa conmigo. En vos, señora, está salvarla; pero os ha hecho daño; así que si no queréis hacerlo por ella, hacedlo por mí; y el Dios de los huérfanos os lo pagará».
La señora Logan le contestó con un gesto de cabeza, un carraspeo, y se limitó a comentar que «no siempre debe consentirse que escape el culpable; si no, no sabemos en qué mundo íbamos a vivir».
Le permitieron entrar en la prisión, y se encontró con una figura alta, flaca, que parecía haber poseído alguna vez una especie de belleza masculina nada común, aunque ahora tenía una edad considerablemente avanzada. Examinó a la señora Logan con una mirada serena, sostenida, como si leyese en su semblante una transcripción de su intelecto; y cuando se dirigió a ella, no fue con esa humildad y agónico fervor tan naturales, en semejante situación, en una persona que se dirige a otra que tiene el poder de decidir sobre su vida y su muerte.
—Estoy profundamente en deuda con vos por esta oportuna visita, señora Logan —dijo—. No es que tenga apego a la vida, o tema a la muerte, por lo que he mandado buscaros tan expresamente. Pero la clase de muerte que me aguarda repugna especialmente al espíritu de una mujer. ¡Dios mío!, cuando pienso que me van a ahorcar, que voy a servir de espectáculo a una multitud de mirones boquiabiertos, entre los que habrá muchos con los que he tenido intimidades y relaciones, y que me harán más horrible el trance, creedme, se me desgarra el alma, mi alma nacida para una esfera distinta de aquella en que se ha movido, si el egoísmo de un demonio no hubiera arruinado todas mis esperanzas y perspectivas de futuro. Así que escuchad, porque no voy a suplicaros compasión; solo os pido que miréis por vos misma y obréis con la discreción propia de una mujer. Si negáis que estos bienes son vuestros, no habrá otra prueba contra mi vida, y me salvaré. Porque la palabra del desdichado que me ha traicionado carece de valor; ha prevaricado evidentemente para salvarse. Si los negáis, los recuperaréis hasta el valor de un penique, y habréis salido ganando. Si los reconocéis, el proceso os costará, de una manera o de otra, la mitad de lo que valen.
—¿Y qué garantía tengo de eso? —dijo la señora Logan.
—Ninguna; solo mi palabra —dijo la otra orgullosamente—, que jamás he violado. Si no confiáis, peor para vos… pero se me olvidaba: tengo una pobre criatura desvalida y medio muerta por falta de alimento aguardando ahí fuera, en la puerta de la cárcel… Por supuesto, es por ella por lo que he querido hablaros. Esta vergonzosa muerte la dejaría en una situación deplorable.
—La joven parece sencilla y afectuosa —dijo la señora Logan—; o mucho me equivoco, o esa criatura sería cien veces mejor sin la tutela y la dirección que ahora tiene.
—Entonces, ¿seréis tan amable de ir a la plaza a presenciar mi ejecución? —dijo la prisionera—. Creía que una mujer estimaría, al menos en parte, los sentimientos de otra mujer, y de una madre, cuando se trata de un asunto tan espantoso. Pero sois insensible y no habéis conocido otros sentimientos que los de la subordinación a vuestro viejo y cruel señor. ¡Ay, pero no debo ofenderos! Os he causado perjuicio y la justicia debe seguir su curso. ¿Me perdonáis, antes de marcharos? —la señora Logan vaciló; estaba absorta en otra cosa; y la otra añadió—: No me perdonáis, comprendo; pero pediréis a Dios que me perdone. Eso es lo que haréis.
La señora Logan no reparó en el sarcasmo sino que, mirando a la prisionera con ojos ausentes y estúpidos, dijo:
—¿Conocisteis a mi difunto señor?
—Sí, sí lo conocí; y no para bien —dijo ella—. Conocí a los dos, al viejo y al joven, en la época en que mataron al segundo.
Este comentario trivial afectó a la señora Logan de manera extraña. Sus ojos derramaron abundantes lágrimas antes de recobrarse; y cuando lo hizo, dio la sensación de haber perdido el juicio. Primero se volvió hacia un lado, luego hacia otro, como buscando algo que se le hubiese caído. Parecía creer que se le habían caído los ojos en vez de las lágrimas; un momento después, como movida por un instinto, se acercó al rostro de la prisionera, y mirándola ávida y gozosamente, dijo con mortal gravedad:
—Decidme, señora, ¿cómo os llamáis?
—Me llamo Arabella Calvert —dijo la otra—; señora, señorita o viuda, como queráis; he sido las tres cosas, y no una vez ni dos, sino muchas más. Pero vos, ¡no habéis sido nada de eso!
—¡Vaya, vaya! ¡Conque sois Bell Calvert! Me lo figuraba —dijo la señora Logan; y buscó una silla, la acercó, y se sentó junto a las rodillas de la prisionera—. Conque sois Bell Calvert, como antes os llamaban. Bien; pues de todo el mundo, sois la mujer que más he deseado y hecho por ver. Pero erais invisible; un ser del que se oía hablar, pero al que jamás se llegaba.
—Ha habido tiempos, señora —replicó ella—, en los que se me podía ver; y había pocas como yo a las que podía verse. Pero después, desde luego, vino un tiempo en que no se me podía ver. Mis crímenes han sido grandes, pero mis sufrimientos han sido mayores; tanto que ni vos ni el mundo los podríais imaginar. Espero que el Altísimo me los tenga en cuenta. Mis crímenes han sido de absoluta desesperación. Pero, ¿con quién estoy hablando? Es mejor que me dejéis, señora.
—¿Dejaros? De ninguna manera, hasta que me hayáis contado dónde estuvisteis la noche en que murió mi joven señor.
—¡Estuve donde el diablo quiso que estuviese! ¿Os basta con eso? ¡Ah, fue una acción ruin! ¡Fue una noche de las que no se olvidan! ¿Vais a iros? Quiero encargar algo a mi hija.
—No, señora Calvert; no vamos a separarnos hasta que no me hayáis desvelado el misterio.
—Entonces tendréis que acompañarme al otro mundo, porque en este no lo sabréis.
—Si os negáis a responderme, puedo llevaros ante un tribunal que os cribará el alma.
—¡Qué miserable inutilidad! ¿Qué me importan a mí las amenazas de un tribunal? ¿A mí, que pronto habré de presentarme ante el último de este mundo? ¿De qué podrían valer las palabras de una culpable como yo? Y si valiesen de algo, ¿dónde está el juez que podría obligarme a pronunciarlas?
—¿No habéis dicho que hay una manera de arreglar este asunto?
—Sí, os he suplicado que me concedáis la vida, ya que está en vuestro poder. Salvarla no os costaría un penique; sin embargo, os habéis negado a hacerlo. Tomarla os costará mucho, pero habéis escogido esa opción. Ahora no puedo dialogar con semejante espíritu. No quiero obtener mi vida en esas condiciones, ni cambiar cortesías con su poseedora.
—En realidad, señora Calvert, desde que os he visto, he estado tan concentrada pensando quién podíais ser, que no me he dado cuenta de lo que me estabais proponiendo. Venía dispuesta a hacer lo que fuese por salvaros. Pero decidme de una vez cuanto sepáis sobre la muerte de ese amable caballero, y aquí está mi mano que no dejará de hacer lo que pueda por vos.
—No; desprecio todo trato a cambio de tan baja y egoísta curiosidad. Y como creo que esa pasión es más fuerte en vos que el temor en mí, quiero que nos separemos en igualdad de términos. Decidid mi muerte, y mi secreto me acompañará al cadalso y a la tumba.
La señora Logan se sintió ahora enormemente confundida, y tras repetir en vano que le concedería cuanto pudiese pedirle a cambio de contarle los detalles del asesinato, adoptó una actitud suplicante a su vez. Pero la extraña delincuente, contenta de su ventaja, rió con desprecio; por último, en un paroxismo de orgullo e impaciencia, llamó al carcelero y le pidió que se la llevase, ordenándole, de forma que ella lo oyese, que no la dejara entrar por segunda vez bajo ningún pretexto.
La señora Logan no tuvo más remedio que marcharse casi sumida en la desesperación. Podía haber conseguido fácilmente lo que más ansiaba en su vida, de haber conocido a la persona con quien iba a hablar: de haberlo sabido, habría consolado su orgulloso y afligido espíritu; pero había perdido esa oportunidad, y la hora del interrogatorio estaba cerca. Por un momento, pensó ir a reclamar los objetos robados, como era su primera intención; pero luego, cuando se acordó otra vez de los Wringhim dueños de Dalcastle, donde les había oído tratar las cosas con desprecio, si no con odio, cuando quizá habían conseguido su posesión por los medios más diabólicos, no quiso desperdiciar la única posibilidad que le quedaba de aclarar este misterioso asunto.
Finalmente, decidió no comparecer ante el tribunal, antes que presentarse y declarar en falso; puesto que le pedirían que atestiguase bajo juramento. Así lo hizo, y oyó al gobernador dar orden a los oficiales de buscar a la señorita Logan en Edimburgo, en los diversos lugares de hospedaje de la localidad, y facilitasen su llegada al tribunal, ya que había en juego objetos de gran valor. También oyó al hombre que había delatado a la prisionera, al ser interrogado por segunda vez y sondeado con la mayor sutileza. Sus respuestas no pudieron ser menos satisfactorias para el gobernador, aunque a la señora Logan le parecieron verdad en su mayoría. Hubo, sin embargo, unas cuantas preguntas y respuestas que la sorprendieron mucho más que el resto.
—¿Cuándo conocisteis a la señora Calvert?
—Hará como año y medio.
—Declarad el tiempo exacto, por favor. El día o la noche, según recordéis.
—Fue en la madrugada del veintiocho de febrero de mil setecientos cinco.
—¿A qué hora de la madrugada?
— Sobre la una, quizá.
—¿Tan temprano? ¿En qué lugar la conocisteis, entonces?
—En un callejón de Edimburgo.
—¿Habíais concertado una cita?
—No, no habíamos concertado nada.
—Entonces, ¿con qué objeto os visteis?
—Con ninguno.
—¿Cómo es que recordáis el día y la hora con tanta precisión, si visteis a esa mujer, a la que acusáis, casualmente y sin objeto, como sin duda debisteis ver a otras personas esa noche, quizá centenares, de la misma manera?
—Tengo un buen motivo para acordarme, señoría.
—¿Cuál es ese motivo? ¿No contestáis? ¿No queréis explicar cuál es?
—No tengo libertad para decirlo.
El gobernador pasó entonces a otros detalles, todos ellos tendentes a probar que el individuo era un consumado villano, y que la mayoría de las atrocidades las había cometido él. Efectivamente, el gobernador dijo que sospechaba que la única participación de la señora Calvert había consistido en estar demasiado en su compañía y haberle sido demasiado fiel. El caso fue remitido al Tribunal Supremo; pero la señora Logan había oído lo suficiente para comprender que los culpables se habían conocido en el mismo lugar y hora en que George Colwan fue asesinado, y no le cupo duda de que eran incendiarios contratados por su madre para allanarle a ella y a su hijo predilecto el camino a la opulencia. La señora Logan se equivocaba, como se verá más adelante; pero su antipatía hacia la señora Colwan la hizo vigilar el caso con suma antención. No se marchó de Peebles mientras Bell Calvert permaneció allí; y cuando fue trasladada a Edimburgo, la siguió. A la reanudación del juicio, la señora Logan y su doncella fueron requeridas nuevamente a comparecer ante el jurado y obligadas a declarar por el fiscal.
Primero fue llamada la doncella; y cuando se sentó en el banco de los testigos, las angustiosas y desamparadas miradas de la acusada se hicieron patentes a todos; pero la muchacha, que dijo llamarse Bessy Gillies, contestó con tanta locuacidad y desparpajo que los oyentes se divirtieron no poco. Tras cierto número de preguntas rutinarias, el abogado le preguntó si estaba en casa la madrugada del 5 de septiembre pasado, cuando robaron en casa de su señora.
—¿Si estaba en casa, decís? ¡Ca, hombre! Si llego a estar allí, habrían sabido lo que es bueno. ¡Me habría defendido como un mozo!
—¿Dónde estabais esa madrugada?
—¿Dónde estaba, decís? Pues en la casa donde estaba mi señora, medio dormida en la cocina, y cabeceando sentada. No paraba de pensar en cuándo nos iríamos, durante aquellas dos horas.
—Y cuando regresasteis, ¿qué encontrasteis?
—¿Qué encontramos? Válgame; pues encontramos la cerradura rota y los cajones vacíos.
—Contad algún detalle, por favor.
—¡Ay, señor!, los ladrones no se pararon en detalles; arramblaron con las mejores cosas.
—Me refiero a lo que pasó entre vuestra señora y vos al respecto.
—¿Lo qué paso queréis saber? Bueno, pues no fue mucho. Yo me puse furiosa, pero ella se quedó de una pieza. Cuando iba a meter la llave en la puerta, se abrió de par en par. «Bess, atontada, ¿qué significa esto? —dijo—, ¡has dejado la puerta abierta, estúpida!», dijo. «Eso sí que no —dije yo—; no consientan los huesos de esta mano que maneje yo otra llave, si os miento». Encendimos una vela, y vimos que toda la casa estaba revuelta. «Bessy, muchacha —dijo—, nos han arruinado y perdido». «¡Y un cuerno! —dije yo—; eso sí que no. ¡Ca, cómo va una moza como yo a estar arruinada y perdida! Yo nunca he tenido más que lo que llevo dentro del justillo; y dejad que el ladrón me arruine ahí, si puede».
—¿Recordáis si vuestra señora dijo algo al respecto? ¿La oísteis acusar a alguien?
—Bueno, se quejó y se lamentó mucho de la desgracia, como ella la llamó, y creo que dijo que era parte de la ruina que habían traído los Ringan, o un nombre parecido. «¡Han sido ellos! ¡Han sido ellos! —gritaba, retorciéndose las manos—; ¡Ellos, y el demonio; pero ya se los llevará al infierno». «Bueno, eso siempre es una satisfacción», dije yo.
—¿Sabéis a quién se refería al decir los Ringan?
—Me figuro que serían criaturas que había soñado, porque no creo que haya en este mundo seres así, según ella los pintaba.
—¿Nunca la habéis oído decir que la acusada del banquillo, la señora Calvert, o Bell Calvert, era la que había robado en su casa, o si era una Ringan?
—Nunca. Alguien le dijo hace poco que quien le había robado era una tal Bell Calvert, pero ella no lo cree. Ni yo.
—¿Qué razones tenéis para dudarlo?
—Porque no eran dedos de mujer los que rompieron la cerradura y los cerrojos que yo vi destrozados esa noche.
—Muy acertado, Bessy. Acercaos ahora al estrado y mirad los objetos que hay en la mesa. ¿Habéis visto esas cucharas de plata anteriormente?
—He visto unas muy parecidas, como cualquiera que haya visto cucharas de plata.
—¿Podéis jurar que no las habéis visto antes?
—No, no. Yo no juraría haber visto ninguna cuchara de plata que es como todas, a menos que le hubiese hecho yo misma alguna señal, y yo nunca he hecho una cosa así.
—Observad; estas están marcadas con una C.
—Como todas las cucharas de Argyle, y la mitad de las que habrá en Edimburgo, supongo. La C es una letra muy corriente, igual que los nombres que empiezan por C. Dejad, dejad, y que esa pobre mujer se guarde sus cucharas. Están marcadas con su nombre, porque segura estoy de que son suyas, y que ella ha conocido tiempos mejores.
—¡Ah, Dios bendiga su corazón! —suspiró la acusada, y su bendición hizo vibrar más de un pecho compasivo.
—¿Habéis visto antes este vestido?
—He visto uno muy parecido.
—¿No podríais jurar que este perteneció una vez a vuestra señora?
—No, a menos que se lo vea puesto y sepa lo que pagó por él. Soy muy escrupulosa sobre lo que juro. Porque es mala señal. Tan mala que rara vez me atrevo a jurar nada.
—Pero decís que es muy parecido a uno que vuestra señora solía usar.
—Yo no he dicho eso. Es igual que uno que yo le he visto sacar a orear al prado de atrás. Es muy parecido, también al que llevaba la señora Butler en el cadalso; más bien creo que es el mismo. Por Dios, señor, no quisiera jurar ni por mi propio dedo índice, si después de tanto tiempo sin verlo me lo pusieran ahora encima de esa mesa.
—Tal vez sepáis, joven, que vuestros escrúpulos obstaculizarán probablemente los fines de la justicia y privarán a vuestra señora de sus bienes, valorados en mil marcos —dijo el juez.
—Yo no lo puedo evitar, señoría; eso es cosa suya. Por mi parte, estoy decidida a conservar limpia mi conciencia; al menos hasta que me case.
—Examinad estas cosas, y ved si hay algún objeto que podáis identificar como propiedad de vuestra señora.
—No hay ninguno, señor; no hay ninguno. Jurar es espantoso, sobre todo cuando se trata de la vida o la muerte. Mi consejo es que se devuelva a la pobre mujer lo que es suyo, y que mi señora vea qué encuentra después.
Cuando le tocó a la señora Logan, la acusada gimió y bajó la cabeza. Pero, ¡cómo se asombró al oírla expresarse en los siguientes términos!: que cualesquiera que fuesen los castigos que le tocase sufrir, ella estaba decidida a no atestiguar contra la vida de una mujer, ya que tenía el convencimiento de que no había sido una mujer quien había violentado su casa. «No tengo la menor duda de que puedo encontrar ahí algunas cosas de mi propiedad —añadió—, pero si se hallaban en posesión suya es porque se han valido de ella, o es víctima de una banda infernal que no nombraré aquí. Creo que ella no me ha robado nada, y por tanto no moveré un dedo para su condena».
El juez.—Esta es la más extraña contradicción que he presenciado jamás, señora Logan; tengo fuertes sospechas de que la acusada, o sus agentes, han hecho algún tipo de acuerdo con vos sobre este asunto para impedir que la justicia siga su curso.
—Muy lejos de eso, señoría. Soy yo la que fue a la prisión de Peebles a ver a esta mujer, a la que no había visto nunca, a ofrecerle retirar mis cargos en el proceso, así como mi testimonio, con tal que me revelase unos cuantos hechos muy simples; pero ella despreció mi ofrecimiento y me hizo salir insolentemente de la prisión, ordenándole al carcelero que no me volviese a permitir la entrada bajo ningún pretexto.
El abogado de la acusada, apoderándose de esta declaración, se dirigió al jurado con gran locuacidad. Finalmente, el proceso fue suspendido y la acusada puesta en libertad, con una severa amonestación por su pasada conducta, y una exhortación a que escogiese mejores compañías.
No habían pasado muchos días, cuando llegó a casa de la señora Logan un mensajero con un gran paquete, que entregó a la dueña en persona, acompañado de una nota lacrada con el inventario de los objetos y el ruego de que se le comunicase si la desventurada Arabella Calvert sería admitida a conversar con la señora Logan.
Jamás hubo mujer más desbordante de alegría como la señora Logan ante esta misiva. Devolvió el cumplido: sería muy dichosa en recibirla, y no miraría ni tocaría cosa alguna del paquete en tanto no llegase ella. No tardó en aparecer, vestida con algo más de estilo que como la había visto antes; le hizo entrega de la mayoría de las cosas robadas, y de otras muchas que o bien no pertenecieron nunca a la señora Logan, o bien consideró esta conveniente negarlo a fin de que la otra las conservase.
La historia que contó de sus desventuras era de lo más desdichada, y bastó para conmover los tiernos y encontrados sentimientos que habitan en el pecho de la humanidad. Había sufrido toda privación de fama, fortuna y persona. Había sido encarcelada, azotada y tachada de impostora, y todo por su firme e inconmovible fidelidad y lealtad a varios hombres de la peor condición, cada uno de los cuales la había abandonado a la más completa indigencia y vergüenza. Pero no podemos entrar ahora en esta historia, que quizá nos haría perder el hilo de la nuestra, como le ocurrió a la ansiosa y expectante señora Logan, que se hallaba en suspenso, esperando el relato siguiente:
—Sé, señora Logan, que estáis esperando que os cuente los detalles de la muerte del señor George Colwan; en agradecimiento a vuestro gran desprendimiento y generosidad, os diré cuanto sé, aunque, por causas que os parecerán evidentes, había decidido no divulgar un solo detalle. Puedo deciros, sin embargo, que os vais a llevar una decepción, ya que no fue el caballero al que se acusó y declaró culpable, y que habría sufrido el máximo castigo de la ley de no haber conseguido huir. No fue él, digo, quien mató a vuestro joven señor, ni tuvo nada que ver en ello.
—Nunca creí que fuera él. Pero, por favor, ¿cómo sabéis eso?
—Os lo diré. Yo había sido abandonada en York por un demonio astuto y consumado; me encontraron culpable de haber tenido arte y parte en las más horribles atrocidades, y sufrí, en su lugar, suplicios que aún me hacen estremecer cuando los recuerdo. Fui desterrada del condado; me dirigí mendigando con mi pobre criatura a Edimburgo; y allí me vi obligada, por segunda vez, a recurrir a los medios más degradantes para sustentar dos vidas desdichadas. Alquilé un vestido y acudí temblando a la calle principal, de sobra sabedora de que mi aspecto atraería sobre mí bastantes galanes en ese período parlamentario de multitudes y excesos. En el mismo momento en que pisaba la calle por primera vez, pasó un grupo de jóvenes caballeros. Comprendí, por las voces que daban y el sentido de sus palabras, que iban más que achispados; así que decidí seguirlos de cerca, a fin de conquistar a alguno si podía. Pero justo cuando uno de ellos empezaba a fijarse en mí, me sorprendió un guardia y me desvió de malos modos por un callejón. Yo había oído a qué casa se dirigían, porque hablaban en voz alta y sin secreto; así que eché a correr callejón abajo y torcí por el que iba a tener lugar la cita; pero era demasiado tarde, ya habían entrado todos y cerrado la puerta. Decidí esperar, pensando que tal vez no tardarían en salir. Pero desfallecía de hambre y sentía que iba a desmayarme. La luna brillaba como si fuese de día y descubrí, por un cartel que había al final del callejón, un pequeño bar de determinada clase, en un piso. Subí, llamé, y le conté a la dueña mi plan. Ella lo aprobó gustosamente y me ofreció su mejor habitación, con tal que trajese a uno de esos nobles compañeros. Insultó a Lucky Sudds, como la llamó, el ama donde se había metido el grupo, evidentemente envidiosa de sus enormes beneficios, y luego me dio algo de beber, por lo que me sentí inmensamente agradecida. Bajé a la calle a fin de estar al tanto. En el momento en que salía, se abrió la puerta de la casa de Lucky Sudds, se cerró otra vez, y salió el honorable Thomas Drummond con paso presuroso y decidido, y la espada repiqueteando a sus talones. Le hablé con voz dulce y complaciente. Él se sintió cautivado por mis palabras, porque se detuvo al punto y me miró con atención. Luego miró el lugar, y después a mí otra vez. Le hice una seña de que me siguiera; obedeció sin otra formalidad, y no tardamos en encontrarnos juntos en la mejor habitación de una casa donde todo era sórdido. Él seguía mirando a su alrededor y a mí; todo esto sin mediar siquiera una palabra. Por último, le pregunté si deseaba tomar algún refrigerio. «Sí, por favor», dijo. Pregunté qué quería tomar, pero contestó simplemente: «Lo que vos queráis, señora». Si él se sintió cautivado por mis palabras, yo me sentí mucho más por las suyas; era un completo caballero, y un caballero se comporta siempre como tal. Finalmente, comentó:
«—No consigo explicarme de ninguna manera esta aventura, señora. Me parece cosa de hechicería, y apenas doy crédito a mis sentidos. Una dama inglesa, a lo que juzgo, que por su porte y modales debe de pertenecer a la más alta sociedad, en un lugar como este, es de lo más asombroso para mí. ¡En el fondo de un callejón de Edimburgo! ¡Y a estas horas de la noche! Sin duda un revés de fortuna nada común ha debido empujaros a esto, ¿verdad? —yo lloré, o fingí hacerlo, a lo cual añadió—: Por favor, señora, tened valor. Contadme qué os ha sucedido, y si puedo hacer algo por vos, y devolveros a vuestro país con vuestros amigos, no tenéis más que pedírmelo, y haré lo posible en serviros.
»Yo tenía mucha necesidad entonces de un amigo, y pensé que era el momento de conseguirlo. Así que empecé a relatarle la historia que acabo de contaros. Pero en seguida me di cuenta de que había desnudado la verdad demasiado crudamente, y que había rebasado mis propios límites. Cuando comprendió que se encontraba en el rincón miserable de una casa irregular, con una malhechora, que hacía poco había sido azotada y desterrada por estafa e impostura, su honesta naturaleza se horrorizó, en vez de conmoverse. Sus ojos se fijaron en algunos verdugones de mi brazo, y desde ese momento se mostró desasosegado e impaciente por marcharse. Traté de retenerlo con algún recurso amable, pero fue inútil; así que, después de pagar a la dueña y a mí placeres de los que no había gozado ni pedido, se marchó.
»Fui a acompañarlo hasta abajo, y justamente cuando volvía la esquina del siguiente rellano, surgió de pronto un hombre junto a él; se miraron, y el otro subió corriendo hacia mí. Parecía agitado y sin aliento, me cogió la mano, y me hizo subir sin decir palabra, y un segundo después nos encontrábamos en el aposento que yo acababa de dejar, donde aún estaba intacta la jarra de vino. “¡Ah, esto sí que es suerte!”, dijo mi nuevo galán, y se sirvió él mismo. Entre tanto, como el aposento estaba en una esquina y miraba hacia el este y el norte, corrí a asomarme a la ventana que daba al norte para ver a Drummond. Ahora escuchad: lo vi dirigirse hacia el este con su tartán y su boina, y el puño dorado de su espada escocesa brillando a la luz de la luna; y a la vez, vi dos hombres, uno de negro y también a otro con falda escocesa, que venían desde la acera opuesta, junto al lago; vi que Drummond intercambiaba una mirada con ellos al cruzarse. Seguí observándolo hasta que desapareció en dirección a Leith Wynd al tiempo que los dos desconocidos llegaban al pie de nuestra ventana. Y aquí es donde quiero que prestéis especial atención: solo perdí de vista a Drummond (me había dado su nombre y dirección) el breve espacio que tardamos en subir un par de escalones; en ese intervalo se tuvo que detener un instante, porque cuando volví a verlo aún no había cruzado la vecina bocacalle, ni había dado una docena de pasos; al mismo tiempo, vi que los desconocidos se acercaban desde el lago, a unos trescientos pasos de distancia. Pude observar claramente cómo se cruzaban sin mediar palabra, hasta que él desapareció por uno de los callejones que conducen hacia High Street a la vez que los dos individuos llegaban al pie de la ventana; así que Drummond no podía ser en absoluto ninguno de los dos, ni tener en ese momento comunicación con ellos.
»Sin embargo, escuchad, porque de todo lo que he visto en mi vida, es esto lo más extraño: al fijarme en los dos desconocidos, uno de ellos era extraordinariamente parecido a Drummond. Tanto, que no encontré detalle alguno en su ropa, figura, cara o voz por el que fuese capaz de distinguirlos. Estaba segura de que no era él, porque había visto alejarse a uno y acercarse al otro; así que mi impresión en aquel instante fue que se trataba de algún espíritu o demonio que había adoptado su apariencia. Sentí que un frío me invadía el corazón y que me temblaban las rodillas; al retirarme de la ventana, que estaba oscura, dije al hombre que estaba conmigo: ¡Dios mío, qué es eso?
»—¿Qué ocurre, querida? —dijo él, alarmado como yo.
»—¡Como estoy viva, que ahí hay una aparición! —dije.
»No se asustó mucho al oírme; se asomó precavidamente, y miró atentamente unos instantes; luego se retiró, y susurró:
»—Son dos hombres de carne y hueso; con uno de ellos me he cruzado al subir.
»—Con ese no —dije yo con fuerza—. Con ese juro que no.
»Él sonrió, meneó la cabeza, y añadió:
»—A mí no se me despinta un sujeto, sobre todo si acabo de verlo. Pero, ¿qué importa si es el mismo o no? Puesto que nada tiene que ver con nosotros, sentémonos y gocemos.
»—Pero sí tiene que ver conmigo, señor —dije yo—. ¡Válgame el cielo! La cabeza me da vueltas, me falta la respiración y me siento como rodeada de demonios. ¿Quién sois vos, señor?
»—Lo sabrás antes de que nos separemos, cariño —dijo—; no comprendo por qué el regreso de tu joven caballero al sitio que ha abandonado hace un rato puede llenarte de temor. Habrá observado que mirabas y vuelve a buscarte, y ese es todo el misterio.
»—¿Seríais tan amable de salir a reuniros con él? Os lo agradeceré inmensamente —dije—; porque en mi vida he sentido tan intenso presentimiento de estar en mala compañía. Aún no comprendo cómo habéis subido aquí sin preguntarme siquiera. Haced el favor de salir, señor —estaba a punto de conseguirlo. Entonces sacó su bolsa… No hace falta decir más; me pagó para que le dejara quedarse. ¡Ah, de haber mantenido mi frágil decisión de echarlo de mi lado en aquel instante, cuánta vergüenza y miseria me habría evitado! Pero eso, aunque es de la mayor importancia para mí, no tiene que ver aquí.
»Cuando volví a asomarme, los dos hombres discutían en voz baja; uno de ellos presa de gran agitación y terror, y el otro con aire de reconvención y como instándole a alguna acción desesperada. Finalmente, oí al joven con ropa escocesa que decía indignado:
»—¡Chitón, cobarde! Es la obra de Dios lo que se nos ha encomendado ejecutar, y debéis cumplirla. Pero si os negáis, yo mismo la llevaré a cabo; ya cargaréis después con las consecuencias!
»—¡Bien, lo haré, lo haré! —exclamó el que vestía de negro con voz desdichada y plañidera—. Vos me instruiréis en este asunto, como en lo demás.
»A todo esto, yo estaba convencida de que no me podían ver; así que no fue pequeño mi asombro cuando el del tartán hizo un gesto de disimulado asentimiento, como diciendo: “¿Qué pensáis de esto?”, o “Tomad nota de lo que veis”, o algo por el estilo; por lo que comprendí que, se tratara de lo que se tratase, no quería que fuese secreto. No obstante, yo sentía un terror y una angustia que me hacían observar cada detalle con la más intensa curiosidad. El escocés, a quien no podía evitar considerarlo como el genio maligno de Thomas Drummond, actuó a la velocidad del pensamiento: escondió al joven de negro en una entrada estrecha, un poco al oeste de mi ventana, y mientras lo conducía cogido por el hombro bajo la luz verdosa de la luna, vi que los dos iban armados con espadas. Empujó al interior de la entrada oscura al de negro sin que opusiese resistencia, le hizo una seña, y corrió a la puerta de Lucky Sudds. La ciudad y la madrugada estaban tan silenciosas que pude oír cada palabra asomando un poco la cabeza. Llamó sonoramente a la puerta, y tras aguardar largo rato, descorrieron el cerrojo y abrieron, según me pareció, lo que daba de sí la gruesa cadena. “¿Está todavía el joven Dalcastle en la casa?”, dijo con aspereza.
»No oí la respuesta; pero sí a él, que dijo a continuación: “Si está, decidle por favor que salga a hablar conmigo un minuto”. Luego se retiró de la puerta y bajó despacio a la calle en actitud meditabunda, mirando de cuando en cuando hacia atrás. Salió Dalcastle; avanzó unos pasos detrás de él y luego se detuvo, como si dudase en llamar a un amigo para que lo acompañara; en ese mismo instante cerraron la puerta, pasaron la cadena y corrieron el cerrojo de hierro; tras lo cual siguió a su adversario sin más vacilación. Al pasar por debajo de mi ventana, oí que decía: “Por lo que más queráis, Tom; no llevemos este asunto demasiado lejos”. Pero no oí la respuesta del otro, que había dado la vuelta a la esquina.
»Desperté a mi adormilado compañero, que se había echado en la cama, y nos asomamos los dos a la otra ventana. Estábamos en la sombra, pero la luna iluminaba a los dos caballeros. El joven Dalcastle iba visiblemente más cargado de licor, de espaldas a nosotros, y dijo algo que no entendimos bien, aunque habló largo rato; y por el tono y los gestos, parecía razonar. Al terminar, el joven alto del tartán sacó la espada y, de cara a nosotros, le oí decir claramente: “Basta de palabras, George, por favor; si sois hombre, como os preciáis de serlo, sacad la espada y arreglemos esto aquí”.
»Dalcastle sacó la espada sin cambiar de actitud; pero habló con más calor, ya que oímos que decía: “¿Creéis que os tengo miedo, Tom? Os aseguro, señor, que no se lo tendría ni a los diez mejores de vuestro apellido a nuestras espaldas; lo único que pido es que estén los amigos para que la pelea sea limpia; porque como os acerquéis a mí podéis daros por muerto”.
»Ante estas palabras, bramó el otro: “Sois un fanfarrón, señor; un desdichado, una mancha en la mejilla de la naturaleza, una plaga en el mundo cristiano, un réprobo; os voy a arrancar el alma, señor; a vos, que jugáis al tenis y humilláis a los hermanos elegidos para el otro mundo”. Dicho esto, blandió su arma, incitando a Dalcastle a atacar. Consiguió su propósito: este, que había sacado su arma, se lanzó sobre su licencioso y provocador adversario, y siguió un combate encarnizado. Mi compañero estaba entusiasmado y no pude evitar que exclamase, lo bastante alto como para que le oyesen: “¡Sublime! ¡Excelente!”. En cuanto a mí, el corazón me temblaba como una hoja de álamo. O el joven Dalcastle aventajaba con mucho a su adversario, o el otro juzgaba conveniente dejarle la iniciativa; porque esquivaba, se hurtaba y paraba las estocadas de Dalcastle como una sombra, profiriendo de cuando en cuando sarcásticas risotadas que parecían exasperarlo indeciblemente. Y se apartaba a bastante distancia de un salto, para luego acometer al joven Dalcastle con la rapidez del rayo. Pero el joven héroe conservaba siempre su terreno y rechazaba el ataque: nunca cedió, aunque casi dieron dos vueltas, en empeñada lucha, al prado iluminado que, como sin duda sabéis, no es muy pequeño. Finalmente, se acercaron luchando a la entrada oscura donde el compinche de negro llevaba todo el tiempo escondido; entonces el contendiente del tartán atacó a su adversario, o fingió hacerlo; y en el momento en que empezaban a trabarse, cambió de posición, obligando a Colwan a ponerse de espaldas a la entrada, y gritó: “¡Al infierno con él, amigo mío, amigo mío!”.
»En ese instante, saltó el compinche de negro de su escondite con la espada desenvainada y dio al valeroso joven Dalcastle dos mortales estocadas, con toda la rapidez que le permitía el arma, atravesándole el cuerpo dos veces, me pareció. Cayó Dalcastle, se volvió boca arriba, vio quién era el que le había herido, y dijo, con una agónica intensidad como jamás había oído en mi vida: “¡Ah, perro del infierno, eres tú quien ha hecho esto!”.
»Dijo algo más que no pude oír; porque en el instante en que el de negro lo atravesó mortalmente, mi compañero gritó: “¡Eso es una villanía, bribones! ¡Canallas! ¡Matar a un valiente por la espalda! ¡Dos contra uno, cobardes!”, etcétera; a todo lo cual el demonio extramundano del tartán contestó con una sonora risotada. Luego, tomando al paralizado homicida por el codo, le hizo correr hacia el portal oscuro otra vez, y los perdí de vista definitivamente».
Antes de llegar aquí, la señora Logan se había levantado; y al terminar la narradora, alzó los brazos cuán largos eran y bajó su rostro, que mostraba la expresión del más absoluto horror.
—Entonces, las vagas sospechas de mi difunto benefactor eran ciertas, y su último augurio se ha cumplido —exclamó—. El asesino del gentil George Colwan es su propio hermano, instigado, sin la menor duda, por la que dio a luz a los dos, y su ángel director, el fanático autojustificado. ¡Sí! ¡Y ahora disfrutan y gozan de los lujos comprados a tan alto precio, en completa impunidad! Si el Todopoderoso no los abate y hace sufrir la vergüenza y la ignominia, es que no hay esperanza de retribución en esta vida. ¡Y, por su poder, seré yo el agente que lleve a cabo esa misión! ¿Por qué no persiguió vuestro hombre a los malvados asesinos? ¿Por qué no dio la alarma y llamó a la guardia?
—¿Él? ¡Es un desdichado! No se atrevió a moverse del escondite que había encontrado… No lo habría hecho por nada del mundo. Lo perseguían, y su vida corría peligro cuando vino a parar a mis brazos. Aunque yo no lo sabía; no lo conocía entonces. ¡Que la maldición del cielo y el fuego del infierno se encarguen de ese despreciable desdichado! ¡Es un perseguido de la justicia! No; él siempre ha tenido inclinación al mal; nunca al bien. Pero yo sí di la alarma; a pesar de que me sentía miserable y degradada, corrí y llamé a la guardia. ¿No habéis oído el nombre de Bell Calvert asociado a ese asunto horrendo y misterioso?
—Sí. Lo he oído a menudo, secretamente. Pero ¿cómo es que nunca fue posible dar con vos? ¿Cómo es que no comparecisteis en defensa del honorable Thomas Drummond, siendo la única persona que podía haberle exculpado?
—No podía; entonces estaba bajo el poder y el consejo de ese desventurado, que no se atrevía a arriesgar su vida mezclándose en el asunto. Pero habría sido peor, porque su testimonio habría sido más fuerte que el mío, ya que habría declarado bajo juramento que el hombre que llamó y desafió a Colwan era el mismo con el que se cruzó cuando salía de mi aposento, lo que habría sido definitivo. Y más aún; es bien sabido que ese mismo hombre…, ese desdichado al que me refiero, jamás en su vida ha confundido a un hombre con otro, lo que hace que el parecido entre el incendiario y Drummond sea aún más extraordinario.
—Si fuese Drummond, a pesar de lo que habéis contado, entonces mis conjeturas estarían también equivocadas.
—Si hay algo sobre lo que estoy totalmente segura, es que no era Drummond. En este mundo solo podemos fiarnos de nuestros propios sentidos: si nos engañan, no sé qué vamos a hacer. Confieso que no lo puedo explicar; ni podré en toda mi vida.
—¿Reconoceríais al hombre de negro si lo viéseis otra vez?
—Creo que sí, si lo viese caminar o correr: su manera de andar era muy rara; parecía como si llevase zapatos planos y tuviese las piernas de hierro, sin articulación en los pies o en los tobillos.
—¡El mismo! ¡El mismísimo! ¡El mismísimo! Por favor, ¿seríais capaz de hacer un viaje de pocos días conmigo al campo, para ver a ese hombre?
—Me habéis salvado la vida, haré lo que sea por vos. Os acompañaré con gusto: y creo poder decir que lo reconoceré, porque su imagen dejó en mi corazón una huella que no se borrará fácilmente. Pero aún estoy más segura de una cosa, y es que mi indigno compañero lo reconocerá y podrá confirmar su identidad mientras viva.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? ¡Ay, señora Calvert, dónde está?
—¿Que dónde está? Ese desdichado es quien me denunció para que me condenasen. Después de recibir todas las muestras de afecto que una pobre mujer arruinada como yo podía dar, y tras cometer mil atrocidades de las que yo era ignorante, se ha convertido en delator para salvar su diabólica vida, tratando de ofrecer la mía en expiación de cuanto ha hecho. Primero iremos nosotras solas, y luego ya os diré si hace falta enviar a alguien más.
A la mañana siguiente se vistieron las dos de campesinas, alquilaron dos robustas jacas bien ensilladas, emprendieron el viaje y, a la segunda noche de salir de Edimburgo, llegaron a un pueblo situado a dos millas de Dalcastle. La señora Logan, que quería conocer el fallo de la señora Calvert sin que estuviese preparada, se abstuvo de informarle que se encontraban cerca del final del viaje. Siguiendo este plan, cuando ya llevaba un rato sentada, dijo:
—¡Caramba, qué cansada estoy! ¿Qué os parece si descansamos un día aquí, antes de proseguir el viaje?
La señora Calvert se había asomado a la ventana y miraba hacia el exterior cuando su compañera hizo esta sugerencia. Estaba demasiado absorta para contestar, ya que tenía los ojos clavados en dos jóvenes que venían por el camino desde el otro extremo del pueblo; finalmente, volvió la cabeza, y dijo con el más intenso interés:
—¿Proseguir el viaje, habéis dicho? No hace ninguna falta: como estoy viva, que viene ahí el mismo hombre que buscamos.
La señora Logan corrió a la ventana: efectivamente, allí estaba Robert Wringhim Colwan (ahora de Dalcastle), casi al pie de la ventana, del brazo de otro joven; y al pasar, este último miró hacia arriba e hizo una seña disimulada a las dos damas, mordiéndose el labio, guiñando el ojo izquierdo y haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza. La señora Calvert se quedó petrificada al reconocer este gesto, exactamente igual que el que el otro compañero del joven había hecho la noche del duelo, a la luz de la luna; y tuvo la impresión, además, de que había visto la cara de este joven en alguna parte. Lo vio alejarse, y él le hizo un guiño por encima del hombro; pero su compañera le impidió devolver el saludo, ya que profirió un grito, entre gemido y alarido, y cayó al suelo desvanecida con un golpe sordo, como si un muro socavado se desplomara súbitamente. Había perdido por completo el conocimiento y necesitó toda la atención de su compañera durante el resto de la tarde; porque en cuanto se recuperaba de un desmayo, caía en otro, y a cortos intervalos desvariaba como si delirase o sufriese una pesadilla. Esa noche durmió profundamente, y por la mañana había recobrado la serenidad; entonces se pusieron las dos a comentar seriamente lo que habían visto. La señora Calvert aseguró que el joven que había pasado junto a la ventana era el mismo que había matado a George Colwan por la espalda, y dijo que estaba dispuesta a declararlo bajo juramento en cuanto le fuese requerido, y afirmó que si el desdichado Ridsley lo viese, atestiguaría lo mismo también, dado que su forma de andar era tan rara que nadie en sus cinco sentidos podría confundirse.
La señora Logan, presa de gran desasosiego, dijo:
—Es lo que sospechaba desde el principio; y lo que mi difunto señor y benefactor sospechaba también, estoy segura; y el horror de ese pensamiento abrevió sus días. Ese desdichado, señora Calvert, es el hermano del joven caballero al que asesinó; eran hijos de la misma madre; si lo eran o no del mismo padre, es algo que solo Dios sabe. Pero, ¡ay, señora Calvert!, eso no es lo que me atormenta y destroza los nervios de este modo. ¿Quién diréis que era el joven que lo acompañaba ayer tarde?
—Por mi vida que no lo sé, aunque estoy convencida de haber visto esa hermosa figura y esa cara anteriormente.
—¿Y no parecía conocernos a nosotras, señora Calvert? Vos, que sois capaz de recordar las cosas tal como han sucedido, ¿nos os habéis dado cuenta de que parecía conocernos y nos ha hecho señas por eso?
—Las ha hecho, en efecto; y de muy buen humor a lo que se veía.
—¡Ah, señora Calvert, sostenedme, o de lo contrario me dará un ataque de histeria otra vez! ¿Quién es? ¿Quién es? Decidme quién suponéis que es, porque no me siento capaz de expresar lo que pienso.
—Por mi vida que no consigo recordarlo.
—¿No llegasteis a observar el aspecto del joven caballero, al que visteis asesinar aquella noche? ¿No recordáis nada del aspecto de mi joven señor, George Colwan?
La señora Calvert se quedó callada y miró embobada a la otra a la cara. Sus miradas se encontraron y hubo un destello de aterrador asombro en una y otra que, al juntarse, se convirtió en verdadero fuego que remitió la llama a sus febriles imaginaciones, dejando a las dos mujeres petrificadas como dos estatuas, con las manos extendidas, los ojos fijos y la barbilla hundida en el pecho. Una vieja que regentaba la pensión y había sido llamada antes al desmayarse la señora Logan, entró justamente en este instante con una tisana, y al ver el estado de sus huéspedes pareció contagiarse de la misma infección, y cayó en idéntico estado de rigidez y apariencia estatuaria. Jamás se vio escena más asombrosa, y si la señora Calvert no hubiese hecho acopio de valor para hablar, rompiendo así el encanto, no se sabe cuánto tiempo habría podido durar.
—Es él, creo —dijo, pronunciando las palabras hacia dentro por así decir—. No puede ser otro más que él. ¡Pero es imposible! Yo lo vi con el corazón atravesado dos veces, lo vi caer boca abajo en el prado, empapado en su propia sangre, y proferir sus últimas palabras, y expirar. Sin embargo, si no es él, ¿quién puede ser?
—¡Es él! —chilló la señora Logan histéricamente.
—¡Sí, sí, es él! —gritó la patrona, al unísono.
—¿Es quién? —dijo la señora Calvert—; ¿a quién os referís, señora?
—¡Ah, no lo sé! ¡No lo sé! Me he asustado.
—Estad tranquila hasta que os hayáis recobrado, y luego contadme, si podéis, quién es ese joven caballero que acompaña al nuevo de Dalcastle.
—¡Ah, es él! ¡Es él! —exclamó la señora Logan retorciéndose las manos.
—¡Ah, es él! ¡Es él! —exclamó la patrona retorciéndose las suyas.
La señora Calvert cogió a esta última suave y amablemente, y la sacó del aposento, comentando que debía haber alguna infección en el aire de la habitación, y que lo más prudente era que saliese.
Las dos damas pasaron una noche inquieta y espantosa. No acudió el sueño a aliviarlas, ya que su conversación giró enteramente en torno al difunto, que parecía estar vivo; y sus pensamientos vagaban y andaban a tientas en un caos de misterio.
—¿Asististeis a su cadáver y comprobasteis que estaba efectivamente muerto y que fue enterrado? —preguntó la señora Calvert.
—¡Oh, sí!, desde el momento en que su sereno y desgarrado cadáver fue traído a casa, estuve con él hasta el momento en que atornillaron el ataúd. Lavé los largos regueros de sangre de su cuerpo sin vida, a ambos lados. Limpié la lívida herida que traspasaba su generoso y amable corazón. Tenía otra que le atravesaba la carne en el costado izquierdo, también, que era por donde más había sangrado. Se las lavé y taponé con ceras y ungüentos perfumados, pero aún manaba sangre de ellas, de manera que cuando lo depositaron en el ataúd parecía que lo acababan de asesinar. ¡Mi valeroso, mi generoso joven señor! Siempre fue un hijo para mí, y no ha habido hijo más amable ni más respetuoso con una madre. Pero lo mataron… lo suprimieron de este mundo antes de que alcanzase la madurez… Lo asesinaron de la manera más innoble y brutal. ¿Y cómo es, cómo puede ser que lo veamos aquí otra vez, y paseando del brazo de su asesino?
—No puede ser, señora Logan. Eso es una fantasía de nuestra turbada imaginación; así que soseguémonos hasta que investiguemos este asunto más a fondo.
—No puede ser dentro del orden natural, eso está completamente claro —dijo la señora Logan—; sin embargo, cómo es posible que lo haya creído yo… yo, que lo conocí y lo crié desde su infancia… es una paradoja. Como habéis dicho antes, no podemos confiar en nada salvo en nuestros propios sentidos; y si creo que he visto a una persona, es que la he visto. ¿Qué argumento o razón puede convencernos en contra de nuestros sentidos? Nos disfrazaremos de vendedoras campesinas, iremos a la mansión, y veremos cuanto se pueda ver y oiremos cuanto podamos oír; porque es importante este asunto en el que estamos comprometidas, de volver la justicia de la ley hacia un monstruo desnaturalizado; nos enteraremos también, si podemos, de quién es el que lo acompaña.
Asintió la señora Calvert, y las dos damas se dirigieron a Dalcastle con cestas bien provistas de bagatelas. No cogieron el camino usual del pueblo, sino que dieron un rodeo y se acercaron a la mansión por un sendero diferente. Y fue como si un poder invencible dispusiese que no se les escapara ocasión de obtener la información que buscaban. Porque aún no habían llegado a media milla de distancia de Dalcastle cuando divisaron a los dos jóvenes que venían, como a su encuentro, por el mismo sendero. El camino que va de Dalcastle hacia el nordeste, como saben todos los de la región, corre junto a la orilla oscura del Bogleheuch, cubierta de matorrales. Por ese sendero iban las dos mujeres; y al ver venir hacia ellas a los dos caballeros, dieron la vuelta y, en un momento en que los perdieron de vista, se ocultaron tras unos arbustos que había junto al camino. Lo hicieron porque la señora Logan tenía miedo de ser descubierta, y porque quería efectuar el reconocimiento sin ser vista. La señora Calvert la exhortó a que, viera lo que viese, lo afrontara con resolución y resistiera, porque si se desmayaba allí y la descubrían, ¡no sabía qué podía ser de ellas!
Los dos jóvenes avanzaban enfrascados en seria y vehemente conversación; pero el asunto que debatían era terrible y muy poco apto para ser repetido en presencia de una comunidad cristiana. Wringhim discutía el carácter ilimitado de la libertad del cristiano, y expresaba el temor de que, aun sabiendo que era un elegido para la eternidad, pudiera cometer actos capaces de excluirle del pacto con Dios. El otro replicó con poderosa fluidez que eso era absolutamente imposible, y estaba en total contradicción con la predestinación eterna. Prevalecieron los argumentos de este último, y el se sumió en hosco silencio. Pero para total desconcierto de las mujeres, al pasar junto a ellas, el vencedor en la discusión hizo una seña de reconocimiento a través de las zarzas, como la otra vez; y a fin de desenmascarar plenamente a su compañero y descubrirlo en sus verdaderos colores, lo hizo ir y venir más de veinte veces por donde las mujeres estaban, haciéndole confesar tanto los crímenes que había cometido como los que tenía en proyecto. Finalmente le dijo:
—Estoy seguro de haber visto dos vagabundas por este camino, mi querido amigo, y quiero que las encontremos; porque no hay duda de que se han escondido en este bosque vuestro.
—Me encantaría encontrarlas —respondió Wringhim—; así podríamos divertirnos con ellas.
—¡Lo haremos, lo haremos! Ahora decidme, Robert, si encontraseis a una mujer malvada, enemiga secreta de vuestra prosperidad, espiando en este bosque vuestro para traicionaros, ¿qué le haríais?
—Le echaría los perros para que la despedazasen y la devorasen. ¡Por cierto, mi querido amigo! Hay una vieja ramera que vivía con mi desnaturalizado padre, a la que odio con toda mi alma porque me hace vivir en constante terror; ¡con gusto daría yo la mitad de lo que poseo a cambio de su sangre!
—¿Qué me daríais si la pusiese en vuestras manos y os diera un pretexto claro y legítimo para quitarla de en medio; un pretexto con el que poder responder ante cualquier tribunal, ahora o cuando sea?
—Me gustaría ver muerta a esa bruja despreciable. Se quedó con la vajilla de la familia, que es mía por derecho, y con mil reliquias valiosas y grandes riquezas, todo vergonzosamente cedido por el viejo libertino. Pero además, dicen que ha jurado destruirme.
—Es cierto, es cierto. Pero no veo cómo podría llevarlo a efecto, dado que el crimen fue en un paraje desierto y en el silencio de la noche.
—Dicen que lo vio alguien… ¿Pero dónde podríamos encontrar a esa odiosa señorita Logan?
—Os la mostraré más adelante. Pero, ¿accederéis entonces a ejecutar la otra meritoria proeza? Vamos, sed hombre y desechad esos escrúpulos.
—Si lográis convencerme de que la promesa es firme, lo haré.
—Entonces venid por aquí, hasta que yo os dé aviso.
Siguieron andando de forma que ellas no pudieron oír lo que decían, aunque no los perdían de vista; y si bien se hallaban en un terrible aprieto, no se atrevían a moverse, ya que tenían la esperanza de que este extraordinario personaje tuviese una misión del mismo género que ellas, las conociese y se propusiera utilizar su testimonio. La señora Logan había estado a punto de desmayarse varias veces, tanto le impresionaba el parecido del joven, hasta que su compañera le cubrió el rostro para que pudiese escuchar sin embarazo. Pero este último comentario suscitó un sentimiento muy diferente en ellas, ya que anunciaba un peligro personal inminente. Vieron al burlesco compinche de Wringhim señalarle dónde estaban escondidas, y este se dirigió hacia ellas, curioso por averiguar lo que su amigo insinuaba, convencido de que era una broma, y sin creerlo en absoluto. Cuando ya se acercaba a toda prisa, el otro le gritó desde atrás: «¡Si es demasiado fuerte para vos, llamadme!». Dicho esto, se perdió de vista en dirección contraria, aparentemente muy divertido con la broma.
Wringhim se abrió paso impetuosamente entre los arbustos, hasta el lugar donde la señora Logan se encontraba agazapada. Tenía el pañuelo arrollado a la cabeza, pero él se lo arrancó y la descubrió: «¡La maldición de Dios caiga sobre ti! —dijo—. ¿Qué demonio te ha traído a este lugar y con qué propósito has venido? Pero, sea lo que sea, ¡te tengo!», y dicho esto, la agarró por el cuello. Las dos mujeres, cuando se dieron cuenta del peligro que corrían con semejante desdichado, se habían escondido en la maleza, a cierta distancia una de otra, de forma que él no vio a la señora Calvert; pero no bien hubo agarrado a la señora Logan cuando, como una gata salvaje, saltó ella de la maleza y le atenazó el cuello con las dos manos, haciendo presa en la pechera; todo esto en un abrir y cerrar de ojos. Lo derribó de espaldas entre los matorrales y, arrojándose las dos sobre él como dos arpías, lo redujeron sin dificultad. Entonces se sintió angustiosamente apurado. Al principio creyó que su amigo venía detrás; volvió sus ojos inyectados en sangre hacia el sendero, e intentó llamarlo; pero su amigo no estaba, y las mujeres sofocaron sus gritos con otra vuelta a su pechera.
—Y bien, galante y legítimo de Dalcastle —dijo la señora Logan—, ¿qué tienes que decir en tu descargo? Ahora vas a recibir la recompensa que tan bien te has ganado. Te vamos a dar el justo castigo que mereces por el asesinato de tu valeroso y único hermano.
—¡Mientes, bruja del averno! ¡Yo no he tocado la vida de mi hermano!
—Yo te vi hacerlo con estos ojos que ahora te miran a la cara; sí, cuando estaba de espaldas a ti, y mientras luchaba denodadamente con tu amigo —dijo la señora Calvert.
—Te he oído confesarlo varias veces ahora mismo —dijo la señora Logan.
—Sí; y yo también —dijo su compañera—. «El asesinato se descubrirá, y el Todopoderoso dará oídos al sauce, y voz a las siete lenguas del lirio silvestre».
—¡Sois embusteras y brujas! —dijo espumajeando de rabia—; ¡criaturas destinadas desde el principio a la condenación eterna. Yo sacrificaré vuestros huesos y sangre en vuestros abominables altares! ¡Oh, Gil-Martin! ¡Gil-Martin! ¿Dónde estáis ahora? ¡Aquí, aquí está el alimento adecuado para la bendita venganza!… ¡Venid!
Pero ningún amigo, nigún Gil-Martin le oía ni asistía: estaba a merced de las dos mujeres, si bien lo trataron con comedimiento. Se burlaron de él, lo atormentaron y lo amenazaron; pero finalmente, después de infundirle un terror inmenso, le ataron fuertemente las manos a la espalda, y los pies, con largas tiras de jarreteras que casualmente llevaban en las cestas, para evitar que las persiguiese hasta que estuvieran a salvo. Al dejarlo, cosa que hicieron en mitad del sendero, dijo la señora Calvert:
—Podíamos haberte quitado fácilmente esa vida llena de pecado; pero nuestras manos han de estar libres de tu sangre. Sin embargo, aún estás en nuestro poder, y la justicia de tu país caerá sobre ti, ruin y cobarde homicida; ¡sí, y antes de lo que crees!
Las mujeres cogieron la diligencia de Edimburgo, en la que tuvieron ocasión de ponerse bajo la protección de un mercader que se dirigía allí también, con veinte caballos cargados y criados armados; de modo que apenas tuvieron ocasión de hablar durante el viaje. Una vez en casa de la señora Logan, deliberaron sobre lo que habían visto y oído, y convinieron en que tenían pruebas suficientes para condenar al joven Wringhim, al que consideraban merecedor del más riguroso castigo de la ley.
—Jamás en mi vida había visto un ser humano —dijo la señora Calvert— más parecido a un demonio. Si un demonio pudiese heredar la carne y los huesos, lo imaginaría exactamente como ese joven. La profundidad y maldad de sus ojos son espantosas. Su aliento es como el aire fétido de un pudridero, y su carne parece desprenderse de sus huesos, como si el gusano que no muere la estuviese devorando ya.
—Siempre ha sido repulsivo, y en todos los aspectos —dijo la otra—; pero ahora, verdaderamente, ha empeorado muchísimo. Mientras le sujetábamos, sentí su cuerpo flaco y endeble; pero lo veo tan inflado de orgullo espiritual, que seguro que imagina justificada ante Dios cada una de sus fechorías, y en vez de remorderle la conciencia, considera un gran mérito haberlas cometido. Sin embargo, más me hace pensar el ser extraordinario que lo acompaña. Actúa con tanta facilidad e indiferencia, con tanta velocidad y efecto, que todo lo delata como un adepto del mal. Su parecido con mi difunto y desventurado joven señor es tan asombroso que apenas puedo creer que sea casual; creo incluso que lo imita en todo con algún propósito, o para influir de algún modo sobre su socio en el pecado. Os diré que es tan parecido en sus facciones, rasgos y gestos que, en contra de la más clara luz de la razón, no puedo separar mentalmente al uno del otro, y tengo cierta indefinible impresión de que, o son uno y el mismo ser, o el uno ha sido prototipo del otro.
—Si existe un crimen terrenal —dijo la señora Calvert— por cuyo castigo se supone que el Todopoderoso debe disolver el orden de la naturaleza, es el fratricidio. Pero decidme, mi querida amiga, ¿observasteis a qué estaba tratando de empujar el infernal villano al asesino?
—No, no entendí nada. Mis sentidos estaban tan completamente ofuscados, que creí que se habían conjurado para embaucarme, y no les di crédito.
—Entonces escuchad: estoy casi segura de que utilizaba todos los medios de persuasión para inducirlo a matar a su madre; ¡y también me pareció oír que el incendiario asentía!
—¡Qué monstruosidad! Dejemos de hablar y pensar en eso, hasta ver qué ocurre. Entretanto, hagamos lo que es nuestro deber: ir y denunciar lo que sabemos sobre este inmundo asesinato.
Así que fueron las dos mujeres a sir Thomas Wallace de Craigie, vicepresidente del Tribunal Supremo (creo que era tío abuelo del joven Drummond, quien a todo esto estaba declarado prófugo y huido de su país a causa de la muerte de Colwan), y le contaron los pormenores de cuanto habían visto y oído. Este interrogó a la señora Calvert muy detalladamente, y pareció muy interesado en su testimonio… Dijo que sabía que lo que ella declaraba era verdad, y para corroborarlo sacó del escritorio una carta del joven Drummond, en la que este, después de proclamar su inocencia en los términos más enérgicos, confesaba haber estado con tal mujer en tal casa, después de dejar la compañía de sus amigos; que al regresar a casa, le había abierto a oscuras el criado de sir Thomas, y que por esa circunstancia le había resultado imposible aportar una coartada. Suplicaba a su pariente, que si alguna vez había ocasión, aclarase este misterio y limpiase su nombre en el país, y entre los suyos, del horrendo estigma de haber apuñalado a un amigo por la espalda.
Lord Craigie envió las dos mujeres a las autoridades correspondientes, y tras oír allí sus declaraciones, se consideró oportuno prender al actual de Dalcastle y llevarlo a juicio. Pero antes de eso, mandaron traer al prisionero que seguía en la cárcel, el cual había presenciado el crimen junto con la señora Calvert, para que viese a Wringhim secretamente; y dado que era proverbial en el país su agudeza en reconocer una fisonomía, decidieron guiarse por su declaración. Así que lo enviaron a Dalcastle con la fingida misión de una formalidad legal, a fin de que viese y hablase con el propietario, aunque no le explicaron qué pretendían realmente. A su regreso, lo interrogaron, y contó que lo había encontrado todo revuelto y desordenado; que la señora del lugar había desaparecido y no la habían podido encontrar ni viva ni muerta. Al preguntársele si había visto alguna vez, anteriormente, al propietario, se quedó callado, y se resistió a contestar. Pero resultó que sí, y que lo había visto matar a un hombre en tal lugar y a tal hora.
Enviaron entonces sin demora oficiales a detener al monstruo y conducirlo ante la justicia. Al llegar estos a la mansión y preguntar por él, les dijeron que sí estaba; tras lo cual situaron guardias y registraron todas las dependencias, pero no lo encontraron. En vano revolvieron camas, levantaron suelos y derribaron puertas: Robert Wringhim Colwan había desaparecido de una vez por todas. Su madre había desaparecido también, y recayeron grandes sospechas sobre algunos granjeros y criados de la casa, a los que ella había tratado siempre despóticamente. El honorable Thomas Drummond se había convertido en un distinguido oficial de la milicia austriaca, y murió en el año memorable para Escocia de 1715. Y esto es todo lo que la historia, los archivos judiciales y la tradición pueden aportar sobre el caso.
Ahora me complace ofrecer a mis lectores un documento original, de la más extraña naturaleza, y conservado para su lectura de la manera más singular. No intercalo comentario ninguno, y añado poca cosa, a fin de que cada uno juzgue por sí mismo. Mucho hemos oído hablar de la furia del fanatismo de los primeros tiempos, pero no esto.